MEMORIAS DE UN SIETEMESINO
Narradas por su protagonista, don Claudio Béjar y Paredes,
oficial de Infantería de la promoción de ‘los sietemesinos’, retirado del
Ejército a petición propia.
Firmadas en noviembre de 1879 a cinco kilómetros de Málaga.
Novela episódica y humorística, publicada en 1919.
Por don PABLO PARELLADA (“MELITÓN GONZÁLEZ”)
“Poco duraron mis
estudios. Habíase encendido la guerra civil carlista. Faltaban oficiales y se
dispuso que ascendiéramos a alféreces los que tan solo llevábamos siete meses
en la Academia. Por eso nos llamaron la promoción de
los sietemesinos[1].
He aquí por qué me adjetivo sietemesino
en el título de este libro.”
Del capítulo X. CADETE Y ALFÉREZ, de
esta novela.
PRESENTACIÓN
APRECIADO lector: soy Claudio Béjar, oficial retirado del
Ejército a petición propia. Me presento a ti para tener el honor de estrechar
tu mano y contarte lo siguiente:
Estando yo en activo servicio, salí con mi regimiento a un
paseo militar. A media hora de la ciudad, un compañero me hizo observar una
casita blanca situada a la izquierda y a cosa de unos quinientos metros de la
carretera. “En aquella casita -me dijo mi
compañero- vive un señor aislado de la
sociedad, completamente solo; un misántropo. En la flor de su vida era un
hombre sencillo, ingenuo, todo corazón y lleno de buena fe; pero fueron tales
las contrariedades, decepciones y desengaños sufridos, que tomo aversión al
género humano; compró esta casita, y en ella vive desde hace unos veinte años,
dedicado a cuidar su huerta y sus pajarillos, sin tener noticias del mundo, no
consentir que persona alguna se le acerque si no es un viejo criado que le trae
los necesario de la ciudad.”
Yo, mi querido lector, también sufrí crueles desengaños y
padecí grandes amarguras; pero tuve la suerte de contar con las advertencias de
un sabio consejero, tío carnal mío, el cual me enseñó a sobrellevar con
resignación y paciencia las contrariedades de la vida; y como haciéndolo así
nunca perdí la esperanza de ser feliz, por fin alcancé la mayor felicidad a que
el hombre puede aspirar sobre la tierra. Así espero demostrártelo en el siguiente
relato, en el cual encontrarás entrenamiento honesto, sin verdosidades. Si
alguna palabra te pareciese poco aseada, perdón te pido por anticipado, y ten
por seguro que no la escribí olvidándome del respeto que mereces, sino porque
no pierda lo que de pintoresco necesita. Ten muy presente que esta novela es
histórica en lo que se refiere a mis amores, pero es humorística y fantástica
en lo tocante a los asuntos militares, engarzados en ella; todo son anécdotas
que me fueron contadas en broma y jamás ocurrieron, con las del Pi con erre,
blocaus blindado con pintura, la del General Longarilles, las deficiencias en
los suministros, etc., etc. Todo lo que puse por entender que puede incitar a
la risa precisamente por lo absurdo de que tales hechos hayan ocurrido.
Te desea todo género de bienandanzas y te saluda
afectuosamente,
Claudio BÉJAR.
A cinco kilómetros de Málaga, Noviembre de 1879.[2]
[3]
PRIMERA
PARTE
---
I. MI
PUEBLO
No diré el nombre del pueblo donde por
vez primera vi la luz del sol, de la luna y las demás luces; pero pondré al
lector en camino de averiguarlo, dándole materiales para que por el hilo saque
el ovillo.
Como a todos los pueblos de la misma
región española, al mío le cuelgan una anécdota insultante:
Cuentan que el tío Pedriles, vecino de
mi pueblo, fue por primera vez a las fiestas de la capital y, a la vuelta,
ponderó entre el vecindario lo mucho que se había divertido y, especialmente,
el buen trato recibido en la posada en que fue a parar; posada que, según él,
podía competir con la mejor fonda, puesta tan a la moderna estaba montada, que
en ella ya no se usaba el anticuado y mísero candil de gancho con torcida y
aceite de olivas, sino un aparato de nueva invención llamada quinqué, en el
cual ardía petróleo o aceite mineral. Respecto de la comida también hizo
extremadas alabanzas, mostrándose maravillado de un guiso suculento, nuevo para
el tío Pedriles. Era este plato unos calabacines en cuyo interior no había
pepitas, como en los cosechados en la comarca, sino una pasta muy rica y
apetitosa, y muy parecida a la pasta esa de la que se hacen las albondiguillas.
La noticia corrió y se comentó entre el
vecindario, y hasta llegó a tratarse y estudiarse en sesión del Ayuntamiento,
donde, tomando en consideración que ni en el pueblo ni en ningún otro del
término se cosechaban aquella clase de calabacines, pues solo se conocían los
ordinarios, el alcalde propuso, los concejales aceptaron y el pueblo aplaudió
con entusiasmo, que para fomento y mejora de la producción local agrícola se
nombrase una comisión que marchase a la capital y recorriese el mundo entero,
si necesario fuese, y no volviera al pueblo hasta haber encontrado simiente de
calabacines rellenos, y, de paso, unas cuantas muestras de olivos de los que
dan aceite mineral, olivos también desconocidos en el lugar.
A ésta se le llamó la Comisión de
los calabacines, y cuéntase que todavía no ha regresado.
Ya tienes, amigo lector, un seguro y
excelente medio de averiguar a cuál pueblo de España me refiero. Donde
preguntes: “¿Ha vuelto la Comisión de
los calabacines?” y te peguen un navajazo, te saquen del pueblo a pedradas o te
arrastren, allí es.
De cuchufletas de esta índole no se
libra pueblo alguno de la comarca Es un modo pintoresco de llamarse brutos los
unos a los otros; y todos aciertan.
Por si no fuese de tu gusto verte
perforado, apedreado o arrastrado por el populacho, te daré otros medios de
venir en conocimiento del pueblo donde tuve la suerte de nacer.
Lugar eminentemente protector de las
moscas, tiene sus callejas convertidas en vertederos, basureros, retretes,
corrales, pocilgas y expoliarium[4]
permanente de animales caseros fallecidos, todo en una pieza; callejas de cuyo
barrido y saneamiento se encarga la Providencia si envía beneficiosa tormenta.
Cuando ésta falta, y sopla el viento, el polvo levantado, azote del rostro, no
es tierra sutil, sino todo género de inmundicias secas ya pulverizadas.
En verano, la desnudez de los niños
pequeños, y aun mayorcitos, es completa en la vía pública, donde la piedra
arrojadiza es el principal elemento de diversión infantil, cuando no es el
desfloro de nidos, el destrozo de arbolado o la fruta del cercado ajeno.
El lenguaje es soez y grosero. No hay
vocablo indecente que allí no se haya tomado por muletilla. Únicamente algunas
mujeres, las más pudibundas, por aquello del buen parecer, atenúan lo mal
sonante de ciertas palabras cambiándolas el sexo, y dicen, por ejemplo: moña
en vez de moño, peineto en lugar de peineta y badaja
por badajo.
Aman con religioso fervor a su santo
patrón, sin perjuicio de echarle al pozo o al río si no les manda la lluvia en
tiempo determinado y en la medida exacta que necesitan, y en su honor celebran
la fiesta anual a salvajada libre, con toro impregnado de pez ardiendo;
procesión con disparos de trabucos cargados hasta la boca y coplas alusivas al
santo, como la muestra:
Glorioso santo patrono:
mándanos lluvia en seguía
pa coger buena cosecha,
u te pateamos las tripas.
Desconozco las costumbres del Rif[5],
pero no deben ser muy distintas a las de mi pueblo.
Mi padre era el médico del lugar, cargo
sumamente cómodo y tranquilo, pues el doctor sólo era llamado en casos muy
extremos, acompañado del cura, cuando éste era ya el único necesario.
Para los demás casos, el vecindario
tenía su terapéutica especial, legada de padres a hijos desde antiguas
generaciones, contra la cual hubiese sido imprudencia temeraria rebelarse.
El reuma se curaba llevando una patata
en el bolsillo; la insolación, colocando al paciente un puchero de agua
hirviendo sobre la cabeza, la jaqueca, pegando una rodaja de pepino en cada
sien a manera de cuernos rudimentarios; el tifus, con medio tomate o una
cataplasma de tabaco y vinagre en el ombligo; toda suerte de heridas, con
aceite de lagarto, saltamontes, alacranes y otros bichejos tenidos a la
intemperie durante el invierno. De las roturas de miembros se encargaba un
pastor, y de las demás enfermedades, un curandero que curaba de gracia
por haber nacido a las doce en la noche de Navidad, y tener bajo la lengua una
cruz que no podía enseñar sin peligro de perder su gracia curativa.
Sin los cuidados de mi madre, a la cual
tuve la desgracia de no conocer, y en este ambiente de incultura, atraso y no
poca maldad, se comprenderá que mi educación durante la niñez no podía ser muy
recomendable: pendenciero, desvergonzado, siempre en competencia con los demás
chicuelos para ver quién realizaba la mayor diablura.
En la plaza había una tienda de
comestibles, cacharros, juguetes y objetos de escritorio, que, a su vez, era
estanco. En comunicación con la tienda y en la planta baja estaba el casino, o
sea una sala, con salida al corral en la que se servía café transparente y se
jugaba al billar en mesa donde solían dormir las gallinas; a cambio de tiza,
los jugadores, con la suela del taco, barrenaban las paredes.
El matrimonio dueño de este
Tugurio-Palace, tenía una hija llamada Eulalia[6], de mi edad próximamente, de unos diez
años; la niña más linda y mejor ataviada del pueblo.
Mostrábame Eulalia mucho interés y gran
cariño, y de ello estaba yo contento y orgulloso; con cualquier pretexto me
obsequiaba con algún dulce fósil de los de su tienda, a hurto de sus padres y
con prohibición de contárselo a mis amigos. Pensando en la seriedad y buen
juicio de una mujercita, me amonestaba cuando llegaba a su noticia alguna
barrabasada de las mías, y me reprendía dulce y cariñosamente:
-¿Por
qué eres así? No debías reunirte con esos otros. Si no eres bueno, me
incomodaré contigo…
Recuerdo que estuve enfermo de bastante
gravedad. Cuando desapareció la calentura y recobré mi lucidez, la criada de
casa se acercó a mi cama para decirme con gran reserva, como si de un secreto
de Estado se tratase.
-Bien
se conoce que ya te sa pasao la calentura.
-¿Por
qué?
-Porque
ya no llamas a la Eulalia; mientras has tenido calentura no has parado de decir:
“¡Eulalica, Eulalica!” Ya lo sabe
ella.
-¿Quién
se lo ha contado?
-Yo
misma; pues si la pobrecica me pregunta por ti todos los días cuando paso por
su casa. Y poco contenta que se puso al decirla yo que dentro de poco te
levantarías de la cama…
Una tarde, durante mi convalecencia,
sentado yo en el portal de mi casa, acudió Eulalia con su delantal lleno de
cacharritos y, para entretenerme, los dispuso de diferentes maneras en los
primeros peldaños de la escalera, mientras me decía:
-Esta
es la cocina, éste es el comedor. Tú eras el padre; yo era la madre.
Cito esta niñería por ser el único
recuerdo grato que todavía conservo de mi pueblo, después de abandonarlo para
siempre, y porque nos hemos de volver de encontrar con Eulalia en el curso de
este verídico relato.
---
II. A LA
CIUDAD
En 1867 mi padre obtuvo una plaza
de médico en la capital, y a ésta nos trasladamos en diligencia[7]
envueltos en densa nube de polvo; sacudidos, en cada bache del camino, como por
catapulta, y topando cada viajero con el suyo de enfrente.
Nos detuvimos en un parador[8]
a cambiar el tiro[9] del
coche. Entramos en la casa a humedecer nuestras secas fauces. A poco acercóse
el dueño a mi padre y con gran misterio le dijo:
-¿Sabe usté a quién
tengo recogido en casa, desde hace cuatro días, a mesa y mantel?
-¿A
quién?
-A
Carranza.
Personaje que no me era
desconocido: no hacía mucho que había estado en mi pueblo, escondido en la
tienda de comestibles de los padres de Eulalia,
aunque, a decir verdad, lo sabíamos en el pueblo hasta los chicos.
-Dígale
que salga -contestó mi padre sonriendo-; en
la diligencia no viene guardia civil ni otra persona que pueda prenderle o
delatarle.
Se presentó Carranza[10].
Frisaba los cuarenta años, de rostro enjuto, barba y cabello largos y
descuidados; vestía traje de pana, borceguíes sin embetunar y flexible sombrero
negro bastante deteriorado. En tiempos tuvo su pequeño taller de carpintería en
la ciudad y lo cerró para dedicarse a conspirador perseguido.
-¿Qué
hace usted aquí? -le preguntó mi padre.
-Pues
ya ve usted, como siempre: huyendo de los que me persiguen.
Mi padre le pagó una copa, y
Carranza nos echó un medio discurso. Ponía gran
vehemencia en sus palabras y extremada fe en el próximo lanzamiento del grito y
triunfo de la revolución consiguiente, y terminaba sus párrafos: “¡Ay del día en que el pueblo sepa lo que vale!”.
De lo que se le escapó después, y
mi padre le sonsacó hábilmente, deduje que, desde el cierre de su carpintería,
aquel mártir de sus ideas iba de pueblo en pueblo escondiéndose una semana
aquí, diez días allá, en casa de los correligionarios de mejor provista
despensa, como ya había hecho en la ciudad, y así pensaba continuar hasta que
fuese llegado el trunfo de sus ideas redentoras.
Nos despedimos del apóstol
Carranza continuamos el viaje.
A la caída de la tarde
distinguimos la azulada silueta de la ciudad.
¡La ciudad! ¿Cómo eran las
ciudades? Yo no había visto ninguna. Poco tardé en convencerme de que, salvo
dos o tres calles del centro y unos pocos centenares de personas, todo lo demás
era mi mismo pueblo: los mismos vocablos soeces, la misma incultura, igual
suciedad y falta de urbanización y de policía urbana.
Convine con mi padre en que yo
seguiría su misma carrera y fui matriculado en el Instituto, donde el profesor
de latín nos aseguró que esta lengua muerta era el eje alrededor del cual giran
todos los ramos del saber humano; germen de todo estudio o profesión; madre de
todas las ciencias, y cimiento sustentador de las sociedades pretéritas,
presentes y futuras.
No se me alcanzaba la relación
que pudiera tener la declinación de musa muse y la conjugación de facio,
facis, facere, feci, factum con la curación de las tercianas y del tifus; por
eso me gustaba más corretear por las calles que leer en latín la historia de
Epaminondas, cuyos hechos me importaban un bledo y yo tomaba a chunga, y
aquello de Epaminondas filius Polimni fuit tebanus, yo lo traducía: Epaminondas
hijo de un pollino y de un tábano.
Una de las muchas veces que hice
novillos fue para presenciar cosa desconocida para mí: un besamanos[11]
en la Capitanía General.
Desde media mañana me instalé con
mi inseparable camarada y condiscípulo Lino Mollat, chico ligeramente
cojo, listo como una ardilla, travieso como mico, hijo de un rico tahonero
habitante en las afueras de la ciudad, y tan pigre[12] o más que yo, el tal Mollat.
Esta vez tenía justificación
nuestra novillada: ni Luis ni yo sabíamos en qué consistía un besamanos, y
considerábamos loable nuestro afán en saberlo.
Vimos llegar, sucesivamente, las
banderas y estandartes de los regimientos de la guarnición, acompañados de las
correspondientes escoltas, músicas charangas, bandas de tambores, cornetas y
trompetas, armando un ruido ensordecedor. Después, un reguero de generales,
jefes y oficiales de todas armas e institutos, de gran gala, que iban entrando
en Capitanía. Altas personalidades civiles y eclesiásticas que al descender de
sus coches motivaban comentarios entre los espectadores callejeros:
-¿Quién
es ese de la faja verde?
-El
gobernador civil.
-Qué
joven es.
-Hoy
estrena el uniforme: es la primera vez que se viste de gobernador.
-Ya
se conoce.
-¿Por
qué?
-Porque
se ha puesto la faja a la aragonesa y con el lazo y borlas a la derecha. En
cuanti que los oficiales le echen la vista encima se van a reír poco.
-Ahí
vienen los concejales.
-Y
los maceros; ¡qué viejos y qué flacos!
-Y
los dos, patizambos.
-Ya
podían hacerles unas pelucas nuevas y a la medida.
-Y
que les ajustaran mejor.
-¡Vaya
unas pintas!
-¡Rediez,
qué peste a bencina!
-Las
levitas de los concejales.
-¿Y
esos de la sotana y birrete?
-No
es sotana, tú, es toga; son los profesores de la Universidá.
-¿Y
esas borlas que llevan encima del gorro?
-Son
pa señalar lo que enseña ca uno: el rojo sinifica sangre, u séase Medecina; el
verde hierba, que quié decir Agricultura.
-¿Y
el amarillo?
-Tanto
como eso, no sé; pero algo sinificará.
-¿Y
esos otros maceros de negro?
-Vienen
acompañando a los señores de la Audiencia, por si alguno se mete con el
presidente u los magistrados, metele un mazazo en la cabeza.
-Oyes,
tú, ¿qué es aquello blanco que bien en aquel coche?
-No
sé…; calla, a ver; ya sé: cuatro maestrantes de la Orden de San Juan
Nepomuceno.
-Llevan
sombrero apuntao como los porteros de Palacio.
-Y
capas de franela blanca.
-Y
esos, ¿dónde están empleados?
-Que
yo sepa, en nenguna parte.
-Bien;
pero de algo servirán.
-También
estoy inorante de eso. Lo hi preguntao muchas veces y, hasta la presente, nadie
me ha sabido dar razón.
El no enterarnos allí mismo de
cuál es la misión de los maestrantes de San Juan Nepomuceno sobre la tierra,
nos contrarió bastante, pues Mollat y yo éramos amigos de oliscar en todo guiso
y de saberlo todo menos las asignaturas del instituto.
Una de las músicas había
terminado de tocar la marcha de Poliuto[13],
y otra la sinfonía de Semíramis[14],
cuando empezaron a salir de Capitanía los citados personajes y el público a
desfilar
-Pero,
¿y el besamanos? -preguntamos nosotros.
-Ya
se ha rematao -nos contestaron-; eso ha sido arriba, en el salón del Trono.
La noticia nos partió por el eje:
habíamos perdido la mañana y la clase, sin poder averiguar cómo era un
besamanos.
¿Qué demontres habían hecho
aquellos señores allá arriba? ¿Sería alguna ceremonia parecida a la de Pilatos?
Tal vez hicieron evoluciones al son de la marcha de Poliuto y sinfonía
de Semíramis.
Diversión tuvimos y
entretenimiento agradable con la profusión de rutilantes uniformes, polícromas
condecoraciones, marcialidad de las tropas y bélicos acordes de músicas y
charangas; pero nuestro objetivo no era éste, sino el de enterarnos al detalle
de una ceremonia por nosotros desconocida y que, indudablemente, merecía ser
vista. Habíamos oído decir que todos los actos de la milicia eran presididos
por la Lógica y la Seriedad, y apoyados en este concepto, entendíamos que
cuando se ponía en movimiento a toda la oficialidad de una guarnición y a todas
las altas personalidades de una ciudad, y unos y otros, tan acicalados, lujosos
y llenos de preseas, acudían a un regio salón, no iba a ser para una
pampirulada[15], sino
para algo grandioso, digno de ser conocido y admirado.
Al marchar una de aquellas
músicas, me sentí arrastrado por sus notas y la seguí, procurando acompasar mis
pasos con los de la tropa, hasta la puerta del cuartel.
Regresé a mi casa calculando lo
mucho que en belleza ganaría mi persona dentro de uno de aquellos brillantes
uniformes, y, a fuerza de cavilaciones y de comparar la carrera de médico con
la de las armas, acabé por preferir ésta, y aunque nada dije a mi padre, hice
el propósito de ser militar.
La Medicina, ya sabía yo en qué
consistía; mientras que la milicia era un mundo desconocido para mí, y lo
desconocido me atrajo siempre.
¡Mis sueños juveniles!: saber
cómo era la vida de cuartel, las batallas… y, esto sobre todo, no morirme sin
saber qué era un besamanos.
---
III. PRELUDIOS
[A LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE DE 1868]
Antes de
llegar a la Revolución de Septiembre[16]
necesito presentarles cuatro nuevos personajes: Blanes, Mela, el Manguara y la
Tía Pilatos.[17]
Blanes fue un jefe de policía activo, honrado y muy cumplidor de su deber. Se
multiplicaba como si poseyera el don de la ubicuidad; parecía que la población
disponía de diez o doce Blanes.
En las
afueras era el terror de tahúres[18]
de carteta[19],
correhuela[20],
chapas[21]
y demás ingenios inventados por el hampa y la briba[22]
para desplumar incautos. Perseguía sin descanso a todo género de malandrines
inferiores y de los suburbios; a cuantos bigardos[23]
holgazaneaban y vivían a la droga o del merodeo[24];
multaba sin compasión ni componendas a los vecinos infractores de las
ordenanzas municipales, y llevaba detenido a quién él viese cometer algún acto
indecoroso en público.
Los demás
agentes, si bien estaban, oficialmente, a sus órdenes, particularmente estaban
al servicio doméstico de los concejales, en cuyas casas ponían el cocido,
fregaban los platos, cepillaban la ropa, lustraban los zapatos, incluso los de
la concejala, y llevaban los niños a la escuela. Por lo que puede asegurarse
que Blanes era el único encargado de la Policía y orden público, y de acarrear
sobre sí todas las iras populares.
Yo le
recuerdo en tres ocasiones dignas de anotarse:
Una: Había
unos cuantos truhanes que se apostaban a la entrada de la población, y a todo
forastero que llegaba de su pueblo con leña, vino o cualquier otro artículo
para venderlo, le detenían saliéndole al paso, y unas veces con amañada
palabrería le convencían, y otras, con veladas amenazas, le obligaban a pagarle
el barato[25],
o derecho de guapeza, a cambio de proporcionarle inmediato comprador, si no
quería quedarse en la posada largo tiempo sin vender. Sobre este derecho de
matonismo añadían el ajuste de la mercancía, que concertaban a precio mínimo
para ser llevada donde habían de pagarla al máximo para quedarse ellos con la
diferencia.
A estas
gabelas añadían la exigencia de la chorrada[26],
ñapa, contra o gallarín[27],
o sea una pequeña parte de la carga con que proveer gratis sus despensas; más
la convidada o alboroque[28]
por cuenta de los forasteros en la taberna próxima.
Esto
ocasionaba carestía en las subsistencias y continuos altercados entre aquellos
rufianes y los pobres forasteros, saliendo a relucir las navajas como argumento
final en muchas ocasiones.
Una tarde
presentáronse varios carros de retama en la puerta Norte de la ciudad.
Saliéronles al paso un tal Manguara
y su sobrino, ambos vividores del trabajo ajeno; hicieron trato con los
carreteros después de las consabidas amenazas; concertaron el precio en ocho;
quedaron los carros en las afueras bajo la vigilancia de Manguara, mientras el
sobrino entró en la ciudad en busca de quién pagar el género a diez, y
encontrando comprador en el padre[29]
de mi amigo Mollat, allá se trasladaron carros, leñeros, Manguara y su sobrino;
y allí me encontraba yo. El tahonero[30]
pagó a los carreteros la retama a diez; éstos entregaron a Manguara el dos
de diferencia entre el diez que acababan de cobrar y el ocho que
con Manguara convinieron. Negocio redondo.
Pero
surgió Blanes como por encantamiento, deshizo lo hecho y puso el asunto en su
término medio, justo y prudencial, pagando el tahonero la mercancía a nueve
directamente a los leñeros, con lo cual quedaron estos beneficiados en uno,
el tahonero en otro y los pillastres sin el fruto de su pillería. Un
excelente servicio.
La
expoliación de cuantos infelices vienen a vender a las ciudades fue cosa
corriente en todo tiempo. En Madrid, redobla: Suele llegar forastero a vender
una vaca, y tantos Manguaras le salen al paso desde la entrada de la coronada
villa hasta desollar la res en el matadero, que muchas veces el vendedor
regresa al pueblo con un saldo en contra.
Blanes se
marchó después de amonestar a los dos tunantes y de amenazarles con severo
castigo si reincidían.
Quedaron
Manguara y el sobrino en medio de la carretera, doliéndose, en alta voz, de la
falta de libertad individual; de la esclavitud en que al pueblo se le tenía; de
los atropellos habidos con ellos y con cuantos como ellos precuraban ganarse un peazo de pan honradamente; y entremezclando los juramentos más
atroces con las más requetecaracoleadas blasfemias.
Muy
grabado se me quedó el final de la perorata de aquellos dos sujetos:
-Luego dicen que si se va a armar u no se va a armar la gorda…
-Demasiao tardamos en armarla.
-Siquiá sea esta misma noche pa coger a ese ladrón de Blanes y
degollarlo.
-Y arrastrarlo.
Y como
vieran que Blanes se había detenido a distancia y a la expectativa para que los
leñadores no pudieran ser acometidos otra vez con el fin de sacarles Manguara y
su sobrino lo que no pudieron antes, éstos desaparecieron rezongando y
repitiendo sus promesas de venganza.
[La
segunda:] Otra vez vi a Blanes llevar consigo detenidos a dos individuos no
menores de veinticinco años. ¿Qué había sucedido? Caminaban aquellos dos
sujetos por la acera de una calle céntrica, detrás de una señora, haciendo la
gracia de irle pisando la cola del vestido, que entonces se llevaban con cola.
La señora lo observó y, prudentemente, se pasó a la otra acera. Ellos la
siguieron y no cejaron en la gracia hasta romperle el vestido por la cintura, y
aún se permitieron algún concepto grosero ante la protesta de la agraviada.
Llegó Blanes a tiempo y, enterado del suceso, agarró a los dos malnacidos y se
los llevó a la prevención[31].
En el
lugar de la ocurrencia quedó buen grupo de gente contemplando el hecho,
poniéndose -naturalmente- de parte de aquellos dos infelices y culpando
a la imprudente señora.
-¿Por qué tienen
que llevarlos presos? ¿Qué daño han cometido? Total, pisarle la cola del
vestido a una señora.
-La culpa es de ella. ¿Pa qué lleva la falda más larga de
lo que es menester yendo por la calle?
-Y tanto; a ella es a quién debían llevar presa.
-Es que, además, ellos parece ser que a la señora la han
dicho una mala expresión… Hay que ponerse en todo -interpuso uno.
-Si la han llamo una mala expresión, señal que ella habrá
empezao por llamarles algo peor.
-¡Tiusté razón, tía Pilatos!
