"Las naciones no mejoran variando su forma de Gobierno, sino cambiando el modo de ser de los ciudadanos.
Apréndala y téngala presente quien la ignore en España."
En la ciudad de la Habana malvivía un negro sucio y harapiento, nominado Cachimbo y apellidado Sánchez. No tenía oficio determinado; agarrábase a llevar recados, hacer encargos, trasladar equipajes y también a descargar y cargar mercancías en el muelle; mas en teniendo unos centavos con que comprar un panecillo, algo de tasajo para comer y un poco de tabaco para mascarlo, tumbábase a la bartola, y hasta que el hambre no le azuzaba no volvía a buscar trabajo.
En la misma ciudad habitaba el mulato Glicerio Rebollo, propietario, en el barrio más pobre, de dos casitas viejas y esmirriadas, cuyas rentas le daban lo justo para alimentarse de huevos fritos, arrocito en blanco, fríjoles, calne de puelco y café; lo suficiente para holgar. Dábalas de poeta y velsaba maltratando al sentido común con velsos para danzones y guajiras de esta vitola:
Es tu hermosura galana
que yo te demostraré:
sabrosa como café
por la tarde y la mañana;
si me despresias ufana,
metempsícosis te arguyo;
mi pensamiento es el tuyo;
los monos son como gente,
tu pupila resplandente,
y es un gusano el cucuyo.
También vivía en la Habana Limbano Barandabona de Carratalunga, señorito criollo, hijo de familia muy distinguida y acomodada, sin carrera ni otra ocupación que las del boxeo y la esgrima, con cuyas destrezas procuraba impunidad a las procacidades y atrevimientos de que hacía gala y eran víctimas las señoras que pasaban por la acera del Louvre, lugar predilecto de Limbanito Barandabona. Quiere decirse que Limbanito era un guapo cheche, escupejumos que se desayunaba con hombres crudos.
El negro, el mulato y el blanco citados eran separatistas furibundos, soñaban con Cubita libre y una República libertadora de la tiranía en que les tenía aherrojados la Monarquía española.
El sueño de los tres víóse coronado por la realidad con la llegada de los yanquis a la isla de Cuba.
De alegría, el negro Cachimbo estuvo veinticuatro horas seguidas bailando el tango en mitad de la calle. El mulato Rebollo compuso una guajira dedicada al ejército libertador. El criollo Barandabona y sus amigos gastaron muchos pesos oro en champán, brindando por la llegada de los norteamericanos y por la República salvadora.
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El negro Cachimbo marchaba por una de las calles más céntricas de la Habana. Calzaba mugrientas chanclas; sobre sus carnes sólo vestía unos sucios pantalones y una camiseta de punto, no menos sucia y sudada.
Llegóse a él un policía yanqui.
-Retírese inmediatamente de la vía pública.
-¿Por qué, señó?
-Por higiene; está prohibido transitar en camiseta.
-¿Y por qué ha de prohibirse, si yo no tengo más ropa que la que ostento?
-Le he dicho a usted que se retire.
-Es que yo no me quiero retirar, ¿sabe?
-Venga usted conmigo.
El negro fué llevado a la Comisaría, donde el comisario yanqui le impuso una multa por desacato a la autoridad y por ir en camiseta por la calle, lo cual estaba prohibido.
-Yo no pago la multa, señó, porque no tengo un centavo para comel ni manera propisia de ganarlo.
-Está bien; nosotros le proporcionaremos alimentación y trabajo para que se compre una chaqueta y pague la multa.
Cachimbo fué conducido a las afueras de la ciudad, a un lugar donde se estaba picando piedra para las obras del puerto. Le entregaron un martillo, le colocaron junto a un montón de cantos rodados, y le dijeron:
-Pique usted piedra; cuando haya picado los metros cúbicos suficientes para comprarle la chaqueta, pagar la multa y la alimentación que aquí le daremos, quedará usted en libertad.