-Masiao que la tengo. ¿Ande sa visto, llevarse a esos dos
infelices y dejar a la señora en libertad? Si aquí
hubiera vergüenza a ese recondenao de Blanes ya le hubiéramos ajustao las
cuentas. Miá también a mí: que porque mis chicos ensuciaban en la calle, me
sacó una peseta de multa. ¿Pues dónde se van a ensuciar las pobres criaturas?
Pero déjate estar, que como se arme la gorda, según dicen, se la tenemos jurá.
La
tercera: Un matrimonio recién casado, forastero, y en viaje de luna de miel,
detúvose en la ciudad. Ambos iban elegantemente ataviados. Por su aspecto
revelaban ser personas muy finas y atildadas. Paráronse ante el escaparate de
una joyería a contemplar los objetos expuestos. De un grupo de chicuelos
cercano destacóse uno para realizar una atrevimiento: se colocó al lado del
matrimonio y, después de pasarle revista ocular del modo más impertinente, fue
haciendo paso lateral hasta colocarse entre la elegante pareja y el escaparate,
y, teniéndolos detrás de sí, levantó ligeramente una pierna y dedicó a los de
la luna de miel la acción peor sonante y más sucia que persona puede soltar en
público, y escapó a correr, con gran regocijo suyo y de sus compinches cuando
el caballero se revolvía indignado y levantaba el bastón para castigar su
bellaquería cometida con él y con su esposa.
El
chicuelo fue detenido por Blanes y éste se acercó al indignado matrimonio.
-¿Qué ha pasado? -preguntó el policía.
El
caballero explicó lo ocurrido en medio de un corro de transeúntes formado en un
instante.
Blanes se
llevó al mozalbete a la prevención, donde le tuvo unas horas.
Como es
consiguiente, los comentarios de la gente fueron favorables al detenido:
-¡Y se lo llevan a la prevención!
-No es pa tanto.
-¡Vaya, con los señoriticos esos! Pues cuando tengamos
ganas. ¿Qué tenemos de hacer? ¿Querrán que nos inflemos como los globos?
Queda
escrito: Blanes era una agente muy apropiado para aquellas poblaciones del
extranjero donde se camina hacia la más perfecta civilización posible.
Otro personaje memorable: don Julián Mela, alcalde-corregidor, como entonces
se llamaba el que reunía las atribuciones de gobernador civil y de alcalde. Fue
un gobernante y un administrador modelo, pues dedicó todos sus afanes al
engrandecimiento de la ciudad. Inició ensanches, abrió necesarias calles a
través del antiguo laberinto de estrechas y tortuosas callejuelas. Realizó
espléndida Exposición[32]. Durante su permanencia, la ciudad trabajaba, vivía; había salido de su
marasmo.
---
IV. LA
REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE [DE 1868]
Si era o no conveniente, yo no estaba
en edad de medirlo, pero deseos tenía de que estallara la revolución para ver
un espectáculo nuevo. Lo mismo le sucedía a mi amigo Mollat el cojuelo[33]
de la panadería. Este me aseguraba que la gorda se armaría en breve, y se
documentaba con alguna proclama revolucionara de las repartidas al mozo de pala
y demás operarios de la tahona; proclamas redactadas en forma de letanía:
Ciudadanos:
El Gobierno nos roba.
Nos vende.
Nos traiciona.
Nos escupe.
Nos esclaviza.
No seáis esclavos.
Sed libres.
Todo es vuestro.
Nada es de los otros.
Arriba nosotros.
Abajo los demás.
Revolución es libertad.
Libertad es revolución.
¡A las armas!
Mas, ¡oh decepción! Amaneció un día en
que la criada nos dio noticia de haber sido derrocada la Monarquía[34].
La revolución[35]
estaba hecha sin que en la ciudad hubiese sonado un solo tiro, es decir, sin yo
ver cómo era una revolución tal como me la hicieron concebir.
Mollat vino a buscarme, lleno de
alegría:
-Anda,
vístete vámonos a la calle. Ya verás, ya verás: hoy no tenemos clase. Nadie
trabaja. Todos andan por ahí dando vivas y mueras, y armados hasta los dientes.
A Carranza[36] le cogió la noticia
escondido en la tocinería de Braulio. Se ha puesto muy majo, con polainas de
cuero, escarapela en el sombrero, dos pistolones así de grandes en el cinturón
y una corbata colorada, color de fuego.
-Ca -terció mi padre-, no es color de fuego,
es color de apunten, nada más.
-Pero,
bien -dije yo-, si todo está arreglado, ¿para qué tantas armas?
-Por
un por si acaso: en un corro ha dicho Carranza que está esperando órdenes de
Madrid. Vete a saber las órdenes que podrán darle. Ah, ¿no sabes? Así que se
tuvo noticia de la revolución, fueron a matar al gobernador[37].
-¿Han matado al gobernador? -preguntó mi padre.
-No,
señor; se conoce que le avisaron a tiempo, y cuando asaltaron la casa para
matarlo, ya se había escapado.
-Pero esas gentes -continuó mi padre- ¿son imbéciles,
perversas o están locas? ¡Un gobernador al que sólo beneficios debe la población!
No tardarán en suspirar por otro don Julián Mela.
-También
fueron en busca de Blanes[38],
tampoco lo encontraron; creen que no ha salido de la población, y si lo cazan,
pobre del él: lo escabechan.
-Harán muy mal -continuó mi padre-; digo de Blanes
lo mismo de señor de Mela.
Oímos una música. Me vestí apresuradamente y a la calle. Mollat y yo nos
unimos a una multitud precedida de charanga[39]
tocando el himno de Riego[40].
De trecho en trecho contestábamos “Viva” sin saber qué, pues estábamos
a la cola y no oíamos la invitación que se nos hacía desde la cabeza, y más de
una vez contestamos “viva” cuando debimos contestar “muera”;
pero daba los mismo: la cuestión era expandirse.
Así recorrimos la ciudad, parándonos en alguna tasca que otra. En una de
esas paradas los músicos preguntaron al manifestante que parecía director de la
función y estaba empinando la bota:
-Y a nosotros, ¿quién nos paga nuestro
trabajo?
-Miá, qué pregunta: ¿quién os va a pagar?
Nadie; aquí se sopla por la Libertá.
Y continuó bebiendo.
-Sí, pero una cosa es soplar de la bota y
otra es soplar en el cornetín de pistón.
-Eso de que hoy no trabajemos más que los
músicos, no pué ser -protestó el del trombón.
-Decís eso porque sois unos malos patriotas.
-Bien; pues si somos malos patriotas, nos
vamos a casa y que sople el cierzo[41].
¡Qué hubieran dicho! ¿Marcharse a casa? De ningún modo.
-Si no tocáis os romperemos los instrumentos
en la cabeza.
No hubo más remedio: los músicos continuaron soplando a la fuerza en
nombre de la libertad individual.
Nos encontramos con el gran Carranza Se le obsequió con un “viva” a su
persona. Él contestó quitándose el sombrero grave, con la majestad de un
emperador romano. Se le invitó a que se uniera a la manifestación, y se negó
porque iba a conferenciar con la junta local revolucionaria para tomar
acuerdos; pero sospeché que era un pretexto para no mezclare con el populacho
del cual ya se consideraba jefe absoluto, pues, al despedirse, y en tono de
ordeno y mando, dijo:
-Esta tarde, a las dos, todo el mundo en la
plaza de toros.
Allá fuimos. Sobre la mesa del toril estaba la mesa presidencial.
Carranza actuó de presidente. Tomó la palabra. No sé si lo hizo bien o mal; las
condiciones acústicas del local impedían que se le oyera. Nada se consiguió con
gritarle “¡Que no se oye!” “¡Que grite más!” Como tan solo oíamos los “Yo…” “Yo…” con
que empezaba los párrafos del discurso, y en los yo gastaba toda la poca
energía de sus pulmones, nos largamos al teatro Euterpe, donde también se
discurseaba.
Oímos hablar a un orador que más tarde fue concejal. También comenzaba
los párrafos con “Yo…” “Yo…”
“Yo he pasado años perseguido y oculto como
los cristianos en la catetumbas de Roma para no verme al bordo
del precipio…”
“Yo he tenido que apurar el cáliz hasta las hélices
para romper el circo vicioso en que estábamos…”
“Yo he contribuido a rasgar la tela de Penálope
que tapaba los ojos al pueblo, al ojecto de que pudiera levantar sus
ideales como ha conseguido lo cual que, si se me permite la frase, ha sido
poner una piedra en Flandes…”
Fue muy aplaudido y elogiado el discurso.
No faltaron oradores que hablaron sesudamente, con elocuencia y
elevación de miras.
Un oyente pidió la palabra. Después de larga discusión entre el público
y la presidencia sobre si se le había o no de conceder, el peticionario subió a
la tribuna entre las protestas de muchos. Quiso empezar con “Pueblo soberano”; mas como la nerviosidad y
azoramiento propios del caso le convirtieron en un tartamudo accidental, se
enredó en “Pueblo so… so… so…”
Una voz. -¡Sopas!
Y se armó la marimorena de la que escapamos corriendo Mollat y yo, pues
no eran confites lo que allí se repartían.
No todo fue diversión en aquel día memorable.
Entrada la noche, cuando mi amigote y yo nos despedíamos, oímos tremendo
vocerío.
Por extremo de la calle vimos desembocar una avalancha de hombres,
mujeres y chicos ululando como cafres y con algunas antorchas cuyos
resplandores ponían tintes siniestros en los rostros de aquellos energúmenos.
La calle era estrecha y gateamos por una reja, para no ser arrollados
por aquella ola humana.
Quedamos horrorizados: arrastraban el inanimado cuerpo de Blanes.
De los primeros, venía la tía Pilatos[42]
ostentando el quepis[43]
del policía.
Manguara y su sobrino[44]
tiraban de la cuerda atada a los pies del cadáver.
Yo no los puede distinguir, pero adiviné entre aquella chusma a todos
los de la ralea del Manguara; a la cáfila[45]
de mecheras[46],
espigaderas[47],
tusonas[48] y
arañas[49]
congéneres de la tía Pilatos; a los dos que rasgaron el vestido de la señora y
la insultaron, por añadidura[50];
al gracioso mozalbete del escaparate de la joyería[51],
y a tantos otros castigados por sus bellaquerías en la vía pública, y otros
excesos.
También Blanes nos había detenido y multado a Mollat y a mí por alguna
travesura de chicos, pero comprendíamos que fue merecido y Blanes había
procedido en justicia.
Mollat y yo no pudimos contener un impulso de indignación y gritábamos:
-¡Cobardes! ¡Asesinos! ¡Canallas!
Afortunadamente, nuestras voces quedaron apagadas por las de aquella
gentuza; si no, mal lo hubiéramos pasado.
---
V. EN
CONTINUA FIESTA
Pocos días se pasaban sin que cojuelo
Mollat[52]
viniese a buscarme a primeras horas de la mañana, con la misma cantinela:
-Hoy
tampoco hay clase. Nadie trabaja.
-¿Por
qué?
-Esta
tarde entre fulano.
Aquí el apellido de uno de los
prohombres de la Revolución. El primero cuya llegada me anunció fue don Juan
Prim[53],
por el que sentíamos verdadera admiración.
-¡Ah,
Prim! ¡El valiente!
-¡El
héroe de África!
-¡Una
gloria nacional! ¿A qué hora llega?
-De
tres a cuatro
-Iremos
a recibirle.
-Y
a echarle una corona de laurel. Anda, vamos a buscar laurel.
Recorrimos huertas y jardines sin encontrar quien nos proporcionara
laurel para la corona; pero Mollat y yo no nos apurábamos por tan poco: a falta
del arbusto de la Victoria, y del estofado[54],
convinimos en que el evónimo, no fijándose mucho, daba la sensación de laurel,
y con evónimo[55]
confeccionamos una corona no todo lo redonda que deseábamos. Aquel artefacto
merecía una cinta de colores nacionales, mas eso costaba lo que no teníamos, y,
en su defecto, la hermana de Mollat nos proporcionó una antigua cinta de color
rosa pálido con lunares negros, que fue de un sombrero de señora.
Fuimos de los primeros en ver al famoso general[56].
Entró en carretela[57]
descubierta, rodeada de uns catalans, ab fusell y barretina[58],
cuyo mando tomó Carranza, que ya se había proporcionado un sable.
Arrojé la corona, que rebotó contra la capota del coche y desapareció
entre la multitud.
¡Qué lástima de corona! Menos mal que Prim me vio arrojarla y hasta me
quedé con la pretensión de que me había sonreído. El caudillo de África se
hospedó en Capitanía General. El público se plantó delante del edificio
pidiendo que saliera al balcón a perorar. Salió Prim al balcón y, con hábil
retórica, nos convenció de que debíamos marcharnos a casa y dejarlo en paz.
Y a casa nos íbamos cuando me dijo Mollat:
-¡Mira,
nuestra corona!
En efecto: en medio de un corro de admiradores estaba Carranza, que
había diputado por suya nuestra corona y la llevaba puesta en bandolera.
Nos acercamos al corro para oír lo que decía aquel apóstol popular.
-Las últimas noticias son de que en Alcolea[59],
las tropas de la Libertad hemos librado batalla con las del general Novaliches[60]
afectas al trono, y las hemos derrotado. Hemos vencido en toda línea -.Y
se despidió: -Voy a conferenciar con Prim.
También dejóse de trabajar los días en que hicieron sus respectivas
entradas Serrano, Topete, Luis Blanch, Moriones, Pierrat y muchos más que
vinieron a discursearnos empezando los párrafos con “Yo…”, excepción hecha de
Castelar[61].
Éste nos habló desde el balcón de la Fonda de Nápoles. El fondista se surtía en
casa de Mollat, y esto nos proporcionó un balcón encima del ocupado por el
eminente tribuno.
El tema de su discurso fue: “Abajo las quintas.”[62]
Conservo el periódico local que reprodujo aquella prédica, y de ella
reproduzco a continuación el trozo en que mejor se demuestra la conveniencia de
suprimir las quintas:
“Las prepotentes páginas de la Historia, escritas por la vertiginosa carrera
de los tiempos, destruyendo a su paso los altos muros y las quinientas torres
de Antioquía; los jardines de Dafne, impregnados de paganismo junto a las
abrasadoras arenas del Desierto, reveladoras de la unidad divina a los
sacerdotes del espíritu; el rocío matinal que desciende de los aires sobre la
verde hierba nacida entre las junturas de las piedras en los muros ciclópeos,;
los cedros del Líbano, bendecidos por el profeta y que Alejandro usó para lecho
donde debía juntar los dioses de Grecia con la ideas de Oriente; el beso de las
tibias auras de luz del sol espléndido, y al eco de los arroyos parleros con el
pipío de los nidos repletos entre los primaverales efluvios de la naturaleza;
los emperadores de Asiria, dueños de las orillas del río hierático, recibiendo
las inspiraciones irradiadas por los astros de cielo, y la ideas contenidas en
misteriosos geroglíficos; el suicidio de Cleopatra para no verse atada al carro
de su vencedor Augusto; la península del Sinaí son sus numerosos y religiosos
recuerdos; Moisés, fundador de una democracia y de una república, admitiendo la
única excepción de sus comunicaciones con el Eterno; las mariposas, meciéndose
sobre las flores y sobre las hojas tiernas recién brotadas de las yemas, sobre
los nidos cincelados en el follaje; las divinidades de Grecia y Roma
aniquiladas por la mano hercúlea de las hordas del Septentrión: el torrente
Cedrón, donde corrieron las lágrimas de David; la menuda lluvia disolviendo los
terrenos cretáceos como se disolvió la Orden de los Templarios por las maquinaciones
de los reyes; la incesante movilidad de los ríos, por la indestructible ley de
la gravedad, para reconquistar en el proceloso mar su verdadero puesto, como
conquistó Saladino a Jerusalén destruyendo la obra de Godofredo de Bouillon,
después de derrotar a los francos en Tiberidades; la Naturaleza, inmóvil en
medio del movimiento, invariable en medio de su variabilidad, sujeta a la
muerte y eterna, difundida en la inmensidad del espacio y concretada al átomo
incoercible e hipotético: desde los gases impalpables que se desvanecen, hasta
las sólidas cordilleras de los Andes y del Himalaya donde la nieve blanquea las
bocas de los volcanes; desde los infusorios y micro-organismos movidos por la
circulación sanguínea de un ser infinitamente pequeño, hasta la nebulosa que
lleva en germen orbes infinitos, y hasta la vía láctea, cuyo resplandor llega a
nosotros después de millones de siglos. (Aplausos)”[63]
Bajamos a la calle, donde oímos este diálogo:
-Vaya un pico. Eso es hablar.
-Sí que ha estao bien; no tiene más sino que
yo me he quedao en ayunas de algunas cosas.
-Porque tú no tienes cabeza pa comprenderlo.
-Pues explícamelo tú. Vamos a ver: nos ha
mentao por dos veces los nidos de los pájaros. ¿Qué tienen que ver los nidos
con lo de “Abajo las quintas”? Nada.
-Tiene que ver, y mucho: en eso de los nidos
está toda la cencia del descurso, pa que te enteres; al nido lo ha puesto como
una comparanza con la familia; crecen los pájaros, saltan del nido, y a vivir,
sin que nadie los meta en quintas. Y todo lo que ha dicho tiene su miga y su
ajilimójili, no te creas, como lo que nos ha dicho de la Orden de los Templaos
y el tiberio de los francos y demás; ahora, que tú eres un calabaza y no
entiendes de finuras habladas, y lo que tienes que hacer, si has de seguir
siendo un patriota, agarrarte a esta cláusula: ¿Te ha gustao lo que ha dicho,
sí o no?
-Hombre… sí.
-Pues sa rematao la custión.
Al día siguiente, un periodiquito local empezó a asomar la oreja
reaccionaria dedicando a Castelar esta décima:
Perdona si te echo flores,
incomparable tribuno;
eres el número uno
de todos los oradores;
mejor que de ruiseñores
cantando un alegre coro,
pero gobernar no esperes;
siempre serás lo que eres:
El canario más sonoro.
Todos estos personajes tuvieron el acierto de hacer su entrada en la
ciudad en días laborales. Dando pretexto para la holganza, llegada de un
personaje político, siempre se hace más agradable.
Los días festivos los dedicábamos a manifestarnos pidiendo la forma de
Gobierno que aún no teníamos y cada cual deseaba. Celebramos las siguientes
manifestaciones, a ninguna de las cuales faltamos Mollat y yo, y contestamos
siempre a los vivas y mueras: Republicana federal, republicana unionista y
republicana entreverada[64];
monárquica a secas y monárquica esparterista[65];
de estudiantes federales, de estudiantes unionistas, de estudiantes monárquicos
a secas y de estudiantes esparteristas; de mujeres republicanas, y ¡qué sé yo
cuántas más!
La de mujeres republicanas fue un choteo y una juerga muy divertida.
Algunos jóvenes pedían que se repitiera.
Visitamos todos los círculos y casinos políticos, que eran muchos. Entre
todos completaban la escala político-musical, desde el rojo sanguíneo hasta el
azul celeste, y con diferencia casi imperceptible entre los ideales de cada uno
y sus colaterales.
Un domingo se nos presentó y aprovechamos la ocasión de ver el Casino
Carlista, improvisado en una modestísima casa de vecindad en los barrios bajos.
-Estamos
instalados provisionalmente -nos dijo el que nos conducía-. En la sala de
lectura hemos puesto un precioso retrato de don Carlos[66], regalado por mí.
-Ese
retrato, ¿es ecuestre?- pregunté.
El acompañante quedó pensando un momento y contestó:
-Algo.
Entramos en el Círculo Carlista. Las alcobas y gabinetes estaban
ocupados por mesas y sillas heterogéneas; allí se jugaba.
El mozo de pala y otro dependiente de la panadería de Mollat -que eran
carlistas de abolengo- con otros dos jugaban al tute arrastrado, debajo de un
cuadro de la Divina Pastora[67];
imagen que mejor estuviera de cara a la pared para no oír las blasfemias del
que perdía.
Uno de los jugadores nos preguntó:
-¿Qué sois vosotros?
-Carlistas -contestamos.
La misma pregunta nos hicieron en el Casino Republicano y contestamos: “Republicanos”,
y en el Monárquico: “Monárquicos”. Nosotros no queríamos discusión.
Así y todo, no pudimos evitarla en el Casino Republicano, donde nos
objetó el preguntón:
-Es que no sirve decir: “Soy
republicano”; hay que saber serlo.
Y dirigiéndose a Mollat, continuó:
-Pongo por caso: tu padre tiene un obrero que
gana cuatro pesetas, es un suponer, y lo despide para tomar otro que gana tres.
Eso no es ser buen republicano.
A lo que contestó Mollat:
-¿Y si el obrero que gana cuatro pesetas nos
deja plantados porque en otra panadería le han ofrecido cinco? Tampoco eso será
ser buen republicano.
-Déjalos -terció otro patriota-: no tienen edá pa reflesionar.
El periódico órgano de los revolucionarios tuvo la feliz iniciativa de
abrir un concurso en busca de una letra adaptable al Himno de Riego y premiar
la mejor y que fuese más fácil de aprender por la masa popular.
Mollat y yo, llevados del mejor deseo, pretendimos aspirar al premio. La
musa mostróse rebelde, y como estaba de Dios que todo habíamos de meter la
cuchara, terminamos por enviar al director del periódico esta carta:
“Estimado
correligionario: los dos patriotas que suscribimos tenemos la satisfacción de
enviarle la siguiente letra que hemos escrito para el Himno de Riego:
Tachín tatar tachín tachín
Tachín tatara tachín tachín
Tachín tatara tachín tachín
Tatara tatara tachín.
Etcétera.
Como puede usted
observar, esta letra a falta de bellezas literarias y de frases patrióticas,
tiene la gran ventaja de ser aprendida muy fácilmente, y a poco que se la varíe
también es aplicable al Trágala[68], himno de Espartero,
himno de Garibaldi, Marsellesa y demás himnos desenterrados, y hasta la Marcha
Real si llegase el caso de tener que echar mano de ella.
Pancho y Mendrugo[69]”
Fuimos contestados en el periódico:
“Para el
concurso que estamos celebrando hemos recibido una letra estúpida y grotesca
con la que pretenden burlarse del Himno de Riego dos maleducados sinvergüenzas
que firman con los pseudónimos Pancho y Mendrugo.
Por toda
contestación, reciban nuestro más profundo desprecio y sepan que agradecemos el
envío, pues con él se delata la existencia de la negra mano de la reacción, la
cual estamos dispuestos a descubrir y exterminar.”
Mollat y yo éramos la negra mano de la reacción; ¡quién lo había de
pensar!
---
VI. LA
BATALLA DEL PETARDO
Han pasado cinco años desde que salí de
mi pueblo[70].
Estamos en época de la República[71].
Eulalia y sus padres habían venido a
vivir a la ciudad. Me era muy grato pasar largas horas al lado de mi amiguita
de la niñez, estudiando o figurando que estudiaba mientras ella hacía alguna
labor casera, me bordaba un pañuelo o me confeccionaba una corbata de las de
nudo hecho, aprovechando un retal rutilante. Muchas veces estuve a punto de
desbordarme en franca relación amorosa, y siempre me contuvieron dos
consideraciones: el aspecto y maneras pueblerinas de Eulalia y -esto
principalmente- una gran cortedad que entonces yo tenía ante la mujer. Además,
frente a la tahona de Mollat, en las afueras, vivía una francesita que me tenía
trastornado. El padre de Mari
-así se llamaba la francesita- era horticultor y amigo del mío.
Ella me guardaba las primeras flores
del jardín y me obsequiaba con las primicias de los árboles frutales de la
huerta. Yo no sabía a cuál quería más, si a Eulalia o a Mari[72],
y de que las quería entrañablemente y ellas me correspondían, estábamos
seguros, aun callándolo.
El anuncio del próximo desarme de los
voluntarios de la Libertad[73]
hacía temer días de luto, y ello nos tenía muy intrigados al cojuelo y a mí,
pues sin él ni yo habíamos presenciado una revolución en debida forma.
Por fin se cumplió nuestro deseo. Una
mañana aparecieron barricadas en las calles. No era prudente salir de casa,
pero yo me escapé a la tahona de Mollat. En el camino me encontré con el mozo
de pala y al otro panadero carlista armados de fusil.
-¿A dónde vais?
-A
las barricadas.
-Pero vosotros, ¿no sois carlistas?
-Sí
que lo somos; mi abuelo fue carlista, mi padre también, y yo, hasta morir.
-Entonces, ¿por qué vais a batiros a
favor de la República?
-¿Qué
más da?
Y se fueron a las barricadas.
Transcurrió la mañana sin novedad. Por
la tarde pasé a visitar a la francesita. De cuatro a cinco de la tarde oímos
los primeros disparos de cañón, después el fuego de la fusilería. Yo volví a
casa de Mollat[74].
Éste y yo saltábamos de gozo. Ahora sí que íbamos a ver una revolución verdad.
Fuerzas de infantería vinieron a colocarse en la puerta Sur de la ciudad para
evitar que de los pueblos llegasen los muchos que se habían ofrecido venir en
defensa de los milicianos. Todavía no han venido.
Nuestra decepción fue grande: la
revolución se había armado, pero no la veíamos; la oíamos nada más. En aquel
paseo de las afueras de la ciudad todo era paz y tranquilidad.
Llegada la noche, me quedé a dormir en
el cuarto del cojuelo.
-¿Sabes cómo podríamos ver la
revolución? -me dijo
por lo bajo.
-¿Cómo?
-Saliendo a la carretera, ahora que
es de noche oscura, y tirando un tiro al aire. Verías entonces qué manera de
arrear a la tropa que está en la puerta Sur. ¿Vamos a hacerlo?
-¿Tenéis escopeta?
-Sí; pero mi padre la enterró ayer,
por si acaso.
-Entonces, a dormir.
Y apagamos la luz.
Ni él ni yo pudimos conciliar el sueño
escuchando los tiros lejanos que sonaban allá, en los barrios bajos.
-Oye -me dijo Mollat a más de media noche-, ahora me
acuerdo que cuando deshollinábamos las chimeneas de los hornos, por Pascua de
Resurrección, quedó pólvora[75]. Podríamos hacer un
petardo; saltar por la ventana; ponerlo en medio de la carretera, darle fuego;
a la cama otra vez, y adivina quién le dio.
Dicho y hecho: nos medio vestimos. Con
gran sigilo recorrimos a tientas el obrador hasta llegar a un armario, de donde
sacamos como una almorzada[76]
de pólvora, que envolvimos en un papel, luego en otro y otro, atamos el
envoltorio con bramante bien apretado, el cojuelo buscó unas alpargatas de los
operarios, y, de un trozo de trencilla que de ellas arrancó, dispuso la mecha
impregnada en pólvora y saliva, quedando el conjunto como de mano de un
artificiero. Encendió mi camarada un pitillo, abrió una ventana y por ella se
deslizó al exterior. Tardó en volver unos minutos que se me hicieron una
eternidad. Volvió, entró y cerramos.
-¿Cómo has tardado tanto?
-Porque he ido a colocar el mandao
más arriba, frente a la tienda de Fulano. Así, si ocurre algo le echarán la
culpa a él.
El zambombazo no se hizo esperar.
Inmediatamente fue contestado por las tropas que estaban a unos cuatrocientos
metros, en la puerta de la ciudad. El fuego no cesó en toda la noche.
Nosotros, con la boca en la almohada
para que la familia de Mollat no oyera nuestras carcajadas.
Al amanecer, la tropa reconoció la
tahona y demás casas de la carretera, con grandes precauciones, y al mando un
alférez joven, rubio, esbelto como un mimbre, que empuñaba un revólver, apoyada
la culata en el pecho y dispuesto a pegarle un tiro a su propia sombra. Nada
encontraron. El padre de Mollat les aseguró que él respondía de la tranquilidad
del barrio. Llegó un capitán con gente de refuerzo. Después un comandante
preguntó al alférez:
-¿Qué se ha encontrado?
-Nada,
mi comandante; las fuerzas enemigas que anoche nos atacaron, han huido.
-¿Cuántos calculan ustedes que eran?
-Unos…
doscientos.
-Bastantes más -añadió el capitán-; no bajarían de
quinientos.
-¿Han tenido ustedes alguna baja?
-Sí,
señor; un contuso.
-¿De bala?
-No,
señor; con la oscuridad… tropezó con un árbol.
-Formulen ustedes una relación de los
que más se hayan distinguido.
Pasado un tiempo, vimos al alferecito
rubio con las insignias de teniente.
-A ese le hemos ascendido nosotros -me dijo Mollat.
Terminó la jornada con bajas en uno y
otro bando, pues no fue broma todo, y los militares hicieron mucho más de lo
que podían, dados los escasos elementos de los que disponían..
El mozo de pala y otro fueron los
últimos en retirarse de la lucha.
Carranza, que era teniente coronel de
milicianos, ¿qué hizo?
Ya lo refirió él mismo en la tahona de
Mollat, donde fue a esconderse huyendo de la persecución.
-Sé
que algunos me critican porque no estuve en las barricadas, y no tienen razón.
-Dicen que estuvo usted en la fábrica
de galletas, a cuatro kilómetros de aquí.
-Sí,
señor; allí estuve, a la retentiva[77],
esperando que se incorporase los de los pueblos, y desde la fábrica, proteger
la retirada de los nuestros si eran empujados hacia fuera de la ciudad.
Pasados algunos años supe que Carranza,
perseguido siempre, fue a esconder a un pueblo cercano, coincidiendo con la
época de la fruta; se pegó un atracón de higos[78]
y cometió la imprudencia de tomar aguardiente encima de ellos. Esto le produjo
un cólico cerrado que las llaves de la Ciencia no pudieron abrirlo, y murió.
Como fue un mártir de sus ideas, se trasladaron los restos mortales de Carranza
a la ciudad, y no se colocaron en el panteón de hombres ilustres por no
haberlo; pero por suscripción popular se le erigió un pequeño mausoleo con este
epitafio, en el cual alguien creyó ver una alusión al cólico cerrado[79]:
Carranza el ojo cerró;
con pistola, sable y lanza
la libertad defendió;
por la Libertad murió.
Imitemos a Carranza.
---
VII.
HUÉRFANO
Mi tío, don Exuperio Béjar, canónigo y
bibliotecario de la catedral de Toledo, vino presuroso tan pronto se enteró de
la grave enfermedad de mi padre.
Hombres buenos he conocido, mejores que
mi tío, ninguno. Desconozco las circunstancias exigidas para beatificar y aún
canonizar a un siervo de Dios, pero presiento que el hermano de mi padre las
reunía todas.
Escribiendo y aun en sus conversaciones
más familiares era un purista: consideraba al idioma patrio como reliquia
venerada, y pasaba mal rato cuando escuchaba o leía una palabra importada del
extranjero o bastardeada.
-Señor,
señor -decía- buharda
es ventana que se levanta por encima del tejado de una casa, con su caballete
cubierto de tejas, y sirve para dar luz al desván; bien está que su diminutivo
sea buhardilla, pero no bohardilla, y menos guardilla, que
es diminutivo de guardo. Ved, ved lo que dice este periódico: “Las paredes se
han pintado de color uniforme.” No,
no y mil veces no: uniforme significa forma única, igual forma, y dos
trajes serán uniformes[80] si tienen la
misma forma aunque el uno sea rojo y el otro verde. Y es que ignoramos la
palabra castellana que indica la igualdad de color: isocre, sí, señor, isocre[81]; no está en el
diccionario de la Academia de la lengua, pero debiera estar; tampoco está bivio,
y es de sentir, pues en su defecto decidimos bifurcación para expresar
el punto en que un camino se divide en dos; muy mal dicho, porque el prefijo bi
significa dos, y furcación, horca u horquilla,
y por ende bifurcación[82] quiere decir
tanto como dos horquillas; y donde un camino se divide en dos, sólo se
forma una horquilla; bien estará bifurcación cuando el camino se divida
en tres; entonces sí se formarán dos horquillas; mas formándose una sola
horquilla, yo siempre llamaré bivio[83] el punto en que
la vía se divide en dos, pero no se bifurca.
En un anuncio leyó: “Tubos de
calefacción a vapor o agua caliente”, y el oí decir: Ahí
tiene usted; ocho palabras, pudiendo haber expresado el mismo concepto con una:
caliductos[84],
palabra netamente castellana, de las muchas que vamos olvidando. Todo sea por
Dios.
Al perder a mi padre, el bueno de don
Exuperio trajo a mi ánimo gran consuelo y resignación con sus santas palabras y
savias advertencias; y como no heredé capital con que subvenir a mis
necesidades, constituyóse desde luego en mi protector, en mi segundo padre.
Hicimos almoneda[85]
de cuanto había en casa, y convinimos en trasladarnos a Toledo, donde, a
expensas de mi tío, yo seguiría la carrera militar, ya que forzosamente había
de serlo, pues Castelar[86],
el predicador contra las quintas, decretó su célebre quinta sin redención[87].
Eulalia mostróse muy compungida al separarnos.
Acompañada de sus padres, vino a despedirme a la estación y a traerme un
escapulario[88]
con la imagen de la santa[89]
de su nombre.
También me despedí de la francesita.
Esta despedida merece detallarse.
Mollat me acompañó. Antes de entrar en
el jardín, me dijo.
-¿Estás decidido a declararte hoy?
-Sí… es decir, eso es cosa tan
tremenda para mí que no sé si tendré valor.
-Pues tienes que atreverte o no
vuelvas a mirarme la cara. Parece mentira: tú, el chico más atrevido de la
población, el que se ha hecho célebre por sus diabluras, no te atreves a
declararte a Mari. Aprende de mí, que me declaro a todas. Me calabacean, ¿y
qué? Ayer tarde me declaré a Pepita Morales.
-¿A la sordomuda?
-Sí; estaba en el paseo sentada
frente a mí; aproveché un momento en que me miraba; hice como que me arrancaba
el corazón y se lo tiré.
-Y ella, ¿qué hizo?
-Contestarme que no.
-¿Con la cabeza?
-No, señalándome el forro de su
abrigo que era de color calabaza.
-Te envidio, Luis. Yo llevo mucho
tiempo acostándome con este propósito: “Mañana sí que de declaro; de mañana no
paso.” Pero, ca[90];
me avergüenzan las frases amorosas, tengo que para mí sólo existen en el teatro
y en las novelas. Temo decir alguna tontería, ponerme en ridículo.. Además no
puedo ofrecerle una posición; no soy mas que un aspirante a cadete, y el
tribunal examinador los mismo puede aprobarme que enseñarme el abrigo de Pepita
Portales.
-Bueno; me has dado tu palabra de honor,
de hombre, de declararte ahora mismo.
-Sí, te la he dado.
-Pues, adentro.
Y de un empujón me hizo entrar en el
jardín.
Mari estaba planchando debajo del
emparrado que servía de marquesina a su modesta y poética morada.
-Aquí tiene usted al futuro general,
que se marcha a Toledo esta noche -dijo Mollat.
-¿Viene
a despedirse?
-Ui -contestó el cojuelo-. ¿Cómo había de
marcharse sin despedirse de vu?
-Hubiera
sido imperdonable, sabiendo lo mucho que le apreciamos en esta casa, ¿verdad,
Claudio?
-Es claro -tercié yo-; cómo había yo de
marcharme así, sin despedirme y sin… naturalmente.
Mari entró en la casa a cambiar de
plancha.
-¿Lo ves, amigo Luis? Ya estoy hecho
un tarugo.
-¡Estúpido! ¡Una chica tan buena y
tan hermosa, que de mirarla solamente se le quita a uno la respiración; que ha
calabaceado a más de cuatro, a mí entre ellos, esperando que le digas “envido”
para contestarte “órdago a la grande”! ¿Y tú eres el atrevido , al que nada se
le pone por delante, el que quiere ser militar?
-Calla, que sale.
-Mari, quede con Dios -dijo Mollat con sonrisa picaresca y
significativa-; aquí se queda usted con éste para que hable con
usted, que… que ya es hora.
-¿Hora
de qué? -preguntó Mari no
queriendo darse por entendida.
-Hora de que… de que yo me vaya a
clase, que van a dar las diez y media.
Mollat se marchó. Hubo un silencio que
rompió Mari:
-Bien,
Claudio, bien: con que, ¿a Toledo esta noche?
-Sí.
-¿A
vestirte de uniforme?
-Esa es mi aspiración.
-Y…
¿para no volver?
-¿Quién sabe? Por eso no he querido
marcharme sin decirte…
-¿El
qué?
-Sin decirte… “Adiós”.
-¿Nada
más que “Adiós”?
-Y… además…
No me atreví a seguir. Quedé mirando el
suelo. Ella se acercó a mí, resuelta:
-Y,
además, ¿qué? ¡Habla!
-Que… si quieres… puedes quedarte con
la canaria de casa; no nos la pensamos llevar.
-¡La
canaria!
-Es flauta[91], como el canario que te
regalé el día de tu santo. Así tendrás…
-Flauta
y flauto; y si crían, flautines -dijo ella riendo.
Aquella risita acabó de azorarme. El
canario a que yo me refería estaba ahí colgado y cantaba como un desesperado.
Yo dije:
-¡Cómo canta el canario!
-Muchísimo
y muy claro; no es como otros que yo conozco, que por mucho que se les acaricie
y halague, en vez de cantar claro, cierran el pico por temor, o por cortedad, o
por algún otro motivo que yo no acierto a explicarme. ¿Y tú, te lo explicas?
-Sí; que estarán en casa en época de
mudar de pluma.
-Eso
será: que van a cambiar de traje; a ponerse otro más nuevo y más vistoso…
Y volvió a entrar en la casa para
cambiar la plancha[92].
Mollat había quedado atisbando en la
carretera, y asomó a la puerta del jardín:
-¿Se lo has dicho?
-No; pero le ha faltado poco.
-Como no te declares, te chafo las
narices, ¡melón!
-¡Vete, que me sale!
Escondióse Mollat. Salió Mari. Otro
silencio que también se encargó ella de romper:
-¿No
sabes? Gutiérrez se me declaró la semana pasada. Ya sabes quién digo: el
concejal ese tan alto, mucho más alto que tú; por eso le dije que no. Y hoy he
venido de la ciudad, con escolta: Anselmo, el del “Bazar H”, empeñado en
casarse conmigo; también le he dicho que no, porque… es muy bajito; más bajo
que tú…
A pesar de aquella insinuación, sólo me atreví
a decir:
-Pues bien, Mari; si algún día
consigo tener una carrera, una posición, entonces…
No pude seguir. Ella vino hacia mí otra
vez.
-Entonces,
¿qué? ¡Habla!
-Vendré… a haceros una visita para
que sepas… que yo… no me olvido de mis buenas amistades.
Se puso seria, muy seria. Quedó un buen
rato inmóvil, con la mano fija en la plancha. Al levantarla, había quemado la
chambra[93]
que estaba planchando. Yo, sin encontrar palabras ni momento para despedirme.
Se presentaron sus padres. Me despedí
ceremoniosamente de los tres y salí a la carretera, donde Mollat, al enterarse
de lo ocurrido, me dio de empujones y me zarandeó mientras decía:
-¡Estúpido! ¡Majadero! ¡Una chica que
te quiere tanto!
Yo pretexté:
-Sí; pero tiene un año más que yo, y
recuerdo haber leído, no sé dónde, que el esposo debe aventajar lo menos en
diez años a la esposa, porque la vejez los alcance a los dos al mismo tiempo.
-Eso son pamplinas.
-Además, eso de casarse con una
extranjera tiene sus peligros; yo desconozco el idioma francés: el día de
mañana llega un compatriota suyo que no habla el castellano, y en mis propias
narices se ponen a hablar, y lo mismo pueden hablar del tiempo que de otra
cosa, sin enterarme; quita, quita…
Mas era lo cierto que me quedaba el
escozor de no haberme declarado a la gentil francesita.[94]
---
VIII. DOS
REYES DE ESPAÑA NO MENCIONADOS POR LA HISTORIA [EL CADETE TIRABEQUE Y EL LORO
CACHIMBO]
Tomamos el tren que nos condujo de
Madrid a Toledo. Frontero a mi tío venía un caballero de avanzada edad. Se
apellidaba Deza, esto
lo supimos por haberle nombrado así el amigo que le despidió en la estación de
Madrid.
Mi tío, además de desenterrador de
palabras olvidadas, era gran conocedor de apellidos y de sus genealogías, así
como de sus significados, y quedábase muy satisfecho en pudiendo explicar que
casi todos los apellidos españoles expresan algo, como Fajardo[95],
pastel relleno de carne; Ortega[96],
paloma silvestre, y Cavia[97],
excavación hecha alrededor de un árbol para regarlo. Análogamente se expresaba
con los nombres del Santoral: Canuto significa poderoso; Acacia
es tanto como sencillez; Adán es señor; Blas quiere decir germen,
etc.
Por eso, no habíamos llegado a la
primera estación cuando don Exuperio dijo al referido viajero:
-Usted
perdone, señor; he oído que se apellida usted Deza…
-Sí,
señor; Dionisio Deza Roldán, coronel de Caballería, retirado, o sea de
desecho, para servir a usted.[98]
-Muchas
gracias; Exuperio Béjar, en la catedral de Toledo, me tiene a su disposición.
Hice a usted esa pregunta porque su apellido me recuerda el de un notable
teólogo español del siglo XV, don Diego Deza. Tal vez descienda usted de él.
-Es
posible.
-Fueron
muchos los Dezas notables: dos en el siglo XVI, Alfonso Deza, escritor, y el
prelado don Pedro Deza; y en el siglo XVII tenemos a Rodrigo Deza, hombre de
gran talento que ingresó en la Compañía de Jesús.
Y aquí continuó su análisis de los
Deza, de qué punto de España son oriundos, cómo se ramificaron y cuál es el
blasón que ostentan.
Lo mismo sucedió con el apellido
Roldán, del cual el coronel ignoraba, y don Exuperio nos refirió, que su escudo
está formado por un guerrero matando un dragón, y lleva lema: “El Roldán que la serpiente mató -con la princesa casó.”
Ya enfrascados en el tema, enredáronse
los apellidos, como las cerezas y salió a cuento el apellido de Melón, apellido
ilustre -según mi tío-, oriundo de la provincia de León, si bien hay categorías
dentro de los diferentes Melones, a juzgar por el escudo de uno de ellos, donde
se lee: “El mejor de los melones de
Valencia de Don Juan.”
Enterado el coronel de mi vocación por
la carrera de las armas, hizo de ella grandes elogios y de ella hablaron
extensamente. Llegados al asunto de las academias militares, preguntóle mi tío
cuál de ambos sistemas le parecía más conveniente: estar los alumnos internos o
externos.
A lo cual el coronel Deza contestó:
-No
sé qué contestarle: hay años en que parece más conveniente lo uno, y años en
los que parece mejor lo otro. Eso depende unas veces de Cachimbo y otras de
Tirabeque. Usted, que tan enterado está de nombres y apellidos, ¿no sabe
quiénes son esos dos personajes?
-¿Cachimbo
y Tirabeque? No recuerdo.
-Dos
soberanos españoles no mencionados por la Historia.
-Espere
usted: Cachimbo me suena de reyezuelo de tribu americana, y Tirabeque tiene sabor
a rey de los antiguos guanches de Canarias.
-Pues
no, señor; son dos soberanos netamente españoles, aunque en lo de Cachimbo[99]
no anduvo usted desencaminado, porque en América nació. Voy a explicarme.
Ya saben ustedes que en *** existe una Academia militar.[100]
En un principio, estuvieron los alumnos internos; mas, por razones
ignoradas por mí, se dispuso que estuvieran externos, a cuyo efecto salió una
Real Orden con éste o parecido preámbulo: “Teniendo
en consideración los inconvenientes del internado, así como las ventajas de que
los alumnos estén externos…” Y los alumnos se fueron a vivir a fondas o
casas de huéspedes[101].
Pasaron unos años y en una convocatoria obtuvo plaza un niñito hijo de un alto
e influyente personaje de la corte; joven de cortos alcances, cerebro limitado
y figura un tanto ridícula, al que sus compañeros de promoción habían dado en
llamar Tirabeque[102].
El padre de este chico estaba lleno de zozobra pensando en que su hijo -jamás
se había separado de las faldas de mamá- iba a vivir en solo, fuera de la vigilancia paterna y
expuesto a pervertirse; y corrió a ver a su amigo el ministro de la Guerra: -Ya ve usted,
mi pobre chico, una criatura, un niño desconocedor del mundo y sus asechanzas,
sin una persona que lo vigile, solo, en una casa de huéspedes. Comprenda usted
que esto es muy doloroso para unos padres. Hemos pensado en trasladarnos a con él, pero no nos es posible. Mi mujer está
con un disgusto feroz… ¿No habría manera de que mi hijo estuviera interno?
-Sería una excepción, y eso no puede ser;
todos los alumnos están externos.
-Pero
podría dictarse una disposición para que estuviesen todos internos.
-Eso exigiría grandes obras de reforma en el
edificio de la Academia[103],
que costarían muchos miles de pesetas[104].
-¿Y
qué? Ni del bolsillo de usted ni del mío han de salir.
-Hay otro inconveniente insuperable: el
edificio de la Academia no es propiedad del Estado; y está terminantemente
prohibido gastar fondos del Estado en edificios que no son suyos.
Las razones del ministro eran aplastantes, pero lo eran más las
influencias del papá de Tirabeque; y hablando con este personaje político,
tirando del otro y achuchando al de más allá, consiguió una Real Orden con este
preámbulo: “Teniendo en consideración las ventajas
del internado, así como los inconvenientes de que los alumnos estén externos…” Al
mismo tiempo, en la Comandancia de Ingenieros se recibió la orden de que, con
toda urgencia, se procediera a la ejecución de las obras necesarias para el
internado en el edificio de la Academia. Todo ello con el fin de que el joven
Tirabeque no fuese a una casa de huéspedes desde el punto y hora en que llegase
a . Gran consternación produjo la nueva disposición entre las patronas de casas
de huéspedes, y sus protestas de nada sirvieron a no contar con doña Serapia en
el gremio. Era doña Serapia patrona de huéspedes vieja, solterona, y todos sus
afectos estaban concentrados en un loro[105]
llamado Cachimbo, heredado de su madre y su abuela, que también tuvieron
huéspedes alumnos; y como el tal animalito estaba acostumbrado a las constantes
caricias y obsequios de aquéllos y a las alegrías de la gente joven vestida de
uniforme, al encontrarse falto de tan alegre ambiente, cerró el pico, púsose
mantudo[106],
y no hubo fuerza humana que le volviese a hacer decir:
“Se da colorete.” “Se da colorete.”, cuando veía pasar una señorita, ni “Lorito real, saca la
pata.”, cuando para eso era requerido. Muchas promociones habían pasado
por casa de doña Serapia; a todos trató con solicitud maternal, y de ella
guardaron agradecimiento. Algunos cadetes de los que fueron sus huéspedes
habían ido ascendiendo y ocupaban ya altos puestos en la milicia. Doña Serapia
se fue a Madrid y visitó a uno de aquellos elevados personajes que más cariño
demostró al loro en otro tiempo, y, entre lágrimas y suspiros, le hizo saber
que el animalito se encontraba al borde del sepulcro a consecuencia del
internado y no ver a su lado aquellos uniformes juveniles que eran su alegría.
-Vamos, no llore usted, Serapia. ¡Caramba,
sí que lo siento! ¡Pobre Cachimbo! -decía el alto personaje, antiguo
huésped de doña Serapia.
-Se me muere, se me muere. Está en las
últimas; ni chocolate quiso ayer. Yo no podré sobrevivir a su muerte. Ya ve
usted, no tengo en el mundo más cariño que el suyo.
-Comprendo, comprendo su aflicción.
-Usted que es persona de tanta influencia,
¿no podría hacer que se revocase la orden del internado?
-Dificilillo es, para nada perdemos con
probar: con esta tarjeta mía, en la que recomiendo el asunto con el mayor
interés, vaya usted a ver al Excelentísimo señor general don Yago de Yangua.
-¡Ah, don Yago de Yangua! Le recuerdo,
también le tuve de huéspede en casa, donde hizo toda la carrera.
Precisamente el señor de Yangua fue quién a fuerza de paciencia le enseñó a
Cachimbo a decir “Se da colorete.” “Se da
colorete”. Se querían como si fuesen
hermanos.
Doña Serapia corrió a ver al Excelentísimo señor general don Yago de
Yangua y algunos más, y consiguió una nueva disposición para que el internado
fuese únicamente para los alumnos de reciente ingreso, y en terminando éstos
sus estudios -es decir, en saliendo Tirabeque a oficial- quedasen todos
externos otra vez. La nueva Real Orden empezaba: “Teniendo en consideración los inconvenientes del
internado, así como las ventajas de que los alumnos estén externos…” De modo que doña Serapia continuó con los alumnos
de segundo y tercer año en su casa, y aún con los perdigones[107]
del curso primero anterior, y la alegría volvió a revivir a Cachimbo. Así,
pues, si bien las firmas de Cachimbo y Tirabeque no aparecieron al final de
aquellas soberanas disposiciones, yo entiendo que, virtualmente, fueron ellos
los firmantes, puesto que a Tirabeque y a Cachimbo se debían. Disposiciones
cuyas minutas habrán sido conservadas para ir reproduciéndolas
alternativamente, según que el influyente sea otro Cachimbo u otro Tirabeque. Por cierto -y esto fue lo más peregrino- que en premio
de las obras proyectadas y ejecutadas con motivo del internado , por mi
hermano, entonces comandante de Ingenieros de , ascendieron a general al
coronel director de la Academia.
-¿Y a su hermano de usted, nada le dieron?
-Claro que sí: las gracias de Real Orden;
algo es algo; menos le dieron cuando por unas obras de fortificación que
ejecutó en el recinto de Melilla concedieron una gran cruz[108]
al general gobernador de la Plaza.
-Y dirigiéndose a mí, continuó:
-Oiga usted, pollo: por lo que acabo de
referir, no vaya usted a pensar que en la milicia se procede siempre así; nada
de eso; el Ejército es lo mejor y lo más sano que nos queda, pero tiene sus
defectillos como los tiene toda obra humana, y alguna vez que otra verá, si
llega usted a vestir el honroso uniforme, que no se procede con la lógica y
justicia deseable, y se resuelven los asuntos por el método que yo llamo de
Ollendorf[109]
por ser la lógica que este tratado contesta a las preguntas: “¿Tiene
usted el paraguas” “No tengo el paraguas, pero tengo el bozal del perro.” Quiera Dios que alguna vez no sea usted víctima de este método,
muy cómodo para cuantos no saben resolver con lógica y justicia.
---
IX. EN
TOLEDO [TRAVESURAS Y EL EXAMEN DE INGRESO EN LA ACADEMIA DE INFANTERÍA]
¡Quién poseyera galanura de pluma y
exuberancia de inspiración suficientes para cantar un himno a Toledo! La
Imperial ciudad; la de históricos recuerdos; la Roma española; la preferida de
poetas, artistas y demás espíritus soñadores y amantes de las Reliquias
patrias.
He recorrido España entera. He vivido
muchos años en algunas de sus ciudades. Toledo es la única que se me aparece
cuando el sueño cierra mis párpados; entonces la veo y recorro con el alma:
salgo de la Posada de la Sangre. Paso por debajo el arco del mismo nombre.
Llego al Zocodover. Saludo al Alcázar. Subo por la calle de la Plata y
contemplo sus antiguas y señoriales portades. Entro a recrearme en los encajes
murales del salón de la Mesa. Me interno en el dédalo de callejas y pasadizos
evocadores de románticas leyendas. Me extasío en los pintorescos detalles de
las rejas: en los clavos, bisagras y llamadores de las puertas; en las
tracerías de los campanarios mudéjares. Aquí unos azulejos árabes; allí, otros
de Talavera. Me asomo a los patios de casas modestas, donde suelo hallar algún
detalle interesante: un brocal de pozo con arabescos, un capitel estilo
Renacimiento, medio embutido en la pared, un ajimez, unos canecillos, una
gárgola, un inscripción gótica recién descubierta… Llego a San Juan de los Reyes;
a la casa del Greco; a la Catedral, atlas de figuras corpóreas donde estudiar
un curso completo de Arquitectura… y despierto realmente contristado por no
encontrarme realmente ante tanta belleza.
No digáis que visteis Toledo si
estuvisteis unas horas unos días, unas semanas… Para conocer y saborear cuanto
atesora, se necesitan años.
En esta ciudad me despedí de
travesuras, cometiendo las últimas mientras me preparaba para ingresar en la
Academia [de Infantería].
Con motivo de ser el santo de otro
canónigo llamado Agapito, confesor de las monjas de un convento, éstas le
enviaron una gran fuente de natillas con una cenefa de grajea y el letrero “San
Agapito” escrito con pasta de merengue. Una verdadera obra de arte.
La demandadera que las llevaba pasó por
frente de casa en ocasión de que yo salía.
-¿Vive
aquí don Agapito el canónigo? - me preguntó.
-Aquí
vive. ¿Qué desea usted?
-Le
traigo estas natillas de parte de las monjitas.
-Y
¿qué tal están?
-Todas,
bien de salud, gracias a Dios.
-El
cómo están las monjas de salud me importa un rábano; pregunto si están buenas
las natillas.
Y así diciendo, como banderillero
poniendo un par de frente, metí ambos índices en el centro de las natillas y me
los llevé a la boca, habiendo dejado el “San Agapito” hecho un garabato
indescifrable.