-No, señó; yo no pico piedra; se lo garanto; yo soy hombre libre, y eso es una esclavitú.
-Está bien; no pique usted.
A la hora de almorzar formaron en fila cuantos, como el negro, habían sido llevados al lugar aquel por análogos motivos. Uno de los vigilantes detúvose delante de Cachimbo y advirtió a los que distribuían las raciones para el almuerzo:
-El señor no pica piedra.
Y Cachimbo no almorzó. Llegó la hora de comer. Volvieron a formar en fila. El vigilante repitió la frase:
-El señor no pica piedra.
Y Cachimbo no comió hasta que, impelido por el hambre, tomó el martillo y picó piedra, mientras exclamaba:
-Esto es una tiranía; esto es una esclavitú. Yo creí que la República era otra cosa, mire ¡Carambaina con la República!
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Un yanqui, inspector de Sanidad, visitó las dos casitas del mulato poeta.
-Por higiene pública, no se puede consentir que tenga usted estos retretes sin inodoro.
-Mire, señor; estas dos casitas rentan cantidades exiguas y no dan para esos lujos superfluos.
-Tiene usted quince días de plazo para poner inodoros.
Pasado este plazo, volvió el inspector.
-¿Por qué no ha puesto usted los inodoros?
-Ya le dije, señor.
La Policía envió una cuadrilla de albañiles, colocaron los inodoros y pasaron la cuenta al propietario.
-Yo no poseo dinero para pagar esa cuenta, y aunque lo poseyera no la pagara, pues yo no dispuse que se hicieran tales obras.
La Policía se incautó de las dos casitas y cobró los alquileres a los inquilinos; de los alquileres se quedó con el importe de las obras realizadas, y entregó el resto al mulato Rebollo. Y todo se hizo sin escribir ni una cuartilla de papel. El mulato chillaba:
-¡Carambijo, mire! ¡Y a esto le llaman República! ¡Esto es un atropello! ¡No respetan el santuario de la propiedad ajena! ¡Carambijo, que mejor estábamos con la tiránica Monarquía española que con esta República atropellosa; aquello daba gusto, y cada cual hacíamos lo que nos venía en gana.
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En el vestíbulo del teatro encontrábase, según costumbre, a la hora de entrar, Limbanito Barandabona, perdonando la seducción de cuantas mujeres hermosas iban entrando.
Pasó un matrimonio joven, español. Limbanito dirigió una frase insolente a la señora. El marido se indignó, y, sin mediar palabra, le pegó al criollo un fuerte puñetazo en la cara. Arremolinóse público. Intervino un guardia y llevóse a los tres a la Comisaría.
-¿Qué ha pasado? -preguntó el comisario yanqui a Limbanito.
-Mire, señor comisario; este caballero me pegó un puñetaso en la cara; mire la huella.
-¿Por qué ha sido? -preguntó el yanqui al español.
-Porque se ha permitido decirle una desvergüenza a mi esposa cuando entraba yo con ella en el teatro.
-¿Y no le ha pegado usted más que un puñetazo?
-Nada más que uno.
-¡Sesenta merece el desvergonzado que se atreve a faltarle a una señora! Usted y su esposa pueden retirarse. Usted, señor atrevido, pague cien pesos de multa.
-Los pagaré; pero permítame desirle que no esperaba yo esto de la República yanqui. En tiempos de la tiránica Monarquía española no se nos trataba con tan excesivo rigor.
-Pues así hay que tratarlos a ustedes si han de conseguir las mejoras deseadas. Usted creía, sin duda, que con decir: “Tenemos República”, todo iba a transformarse como por magia. No, señor. Las naciones no mejoran variando su forma de Gobierno, sino cambiando el modo de ser de los ciudadanos.
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Esta máxima la ignoraban el negro Cachimbo, el mulato Rebollo y el criollo Limbanito Barandabona.
Apréndala y téngala presente quien la ignore en España.