La vieja demandadera no pudo evitarlo,
pues ambas manos tenía ocupadas, y más ocupara si tuviera, en sostener la
fuente, que era de las grandes.
-¡Atrevido,
sinvergüenza!- gritó la mujer-. ¡Meter los dedos
en las natillas! ¿Con qué cara se las presento ahora a don Agapito?
-Con
ésta- Contesté.
Y seguidamente chapucé ambas manos en
la fuente y refroté las natillas en la cara de la demandadera. Ésta, para
defenderse, dejó caer la fuente sobre el empedrado. Yo apreté a correr. La
pobre mujer quedó gimoteando en medio de la calle y haciendo reflexiones acerca
del disgusto de las monjas cuando se enterasen de lo ocurrido.
En Toledo había entonces una costumbre
prohibida en algunas épocas por la autoridad eclesiástica: las quínolas[110].
Con motivo de la festividad de algún
santo, las cofradías solían colocar una mesa en el vestíbulo de la iglesia,
donde se rifaban aves, conejos, frutas, algún objeto de arte y también dinero
en pasta. La rifa se hacía por medio de una baraja: cada postor, previo pago de
una perra gorda[111],
recibía tres cartas, y aquel de los jugadores cuyas cartas formaban una
determinada combinación llamada quínola, tenía opción a llevarse algo de
lo que se rifaba.
Dos amigotes y yo nos concertamos para
hacer una que fuera sonada: llegamos, ya anochecido, al vestíbulo de una
pequeña iglesia donde el sacristán, a la luz de dos velas, barajaba y repartía
cartas a un buen número de puntos de ambos sexos. Con disimulo deslicé bajo la
mesa un petardo con la mecha encendida; me coloqué junto al sacristán de la
baraja y pedí cartas. Así que se oyó el estampido tiré del tapete, rodaron los
candeleros, se apagaron las luces, quedó el vestíbulo a oscuras, al mismo
tiempo que uno de mis compañeros de fechoría le metía una sonora bofetada al
sacristán. Los tres emprendimos la fuga.
-¿Qué
ha sido eso?- nos
preguntó una vieja que iba hacia la iglesia aquella.
Y contestamos: -Un cura que ha perdido dos reales en las quínolas y se
pegado un tiro.
La última: Pedí permiso para ir al
teatro, y me fue concedido. El espectáculo era de prestidigitación. Al final,
un taumaturgo italiano figuró cortar una cabeza y la colocó sobre una mesa.
Después invitó al público a subir al escenario y tocar la cabeza para que los
espectadores se convencieran de que era de carne y hueso y no de cartón ni de
cera. Humana era, en efecto, pues el truco, ya entonces desacreditado,
consistía en un hombre metido bajo la mesa y sacando la cabeza por un agujero.
Formose una fila de gente que subía por un lado del escenario y bajaba por el
otro. Nos llegó el turno a un amigo y a mí; mi compañero tocó con el dedo un
carrillo de la cabeza; yo el otro, pero fue metiéndole un alfiler de los
negros. El sujeto a quién la cabeza pertenecía soltó una interjección horrenda
y se puso de pie con la mesa sobre los hombros. Se armó el cisco consiguiente.
Por fortuna, la diablura cayó en gracia y el público se puso de nuestra parte,
nos facilitó la fuga y celebró, una vez más, las cosas del sobrino de don
Exuperio el canónigo.
Conocedor de estas chiquilladas, mi
buen tío me amonestaba de continuo con dulzura y cariño.
Llegaron los exámenes de ingreso. Yo
confiaba en obtener plaza, pues, travesuras aparte, no había dejado de
estudiar. Yo era de los amarrados.[112]
Los aspirantes a ingreso en las
Academias se clasifican a sí mismos en limpios o peces y amarrados o apistonados[113], según el grado de suficiencia. En el
argot del aspirante y del cadete, limpio significa carencia de conocimientos,
cerebro en que, como en el papel en blanco, nada se escribió todavía; amarrado, indica todo lo contrario. Unos y otros tienen características
tan precisas que se les distingue antes de que abran boca en el examen.[114]
El limpio toma la papeleta que le cupo en suerte; marcha
lentamente al encerado, donde la lee, vuelve a leer y de da más vueltas que un
perro a un hueso. Por fin, alza la cabeza; mira al encerado y no le parece
suficientemente limpio. Toma la esponja o bayeta y, frota que te frotarás, lo
deja bruñido. Empieza a escribir, con muy buena letra, el cálculo a la altura
de su nariz. Borra el rengloncito escrito y lo vuelve a escribir con mejor
letra, si cabe. El limpio es extremadamente pulcro: ninguna
línea recta queda hecha de primera intención; la traza despacio, la borra, la
vuelve a trazar más larga, más corta, más ancha, más delgada o con otra
inclinación. Se le viene a las mientes el inevitable batacazo, el disgusto a
sus padres, la vergüenza de presentarse sin el uniforme ante la novia, el limpio desmaya: descansa sobre una pierna; tiene metida la mano
izquierda en el bolsillo del pantalón; rasca con el índice el yeso, que
conserva entre los otros dedos de la derecha, mientras mira las partículas que
desprende. La silueta del limpio recuerda al pájaro enfermo, al sauce.
De su inmovilidad le saca la voz de uno de los examinadores:
-Señor de Tal. ¿se siente usted
indispuesto? ¿Quiere sentarse un rato y meditar mientras descansa?
-No…
no recuerdo esta teoría- contesta el examinando.
-Puede usted retirarse.
El amarrado
ya es muy
distinto: en un periquete se entera del contenido de la papeleta. Sin fijarse
en las nebulosas del negro encerado, empieza a escribir el cálculo arriba, muy
arriba, para lo cual estira su cuerpo cuanto puede y hasta se pone de
puntillas. Ya le falta poco para rellenar la pizarra. Se arrodilla en el suelo.
¿Qué le importa si el traje se ensucia? Se levanta con yeso en los labios,
rodillas, manos y cejas y, encarándose con el tribunal, dice con aire de
triunfo:
-Me
falta encerado.
-Bien; puede usted ir explicando lo
que tiene puesto.
El amarrado empieza a explicar y llama la atención de los vocales,
que le escuchan complacientes de ver un chiquitín que desarrolla el binomio de
Newton en una edad en que sólo se concibe el desarrollo del cordel para bailar
la peonza.
-Muy
bien, muy bien- me dijeron los examinadores.
Respiré con toda la fuerza de mis pulmones; me engallé y acabé por
contestar con cierta familiaridad científica, como de igual a igual.
Hasta tres veces dijéronme: “Puede usted retirarse” sin oírlo yo: tan
engolfado me encontraba con Euler, Descartes y Pitágoras.
Salí de clase, tiré el sombrero por el aire y mis compañeros me
estrujaron con sus efusiones.
¡Qué alegría la de don Exuperio!
-Toma, toma, hijo mío: esta tarde debes
obsequiar a tus amigos con horchata y barquillos.
Y me dio tres pesetas.
X. CADETE. ALFÉREZ
Me vestí de cadete. Tuve que aguantar
la novatada.
-Novato:
para dentro de una semana téngame copiados estos apuntes.
Esta novatada se consideraba de buena
ley, aunque al antiguo le ahorrase trabajo o las pesetas que le habría cobrado
un copista.
-Novato:
escriba y remita una carta de declaración a Fulanita de Tal, y me presentará
usted la contestación.
Con esta novatada puse en ridículo a
una señorita de la localidad. También se consideraba de las de buena ley la
falta de respeto a una señorita.
-Novato:
¡qué cara de bestia tiene usted!
No ser de muy buen gusto para ser
dirigida a una persona a quién se habla por primera vez.
-Novato:
se va usted a beber ahora mismo estos cuatro vasos de agua.
Si algún novato se rebelaba contra
estas novatadas de buena ley y a ellas oponía resistencia, buscábase un
antiguo de talla y fuerzas superiores, un luchador de ventaja, para que
vapuleara al rebelde; y, de no haberle con seguridades de victoria, reuníanse
con el mismo fin una masa de maniobra compuesta de unos cuantos antiguos para
sopapear al novato. También esto era de buena ley.
Algunos padres de familia llevaron
quejas al director y de nada sirvieron. Muchos profesores opinaban que la
novatada era práctica conveniente para estrechar lazos de amistad y
compañerismo.
-Sopórtalo
con resignación y paciencia- me aconsejó mi tío-, pues son compañeros y con ellos habrás de convivir; pero
te aconsejo, querido Claudio, que cuando seas antiguo no uses de igual derecho:
no des novatadas. No puedo admitir que la amistad y el compañerismo se fomenten
con la grosería, el insulto y la falta de urbanidad, son con todo lo contrario.
La opinión sustentada por algunos profesores acerca de la novatada, es
inadmisible por lo falsa, pero es cómoda, muy cómoda, pues, tumbándose en ella,
no han de molestarse en perseguir y castigar costumbre tan lamentable. Pon,
pues, gran atención a lo que te digo y graba estas palabras en tu memoria: el
diccionario de la Lengua define de este modo la palabra novatada: “Vejamen
y molestias que los alumnos de ciertos colegios y academias causan a sus
compañeros de nuevo ingreso”. Esta definición es
deficiente; la verdadera es esta otra: “Vejamen y molestias que los
reclusos en las penitenciarías causan a los delincuentes de nuevo ingreso”; pues has de saber que esta costumbre innoble y ruin es
originaria de las cárceles y de los presidiarios, y, por lo tanto, no ha de
mirarse desde el punto de vista material, sino a través del prisma moral. Hazlo
así: medita si es decoroso que, quienes como tú, ostentan un apellido honrado y
visten ese uniforme, practiquen una costumbre inventada y seguida por los seres
más degradados de la sociedad.
Poco duraron mis estudios. Habíase
encendido la guerra civil carlista[115].
Faltaban oficiales y se dispuso que ascendiéramos a alféreces los que tan solo
llevábamos siete meses en la Academia. Por eso nos llamaron la promoción de
los sietemesinos. He aquí por qué me adjetivo sietemesino en el título de este libro.
En aquellos siete meses no sufrí un
arresto ni una reprensión. Perdonen mi inmodestia, pero creo que fui un alumno
ejemplar por mi aplicación[116],
formalidad y respeto a mis superiores. Mis pasadas travesuras habían sido
propias de una edad irreflexiva, y como si con ellas hubiera arrojado los
demonios del cuerpo, quedé un hombrecito serio amante de mi carrera y dispuesto
a dar mi vida por la Patria.
Un tanto temeroso estaba yo de la
escasez de estudios impuesta por las circunstancias, pero mi tío me animó:
-En la
biblioteca de la Catedral tenemos las Ordenanzas Militares de Pedro Gallo, y en
ellas dice textualmente: “El oficial de Ingenieros y Artillería deberá
conocer las cuatro reglas de sumar, restar, multiplicar y dividir, y no le
vendrá mal saber algo de raíz cuadrada.” Tú sabes
bastante más, y menos matemáticas supieron Epaminondas, el César, y el gran
Alejandro; conque, no te apures; con tu buen deseo y amor al estudio, que no
debes dejar, y con el ejemplo de los superiores, podrás llenar cumplidamente
tus obligaciones y demostrar que un sietemesino puede comportarse como
el mejor de los oficiales.
Recibí carta de Eulalia:
“Apreciable
Claudio: He sabido que has ascendido a oficial, lo cual me ha alegrado mucho y
recibe mi enhorabuena y de mis padres que también se alegran mucho. Mucho me
alegraría que te mandasen a esta guarnición y nos volveríamos a ver, a ver si
te mandan y sentiría mucho que te mandasen a la guerra. Si te mandan a la
guerra no dejes de ponerte el escapulario que te di, y no te mandan también.
Expresiones de mis padres y a tu señor tío, y de ésta tu buena amiga de la
infancia que los es, -Eulalia.”
Eulalia, mi primera visión de amor,
pero una chica de pueblo… y yo, un oficial.
También me escribió la francesita, mas no fue para darme la
enhorabuena:
“Estimado
amigo Claudio: acabo de ser solicitada para casarme[117]. He pedido una semana
para pensar mi respuesta definitiva. Antes de darla, te ruego que con toda
franqueza me digas tu opinión acerca de lo que debo contestar. Hará lo que tú
me digas. De tu caballerosidad espero que guardes el secreto de esta carta. Tu
afma. amiga que tanto te quiere,-Mari.”
El resumen de mi contestación debía
ser: “Cásate
y sé feliz”, mas esto era un desaire y había de hacerse en forma lo
menos molesta posible, con habilidad, con política; yo estaba poco ducho en
malabarismos retóricos: confié el asunto a mi tío, y como él estaba
acostumbrado a secretos de confesión, no tuve inconveniente en contarle mis
continuas visitas a Mari, mis paseos con ella por el jardín, y el gran cariño
que nos profesábamos.
Don Exuperio me dictó lo que yo quería
decir y no sabía expresar, dorando hábilmente la píldora.
Guardé con gran cuidado la cartita[118]
de Mari. Era un recuerdo que halagaba mi amor propio: de mi voluntad dependió
el que se casara o no con el otro.
Mi tío contaba con valiosas
influencias: en Toledo había hecho amistad con jefes que ascendieron a
generales y con otros muchos personajes cuando vinieron a visitar la Imperial
ciudad, pues casi todos trajeron recomendación para que el ilustrado
bibliotecario de la Catedral le sirviera de Cicerone. Quiso aprovechar
estas influencias para procurarme un buen destino, y no fiándose de cartas,
tomamos el tren y nos trasladamos a Madrid.
A nuestro departamento[119]
subió el ex coronel Deza[120],
a quién ya conocen ustedes. Venía malhumorado. No le faltaba razón, según nos
explicó:
-Por no
estar ocioso, por ocuparme en algo útil, vine a Toledo a poner, como puse, una
fábrica de fósforos en la que daba de comer a cuarenta y tres operarios, entre
hombres y mujeres. ¡Cuarenta y tres enemigos! Cuarenta y tres ratones que se me
llevaban hasta el algodón de las cerillas y el cartón de hacer las cajas. He
cerrado la fábrica. Una y no más.
-¿Y no le
alcanza a usted la nueva ley de retiros para coroneles?
-No,
señor.
-Es una
lástima, pues tengo entendido que se retiran con un sueldo opíparo, casi doble
que el de usted.
-Así es;
pero esa ley es un traje hecho a la medida y sólo les encaja a los coroneles
que se hayan retirado en el mes de marzo de este año [1873]; a los que nos
hemos retirado antes y a los que se retiren después, ni agua.
-Extraño,
me parece.
-No debe
extrañarle. Recuerde lo que le conté de Cachimbo y Tirabeque en el otro viaje
que hicimos juntos. Esa ley se debe a la conveniencia particular del coronel
Tirabeque[121]
que iba a retirarse precisamente en marzo de este año.
-¿Tanto
puede Tirabeque?
-Ya lo
creo; como que ha sido del [Regimiento] Fijo de Madrid toda su vida: mejor
dicho, del [Regimiento] Fijo de Constantinopla, porque esto es Turquía[122] pura.
-¿Y qué justificación
dan a tamaño desafuero?
-Cuantas
usted quiera le darán; justificaciones basadas en argucias y sutilezas sin consistencia
y parecidas a ésta: “Si la ley sólo
beneficia a los coroneles retirados en Marzo de 1873, es porque teniendo en consideración
que el mes de Marzo está dedicado a Marte, dios de la guerra, y observando que
1873 dividido por los cinco mandamientos de la Iglesia, da de resto 3, que son
las personas de la Santísima Trinidad, se ha hecho esta singular excepción con
el mes de Marzo de este año para patentizar la íntima unión que existe entre el
Ejército nacional y la Santa Madre Iglesia, procurando de este modo restar
partidarios a la causa carlista[123]. Aquí todo se explica; todo baile tiene su música; todo
intríngulis su pastora; cada conveniencia particular, su tranquilo para
defenderla, y es perder el tiempo revolverse en contra. ¿Sabe usted quién fue
Fray Pedro de Valls[124]?
-Ya lo
creo: un escritor de la Orden de los Capuchinos, que floreció a principios del
siglo pasado, y escribió una sátira titulada “Mandúcome frumen”[125].
-Pues recuerde aquella redondilla de
esa sátira:[126]
“En cuestiones
de criterio
huelga toda discusión;
siempre tiene la razón
el que está en el Ministerio”
Y como Tirabeque estaba en el Ministerio, él se lo
guisó y él se lo comió.
-¿Y cómo
pudo Tirabeque pasarse toda la vida en Madrid?
-Creándole, para él solo, un destino
especial e innecesario.
-Carape,
carape[127];
no acierto a comprender eso del destino innecesario.
-Es muy fácil.
---
XI. CÓMO SE INVENTÓ UN DESTINO (ESPECIAL E INNECESARIO)
Cuando Tirabeque[128]
terminó sus estudios en la Academia, el general jefe de la Sección del
Ministerio [de la Guerra] agarró unos papeles y con ellos se presentó al
Ministro:
-Mi
general: sería conveniente que se tomara alguna medida para evitar que los
papeles de los archivos y de las oficinas continuasen siendo roídos por los
ratones. Acabo de pedir unos antecedentes; me han traído estos documentos, y
vea usted el estado lamentable en que se encuentran, roídos casi por la mitad.
-¿Por qué no
pone usted queso envenenado?
-Eso es
peligroso, y no da resultado más que los primeros días; en seguida se conoce
que corre la voz entre los ratones y no lo tocan.
-Pues,
ratoneras.
- Sucede
lo mismo; conocen muy pronto el engaño.
-Entonces,
gatos.
-Eso es lo
más eficaz, desde luego; pero, dadas las grandes dimensiones de este edificio y
sus numerosos archivos y oficinas, serán precisos muchos gatos y, sobre todo,
una persona inteligente que se dedique a su cuidado y se encargue de
administrar los fondos necesarios para la reposición, alimentación y demás
cuidados que tan crecido número de gatos requiere. El asunto parece baladí,
pero es importantísimo; ya ve usted, se trata de la conservación de los
documentos del Ministerio…
-Los
documentos del Ministerio, ¿qué duda cabe de que es cosa de mucha importancia?
-Tan es
así, que yo había pensado proponer a usted la creación de un nuevo destino en
la plantilla del Ministerio.
-¿Cuál
destino?
-El de un
oficial que se encargase exclusivamente de tan importante y delicado servicio,
con algunos individuos a sus órdenes; así tendríamos a quién hacer responsable
de toda roedura ratonil en los documentos.
Lo de la responsabilidad terminó de convencer al
Ministro, y se creó la plaza de oficial interventor de gatos del Ministerio de
la Guerra para Tirabeque.
Ascendió Tirabeque a capitán, y acto seguido salió
en el Diario Oficial una disposición elevando a la categoría de capitán
la plaza de interventor de gatos para el Ministerio, la cual seguiría ocupando
el mismo Tirabeque que, en justicia, lo merecía, pues desempeñaba el cargo a
maravilla y se había revelado como gran especialista en el asunto. Igualmente
se procedió cuando Tirabeque ascendió a comandante, y para que la categoría de
jefe guardara relación con la importancia del cargo, se dio a este más amplitud
nombrando a Tirabeque inspector, no solamente de los gatos de Ministerio, sino
también de cuantos gatos hubiese en los cuarteles y Centros militares de la
Corte. Debo hacer constar que el comandante Tirabeque trabajaba con fe y sin
descanso; había hecho un estudio concienzudo de todas las razas de gatos, de
las costumbres de éstos, de sus enfermedades y medios para curarlas y
prevenirlas, reproducción de la especie, lo mismo en Enero que los demás meses
del año, y objetos a los que los morrongos muestran preferencia para jugar.
Así fue tirando Tirabeque hasta llegar a coronel.
Entonces se dispuso un Negociado especial con un comandante, dos capitanes y
cuatro oficiales a las órdenes de Tirabeque.
Todo esto era indispensable para el servicio, pues
anexa a este Negociado había una escuela adonde se hacía venir de provincias,
incluso de Baleares y Canarias, dos o tres soldados de cada regimiento a
instruirse en la manera de cortar la cordilla[129],
dar de comer y beber a los gatos, y demás cuidados que éstos necesitan, cosa
que solamente en Madrid y bajo la dirección de Tirabeque podía enseñarse a la
perfección.
Debo advertirle que en este Negociado nadie estaba
ocioso; se trabajaba, y mucho; allí se llevaba una estadística minuciosa de los
gatos: nombre, edad, color del pelo, raza, fecha en que hicieron su primera
caza, número de ratones cazados, y circunstancias especiales de cada minino,
para lo cual se ordenó que en todos los regimientos y Centros militares de
España enviasen a este Negociado una relación mensual, otra trimestral y otra
anual, con todos los datos necesarios. Yo quedé encantado una vez que visité a
Tirabeque en su oficina: estaban terminando la confección de un mapa de España,
donde las diferentes intensidades de las aguadas de carmín indicaban la mayor o
menor producción de gatos en las diversas regiones. Una labor tremenda. Por las
paredes tenía usted fotografías de Mizifuf, Zapirón, Zapaquilda y demás
celebridades gatunas, y gráficos murales indicadores de cómo habían ido
disminuyendo los ratones en los edificios militares desde la fundación del
Negociado hasta la fecha.
Entonces me enteré de un detalle muy curioso, que yo
desconocía y Tirabeque había descubierto: estudiando los gatos, observó y
comprobó que todo gato cuyo pelo es de grandes manchas, bien definidas,
amarillas, negras y blancas, no es gato, sino gata. Esto le valió una cruz
pensionada.
-Y ese
Negociado, ¿continúa?
-No, señor; al pasar Tirabeque a la
situación de retirado, se suprimió, alegando que ahora, con el empleo de los
foxterriers, ya no hacen falta los gatos.
-Ahora lo
que está indicado es la creación de un negociado de foxterriers.
-No diré que no lo creen: cuando
salga de las Academias otro Tirabeque.
---
XII. EN EL REGIMIENTO DE SOBREDA
De nada me sirvieron las amistades de
mi tío[130]. Los
mejores destinos ya habían sido adjudicados. Me fue ofrecido ir a un regimiento
de guarnición en Sobreda[131],
destino que le pareció bien a don Exuperio por estar aquel regimiento mandado
por su íntimo amigo el coronel don Sebastián Botifueros.
No puse muy buen gesto, porque Sobreda es una
población muy mediana y alejada de Madrid; pero los jefes y oficiales de la
sección me salieron al paso, asegurándome que yo debía considerarme muy
satisfecho y afortunado con ir a Sobreda, porque si bien era una población
tristona y sin vida, en cambio tenía muy buenos alrededores; que me
envidiaban el destino, y yo procedería muy cuerdamente aceptándolo en el acto,
pues había muchos golosos que lo ambicionaban; lo habían pedido interponiendo
grandes influencias, y estaba expuesto a quedarme sin aquella breva.
Me mostré agradecido a tanta bondad y
acepté el destino, hacia el que partí a los pocos días.
Mi tío me entregó una tarjeta para su
amigo el coronel y otra para el obispo de Sobreda. Mientras me abrazaba en su
despedida, me dijo:
-Nada te
aconsejo, querido Claudio: si fuiste travieso, hoy eres un chico formal, y sé
que en toda ocasión te portarás como cristiano y como caballero.
Llegué a Sobreda; fui a presentarme al
coronel y el entregué la tarjeta de don Exuperio.
-Mi tío me ha encargado que le salude
en su nombre y entregue a usía[132]
esta tarjeta.
-¡Hombre!, ¡de don Exuperio Béjar!
¿Tío de usted?
-Sí, señor.
-Puede usted dejar el tratamiento.
Pero, oiga, oiga: su tío de usted no tiene que besarme el anillo; esta tarjeta
no es para mí.
-Usted perdone -contesté azorado-; es para el
señor obispo. He confundido las tarjetas…
Y entregué la que al coronel iba
dirigida. Este me estrechó la mano efusivamente; me ponderó cuánto apreciaba a
don Exuperio, y me ofreció un cigarrillo, que fumé mientras explicaba lo mucho
que el bueno de mi tío había hecho por mí.
-Le advierto -me dijo el
coronel- que
en este cuartel tenemos pabellones para los jefes y para los oficiales que
estén casados.
Y añadió riendo:
-De modo que, si usted está casado,
ya lo sabe.
-No señor -contesté
familiarmente, ya que la broma del coronel me daba cierta confianza-; eso de casarme
de alférez no lo hace más que un majadero.
-Oiga usted -replicó el
coronel, poniéndose grave-, yo me casé de alférez y no me tengo por un majadero.
-Perdone, mi coronel; yo ignoraba…
pero, no hay regla sin excepción…; después de todo… si bien se mira… hizo usted
perfectamente, porque… preferible es casarse de alférez a cometer la majadería
de casarse de coronel y hecho un carcamal.
-Señor oficial: si le han contado a
usted que hace una semana me he casado en segundas nupcias, no tolero que lo
califique de majadería.
-Le aseguro, mi coronel, que yo no
sabía.. que nadie me ha contado… yo le ruego… que me dispense…
-¡Bien, bien!, lo creo; pero ya que
usted es sobrino de don Exuperio, le recomiendo que esto le sirva de
escarmiento, y le aconsejo que en lo sucesivo se abstenga de emitir opiniones
delante de personas cuyos antecedentes y circunstancias desconozca; porque es
imprudente hablar de gibosos, en una concurrencia, sin tener la seguridad de
que no hay giboso alguno en ella ni en las familias de los presentes.
Me despidió muy amable, al parecer:
-Vaya con Dios, y además de jefe
considéreme como buen amigo y compañero.[133]
Del despacho del coronel salí
hondamente preocupado. Referí el caso a mis compañeros en el cuarto de banderas
y rieron de lo lindo.
-Has metido la pata.
-Las cuatro.
-Hace una semana, con motivo de su
boda, recibió el coronel una cencerrada mayúscula, y se malicia que nosotros
tomamos parte.
-Seguramente ha creído que lo dicho
por ti ha sido a sabiendas.
-No fue a sabiendas, se lo juro a
ustedes.
-Con mal pie
entra usted en el regimiento, pollo[134] -me dijo el comandante
que estaba de jefe de cuartel.
Al día siguiente hice mi primer
servicio de semana. Los compañeros me informaron del modo de hacerla, pues, si
bien me lo enseñaron en la Academia, hay pequeños detalles que varían de un
regimiento a otro:
-Ten
especial cuidado -me dijeron- de que en la
revista presenten todos los soldados los dos pares de calcetines
reglamentarios, pues procuran evitarlo, sobre todo cuando está de oficial de
semana algún oficial nuevo, como tú.
-¿Cuántos pares de calcetines son los
reglamentarios? – pregunté.
-Cuatro:
un par puesto, otro en la lavandera y dos en revista.
Subí al dormitorio de mi compañía vi
que entre las prendas puestas en revista no había calcetines.
-¿Y los calcetines? -pregunté
al sargento.
-No tienen calcetines, mi alférez.
-¡Cómo que no tienen calcetines1 ¡A
mí qué me va usted a contar!
En ese momento se presentó el capitán
en el dormitorio y le di parte:
-Novedades: entre las prendas puestas
en revista faltan los calcetines.
-¿Los
calcetines?
-Sí, señor.
-¿Quién le
ha dicho a usted que los calcetines son prenda de reglamento?
-Mis compañeros.
-Se han
guaseado[135]
de usted. ¿Y usted se lo ha creído?
-Sí, señor, me lo he creído; ¿por qué
no?
-Pero, ¿en
qué cabeza cabe que los calcetines sean prenda reglamentaria?
-En la mía, mi capitán: yo no concibo
que los soldados lleven guantes y no lleven calcetines; y entiendo que los
calcetines debían ser prenda reglamentaria con preferencia a los guantes; y
encuentro una anomalía que una persona con guantes blancos no lleve calcetines.
-No siga
usted por ese camino, porque eso es murmurar de lo dispuesto por la
superioridad y no puedo consentirlo.[136]
Mis compañeros se rieron de mí. Me
habían dado la novatada. Paciencia. Yo seguí opinando que los calcetines son
preferibles a los guantes.
Mis compañeros se rieron de mí. Me
habían dado la novatada. Paciencia. Yo seguí opinando que los calcetines son
preferibles a los guantes.
Para dentro de tres semanas después de
mi incorporación se preparaban grandes fiestas para celebrar el centenario de
la creación del Regimiento. Uno de los festejos había de ser la lidia y muerte
de dos becerretes por los oficiales. Como se habían más aspirantes a matadores
que reses figuraban en el programa, se procedió a la votación de los que
formarían las cuadrillas, así como de las señoritas presidentas, por ser
también muchas las indicadas y distintas las opiniones.
En la casa de huéspedes donde nos
alojábamos cuatro oficiales, estábamos de sobremesa cuando trajeron recado de
que fuésemos al cuartel para proceder a la elección de cuadrillas y
presidentas.
Mis tres camaradas de hospedaje
escribieron sus papeletas, y yo la mía, con los nombres de las presidentas y
diestros que ellos preferían.
Llegamos al cuarto de banderas, donde
reinaba alegría y buen humor.
Invitamos al coronel para que se
encargara de recibir los votos y de hacer el escrutinio, y tuvo la complacencia
de aceptar la comisión en medio de nuestros aplausos.
El coronel fue recibiendo las
papeletas dobladas. Yo tiré de cartera y entregué la mía. Reunidos todos se
empezó el escrutinio, y el capitán secretario fue tomando nota.
El coronel detúvose en una papeleta
que no leyó en alta voz como había hecho con las anteriores. Su semblante,
hasta entonces risueño, adquirió un gesto dramático. Guardose la papeleta, se
levantó y dijo al teniente coronel:
-Continúe usted.
Y tomó la puerta.
Todos nos miramos mutuamente como
conviniendo en que algo extraordinario le ocurría a nuestro primer jefe.
A poco rato entró un ordenanza[137]
y dijo al teniente coronel:
-De parte del señor coronel que suba usted.
El comandante continuó el escrutinio:
-Algo ocurre -comentamos.
-El coronel se ha llevado una de
las papeletas…
-Milagro será -dijo
el comandante- que en esa papeleta no se hayan
permitido ustedes alguna broma de dudoso gusto.
-No, señor -protestamos todos.
Volvió el ordenanza y me dijo:
-De parte del señor teniente coronel que pase
usted a su despacho.
Allá me fui. Pedí permiso. Entré. El
teniente coronel cerró la puerta con llave. Quedose mirándome fijamente,
atravesándome con su mirada:
-¿Usted sabe lo que ha hecho, señor
oficial?
-Mi teniente coronel, no comprendo…
-Vea usted la papeleta que ha
entregado al coronel.
Era la carta de Mari[138];
la carta que por pueril vanidad conservé dobladita en mi cartera:
-Aquí dice -continuó el jefe-:
“Estimado amigo Claudio”, y entre la
oficialidad no hay más Claudio que usted.
-Es verdad, yo he sido quién ha
entregado esa carta por una equivocación que lamento; la papeleta es ésta que
traje en la cartera, y confundí la papeleta con la carta.
-¡Buena la ha hecho usted!
-Yo creo que eso no tiene nada de
particular.
-Es que no sabe usted lo más
importante: la “Mari” que firma esta carta es la actual esposa del coronel.[139]
-¿La esposa del coronel?
-Sí, señor; calcule el horrendo
disgusto de esa pobre señora después de haberle mostrado esta carta[140]
su esposo. Ha sembrado usted la discordia en un matrimonio feliz. Y como ya en
la presentación se permitió usted censurar el casamiento del coronel, éste
sospecha que aquello y esto fue intencionado.
Tembloroso, creo que hasta con
calentura, referí al teniente coronel la historia de mis amores platónicos con
la francesita. Le juré, bajo mi palabra de honor y de caballero, y hasta por mi
fe de cristiano, que todo fue debido a la fatalidad, a mi torpeza, y estaba
dispuesto a dar al coronel cuantas explicaciones y satisfacciones fuesen
necesarias y me exigiese.
-Le creo a usted -me dijo el
teniente coronel-. Cuando usted me acaba de manifestar se lo trasladaré al
coronel, y espero que estas explicaciones le satisfagan; pero, comprenda que,
después de esto, la situación de usted en este regimiento ha de ser muy
violenta, y lo mismo la del coronel. Yo, en el caso de usted…, piénselo.
-Sé lo que debo hacer, mi teniente
coronel.
Corrí a mi casa [de huéspedes] y
escribí a mi tío contándoselo todo y rogándole que escribiera a sus amigos del
Ministerio para que, inmediatamente, me destinasen[141]
a cualquier parte, al fin del mundo.
El tiempo transcurrido hasta verme
destinado se me hizo eterno. Los compañeros me abrasaban con sus bromas, y mi
tormento era mayor, pues de ellas no salían bien parados el primer jefe y su
esposa.
Fui destinado al otro extremo de la
península.
En mi despedida del teniente coronel,
éste me dijo que el coronel me dispensaba de la presentación de despedida.
¡Cuánto se lo agradecí!
---
XIII. A OTRO REGIMIENTO [EN PANDOLFA]
Llegué a Pandolfa -llamémosla así-,
población de mi nuevo destino. Capital de la Enésima Región, donde a los pocos
días de llegar tuve ocasión -tan deseada por mí- de asistir a un besamanos[142].
El día antes, en el cuarto de
banderas, leímos la orden de la Plaza para mañana. Empezaba: “Con el plausible
motivo de ser mañana el cumpleaños de…” Yo objeté:
-Plausible significa digno
o merecedor de aplauso, y no me parece ni digno ni merecedor de aplauso el
que una persona cumpla un año más, por muy elevada que esté y muy egregia que
sea.
-Siempre se ha
puesto así: plausible -me respondió un comandante-, y así está bien.
-Perdone usted, mi comandante; pero
yo entiendo que no.
-Pues, ¿cómo
cree usted que debe ponerse?
-“Con el fausto motivo.”
Siguió una corta discusión acerca de
si debía escribirse fausto o plausible, y di la polémica por terminada
cuando el comandante me replicó:
-Veo que es
usted amigo de poner peros a lo que hacen los superiores…[143]
Me volvió la espalda, fuese a
conversar con otros y no sé si, pero me pareció oír la palabra sietemesino[144].
Fuimos al besamanos[145].
Como en el primero que presencié en la calle, reuniéronse delante de Capitanía
general músicas, bandas, banderas, escuadras de batidores, de gastadores, etc.,
etc., y mucho público.
La recepción de autoridades civiles se
verificó media hora antes de la nuestra. En el vestíbulo de Capitanía nos
reunimos mientras tanto los generales, jefes y oficiales, de gran gala. Vimos
pasar y subir a los señores de la Audiencia, Universidad, Gobierno Civil y
Arzobispo con sus familiares, pero no vi maestrantes. Dijéronme que en aquella
población no los había. ¡Qué lástima!
Llegó nuestro turno. Subimos al salón
del Trono y nos colocamos en tres filas a derecha e izquierda. Ya que estuvimos
colocados, el capitán general separóse de junto al trono y vino a dar vuelta
por el salón y pasando por delante de nosotros en silencio y haciendo alguna
que otra reverencia. Únicamente se detuvo ante el coronel de mi regimiento. Yo
estaba detrás y pude oír el corto diálogo iniciado por el general:
-¿Cómo
sigue su señora?
-Está bastante mejor.
-¿Le
sajaron ya el divieso?[146]
-Sí, señor; ya ha quedado muy bien.
-Vaya, me
alegro.
-Muchas gracias, mi general.
El general terminó de dar la vuelta al
salón sin decir más a nadie. Se colocó otra vez junto al trono; nos hizo una
reverencia, a la cual correspondimos con otra, y desfilamos a nuestros
respectivos domicilios.
Ya quedé tranquilo. Ya había
satisfecho mi curiosidad. Ya sabía yo en qué consistía un besamanos; por qué se
vistieron de gran gala y removieron autoridades, generales, jefes, oficiales,
músicas, bandas, gastadores, batidores, maceros y demás: para que el
capitán general le preguntase a mi coronel por el divieso de la señora.
teniente
Pepe Ondítegui,
compañero mío de hospedaje, y gran enredador, se encontraba algo delicado y no
había concurrido a la recepción del divieso. Su enfermedad, sin embargo, no le
impidió divertirse.
Frente a nuestra casa de huéspedes
vivía un señor agente de negocios, el cual tenía una hija, como de veinte años,
ni bonita ni fea, ni alta ni baja, ni elegante ni cursi, ni rubia ni morena,
sino trigueña: una chica neutra. A su casa venía, casi a diario, una amiga
suya, y ambas se pasaban largos ratos en el balcón. Yo apenas me había fijado
en ellas.
Cuando llegué a casa, después del
besamanos, me dijo Ondítegui:
-Que sea
enhorabuena.
-¿Por qué?
-Porque ya
tienes novia.
-¿Cómo, que tengo novia?
-La vecina de
ahí enfrente.
-¿La vecina de enfrente?
-Sí; por el
asistente[147]
he enviado una carta de declaración a la vecina y su amiga; en la misma carta
nos declaramos tú y yo; y como ignoro cómo se llaman, he firmado así: “José
Ondítegui, que se dirige a la del vestido azul. Claudio Béjar, que se dirige a
la del vestido blanco.”
-Eres un sandio; y has hecho muy mal
en disponer de mi nombre. Créeme que lo siento; si esa chica lo toma en serio y
me contesta que sí, ¿qué hago yo? ¿Voy a confesarle que no me gusta, que no la
quiero, que todo ha sido una gansada tuya? ¡Pobre chica! Sería sangriento, una
crueldad.
-Nos
contestarán mandándonos a paseo. ¿Cómo van a tomar en serio una carta de
declaración escrita mancomunadamente?
-Aunque en broma la tomen, me
molesta: siempre me tendrán por otro zascandil como tú.
Anochecido, tuvimos contestación por
separado. Leocadia, la del vestido azul, la de Ondítegui, contestó que sí. La
del vestido blanco me contestó:
“Muy señor mío: no me es
posible aceptar las relaciones que me propone. Le agradeceré que no insista ni
se vuelva a acordar de mí. Cipriana Méndez.”
Las calabazas recibidas eran
formidables, aplastantes, pero me alegré; maldita la gracia que me hubiera
hecho verme en relaciones amorosas con una chica que más bien me disgustaba.
Sin embargo, mi amor propio no dejó de resentirse: yo tenía una carrera; mi figura,
sin ser un dechado, no era despreciable, y la posición del padre de Cipriana,
así como la belleza de ésta, no eran para que mi vecina aspirase a la mano de
un magnate.
Aquella misma noche, y con motivo de
la festividad del día, en el Casino principal se celebró un baile al cual
asistí.
Los jóvenes superábamos, en número, a
las chicas, y andábamos a la rebatiña por encontrar pareja con quién bailar. Yo
formaba parte de la comisión receptora de damas, en lo alto de la escalera de
entrada, y en presentándose una señorita en el vestíbulo, bajábamos corriendo y
en montón a ofrecerles el brazo y comprometerle bailes.
Presentóse Cipriana con su mamá; todos
corrimos hacia ella, si bien yo me quedé en segundo término, temeroso de verme
desairado por segunda vez, mas no fue así: Cipriana apartó a los más próximos,
por entre ellos vino a tomar mi brazo, subimos la escalera y penetramos en el
salón.
La mamá subió sola, y sola entró en la
sala detrás de nosotros. Acosar a la hija, ofreciéndola el brazo, cando se
presenta en la escalera del casino, y a la mamá que la electrocute un rayo,
suelen hacerlo con bastante frecuencia los jóvenes nombrados de comisión de
recepción de damas.
Por creerla cortesía, a la cual yo
estaba obligado, pregunté a Cipriana si aceptaba a bailar algún baile conmigo.
Yo esperaba otras calabazas, pero no hubo tal; me contestó muy amable y
sonriente:
-Los que
usted quiera.
Quedé perplejo. ¿Cómo habiéndome
obsequiado con tremendas calabazas, se mostraba tan complaciente y afectuosa a
las pocas horas? Misterios; el corazón de la mujer es un arcano impenetrable,
filosofaba yo.
Bailamos un vals corrido, un vértigo
que entonces estaba de moda y solía acabarse de bruces contra alguna mamá de
las que estaban sentadas.
Después paseamos en silencia por el
salón. Yo no sabía de qué hablarle a mi pareja. Sólo se me ocurría decirle:
“Valiente par de calabazas me ha largado usted, señorita”. Pero al decirle
esto, aunque con lenguaje más eufémico, hubiera tenido que mostrarme dolido de
las calabazas, siquiera por galantería, y era la verdad que yo las había
recibido con gran contento.
Yo esperaba que, terminado el vals y
dadas un par de vueltas por el salón, Cipriana se sentara con su mamá; nada de
eso: con un aplomo y una serenidad a toda prueba, me dijo:
-Supongo
que habrá usted recibido mi carta.
-Sí; y ya comprenderá cuanto he
sentido su contestación.
No había de decirle que me alegraba
del no; hubiera sido una grosería.
Ella continuó:
-Bien,
pues dé usted la carta por no recibida: mi papá se enteró de la de usted; dijo
que aquello era una burla y me obligó a contestar en la forma que lo hice. Pero
yo no creo que usted pretendiese burlarse de mí.
-De ninguna manera.
-Desde el
primer momento mi deseo fue contestarle aceptando las relaciones.
-Muchas gracias.
-Por lo
tanto, dé usted por recibido el sí.
-¡No sabe usted lo feliz que me
hace…!
¿Qué otra cosa podía yo contestarle.
Fui su pareja casi toda la noche, y ya
me empezaron a señalar como el novio de Cipriana.
Me despedí de ella ante su mamá, que
todo lo observó con visible complacencia; convinimos en escribirnos, en vernos
en paseo y en hablarnos a hurto de su papá hasta que se convenciese de mi
formalidad.
Me fui a dormir maldiciendo de Pepe
Ondítegui y de la hora en que se le ocurrió buscarme aquella situación.
Antes de acostarme, entré en el cuarto
de Ondítegui. Encendí la luz, y le zarandeé hasta despertarle.
-¿Eh? ¿Qué
hay?
-Bien me has reventado, so morral,
bien, bien, bien.
Le conté de pe a pa todo lo sucedido
en el baile.
-¿Qué le digo yo ahora a Cipriana?
-La mandas a
paseo.
-Eso haré; pero he de estudiar la
manera de no quedar como un cochero; disgustarla lo menos posible; buscaré una
excusa, una fórmula; pero eso es difícil, ¿de qué fórmula me valgo?
-De la mía.
-¿De la tuya?
-Sí; de la que
yo me he valido para romper hoy mismo con Leocadia, la del vestido azul: una
fórmula infalible, convincente y de las que dejan a una chica tranquila y sin
molestia alguna.
-A ver, dime.
-La he puesto
una carta acusándole recibo de la suya y diciéndole que le agradezco con toda
mi alma la contestación que me ha dado; que la amo, que la idolatro -coba
pura-, pero que, de pronto, me he sentido inspirado por una revelación divina y
he determinado dejar la carrera de las armas, por la cual no siento vocación;
pedir la separación del servicio y meterme fraile.
-¿Eso le has dicho?
-Sí; haz tu lo
mismo con Cipriana: di que te has sentido arrastrado por mi decisión; que te
atrae la vida monástica y quieres seguir mi ejemplo.
-Los hay frescos, pero como tú ni el
polo Norte. Lo que has hecho es una charranada que yo me guardaré de imitar.
-Tú sí que
estás fresco; si con las mujeres te andas en contemplaciones y miramientos,
serás un desgraciado.
-Sí, señor; la mujer merece todos mis
respetos y consideraciones; porque la mujer, según dice don Severo Catalina…
-Bueno, bueno;
déjame dormir, o te tiro una bota.
Se arropó mejor, dio un resoplido y
volvióse del otro lado.
---
XIV. UNA REVISTA MINUCIOSA [DEL GENERAL GOBERNADOR MILITAR]
Tan pronto como el nuevo y recién
llegado general gobernador [militar] se posesionó del mando, anunció a los
coroneles una visita a los respectivos cuarteles; una especie de revista de
inspección con el objeto de estudiar minuciosa y detenidamente los alojamientos
de la tropa y proponer a la Superioridad aquellas reformas que él considerase
más necesarias.
Según es práctica, tuvo la atención de
anunciar su visita para dentro de unos días, y así los jefes de los Cuerpos
tendrían tiempo de disponerlo todo en el mejor estado de presentación posible.
Mi cuartel se revolvió de arriba
abajo. Se encalaron las paredes y se les pintó un zócalo, piel de tigre, con
ocre y almagre terminado en una franja azul. Se repelló, se pintaron puertas y
ventanas, se frotó, se fregó, se baldeó, se sacudió, se limpió, y a fuerza de
andar de cabeza jefes, oficiales, clases y tropa durante dos semanas, dejamos
retocado, perfilado bruñido y con apariencia de bueno, un vetusto edificio que
había sido convento.
Nota:
durante mis años de militar observé que todo cuartel con nombre de santo es
viejo y malo.[148]
Mientras en los preparativos
mencionados se invertía buena parte de los fondos del regimiento, yo
consideraba improcedente el disfrazar y ocultar las deficiencias de un cuartel
cuando ha de ser visitado por una alta personalidad; y entendía que más
práctico y ventajoso fuera dejar al descubierto deficiencias y defectos que,
siendo vistos por la personalidad visitante, había más probabilidades de que se
nos proporcionaran mejores alojamientos. Pero detuve todo comentario, pues en
el regimiento ya empezaban a tenerme como murmurador[149]
y hasta poco militar, por haber sostenido que la tropa debía ir a misa sin
armas, donde para nada las necesitaba.
También indiqué la conveniencia de
sustituir el ros[150]
por otro cubrecabezas más práctico y menos incómodo. A ello me contestaron:
-Esa prenda
debe respetarse, porque estuvo en la victoriosa campaña de África[151].
-Por esa regla -contesté a un superior- debiéramos
seguir vistiendo la trusa[152],
porque estuvo en la victoriosa batalla de San Quintín.[153]
Otras consideraciones hice; de todas
se me burlaron; mas pasados algunos años las modificaciones indicadas por mí
las vi realizadas.
Hubo un detalle que no pudo remediarse
para la revista de inspección: los cristales rotos; faltaban muchos; el coste
de reposición era elevado pero se tuvo la buena idea de tener todas las
ventanas abiertas de par en par durante la visita del general -ya que la
estación lo permitía-, y con esta artimaña pasaría desapercibida la falta.
Llegó el día de la revista. Yo estaba
de guardia. Este servicio me fue reservado por la Fatalidad siempre que ocurría
algo extraordinario.
Antes de presentarse el general a
pasarnos revista, mis compañeros se la pasaron a él. Les oí decir que se
apellidaba Longarilles y era de la promoción de los graciosos. Éste era
el calificativo que se daba a los alféreces de gracia, niños que por
obra y gracia de una soberana gracia, estando todavía en las faldas de su mamá,
ceñían la espada de oficial sin haber pasado por colegio militar alguno y sin
más estudio que El amigo de los niños.
Esta noticia me produjo un gran
consuelo, pues yo era de la promoción de los siete meses[154],
y habiendo llegado a generales muchos oficiales de la promoción de los graciosos
o promoción de los cero meses, yo podría llegar a general con más sólida
base.
Todos los allí presentes convinimos en
la gran ventaja que reportaría el adoptar la gracia como único
procedimiento para ascender a oficial, pues de este modo podría evitarse el
gasto y la molestia de las academias militares.
Llegó el general Longarilles; joven,
fino, atildado. Formé la guardia. Me ordenó romper filas y entró en el cuarto
de banderas, que estaba inmediato a la puerta de la calle.
Teníamos en el cuartel un precioso
setter al que llamábamos Mahomet, y era el cuarto de banderas su lugar
de preferencia. Así que entró el general, acercósele el perro meneando la cola,
se puso de pie y le colocó las manos sobre la levita.
-¡Quita de ahí! -gritó el
coronel al perro, dándole con el bastón-. ¡Ordenanza! Llévese al perro.
-No; déjele estar -contestó el
general mientras acariciaba al setter-. Si a mí me encantan los perros. Es un setter,
¿verdad?
-Sí, señor; un setter.
-Qué hermoso es, y qué cariñoso.
-Mucho; cuando fuimos de maniobras el
año pasado, pernoctamos en Castrovera, y al amanecer del día siguiente, al
salir del pueblo, nos siguió este perro y no hubo manera de hacerle volver por
más pedradas que le tiramos; se agazapó en la cuneta del camino como diciendo: “Mátenme,
pero yo no vuelvo al pueblo; yo quiero ir con ustedes.” Y lo notable es que a la
salida de cualquier pueblo siempre vamos perseguidos de tres o cuatro perros.
-Sí, señor -continuó el general-; lo tengo observado, verdaderamente es un fenómeno de
psicología perruna que no he sabido explicarme ese afecto, ese cariño que los
perros toman a la tropa, y no puede achacarse al rancho de los soldados que
hayan podido darle en los pueblos, porque ya ve usted, este setter es de buena
casa, donde comería manjares exquisitos. Así es que yo, reflexionando sobre el
particular, he llegado a sospechar que el perro, si deja a su amo por seguir
tras de la tropa, es porque su instinto le dice:
“Esos del pantalón encarnado no viven la vida en los estrechos límites
de un villorrio como éste, sino una vida más amplia, en un ambiente de más
vastos, de más extensos horizontes.” Y el perro, que es de naturaleza aventurera, se
siente atraído por esa vida desconocida para él, y echa detrás de la tropa.
Esta es la cuestión. That is the question.
-Piensa usted muy acertadamente, mi
general; no había dado yo en ello.
El general tiró de petaca, ofreció
pitillos a los presentes y continuó:
-Yo quiero
mucho a los perros porque hay que fijarse en el instinto de estos animales,
mejor dicho, en su inteligencia y en los grandes servicios que pueden prestar a
la Humanidad en general y al Ejército en particular. En Inglaterra tienen
ustedes una Academia de perros para el Ejército.
-No sabía…
-Pues, sí,
señor; allí se hace una selección de razas y una clasificación de aptitudes.
Hay raza apropiada para la conducción de cartuchos a las avanzadas; otras, para
llevar partes; otras, para buscar heridos después de una batalla; en fin, una
cosa notable; y para acostumbrarles mejor, toda esa instrucción se les da en un
campo de tiro entre los estampidos de los cañones. Yo tuve ocasión de visitar
esa Academia, y quedé maravillado ante la prodigiosa inteligencia de aquellos
perros.
-Este nuestro conoce los toques de
trompeta tan bien como los pueda conocer el soldado más veterano. No ha visto
usted perro más inteligente.
-Mire
usted, coronel; tocante a inteligencia de perros, he visto lo más asombroso que
se puede ver: estuve yo en Francia cuando la última Exposición universal[155], y un tal mesié
Louis Lesfleures, señor inmensamente rico, muy amigo mío, me convidó a almorzar
un soberbio château de su propiedad, situado a unas dos leguas de París.
Llegué con alguna anticipación a la hora del dejouner, y mesié
Lesfleures me dijo: -Va usted a presenciar una cosa que ha de epatarle;
tengo un perro que todos los días va a París y me trae el vino para el
almuerzo. Llamó a un garsón; hizo que le
trajera el perro favorito; el colocó al perro una cesta en la boca, y dentro de
la cesta una tarjeta de mesié Lesfleures, dirigida al dueño de un
almacén de vinos, con este escrito: “Cinco botellas de vino Château
Saint Julien.” Salió el perro corriendo en
dirección a París, esperamos su vuelta. Mientras tanto, mesié Lesfleures
me enseñó la finca; recorrimos el lago, las caballerizas… etc. Vuelve el perro;
mi amigo le quita la cesta y ve que sólo ha traído tres botellas; no le
extrañó; pues tres botellas eran lo que, de ordinario, le iba a buscar el
perro. Cuelga mi amigo la cesta, y el animalito empieza a ladrar y dar saltos
como si quisiera cogerla otra vez. “Pues, señor -dijo mesié
Lesfleures-, algo raro le pasa a este bicho.” Le
vuelve a poner la cesta en la boca, y el perro sale en dirección a París otra
vez. “Vamos a seguirle”, dice mi amigo. Le
seguimos y a mitad de camino el perro se separa de la carretera; echa campo a
traviesa; se para junto a unas matas; nos mira; nos acercamos, y nos
encontramos con que allí, escondidas entre las matas, se había dejado las otras
dos botellas porque no podía con las cinco. ¿Qué les parece a ustedes?
-Asombroso, mi general.
-Pues
oigan ustedes un caso más estupendo.
Pero al irnos a contar el otros caso
más estupendo, miró al reloj del cuarto de banderas.
-¡Caramba!
¿Va adelantado ese reloj?
-No, señor, va con el meridiano[156].
-Pues me
marcho. Hablando hablando se me ha pasado el tiempo y tengo que ir a visitar el
cuartel de Caballería. Quede con Dios, coronel. Tengo las mejores noticias de
este regimiento, y creo innecesario que yo vea nada, pues supongo que todo
estará en perfecto estado. Ponga usted en la orden de mañana que he visto con
gran satisfacción el estado de policía en todas las dependencias del cuartel,
así como el vestuario de la tropa y excelente conservación del armamento, por
todo lo cual felicito a usted; felicitación que hará usted extensiva a los
jefes, oficiales, clases y soldados a sus órdenes.
-Muchas gracias, mi general.
Y se marchó el nuevo gobernador
militar sin haber visto más que el cuarto de banderas, donde, reunidos después,
convinimos en que el nuevo gobernador militar era un señor muy agradable,
simpático, erudito y ameno.
En estas alabanzas estábamos cuando el
teniente Ondítegui se presentó en la puerta de una habitación inmediata,
destinada a comedor de oficiales, y mostrándonos una botella de vino que traía
en alto, preguntó:
-¿Conocen
ustedes esta botella?
-No.
-Es una de las
que trajo de París el perro de mesié Lesfleures.
Aquella revista tuvo su segunda parte.
Nunca segundas partes fueron buenas y tampoco lo fue ésta:
Una vez despedido el general, nuestro
primer jefe dijo al teniente coronel:
-¡Qué lástima! Tan bien como habíamos
quedado en la revista, y la hemos echado a perder por un detalle tonto: al
salir el general, en la misma puerta del cuartel, ha visto en el suelo una
cosa… poco le ha faltado para pisarla. Nada me ha dicho; ya sabe usted lo
considerado y tolerante que es, pero por eso mismo, por su tolerancia y
consideración, estamos más obligados. Averigüe y proceda.
El teniente coronel llamó al jefe de
cuartel:
-Francamente;
es muy de lamentar que después de cuando hemos trabajado todos, de lo bien que
estaba todo dispuesto… dígale usted algo al capitán de día.
El capitán acudió al llamamiento del
comandante.
-Mire usted, Jiménez, en lo
sucesivo ponga usted un poquito más de cuidado en la vigilancia de la limpieza
del cuartel.
El capitán llamó al abanderado:
-No estoy
dispuesto a sufrir de mis superiores amonestaciones por culpa de usted. Es la
última vez que se lo digo, o tomaré una providencia.
El abanderado llamó al cabo de
limpieza:
-Como me
vuelvan a chillar por culpa de usted, lo meto a usted en el calabozo hasta que
se pudra. ¿Ha visto usted lo que hay en la puerta del cuartel?
El cabo llamó a un individuo de los de
limpieza:
-¡A barrer eso! No siento más sino
que esté prohibido pegar; ahora mismo te partía la cara, so gorrino.
Oí chillar a Mohamet. Salí al
vestíbulo y vi al individuo de limpieza dándole escobazos.
-¿Por qué pegas al perro?
-Mi alférez, porque él es el que ha
hecho eso.
En efecto, Mohamet había sido.
Recapacité. En la Milicia la falta es tanto mayor
cuanto mayor es la graduación del que la comete, y si en cuanto al castigo
sucede lo contrario, así es lógico que sea, pues cuanto mayor es la graduación,
menos castigo necesita para darse por sentido y castigado.
El general Longarilles llegó al
cuartel de Caballería y no pasó del patio; donde los jefes le recibieron les
habló de los magníficos caballos que él había montado en el extranjero;
embebido de esta conversación llegó la hora de la función vermú en el teatro, y
marchóse del cuartel sin haber visto ni un dormitorio, ni una cuadra, ni un
caballo, ni más soldados que los de la guardia de prevención.
---
XV. EL CICLÓN
Cuando yo estaba de guardia, recibía
carta de Cipriana, a veces dos y, muchos días, postre del suyo. Sus cartas eran
extensas, cruzadas y llenas de amorosas trenzas. Yo contestaba lacónico,
pretextando que el servicio de guardia no me permitía más.
En una de aquellas cartas me comunicó
que sus padres se habían convencido de mi formalidad y no ponían inconveniente
en que a mi novia me acercase cuando con su mamá saliese de paseo.
Era preciso poner fin a situación tan
molesta para mí.
De nada servía dejar de acudir a
lugares donde conveníamos, ni estar a su lado largo tiempo sin dirigirle la
palabra, visiblemente aburrido, tarareando y fijándome mucho en otras chicas:
pasaba por todo. Mis silencios tarareos solía interrumpirlos con un “¿Me quieres mucho?” Yo contestaba “sí” en
un tono equivalente a lo contrario.
Durante uno de esos idilios
silenciosos, y estando en el paseo con la mamá, Cipriana y yo, pasó el teniente
Ondítegui por delante de nosotros y nos saludó con una sonrisa socarrona.
-¡El
canalla, el sinvergüenza! -exclamó la mamá, al ver pasar a Ondítegui-; estar en relaciones con la pobre Leocadia y escribirla
que se iba a meter fraile. Una chica tan bonísima, dejarla plantada y con el
equipo de boda casi hecho.
-¿El equipo de boda?
-Sí,
señor; el equipo de boda.
-Señora, no es defender a mi amigo,
pero, eso del equipo de boda hecho, perdone si le digo que no puede ser: Ondítegui se declaró por la mañana y las relaciones
terminaron el mismo día al anochecer.
-No importa: usted verá
constantemente a las chicas haciendo alguna labor en el balcón, detrás de los
visillos; ellas se lo callan, pero muchas de esas labores las dejan sin marcar
con iniciales; las van guardando, y con ellas preparan su equipo de boda, y
Leocadia, que es muy mañosa y dispuesta, tiene casi completo su equipo que no
le llega ni con mucho al de mi hija, pero es magnífico. Parece mentira, usted,
tan serio, tan formal y tan caballero, que sea amigo de ese trasto de
Ondítegui.
Por lo que se explicó la mamá, todo
joven que deja plantada a su novia es con el equipo de boda dispuesto.
Me molestaba la idea de adquirir la
fama de Ondítegui, y continué por algún tiempo dejándome arrastrar por
situación tan desagradable, hasta que la Providencia vino en mi auxilio:
Como ya indiqué, en mi cuartel
teníamos gran número de cristales rotos. Lo mismo sucedía en los demás
cuarteles, en Capitanía General y en el Gobierno Militar.
Permítaseme una digresión necesaria:
Con los cristales de los edificios militares pasa una cosa muy célebre: así
como a los zapatos de la tropa se les asigna una duración de seis meses,
análogamente al ros, al capote, al pantalón, a las monturas y a cuantos Cuerpos
y dependencias tienen a su cargo, se les asigna reglamentariamente un tiempo de
duración, excepto a los cristales de los edificios. Un jefe de Cuerpo[157]
o dependencia no puede poner en las cuentas: “Tanto
por reposición de cristales”, pues los cristales están considerados como
eternos, oficialmente. Cervantes escribió: “Las
cosas humanas no son eternas, yendo siempre en declinación de sus principios
hasta llegar a su último fin”[158];
pero se le olvidó añadir: “excepción hecha de los
cristales en los edificios militares”.
A toda rotura de un cristal sigue la
persecución del responsable para pasarle el cargo, pero hay infinidad de casos
en que no es posible, en justicia, dar con el pagano; y hoy un cristal roto de
una pedrada desde la calle, y otro mañana por un gato que saltó y dio contra
una escoba y la escoba contra el cristal, los cristales rotos acaban por sumar
cientos.
Mas como todo tiene remedio en el
mundo si no es la muerte, remedio se procuró encontrar para reponer los
cristales sin recurrir a los fondos de los regimientos, de Capitanía y de
Gobierno militar, sino largando el mochuelo al Material de Ingenieros.
Reuniéronse autoridades y coroneles y
convinieron en formar un expediente en Capitanía, otro en Gobierno militar y
otro en cada cuartel, declarando, con las formalidades de ritual, que a las dos
horas, once minutos y tres segundos de la madrugada del día 14 del presente
año, se había declarado un furioso ciclón que duró seis minutos y rompió tantos
cristales, a pesar de estar echadas las fallebas de las ventanas cerradas, y
puestas las retenidas en las abiertas, según las declaraciones del coronel,
jefe de cuartel, capitán de día, oficial de guardia y soldados imaginarias en
los cuarteles; y del capitán general, gobernador militar, oficiales de servicio
y ordenanzas de los respectivos edificios.
Instruyéronse los expedientes, y
debiendo en ellos aparecer también los testimonios de dos vecinos paisanos, en
el expediente de mi cuartel firmaron, después de jurar decir verdad y hecha la
señal de la cruz, dos provisionistas del regimiento: el de las patatas y el de
la carne.
Casi es ocioso decir que yo estaba de
guardia[159]
precisamente en la fecha del supuesto ciclón.
Fui llamado por el capitán ayudante. Me
presentó el expediente instruido por él, y me dijo, como la cosa más natural:
-Firme usted aquí.
-¿Dónde?
-Aquí, en el expediente.
-¿Qué expediente es éste? -pregunté,
pues era la primera noticia que yo tenía.
-El del ciclón.
-¿Qué ciclón?
-El desencadenado en la madrugada del
14 de Marzo, estando usted de guardia, y rompió los cristales que faltan en el
cuartel. Ya está la declaración del coronel, jefe de semana, capitán de día y
demás; sólo falta la firma de usted para dar el expediente por concluso y
enviarlo a la superior resolución. Firme: aquí.
-Debo advertirle a usted, mi capitán,
que en la madrugada que usted cita no hubo ningún ciclón, sino calma completa.
-Ya lo sé; esto no es más que una
fórmula para salir del paso evitarnos pagar los cristales con fondos del
regimiento. Firme usted.
-Mi capitán, yo… francamente…
-¡Ah!, pero, ¿es que no va usted a
firmar?
-Usted me perdone, pero me es muy
violento firmar bajo mi palabra de honor una declaración falsa.
-Me parece muy bien, y a mí me
sucedería lo mismo si se tratase de cualquier otro asunto; pero éste es
diferente: aquí se trata de un formulismo que no va en perjuicio de nadie, sólo
es para beneficiar al regimiento; plan acordado entre todos nosotros, hasta con
la aquiescencia y beneplácito del capitán general; valor entendido; de modo
que… haga usted el favor de firmar.
-Lo siento mucho, mi capitán, pero mi
conciencia no lo permite.
-Quiere decirse que se niega usted a
firmar…
-Sí, señor.
-Pues me ha reventado usted; ahora
tendré que empezar un nuevo expediente poniendo que el ciclón se desencadenó en
la madrugada del 13 o la del 15, y lo mismo tendrán que hacer los otros
cuarteles, en Capitanía y en el Gobierno Militar. Nos ha hecho usted un flaco
servicio con su puritanismo. Vaya usted bendito de Dios.
No tardé en ser llamado por el
coronel.
-El capitán ayudante me ha informado
de la decisión de usted; decisión que yo respeto; así, pues, no le llamo para
rogarle que firme el expediente; le llamo para advertirle que su actitud es
exagerada. ¿Usted ha visto cómo hemos firmado los demás?
-Sí, señor.
-Y, sin embargo, tenemos del honor un
concepto tan elevado como pueda tenerlo el que más. Es usted muy joven; cuando
lleve más tiempo de servicio y, sobre todo, si llega usted a mandar un
regimiento, verá que existe un artículo todavía ignorado por usted: el artículo
“hacerse cargo de las cosas”, artículo no escrito y de cual es preciso valerse
en muchas ocasiones para solucionar deficiencias u olvidos en las leyes y en
los reglamentos, y a este artículo nos hemos atenido al poner nuestra firma en
el expediente.
-Entonces, si a usted le parece,
firmaré.
-No, no; de ningún modo; ya le he
dicho que respeto su decisión, y sepa que no me causado ninguna contrariedad.
Puede usted retirarse.
En el cuarto de banderas había gran
revuelo. Se comentaba y discutía acaloradamente mi comportamiento.
En este regimiento, como en algunos
otros, teníamos un teniente cuya opinión solía prevalecer en todo, o por lo
menos, así lo intentaba. Era el encargado de analizar los actos ajenos y
ponerles nota: una especie de fiel contraste , cargo que, entre los oficiales
de un regimiento, no suele apropiárselo el más cumplidor de sus obligaciones.
Este opinó en contra de mi actitud, me tildó de díscolo, perturbador y mal
compañero, y propuso que me expulsaran del regimiento o, por lo menos, se me
hiciera el vacío.
Sabedor de esto el coronel -que era un
excelente jefe- les llamó al orden y les previno que mi actitud, si bien
exagerada, era digna de todo respeto.
Sin embargo, yo ya no era bien mirado[160];
se me tenía por díscolo y temía represalias, si no del coronel, de algún otro, escribí
a mi buen tío refiriéndole lo ocurrido y mostrándole mi deseo de ser destinado
a la campaña del Norte[161]
o, mejor todavía, a la de Cuba[162].
A esta isla fui destinado.
Mucho lloró Cipriana al enterarse.
-Voy a campaña -le dije-; si en mucho
tiempo no recibes noticias mías, no te extrañe: allá, en la manigua, no hay
vías de comunicación, ni telégrafo, ni nada; pasarán meses, tal vez años sin
carta mía, y ¿quién sabe?, probablemente no volveré, porque, ya ves tú: el
vómito, las calenturas, los constantes peligros…; por eso yo, a fin de no
perjudicarte en tu porvenir con un casamiento tan problemático y a tan larga
fecha como el mío, para darte una prueba más de mi cariño, casi me atrevería a
proponerte que diésemos por terminadas nuestras relaciones.
No le convencieron mis argumentos a
Cipriana, y quedamos en continuar y escribirnos, después de subrayarle que si
en el plazo de un año no tenía carta me diese por fallecido.
Antes de embarcar, fui a despedirme de
don Exuperio.
En el mismo departamento del tren que
me llevó a Madrid subió un capitán de Ingenieros, secretario del comandante
general de Ingenieros de la Región, tipo escuálido, imberbe por constitución
física, gran miopía, hablar pausado, vocecita de enfermo convaleciente y con
aspecto de seminarista.
Entramos en conversación.
-¿Ha sido
usted destinado al ejército de Cuba?
-Sí, señor.
-¿Ha
pedido usted ir voluntario?
-Sí, señor, a petición propia; pero,
hasta cierto punto, obligado por las circunstancias.
Le referí lo ocurrido en el expediente
de los cristales, y me mostré un tanto pesaroso de no haberlo firmado en vista
de las atinadas observaciones de mi coronel.
-No; no se
arrepienta usted de lo hecho. ¡Qué bien hizo usted en no firmar!¡Si supiera
usted cómo acabaron aquellos expedientes! ¿Qué? ¿No se lo han contado?
-No, señor.
-Oiga,
oiga: Formaron otros expedientes demostrativos de un ciclón habido el día 15 en
vez del 14; el capitán general los pasó a la Comandancia[163] [de Ingenieros] para que
mi general los informase: “Ya
ve usted -me dijo mi general-, no tendremos más remedio que pagar
esto; son muchos los que afirman el desencadenamiento de un ciclón, yo no soy
más que uno, y de nada servirá el informe mío en contra.” “Mi general -contesté-: su informe prevalecerá si
me deja usted hacer a mí.” En efecto, puse una comunicación al Padre prior del
convento de franceses que tenemos en Pandolfa, y divinamente.
-¿Y cómo lo arregló el Padre prior?
-Verá
usted: en ese convento tienen un magnífico observatorio astronómico y nos
enviaron una relación de los vientos reinantes durante aquel mes, y en ella
figuraba la madrugada del día 15 con “ligera brisa”;
pusimos copia de aquella relación en cada uno de los expedientes: en Capitanía
general ya no se atrevieron a enviarlos a Madrid para la superior aprobación;
los archivaron, y ellos son una prueba documentada de que usted procedió muy
cuerdamente al no querer firmar el suyo.
---
XVI. NIÑA GALA
En el vapor Francisco Pérez, y en
primera de primera, venía también a Cuba, desde España[164],
una familia cubana: don
Capriano Basusa, rico hacendado de San Miguel de Nuevitas[165],
con gran cadena de oro en competencia con las del barco; su esposa doña Melania ,
con un reflector en cada oreja, y su hija Gala, de diez y seis años y de desarrollo físico como de
algunos más; una chiquilla encantadora, ideal, que sorbía los sesos a cuantos jóvenes íbamos en el vapor.
A esta familia acompañaba la negra
Jacoba, nodriza que fue de Galita, y, en la actualidad, su ama seca e
inseparable consejera.
Pronto observé la preferencia que Niña
Gala tenía por mí, y la simpatía con que Jacoba me miraba.
Mis largas y continuas pláticas con la
cubanita, sentados sobre cubierta, eran vistas por sus padres y a ellas no se
oponían, pues Gala era el único fruto de aquel matrimonio, en ella se miraban,
y la niña mandaba y disponía y sólo atendía los consejos de Jacoba. Quiere
decir que la negra era el soberano de aquella familia, amaba entrañablemente a
su niña, y se conoce que vio en mí el futuro y pintiparado[166]
esposo para Galita.
La simpatía de Jacoba por mí era
debida, seguramente, a que en mi primera conversación yo la llamé señorita
Jacoba; ella me lo agradeció confiándole a Niña Gala que yo era un español muy
atento, muy bien educado y muy lindo, y que a pesar de ser patón tenía
el pie chiquito[167]
y bien conformado.
Patones[168] nos llamaban a los españoles en Cuba.
Una tarde íbamos a sentarnos los tres
en el centro de la cubierta.
-No, no;
aquí no -dijo Jacoba-; mejor es pegaditos a
la barandilla del barco y mirando hasia la mar, para que no vengan moscones a
interrumpir a ustede.
Trasladamos las butacas de mimbre y
como indicó Jacoba nos colocamos: Niña Gala en medio; Jacoba, entretenida con
su labor.
-¿No había usted visitado nunca
España, Galita?
-No,
señor; ni mis papás tampoco. Hemos hecho un viaje de recreo para conoserla no
más.
-¿Y qué le ha parecido?
-Me gusta
más mi país.
-He oído decir que es muy hermoso.
-Muchísimo;
ya verá usted: aquello es un vergel, un paraíso, un suelo ubérrimo, uberrísimo;
allí nadamos en oro:
Cuba es un jardín de flores,
en Cuba todo se ensierra;[169]
no crea que le
superlativo en demasía; usted lo verá.
-No conozco aquella isla, pero tengo
ya motivo sobrado para presentir que cuanto allí nace es muy hermoso.
-Mire,
mire qué galante -intervino la negra-. Y
mire con cuánta delicadesa y habilidensia supo llamar hermosa a Niña Gala para
no darla rubor.
Yo fui quién se ruborizó al oír a
Jacoba.
-Muchas
grasias -me agradeció Galita, dirigiéndome una mirada tropical, y
continuó:
-Sabe
expresarse; se conose que estudió Literatura. ¿Le gusta la poesía?
-Ya lo creo; mucho.
-Pues ya
verá; en mi país casi todos son poetas y saben versar, hasta los mulatos y los
morenos, y contamos con poetas de gran inspirasión, como Edilberto Banderas,
Filomeno Varaona y Panchito Merengue, que superan a Espronseda, a Sorrilla y a
Bécquer. ¿Usted no leyó poesías de Banderas, Varaona y Merengue?
-No… recuerdo; me parece que sí.
-Óigame una de Edilberto Banderas.
¡Lindísima!:
Por lo que va y lo que trusa
lo mismo aquí que en Lisboa,
yo soy de Guanabacoa
y escribo con mucha musa;
la guayaba es inconcusa;
el que cuestiona, discute;
se hacen telas con el yute;
es digestable la piña,
y la cara de mi niña
relambumbia y repercute.
-Sí que es cosa linda y de
pensamientos muy profundos.
-¿Le agradó?
Yo le daré una apuntasión de ella si así lo desea.
-Sí, sí; hará el favor de darme una
copia.
-Pues
óigame esta otra de Filomeno Varaona; una que me escribió despidiéndose para
siempre porque lo desairé en sus pretensiones.
-¿En sus pretensiones amorosas quizá?
-Sí,
señor; me requirió de amores, pero yo no quise aseptarle; a Jacoba tampoco le
satisfasía.
-A ver, esa despedida poética de
Filomeno Varaona.
-Hase
llorar; mire:
Mi corazón se transida
por tus desdenes pertrechos
en holocausto deshechos
con el amor que se anida;
si el tuyo no se expansida
y en mí no se desmorona,
apuraré la corona del sentimentismo
pulcro inflingiéndome el sepulcro
Filomeno, Varaona.
-Sí que hace llorar esa décima[170].
-Es una
guajira, como la anterior. ¿Sabe qué son guajiras?
-¿Guajiras? No.
-Désimas
para cantarlas.
-¿Y bailarlas?
-No; lo
que allá bailamos es el dansón. ¿Sabe qué es el dansón?
-Sí; la habanera, que llamamos en
España.
-No me
diga; la habanera española es el dansón cubano echado a perder. No puede usted
inferir los malos ratos que pasé en España cuando quisiéronme obsequiar con
habaneras. Lueguito de comer iremos al piano y tocaré y cantaré un dansón
clásico con poesía de Panchito Merengue para que oiga y compare.
-¿Usted no
baila el dansón? - Me preguntó Jacoba.
-No; ni lo conozco; sólo sé que es un
baile…
-Sabroso;
mire- continuó la negra-. Si encontramos a
bordo quien lo toque, Niña Gala le enseñará a bailarlo.
-Con mucho gusto lo aprenderé.
-Pero mire
que no se aprende fásil, y harán falta varias lecsiones.
-¿Tan difícil es?
-Tiene
complicaciones -continuó Galita- y
diferentes partes: el chiquitito abajo, el cangrejito, el
cambrán y otras muchas más que son, como si dijéramos, las diferentes
partes de la asignatura.
Niña Gala y yo continuamos conversando
de los cambiantes colores del mar, de la brisa, de la estela del barco, de los
reflejos del sol poniente, de la bruma, del horizonte… nada de particular y,
sin embargo, procurábamos no ser escuchados por Jacoba; hablábamos muy bajito y
muy cerca para oírnos; y, cuando nada se nos ocurría, nos mirábamos y
sonreíamos.
La campana nos llamó al comedor.
Terminada la comida, pasamos donde
estaba el piano, y Niña Gala tocó y cantó un danzón con poesía de Panchito
Merengue.
Siento no recordar más que este trozo,
pues la letra, como verán ustedes, es una preciosidad:
Yo no quiero que me pague la quinsena,
no tengo almuerso,
no tengo sena.
Yo no quiero que me pague la quinsena
porque me sobra con el café.
Tengo yo un par de muchachas
que se las regalo a usté,
pues no se ven las cucarachas
por la paré.
El resto de la velada la pasó Gala
enseñando a tocar el danzón[171]
en el piano a otra señorita para empezar nuestras lecciones coreográficas al
día siguiente. Yo, escuchando a un señor Busquets, comerciante catalán
establecido en la Habana:
-¡Oh!; los
catalanes an todas las épuques hemos sido muy garreros y amigos de d’avanturas,
y si no, lea ustet la Historia: los almugáraves catalanes llegaron hasta
Gresia, atravesando toda l’Auropa, y eso que entonces no ni había de
ferrocarriles; vea ustet la historia dels Mosos d’Escuadra y dels Sumaténs, y
de aquellos que fueron con Prim a la guerra d’África; y a mí ma consta, de modo
indubitabla, que’l primero que consiguió subir a la torra de Maladof cuando el
asalto, fue un catalán con barratina, sí, señó. Y ya verá, ya, lo bien que se
baten los voluntarios catalanes que vinieron a Cuba. Yo astaba en Barsalona
cuando se urganisaron; furmaron an un sitio que se llama Atarasanas, al janaral Córduba diriquió la palabra a los
tres batallones; sa ma cadaron muy impresas las palabras que les va a desir: “¿Estáis contentos?” Todos cuntastaron: “¡Sí!” Y cuntinuó’l
janaral: “Eso quiero yo.
Allí tendréis quefes que os cuidarán como padres; allí ancontraréis ufisiales
que os tratarán como hermanos.” Atsetra. Yo bien
an un mismo vapor que ellos; y no quiera ustet saber al rasibimiento que se les
hiso al dasfilar por la calles de la Habana: flores, tabaco, dinero; no piense
que es acsacarasion: hubo mumento que se tuvieron que parar parque la calle se
obstrucsionó con ramos de flores y cacas de sigarros puros. ¡Oh!, un franasí,
un antusiasmo indascriptibla.
Las lecciones de danzón duraron todo
el resto de la travesía, pues si bien Galita me dio por aprobado con buena
nota, érame muy grato el cangrejito, el chiquito bajo y, muy
especialmente, el cambrán, y no deseaba perfeccionarme hasta el
doctorado.
Estas lecciones tuvieron una
interrupción: Galita se constipó y guardó cama un día.
La negra Jacoba subió a cubierta y me
dijo:
-¿No sabe?
Niña Gala está enfermita.
-¿Qué le pasa?
-Se conose
que anoche bailando con usted se sofocó y sudó mucho; después tomó relente
sobre cubierta, sin parar en sofocasión ni sudasión, y hoy quedándose en el
lecho.
-¿No será nada grave?...
-Felismente,
no; la ha visto don doctor y dice que está fluxioná. Ho no podrá usted bailar
el dansón con ella ni conversar. Comprendo que usted lo sentirá
ponderativamente.
-Muchísimo.
-Ella
también lo siente; le es muy grato conversar con usté.
-Y a mí; no sabe usted, señorita
Jacoba, cuánto daría yo por hablar hoy con ella, pero ya comprendo que no es
posible, y menos estando sus papás en el mismo camarote.
-Cierto;
pero cuando los papás vayan al comedor, Niña Gala quedará sola conmigo.
-Sí; pero cuando los papás estén
comiendo, yo también estaré en el comedor.
-No coma
cuando todos; pretexte indisposición; pida extraordinarios entre horas y
páguelos.
-Es verdad.
-Váyase a
su propio camarote; escóndase y acuéstese, como indispuesto; a las horas de
comer y de almorzar aguaite y mire en el comedor y, en estando allí los papás,
véngase al camarote nuestro; yo estaré a la puerta.
-Muy bien; así lo haré. Y muchas
gracias, señorita Jacoba.
-Quede con
Dios. Y mire: no me vuelvan a bailar el dansón con cangrejito ni cambrán,
que eso produce mucha sofocasión y sudasión: ya se lo previne a Niña Gala.
Adió, don Claudio.
Cuando esto ocurría, ya Galita y yo
nos habíamos jurado amor eterno.
Fue la noche anterior; después de la
lección de baile salimos del saloncillo del piano y nos sentamos a tomar el
fresco sobre cubierta: de esto me acuerdo muy bien. Lo que no recuerdo ni me
expliqué nunca es cómo habiendo empezado nuestra conversación haciendo
comparaciones entre la bondad de las frutas españolas y las cubanas, derivamos
a las ideas y ramificamos los conceptos hasta meternos en ese laberinto que
sólo tiene el amor como única salida. Ni sé, a decir verdad si fue Galita o fui
yo el primero en decir: “Te amo”, o lo dijimos ambos a la vez.
Tiene razón mi tío[172]:
No te acerques mucho a una mujer hermosa si no quieres quedar enredado y
prendido entre sus trenzas, que cuelgan a manera de rizos.
Los rizos de Galita eran muy
atrayentes y seductores; por la boca tan pequeña de aquella criatura salían
frases muy grandes, muy agradables para mí, y en las que yo no había ni soñado.
Aproveché la estancia de sus papás en
el comedor durante el almuerzo y corrí al camarote de la cubanita.
A la puerta me esperaba Jacoba, y me
dijo, en voz mu baja:
-Mire,
Niño Claudio; mi niña pasó en desvelo la noche y ahoritica está durmiendo
tranquila; no me la despierte ni embulle; entre sigiloso y de puntitas, y
contémplela no mas; ya platicará con ella a la hora de comer.
Largo rato estuve contemplando,
extasiado, aquella hermosa cabecita dormida, mientras Jacoba me repetía al
oído:
-Linda,
¿verdá? Usté es su primer amor; yo se lo garanto.
A la hora de comer volví a visitar el
camarote. Jacoba me salió al encuentro en el pasillo:
-Mi niña
se incorporó y vistióse muy arropada para recibirle. Hablarán ustedes a la
puerta del camarote. No le parese bien que usté entre ni que la vea en el
lecho; mire si es prudente Niña Gala.
¿Dónde había leído aquella niña o
quién le habría dicho los bellos pensamientos[173]
que me recitaba y yo escuché embelesado?
Decíame: “Amor
es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulse
amargura, una deleitable dolensia, un alegre tormento, una blanda muerte. Amar
es encontrar la propia felisidad en la felisidad del que amamos. En ustede, los
hombres, el amor es un episodio de su vida; para nosotras, es la vida entera.”
Se me hizo muy corta la travesía. En
ella discurrieron horas muy agradables para mí.
---
XVII. EN CAMPAÑA
Después de un par de semanas de
permanencia en la Habana, Gala con su familia se marchó a San Miguel de
Nuevitas.
Jacoba nos proporcionó ocasiones de
hablarnos muchas veces, y de despedirnos; despedida larga, cariñosísima, en la
que Gala mostró profundo pesar por nuestra separación. Yo también lo sentí
sinceramente; notaba que con Gala se marchaba mi alegría, un pedazo de mi vida.
-No puedes imaginarte, Galita de mi
alma, cuánto me apena tu partida y el pensar en la distancia que va a
separarnos.
-¿Distansia,
dises? Ninguna. Dos que se aman, siempre están serquita, porque para el pensamiento
no hay distansias. Piensa constante en mí como yo pensaré en ti, y
continuaremos juntos. ¿Pensarás siempre en mí?
-Siempre
-Mira que
te propongo, amor mío: las noches de luna y la contemplaré a las dies en punto;
contémplala tú a la misma hora, y el astro de la noche será nuestro
intermediario, como espejo donde se conjuntan tu imagen y la mía.
-Así lo haré.
-Nos
escribiremos diariamente, pero júrame que pondrás todos los medios posibles
para venir a verme a San Miguel de Nuevitas.
-Te lo juro.
-Toma mi
retrato; me lo hise chiquito para que puedas llevarlo en tu cartera, sobre tu
corazón. Mira la dedicatoria:
-“A
Claudio, mi único y eterno amor.” Yo te enviaré el mío en cuanto me los traigan de
casa del fotógrafo.
También me despedí de Jacoba, que
juntó las manos y me suplicó:
-Por Dios
y por la Virgen del Amor Hermoso, Niño Claudio; no me olvide usté a Niña Gala;
si no, se morirá de pena, y yo también.
Me destinaron a un batallón que estaba
acabándose de organizar en la Habana, y con el cual salí a campaña.
Lo mandaba el teniente coronel don Nicasio Urbía, muy
expeditivo y de resoluciones prontas.
Antes de salir se le hizo presente que
la acémilas que habíamos de llevar para conducir municiones, alimentos y
equipajes eran jóvenes y no estaban fogueadas, grave inconveniente, pues no
estando acostumbradas al ruido de los disparos , a los primeros podían darnos
un disgusto. Le propusieron foguearlas todos los días que nos faltaban para
emprender la marcha, pero él lo solucionó más fácilmente y de una sola vez:
mando encerrar las mulas y su caballo, que también estaba sin foguear, en una
gran casamata de un castillo de la Habana, y largar una descarga metiendo los
fusiles por la aspilleras de dicho local.
Se cumplió la orden. La descarga
produjo dentro de la casamata una horrible trapatiesta de coces, mordiscos,
saltos, carreras; ¡el delirio! Hubo que dar la puntilla al caballo, que resultó
perniquebrado, y a seis mulas por idéntica avería. Para nuestro teniente
coronel no había dificultades.
En el primer encuentro que tuvimos con
los insurrectos, ocupé con mi sección una pequeña altura en el flanco derecho;
allí estuvimos haciendo fuego largo rato hasta agotar las municiones.
Esperándolas estábamos cuando llegó el teniente coronel:
-Señor oficial, ¿qué hace esa sección
sin disparar? ¡Fuego!
-Se nos han acabado los cartuchos.
-No importa; ¡fuego, fuego!
En otra ocasión se nos acabaron los
víveres. Llegó la hora de comer, hicimos alto y mandó a tocar [el cornetín de
órdenes] a rancho.
-Mi
teniente coronel -le advirtieron-, no han
llegado los acemileros con los víveres, y no hay nada que comer.
-No importa; que toquen a rancho.
Algunos soldados entretuvieron el
hambre chupando un poco de caña de azúcar. Terminado el refrigerio, un negro
que venía con nosotros dijo:
-Ya
comimos. Aquí al chupal se le llama comel.
Aquella noche nos acostamos
extenuados. La tropa sólo había chupado caña por todo alimento. A media noche
se la despertó para dar a cada soldado dos castañas pilongas[174].
Siempre
ignoré el objetivo militar que se nos tenía encomendado. Sospecho que también
lo ignoraba nuestro jefe, así como ignoraban, probablemente, el suyo cuantos
jefes mandaban columna o guerrilla. A cada jefe se le asignaba una zona donde
operar, y allá se iba, como va el cazador a un determinado coto, sin plan ni
concierto, a lo que saliere, dejándolo todo a su criterio, capricho y no pocas
veces las extravagancias de algunos.
Por
eso las muchas penalidades y privaciones sobrellevadas son sólida disciplina y
patriótica resignación, y el valor y heroísmo de que dimos pruebas tan
continuas y patentes, de nada práctico sirvieron.
Salíamos del pueblo B; llegábamos al
pueblo C; volvíamos a B; tornábamos a C, y así un mes, dos, tres… Los soldados
se daban cuenta de la falta de finalidad de nuestros trabajos, y menos mal que,
por única protesta, se limitaban a alguna cuchufleta que cantaban mientras
bailaban el tango:
De Cácarajícara a Cácarajúcaro,
de Cácarajúcaro a Cácarajícara
así no se acaba
la campaña pícara.
Mi correspondencia con Galita
continuaba sin interrupción, y en ella habíamos apurado ya todo el repertorio
de frases tiernas y amorosas.
Según una orden recibida, la gente del
teniente coronel Urbía abandonamos la zona de B y C para irnos a reunir con las
fuerzas mandadas por el brigadier don Félix Escande: Antes de partir, el señor
de Urbía dispuso que se quedase un destacamento de ocho hombres en el campo,
solos, entre los poblados de B y C. Le hicimos presente el peligro que
correrían aquellos hombres, y nos contestó:
-Que se metan en un blocaus.[175]
-No hay materiales ni herramientas,
ni personal para construirlo.
-Se hace de cualquier manera, sea
como sea; en seguida, antes de dos horas ha de estar hecho.
-Aquí hemos encontrado unas pocas
tablas de pino.
-Sobra con eso; se clavan de punta en
el suelo, y ya está.
-Es que no tienen más que un
centímetro de espesor: eso lo pasa una pedrada.
-Se blindan con chapa de acero.
-No hay chapa de acero ni de hierro
-Se pintan las tablas de negro; desde
lejos parecerán blindadas. No pongan ustedes dificultades.
Anticipo que, a los pocos días, fueron
macheteados por los insurrectos aquellos ocho hombres metidos en el blocaus[176]
tipo Urbía.[177]
Por el camino encontramos una
guerrilla compuesta de voluntarios, catalanes en su mayor parte. Estos se
alistaron en Barcelona para el tiempo que durase la guerra. Llevaban ya cinco
años de campaña. Los pocos que quedaban vivos tenían más de fiera que de seres
humanos, y les importaba muy poco de una vida tan pródiga en penalidades.[178]
En aquella jornada nos llovió, si
puede llamarse llover al no caer agua a gotas ni a hilos, sino a sábanas
y mantas, según las gastan las nubes en aquella isla.
Tan pronto se presintió el aguacero
los voluntarios se desnudaron por completo, metieron el traje de rayadillo,
hecha apretada pelota, dentro del sombrero piji, y éste bajo el sobaco. De este
modo quedaba el traje seco para cuando el chubasco terminase.
Marchábamos por la manigua, bajo aquel
diluvio, abatidos y silenciosos, cuando oí la voz de un voluntario catalán que
desde la vanguardia gritaba a sus compañeros:
-¿Estáis
contentos?
-¡Sí! -contestaron
los demás voluntarios.
Y continuó el otro:
-Eso quiero
yo: Allí tendréis jefes que os cuidarán como padres; allí encontraréis
oficiales que os tratarán como hermanos…
No se les había olvidado lo que el
General Córdoba (1) les dijo en las Atarazanas.
(1)Creo que fue el general Córdoba; no tengo
seguridad.
Estos diálogos entre los de la
vanguardia y retaguardia eran bastante frecuentes:
-¡Pep!
-¿Qué vols?
-¿Cuán s’acaba
la campaña de Cuba?
-Cuan te
clavin una bala al cap.
Cada frase de estos diálogos iba
adornada con alguna interjección rabiosa, refinada y candente. A pesar de la
desesperación de aquellos infelices, así que llegamos a un poblado, se
vistieron y, alegres y retozones, formaron corro, improvisaron un orfeón y
rompieron a cantar:
Tres butifarras
grasas, grasas, grasas,
tres llangunisas
frisas, frisas, frisas;
tres cunills de la barba d’or
que cuatre son los peus del porch.
A los dos días nos reunimos con el
brigadier Escande.
-Mi brigadier -dio parte el
teniente coronel Umbría-, he dejado los poblados B y C convenientemente
vigilados por un destacamento de ocho hombres dentro de un blocaus.
El brigadier Escande es una figura
magna que merece capítulo aparte.
---
XVIII. EL BRIGADIER DON FÉLIX ESCANDE
Si hubo en el mundo hombres arrojados
y de valor temerario, ninguno le sobrepujó al brigadier Escande. Gozaba en el
combate, y el mal humor y la nostalgia le deprimían el ánimo sin pasaban unos días sin encontrar insurrectos
con quienes andar a tiros.
Pero
el brigadier Escande tenía cosas, y éstas le retrasaron mucho los
ascensos. Era un hombre que hablaba en guasa y obraba muy en serio, y en la
milicia conviene hablar muy en serio, aunque se cometan ridiculeces.
Cuando le encontramos en el pueblo de
M, pidió un oficial que le sirviera de ayudante interino, pues el suyo efectivo
había quedado enfermo de cólera en otra población.
-A ver si me
proporcionan ustedes un oficial que sepa poca ciencia; cuanto menos ciencia,
mejor; no quiero científicos a mi lado.
Y considerándome mi teniente coronel
como el menos científico, por ser yo sietemesino[179],
me dio un caballo, y pasé a las inmediatas órdenes del brigadier.
Yo no había montado nunca a caballo.
Se lo hice presente al teniente coronel, sin acordarme de que para este señor
no había dificultades.
-¿Y qué que no haya usted montado
nunca? Para saber montar a caballo no hace falta saber montar.
Aquella misma tarde se presentó un
oficial de Estado Mayor destinado a la columna de Escande. Pasé recado al
brigadier:
-¡Hombre! Me
mandan un científico; que pase.
Entró el oficial.
-He tenido
el honor de ser destinado a las órdenes de vuecencia, y vengo a presentarme.
-Muy bien.
¿Hace mucho tiempo que salió usted de la Academia?
-Acabo de
salir y de ser destinado a esta isla.
-Perfectamente.
Usted sabrá mucha Geografía.
-Creo
saber la suficiente.
-Sabrá usted
donde está el río Misisipí.
-Sí,
señor.
-Y la
cordillera del Himalaya.
-También.
-Pues, yo no;
ni me hace falta, porque allí no hemos de ir a hacer la guerra. ¿Sabe usted
donde está el Potrerillo de Guayo?
-No,
señor.
-Pues eso es
lo que yo necesito que usted sepa, porque mañana al amanecer salimos para ese
Potrerillo, donde espero encontrarme con la partida del cabecilla Vicente
García. Hace unos días le envié una carta diciéndole que si tiene vergüenza me
espere mañana en el Potrerillo de Guayo. Con que, vaya usted enterándose de
dónde cae ese potrerillo[180].
El oficial salió un tanto mal impresionado.
Escande pasó el día refunfuñando:
-Ya tenemos un
científico en la columna; ahora sí que todo va a salir como una seda.
A la madrugada siguiente, la columna
formó en una explanada frente a la casa donde se alojaba Escande. Este, a pie,
pasó minuciosa revista. Quedé absorto al ver, a la cabeza de las tropas, doce
mujeres alineadas. ¿Serían barraganas como las que llevaban los antiguos
ejércitos?
-Hola
-dijo el brigadier al llegar frente a ellas-, mis doce
apóstoles.
No eran mujeres, sino doce jovencitos
mulatos disfrazados de mujer y que servían de espías al brigadier Escande. Éste
se encaró con uno de ellos:
-Tú,
mamarracho; ¿a quién vas a engañar con esos pechos?; ¿dónde has visto glándulas
mamarias con esquinas?; ¿qué te has puesto dentro?
-Papé.
-¿Papel? Eso
no se imita con papel, sino con dos pelotitas de estopa o de algodón en rama
bien redondeaditas.
Después le dijo al capitán de un
escuadrón:
-Vengo
observando desde hace tiempo que tiene usted muy flacos los caballos de su escuadrón,
señor capitán. ¿Se puede saber en qué consiste que los de usted estén flacos y
los demás gordos?
-No sé, mi
brigadier; los ha visto el profesor veterinario; he probado a darles un sin fin
de cosas, y no encuentro modo de engordarlos.
-¿Ha probado
usted a darles de comer?
El capitán se calló.
Montamos a caballo. Escande dijo en
alta voz
-Esta tarde
espero encontrarme con Vicente García,
vamos a batir el cobre bien, pero bien. Si hay entre vosotros algún
enfermo o algún mamarracho que tenga miedo, que dé un paso al frente.
Nadie se movió. Después, dirigiéndose
a una Virgen cogida a los insurrectos y que como trofeo tenía colocada sobre la
puerta de su casa, dijo:
-Oye: si
encuentro a Vicente García te prometo dos velas de a libra. Si no lo encuentro,
te quedas a oscuras.
Y rompimos la marcha.
Llegó la hora de hacer alto para comer
y dar de beber al ganado, mas para detenernos precisaba un sitio donde hubiese
agua, y no se veía agua por ninguna parte. La falta de tan preciado líquido no
hubiese sido inconveniente, a ser el jefe de la columna el teniente coronel
Urbía, pues hubiera ordenado dar aguardiente a mulas y caballos o untarles el
morro con barro del que pisábamos en abundancia.
El oficial de guerrilla en vanguardia
mandó noticia de haber encontrado un
pozo, pero no podía precisar si contenía agua suficiente para todo el ganado.
-¡Quién se
apura por eso! -dijo Escande-. Aquí tenemos un
científico[181]
que podrá medirla.
Y dirigiéndose al de Estado Mayor:
-Adelántese a
ver ese pozo, y si tiene agua suficiente haremos alto.
Continuamos andando hasta el lugar del
pozo, donde el oficial de Estado Mayor informó:
-Mi
brigadier, he cubicado el agua y hay más que suficiente para todo el ganado.
-Pues, alto -ordenó
Escande.
No había bebido la mitad del ganado
cuando trajeron noticia de que se había acabado el agua.
-No es
posible. Que venga el de Estado Mayor -contestó el brigadier.
Vino el oficial, muy apurado:
-Perdone
mi brigadier; con el afán de terminar pronto el cálculo, he confundido pi
con erre.
(1)Para los que no lo sepan: Se
calcula el volumen de un pozo cilíndrico, recto, de base circular, con esta
multiplicación: HxRxRX3,14. Siendo H la altura; R el radio de la circunferencia
del pozo; 3,14… una cantidad constante que suele indicarse con la letra griega pi.
-¡Pero,
hombre! ¡Confundir a pi con erre! ¿A quién se le ocurre confundir
a pi con erre? Comprendo que confundiera a Pi con Salmerón, pero
¡con erre!
Con gran júbilo del brigadier, uno de
los apóstoles vino a decirnos que Vicente García marchaba hacia el Potrerillo
de Guayo.
Fue el combate más reñido y más serio
a que yo asistí. Bien se batió mi columna. Bravura admirable la de todos. Desde
aquel día mi admiración por el brigadier Escande rayó en veneración.
Mi caballo me pegó el gran batacazo,
salió corriendo y no lo volvimos a ver.
El enemigo inició la retirada.
-¡Chaquetean, chaquetean![182]
-oí gritar a los nuestros.
-¡Adelante!
-¡Andavan,
ma casun boñ! ¡Andavan, ma ca casun breu! -rugían los catalanes.
Las guerrillas montadas completaron el
éxito persiguiendo al enemigo en retirada.
Escande resoplaba satisfecho y nos
decía.
-Miren
ustedes: yo no me fío nunca de las noticias que me traen referentes a las bajas
del enemigo; viene uno: “Yo
he visto dos muertos”. Viene otro: “Yo he visto otros dos”, y son los mismos que vio el primero. Por eso mando traer
los muertos a mi presencia.
Así se hizo, y una vez perfectamente
alineados los cadáveres, el brigadier fuélos contando.
Los guerrilleros montados trajeron
algunos prisioneros. Uno de los guerrilleros dijo señalando a una de los
prisioneros:
-Mi brigadier: este mulato es Froilán
Esteban Roca, que perteneció a esta columna y hace dos meses desertó y se pasó
al enemigo.
-Es falsedá, mi brigadiel, que yo no
soy ese Froilán, y lo puedo testificar.
Desertor y traidor tenía pena de vida.
-Que venga
alguno que lo reconozca -ordenó Escande.
Se acercaron unos cuantos de la
columna y reconocieron en aquel mulato al desertor Froilán Esteban Roca; así
acabó por confesarlo él mismo.
Otro general hubiera ordenado: “Que lo fusilen”; Escande, ya he dicho que hasta lo
más serio lo decía en broma; y para ordenar que lo fusilasen dijo al desertor:
-Alíneate con
los muertos.
Aquella ejecución, aunque merecida,
fue lo que más me emocionó aquel día. El brigadier lo notó y me dijo:
-No hay más
remedio que ser así. Hoy uno, mañana dos; en lo que llevo de campaña tengo
fusilados unas docenas entre traidores y desertores. Gracias a este ten con ten
voy saliendo adelante.
No pude menos de reírme al oír lo del
ten con ten[183].
Acampábamos al raso con mucha
frecuencia, y en llegando la hora decía el brigadier:
-A dormir todo
el mundo; el que tenga miedo que se ponga de centinela.
Una mañana entré en su tienda. No se
había levantado. Noté que estaba enfermo.
Durante la campaña había visto yo
muchos casos de cólera, y comprendí que ésta era la enfermedad de Escande.
-¿Se encuentra usted enfermo, mi
brigadier?
-Algo; poca
cosa.
-Voy a llamar al médico.
-¡No! No le
diga usted nada al médico. Ya le he dicho a usted que esto mío es poca cosa.
-Sin embargo, a veces la enfermedad
más leve puede complicarse, y más aquí, donde estamos amenazados por el
paludismo, vómito negro[184]
y…
-Y cólera,
hombre, y cólera; dígalo usted de una vez. Ya sé que lo que tengo es el cólera.[185]
-Por eso iba a buscar al médico.
-¡No! Que
nadie sepa que estoy con el cólera; que no se entere el médico, o estamos
perdidos. En cuanto el médico me tomase por su cuenta, tendría que obedecerle
yo a él; ya no sería yo el jefe de la columna, lo sería el doctor. Además, yo
no quiero científicos cerca de mí. Ya ve usted lo que hacen los científicos:
confundir pi con erre; me expondría a que el doctor me confundiese el pi con
erre y me enviase al otro barrio. ¿Quiere hacer usted el favor de darme el Aide
memorie?
El Aide memorie[186]
era el caneco de ginebra.
Ello es que, enfermo y todo, montó a
caballo y curó.
Después de batirnos muchas veces y de
verme recompensado con el grado de teniente[187]
y dos cruces rojas -por la acción del Potrerillo no me dieron nada-, recibí la
agradable noticia de que marchábamos a San Miguel de Nuevitas.
Iba a ver a Niña Gala, a mi adorada
Galita.
---
XIX. EN SAN MIGUEL DE NUEVITAS
¡Oh, mi entrada en San Miguel de
Nuevitas![188] A
caballo, a la cabeza de la columna, cerca del brigadier, por entre dos filas de
muchedumbre popular. Notas de cornetas y clarines. Sol espléndido. Mi novia en
el balcón, saludándome con su manecita, sonriéndome amorosa. Yo daba por bien
empleadas todas las penalidades sufridas y aun las que me esperaban.
-¿Quién es esa
niña que le saluda a usted tan afectuosa? – me preguntó Escande.
-Mi novia, mi brigadier.
-Le felicito
por su buen gusto. Vaya un encanto de chiquilla. Ahora mismo se apea usted y entrega el caballo a un ordenanza;
corra a hablar con su novia, y por hoy, queda relevado de todo servicio.
-Muchas gracias; me apearé en el
sitio donde haga alto la columna.
-No, señor;
aquí mismo. Obedezca usted.
-Bien, bien.
-Y de mi
parte, le ofrece usted a su novia todos mis respetos.
Galita me esperó en una ventana del
piso bajo. Nuestro diálogo fue un desbordamiento de frases amorosas,
entremezcladas son sentencias que ella se traía aprendidas de memoria:
“Tener el amor ausente
es llevar la muerte en el alma; volverle a ver es revivir.” “La ausencia es la
piedra de toque para contrastar el verdadero amor.”
-Mire, mi
Claudio: confié nuestro amor a mis papás, y ellos se muestran propicios a que
seas presentado en mi casa esta misma tarde, mas no como prometido, sino como
amigo, por ahora.
-Me parece muy bien. ¿Y quién me va a
presentar?
-Un señor
muy amigo nuestro: don Procopio Fernández, un señor que sabe mucho, un
verdadero sabio y médico muy afamado.
Me dio la dirección donde habitaba don
Procopio y fui a visitarle, aunque la presentación a los padres de Gala no
acababa de satisfacerme: siempre -desde el vapor- los vi observándome
analíticamente, con seriedad y altivez un tanto molestas.
Recibióme don Procopio con suma
cortesía. Vistióse larga levita negra, pantalón blanco y sombrero jipi. Salimos
hacia casa de Galita.
Era un señor entre mulato y negro. En
la manera de expresarse demostraba tener gran cultura; no había exagerado
Galita al adjetivarle sabio. Por el camino le pregunté:
-¿Usted es doctor en Medicina?
-El doctorado no lo cursé
paladinamente[189],
ni tampoco la licenciatura; yo nunca estudié Medisina ni la echo en falta ni
detrimento, pues ejerso por la Homepatía, o sea la Terapeútica microscópica.
Luego continuó:
-Va usted a entroncar con una familia
muy pudiente: el papá de Niña Gala posesiona un gran ingenio[190],
muchas fincas y gana el oro a raudales.
En la presentación que hizo de mí a
los padres de Gala se excedió a sí mismo:
-Mi señora doña Melancia; mi señor y
amigo don Capranio; mi señorita Niña Gala; hoy me exalta el inédito honor y el
superlativo emolumento de presensiarles al, aquí presente, belígero don Claudio
Béjar, oficial de rutilosos servicios bélicos, en el cual se superponen,
compenetran y distienden el intensivo de una ilustrasión y caballerosidad
emotiva a la ebúrnea[191]
triangulasión de un sentimiento dinámico, evolutivo y metódico que,
seguramente, le hará alcansar las más altas graderías en le hermeneútica
sedante de la carrera donde su apellido se escalafona. Yo espero y congratulo
que esta presentasión se cristalise en la gema ponderatriz de una amistad
perpetrante y jamás descoyuntivada por intestinidades ni diferensiasiones
mesopotámicas, por ello me permisiono
ofresionarles mi anticipado parabién.
Como se ve, don Procopio era un
precursor de algunos escritores actuales.
Los papás, graves y ceremoniosos,
tendiéronme la mano, y don Procopio marchó a ver a sus enfermos.
Mi visita fue muy corta y de cumplido.
Doña Melancia se limitó a preguntarme: “¿Le agrada
nuestro país?” “¿Le agrada este clima?”
Y don Capranio: “¿Está contento
con su carrera?” “¿Lleva usted mucho tiempo en el servicio de las armas?” Preguntas
hechas con la misma gravedad y en igual tono que un juez me hubiera preguntado:
“¿Ha sido usted encausado alguna vez?”
Con la misma gravedad me dijo don
Capranio al despedirnos:
-Comemos a las sinco y media. Esperamos
que mañana nos honre en la mesa.
Ya en la calle, hablé con Gala por la
ventana. Le hice presente la violencia que me causaba asistir a la comida
después de observar la tiesura con que sus padres me habían recibido.
-Es su
carácter; despreocúpate de ello; no dejes de venir y probarás el bienmesabe: un
postre que haré en tu obsequio.
Hubiera sido un desaire a Galita no ir
a probar el bienmesabe.
De casa de Galita marché a reiterarle
mi agradecimiento al brigadier por su bondad.
De hablar con Escande acababa de salir
un capitán muy joven.
-¿Sabe usted
quién es ese? -me preguntó el brigadier.
-No, señor.
-El hijo del
general S.S.; acaban de ascenderle a capitán por la acción del Potrerillo del
Guayo.
-Si ese oficial no estuvo en esa
acción…
-Ya lo sé. Por
aquella acción lo propuse a usted para una recompensa, y se la han birlado. Es
usted un caso del método Ollendorf:[192]
-¿Le dieron a usted el empleo de
teniente por lo de Potrerillo? -No, señor; pero han hecho capitán al hijo del
general S.S.
Llegó en esto un jefe de Ingenieros,
íntimo amigo de Escande. Me marché de la antesala, desde donde escuché, sin
pretenderlo, algunos trozos de diálogo que hablaron a gritos. Decía Escande:
-Yo no he dado
jamás un parte en falso no amañado, te lo juro, Paco, porque hasta los muertos
hechos al enemigo los cuento por mí mismo. Y ahí tienes a XX.; ya lo tengo
delante de mí. ¿Ves que lo han ascendido por la acción de K.? Pues a mí me
consta, por dos de mis apóstoles, que no hubo tal acción ni tales
carneros.
-¿Y XX.
dio parte de esa acción?
-Con la mayor
frescura. Y a ese nos lo hemos de ver ministro de la Guerra, con el tiempo. Un embustero,
un farsante; hará carrera.
-Sí; recibí
orden de construiros unos cuarteles provisionales de madera. Contesté que no
tenía madera ni clavazón, y me mandaron un oficio diciéndome lo de siempre: “Supla
usted con su celo la falta de clavazón y de madera.”
-¿Supla usted
con su celo?
-Es lo que
contestan cuando estoy falto de elementos para construir cualquier cosa; lo
mismo si se trata de una línea férrea que de una instalación telegráfica: “Supla usted con su celo.”
-Que es como
si te contestaran: “sople usted con su c…”
Comí en casa de Galita. Una comida
espléndida.
Partió la columna. Había de quedar una
sección destacada en San Miguel de Nuevitas y el brigadier tuvo la atención de
que fuese la mía para que yo continuase al lado de Niña Gala.
Un atardecer, después de larga
conversación amorosa, me dijo la cubanita:
-Necesito
haserte una confidensia. Yo sé que eres un caballero y sabrás guardar el
secreto de lo que voy a confiarte. Mira, Claudio mío; mis papás acsedieron
gustosos a tu presentasión en casa; mas, para dar asentimiento a la
continuasión de nuestros amores exigen de ti una condisión, y espero que
acsederás a ella, puesto que me amas con toda tu alma.
-Así es.
-Pues
bien; nosotros, como es natural, simpatizamos con la iusurrecsión. Mi papá la
protege, y para fomentarla y sostenerla continúa contribuyendo con muchos
pesos.
-¿Y qué es lo que exige de mí?
-pregunté sobresaltado.
-Que pidas
la separasión del Ejérsito te pases a
nuestro bando.
-¡Qué dices, Gala! ¿Has medido bien
el alcance de tu proposición?
-¡Sí, lo
medí!
-Y si me niego a semejante desatino,
¿dejarás de amarme?
-A ello me
veré obligada, a pesar mío.
-Entonces, ¿por qué me juraste amor
tantas veces?
-Porque
esparansaba converserte.
-Eso, jamás; ni lo sueñes.
-En todo
caso, considera que eres enemigo nuestro…
-¡Basta! Si yo accediera a la infamia
que me propones, no sería digno ni de la mujer más pervertida y despreciable.
Di a tus padres que soy un hombre de honor y con más vergüenza que ellos.
Sin decir más, tomé la puerta, corrí a
mi casa. Deseaba estar solo. Necesitaba llora, y lloré largo rato. Me sentí
escalofriado, enfermo. Me acosté. Dije a mi asistente que llamase a un médico,
encargándole mucho que no fuese don Procopio Fernández.
---
XX. ENFERMO
Mi enfermedad requería cuidados.
Estaba atacado por un fuerte paludismo[193]
que me impedía ocuparme en los asuntos del servicio. Me di de baja.
Vino un oficial a relevarme, y
cumpliendo las órdenes recibidas me trasladaron a un hospital provisional, de
barracones de madera, instalado en las inmediaciones del poblado C, donde yo
había de estar más atendido.
Largo tiempo estuve en este hospital
con otros muchos enfermos, sin conseguir vernos limpios de la calentura que nos
abrasaba consumía, a pesar de
administrarnos quinina y más quinina[194],
que no era amarga, como tenía entendido.
Si yo poseyera conocimientos
científicos más profundos, hubiese podido explicarme las reacciones químicas
que la diferencia de latitud y el clima de Cuba determinaban en la quinina para
transformarla en dulce; pero yo no sabía lo suficiente para explicármelo; yo
era un sietemesino.
El médico que me visitaba mostrábase
indignado de la insuficiencia del local y de haber metido en éste muchos más
enfermos de los que la Ciencia aconsejaba, y, sobre todo, de la falta de
elementos para atender debidamente a los enfermos, a los cuales -según le oí
decir- día hubo en que se les dio caldo de sardinas por no disponer de otra
cosa.[195]
Refirióme también un caso peregrino:
Aquel hospital provisional fue proyectado para 300 enfermos, únicos que había.
Pudo construirse allí mismo, pues materiales y personal tenían para ello; pero,
por razones inexplicables, se construyó en la Habana y se remitió al lugar de
emplazamiento, en piezas sueltas: un rompecabezas empaquetado. Desde la Habana
se envió por ferrocarril hasta A. En A se metió en un barco que lo llevó al
puerto de B, donde se desembarcó aquella balumba. De C salió una columna con multitud
de carretas, atravesando media isla en busca de aquel maderamen[196].
Se montó el hospital para los 300
enfermos existentes; mas como la ida y la vuelta en busca del maderamen llevó
muchos días por lugares insalubres, los expedicionarios volvieron con el
maderamen y con 200 enfermos más; y el problema de alojar debidamente a todos
quedó sin resolver.
-¡Esto es un escándalo! ¡Esto es
vergonzoso! -protestaba el médico.
Si la fiebre no me tuviera tan
postrado, y le hubiese contestado:
-Supla usted con su celo, hombre; supla
usted con su celo.
Corrieron rumores de paz, que fueron
acentuándose hasta recibir la noticia de haberse firmado la paz del Zanjón[197],
en la cual se reconocieron empleos de coroneles y de generales a varios
insurrectos que contra nosotros habían combatido. Sacaron más que yo.
Supe, también, que el brigadier
Escande había armado un escándalo por no habérseme agraciado con motivo de la
acción del Potrerillo, y sin duda le atendieron, pues me vi con el empleo de
teniente efectivo cuando, todavía con fiebre, me llevaron en brazos al vapor
que me repatrió junto con otros muchos enfermos.
Hice la travesía amodorrado y sin
dejar el lecho[198].
No recuerdo, ni me di cuenta de mi traslado desde el vapor a un hospital de
Santander[199],
donde permanecí postradísimo en la cama número 2, ignoro cuántos días.
Algunas veces recobraba el oído, único
sentido que solía recobrar de cuando en cuando.
En una de esas ocasiones percibí un
diálogo cerca de mi cama. Eran dos sanitarios que conferenciaban acerca de la
gravedad de mi estado.
-Está
mucho peor que ayer, éste la diña. ¿Le has dado lo recetado por el médico?
-Sí; seis gramos de quinina.
-¿Seis
gramos de quinina? ¡Qué barbaridad!
-Lo que dice aquí, en el cuaderno,
que se le dé al número 2.
-No puede
ser. A ver el cuaderno.
-Mira.
-¡Animal!
Si aquí pone: “Dos gramos de quinina al número seis”.
-Es verdad: me he confundido y le
he dado seis gramos de quinina al dos. La metí.
-Pues lo
has matado; así, sencillamente.
Yo escuché aquél diálogo sin fuerzas
para moverme; los párpados, cerrados, no obedecían a mi voluntad de abrirlos.
Era un cadáver que oía, y, sin embargo, no sé por qué, aquella sentencia de
muerte me hizo concebir esperanzas de vivir.
Nuevamente quedé sin sentido. No sé
cuánto tiempo hubo pasado cuando otra vez oí hablar a los dos sanitarios.
-Oye, tú:
el dos parece que reacciona; sí; el pulso está mejor…
-Pues nos va a reventar, si
revive.
-¿Porqué?
-Porque ya lo habíamos puesto como
fallecido, y, si revive, vamos a tener que rehacer los estados que ya teníamos
terminados.
Aquello sí que me puso en temor.
Estaba viendo que me enterraban vivo por evitarse el rehacer los estados. Y yo,
sin fuerzas ni para protestar.
Una voz femenina, dulce como melodía
celeste, intervino en el diálogo; voz alentadora de fe, inundadora de
esperanza. Oí que pronunciaba mi nombre varias veces. “No me muero; ya no me muero”,
pensé.
Una noche desperté de mi letargo. A la
escasa luz de la sala distinguí a mi lado una mujer sentada. Era una Hermana de
la Caridad. Las amplias tocas sombreábanla el rostro.
-Gracias
al Señor, ya está usted fuera de peligro -me dijo-. Ayer escribí a su tío, el señor Canónigo de Toledo;
supongo que vendrá.
-¿Cómo ha sabido usted que tengo un
tío canónigo y reside en Toledo?
-Porque sé
quién es usted.
-¿Sabe usted quién soy?
-Sí:
Claudio Béjar.
-Ah, sí; se lo han dicho a usted en
la Dirección del hospital.
-No,
señor.
-¿Entonces…?
-Le he
reconocido a usted por este escapulario de Santa Eulalia que tiene colgado a la
cabecera de la cama.
-¿Por el escapulario?
-El que yo
le di a usted cuando marchó a Toledo.
-¡Eulalia! -exclamé- ¡Tú! ¡Eulalia,
mi buena amiga Eulalia! ¡Mi compañera de la niñez![200]
No volví a verla en mi sala. Tal vez
estuve demasiado expresivo con ella, porque desde aquel día me vi asistido por
otra Hermana, a la que pregunté:
-¿Y la Hermana que me asistió ayer?
-Pidió ser
destinada a otra sala, pero encargándome que le asistiera a usted con la mayor
solicitud.
Así lo cumplió la nueva Hermana. Para
distraerme contábame vidas de santos y cuentos infantiles. También me confió
que era huérfana de padres; su padre fue militar, y no quedándole a ella sino
una mezquina pensión de orfandad, insuficiente para las más apremiantes
necesidades de la vida, había tomado el hábito de la Caridad.
-Yo tenía entendido -le dije-
que el Gobierno había aumentado los sueldos y las pensiones.
-Nada más
los sueldos de los que están en activo, sobre todo de los generales, que han
sido aumentados en miles de pesetas. No hubo una voz caritativa que pidiera el
aumento de unos céntimos en las pensiones de cinco duros mensuales a que están
atendidas algunas viudas y huérfanas. Es natural: las viudas y los huérfanos
nos somos de temer: no podemos sublevarnos contra las instituciones.[201]
Mi tío púsose en camino tan pronto
recibió la carta de Eulalia. No me abandonó un momento, y así que en el
hospital me dieron de alta trabajó y me consiguió dos meses de licencia [por
enfermo] para que me repusiera en Toledo.
No quise marchar a la imperial ciudad
sin despedirme de Eulalia y prometerla continuar llevando siempre su
escapulario.
Los cuidados de mi tío, los aires de
los cigarrales de Toledo y alguna perdiz estofada en la célebre casa de
Granullaque[202], me
dejaron completamente restablecido y útil para el servicio.
---
SEGUNDA PARTE
I.LA HIJA DE LOS VIZCONDES DE LODAIN
Me presenté en el Gobierno Militar de
Pamplona, población a donde fui destinado.
¿Recuerdan ustedes al teniente coronel
Urbía?[203] Este
era el general gobernador; el de las ocho víctimas en el blocaus de su
invención; el de “¡fuego!” sin municiones; el que fogueó a las acémilas dentro de
una casamata; el de saber montar [a caballo] sin saber; el que tocaba a rancho
sin haberlo; el de las disposiciones de cartuchera en el cañón; había
ascendido a general. Merecía serlo.
Si alguna vez se pusieron en duda sus
aptitudes, oí decir:
-Otros ascendieron son menos y sin
salir de Madrid; hay quién ciñó la faja de general sin más reconocida aptitud
que saber tocar el piano o ser peritísimo jugador de tresillo.
El general me reconoció en seguida.
Recordamos cuánto habíamos trabajado en Cuba. Tuve buen cuidado de no
recordarle aquellas repentinas disposiciones suyas, y menos lo del blocaus
blindado con pintura negra.
Díjome que todos los jueves tenían en
su casa reunión y baile, a los cual me invitó, y yo prometí asistir.
Si entonces me hubieras visto, estimado lector, convinieras
conmigo en que, lejos de ser un Adonis o un Narciso, yo era un tipo vulgar con
tendencia a fealdad más que a belleza, y doy gracias a Dios de que no me hiciera
guapo ni mucho menos. A pesar de esto, mientras permanecí soltero, me vi
solicitado por el bello sexo como ellas saben hacerlo: de modo indirecto,
hábilmente y sin menoscabo de su decoro y dignidad, esto es, iniciándose en
forma sutil, imperceptible, tejiendo guirnaldas de nardos y violetas en que
enredarnos. ¿Y quién no se deja enredar en lazos tan seductores?[204]
Esto me ocurrió con Irene, la hija de los vizcondes
de Lodain, a la cual conocí en las reuniones del general Urbía; una niña
de dieciocho años, candorosa, sin experiencia del amor, sin malicia alguna.
Bailé con Irene; bailaba
primorosamente; yo tampoco me daba malas trazas y con nuestra habilidad
coreográfica, poníamos el mingo en la reunión. En los intermedios buscaba mi
compañía para que yo le contara episodios de la guerra de Cuba que ella
escuchaba muy atenta y con marcado interés. Hasta le refería la historia de mis
desdichados amores con Niña Gala. Este fue el episodio que más le interesó, y
ya no hubo noche en que no derivase la conversación hacia él y me lo hiciese
referir nuevamente con sus detalles más mínimos. Y como al tratar de este
asunto hablábamos de mis pasados amores con la cubanita; y como, según muy
acertada máxima de filósofos hablar de amor es hacerlo, los repetidos relatos
de mis amores en Cuba y las observaciones y comentarios hechos por Irene acerca de ellos, fueron las
guirnaldas de nardos y violetas que esta niña supo tejer para cautivarme y
enloquecerme.
En la primera reunión fui presentado a
todas las familias concurrentes. Pronto los padres de Irene, lo mismo que su
hermano Floro, se percataron de mi inteligencia con la chica. Los padres no se
dieron por enterados y continuaron tratándome como si tales amores no
existieran. No así el joven Floro, hermano de Irene, el cual, desde que
sospechó mis amores con su hermanita, mirábame huraño y rehusaba toda
conversación conmigo.
A Martínez, comandante[205]
de mi regimiento, procedente de la clase de tropa, hombre llano y muy
simpático, se le caía la baba de verme en amores con Irene. Una noche me agarró
del brazo, me sacó de la antesala, y me dijo:
-Mire usted, Béjar: como ya soy un
viejo, gozo lo indecible cuando veo un joven enamorado, como usted, hablando
con su novia; yo, por una parejita que se quiere tanto como ustedes dos, soy
capaz de todo, sin darme ni pizca de reparo. Recuerdo haber visto en el teatro
una función en que un caballero muy valiente y muy finchado[206],
de los de capa y espada, se pone en cuatro patas para que un joven enamorado se
le suba a las costillas y dé un beso a su novia, una tal Rosana, que está en el
balcón. Bueno; pues yo sería capaz de hacer lo propio. Digo esto al tanto de
este paso que voy a advertirle a usted que Floro, el hermano de Irene, le está
a usted poniendo chinitas en el camino; quiero decir que hace los posibles para
que los padres de la chica se opongan a estas relaciones.
-¿Por qué motivo?
-A eso voy; tocante a los padres, las
relaciones de usted, ni fu ni fa: neutrales; porque ha de saber usted que,
aunque son títulos, ese título es de los que el Papa hace una carretada en un paternostri;
las pocas fincas que les quedan las van malvendiendo y tururú, Manuela; de modo
que en cuanto a dinero, adiós, que te vaya bien. Floro, de usted para mí, es un
señorito sin carrera ni profesión; no es más que un maestrante de la Orden de San Cerení del Monte[207],
que es como quién tiene un tío en Alcalá, que ni es tío ni es ná; y me
presumo que se le ha metido entre ceja y ceja vivir a expensas de su hermana,
que es muy requetebonita, casándola con un ricachón de aquí. Bueno; yo he
hablado con la chica; la he metido los dedos en la boca y me ha confesado que
está por usted hasta los tuétanos. ¿Usted está decidido a casarse con ella?
-Sí, señor; así se lo he prometido y
así lo cumpliré.
-Pues, se acabó la comisión; se
casarán ustedes por encima del hijo del Sol, y si el Floro ese cerda y hay que
darle cuatro morradas, se le dan, y a vivir. Cuente usted conmigo para todo lo
que se tercie, y no dé usted un paso sin contar conmigo; yo sé de matemáticas,
pero el año que viene me dan el retiro por cumplir la edad; tengo experiencia,
y más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Estas reuniones crónicas suelen acabar
de mala manera.
Un asiduo concurrente a las veladas
aquellas era el presidente de la Audiencia, el cual estaba viudo y sin más
familia que una hijastra de bastante edad, pero, como era solterona, se reunía
y alternaba con las jóvenes solteras.
A la puerta de la sala, y a fin de
hacerlo todo con arreglo a las prescripciones de la etiqueta, se tenía colocado
un soldado ordenanza, convenientemente instruido, encargado de anunciar a los
concurrentes a medida que íbamos llegando. El hombre desempeñaba su cometido a
la perfección, pues ya en su cuartel había sido cuartelero de la puerta[208]
en el dormitorio de su compañía y estaba entrenado en dar las voces de
“Compañía, el capitán", “Compañía, el coronel”.
Presentóse en la antesala el
presidente de la Audiencia con su hijastra.
-¿A quién
tengo el honor de anunciar? - preguntó el ordenanza.
-Al
presidente de la Audiencia.
Y el ordenanza voceó:
-¡El señor
presidente de la Audiencia y su señora!
Contuvimos la risa. La hijastra se
molestó de oírse anunciar como esposa de su padrastro, y fue en queja a la
señora de la casa.
-Demasiado
sé que no soy ninguna joven, pero usted comprenderá mi disgusto al verme
anunciada casada siendo soltera.
-Tiene
usted muchísima razón; dispense usted la torpeza de ese ordenanza; será
reprendido y, para el jueves próximo, yo le prometo a usted que será anunciada
como es debido.
El ordenanza fue amonestado, y
advertido de que la reclamante era una señorita soltera, hijastra del
presidente de la Audiencia, y no una señora casada, y que como señorita debía
anunciarla.
Llegó el jueves siguiente. Presentóse
el presidente y su hijastra. Todos estábamos pendientes de cómo serían
anunciados. El ordenanza[209]
voceó:
-¡El señor
presidente de la Audiencia y su señorita!
Algunos no pudimos contener la risa.
Por más que el general y su esposa se deshicieron
en explicaciones y excusas, el presidente y su hijastra no volvieron.
Otro señor que no solía faltar a las
reuniones era un rico propietario con su mujer y dos hijas. Este señor estaba
calvo como plato de porcelana y usaba peluca. Comentábase que usaba tres: una
de pelo muy corto, como recién salido de cortárselo en la peluquería; otra de pelo
un poco más largo, y la tercera con pelo de mayor longitud. Alternaba las tres
pelucas, mínima, media y máxima, para figurar que el pelo era natural e iba
creciendo y que, al llegar al máximo crecimiento tolerable, se lo cortaba.
Teníamos un capitán que tocaba muy
bien el piano, buen músico y regular compositor de bailables. Una noche le
aplaudimos y celebramos un vals-polka compuesto por él.
-Precioso;
muy bonito -dijo el señor calvo desde su asiento-. ¿Piensa usted editar ese vals-polka?
-Sí, señor; ya está en la litografía.[210]
-¿Y qué
título piensa usted ponerle?
-“Las tres pelucas.”
Hubo un silencio de tirantez: aquel
señor comprendió que lo de las tres pelucas era tomarle el pelo, y no
volvió a las reuniones.
Y como rara era la noche en que no
surgía un incidente desagradable, los señores de la casa dieron por terminadas
las soirées, con gran sentimiento de Irene y mío, pues ello nos privaba
de hablarnos los jueves, única ocasión que teníamos de hacerlo.
No había que pensar en ser presentado
en casa de Irene; desde que terminaron las reuniones en casa del general, sus
padres estaban más serios y tiesos conmigo. Algunas veces hablábamos Irene y yo
por el balcón; momentos, nada más, pues sus padres y hermano estaban ojo avizor
para impedirlo.
Nos escribíamos por medio de su
doncella y mi asistente[211],
que habían hecho muy buenas migas; cartas rebosantes de amor eran las de Irene,
tanto o más que las mías. Yo estaba contento y bendecía mi suerte de haber
encontrado una chica que amaba con verdadera pasión, y estaba dispuesta a
despreciar a otro con más bienes de fortuna que yo: el ricachón del que me
habló el comandante Martínez.
Estaba yo de guardia cuando llegó mi
asistente con el almuerzo y me entregó la anhelada carta que mi adorada Irene
me escribía diariamente. Como en todas las suyas, me hacía mil protestas de
amor, y además me ponía este párrafo:
“Yo me
consideraré muy dichosa y mi felicidad será completa si llegas a ser mi esposo;
mas esto, comprenderás que es cosa muy seria, debo meditarlo mucho y muy
despacio, y no dejarme arrastrar locamente por el gran amor que te profeso.
Así, pues, antes de dar un paso más en nuestras relaciones, es necesario que,
franca y sinceramente, me digas cuánto aportas al matrimonio.”
-Quedé anonadado. La pregunta era
bien trasparente: Irene deseaba ser mi esposa si yo aportaba al
matrimonio algo más que mi paga.
Terminada de leer la carta, entró el
comandante Martínez y le di parte:
-No hay novedad en el cuartel.
Y volviéndome a mi asistente:
-Llévate todo eso.
-¿No almuerza
usted, señorito?
-¿Qué le pasa a usted? -me
preguntó el comandante.
-Lea usted esta carta que acabo de
recibir.
Terminado que hubo la lectura, decía
el comandante cogiéndose la cabeza con ambas manos:
-¡Señores! ¡Señores! Aunque me lo
hubiesen jurado no hubiera creído semejante frescura, tan grande atrevimiento
en una señorita “¡Cuánto aportas al
matrimonio!” Vaya una preguntita la que le hace a
usted esa… esa…
No encontraba adjetivo bastante
contundente, y continuó:
-¡Y eso lo escribe la hija de un
título! ¡Y en papel timbrado con el escudo de su padre! ¡Vaya una nobleza de
cuerno! Por supuesto que, con esa preguntita, la niña se ha quitado la careta,
y debe usted de alegrarse. Olvídela, pues no merece más que el desprecio;
conque no se me ponga usted triste, y almuerce.
-Imposible; acabo de sufrir un
desencanto, un golpe terrible, cruel. No sé qué hacer. ¿Qué le parece que debo
hacer, mi comandante?
-Lo primero, contestar ahora mismo a
esa carta como se merece; tome usted papel y pluma. No; en papel de cartas, no;
en papel de barbas.
-¡En papel de barbas!
-Sí, señor; esa frase “cuánto aportas” es de curial, de leguleyo, y hay
que contestarla de oficio; sí, señor, de oficio.[212]
-Me parece un poco fuerte…
-¡Qué fuerte ni qué calabazas! ¿Ella
se ha reído de usted? Pues ahora nos vamos a reír de ella, y pata. Doble usted
el papel por la mitad. Así. Ponga, arriba del todo: “Señorita.” Ahora, el
oficio: “En contestación a la pregunta que se digna hacerme en su respetable
escrito, fecha de hoy, relativo a cuánto aporto al matrimonio además de mi reducido
sueldo de teniente…” El cuánto aporto, subrayado. “… debo
informarla que sólo aporto una cantidad negativa, pues carezco de bienes de
fortuna y tengo contraídas muchas deudas.” Punto y aparte. “Lo que tengo el
honor de poner en el superior conocimiento de vuecencia, cuya vida guarde Dios
muchos años.” Fecha y firma. Y, ahora, abajo y a todo lo ancho del
papel: “Excelentísima señorita Irene, Hija de los excelentísimos señores vizcondes
de Lodain.” Póngale sobre del mismo papel, pegado con obleas[213]
de las encarnadas; y Finisterre. ¡Ordenanza! Escapado: lleve usted este
pliego donde dice el sobre, y lo entrega sin esperar contestación. ¡Aire!
-Lo malo será que los padres de Irene
cojan mi contestación y se enteren…
-Mejor; así verán quién es su hija y
que de usted no se ríe nadie. “¡Cuánto
aportas!” ¡Vaya una preguntita: “Cuánto aportas”!
El comandante Martínez fue la trompeta
de la Fama, y no perdió ocasión de pregonar aquella frasecita, y de poner a
Irene, a su familia y al blasón de la nobleza de ésta como palo de gallinero;
mas esto no era suficiente para satisfacción de mi amor propio ultrajado ni
para ponerme a cubierto de hablillas y de que todos me miraran como
pretendiente desairado por plebeyo. Esto me molestaba grandemente; escribí a mi
tío, para que otra vez me cambiaran de destino, y fui destinado a Las Palmas de
Gran Canaria.
---
II. AL PASAR POR MADRID
De paso para Málaga, donde debía
embarcar, me detuve una semana en Madrid.[214]
En la calle del Arenal me encontré a
Ondítegui[215]
ascendido a capitán.
-¿No sabes? -me
dijo-. Estoy casado y contentísimo de mi suerte, pues
conseguí mi ideal: casarme con una mujer enamorada de mí antes que yo de ella.
La conocí en Santander el verano pasado. Yo no había reparado cuán interesada
estaba por mí; pero un señor con quien hice amistad unos días antes, un tal don
Matías Zarandona, un señor de edad, muy simpático, me lo hizo observar. Una
noche se empeñó en convidarme al teatro. Allá nos fuimos, y por el camino me
iba diciendo: -Yo tengo de la mujer un
concepto elevadísimo: la venero. En el mundo no hay más que dos cosas
perfectas: la mujer y la rosa. Las mujeres son como el oro, que muchos hablan
mal de él y todos lo desean. La mujer ha nacido para ser la conservadora de la
paz y la felicidad doméstica, como las antiguas vestales lo eran del fuego
sagrado. La mayor perfección es amar; el amor es el saludo de los ángeles a los
astros. En el primer intermedio me dijo:
-Usted es un joven de talento y buen observador,
pero tiene pocos años y todavía no hace observaciones microscópicas, como hago
yo por experiencia. Yo, mi querido amigo, cuando estoy en una concurrencia como
ésta, tengo por deporte fijarme en las señoritas y estudiar a qué hombre mira
cada una con preferencia y disimulo, y acabo por saber de qué jóvenes están
enamoradas respectivamente. Esto me divierte sobremanera desde que enviudé por
segunda vez y me di de baja en escarceos amorosos; y yo acabo de observar que
aquella señorita de aquel palco, la del vestido color salmón, no le quita a
usted la vista desde que hemos entrado.
Así era, en efecto. El mismo
don Matías Zarandona buscó quien me presentase a los tíos con quienes vivía
aquella señorita huérfana de padres: a los tres meses nos casamos; soy feliz, y
bendigo a la Providencia que, sin saber cómo, me hizo amigo de don Matías
Zarandona.
-¿Y qué te trae por Madrid?
-¡Ah! Un
invento mío. Me he metido a inventor, no hay más remedio: como se han terminado
la campaña carlista y la de Cuba, estamos en la época de procurarnos ascensos
por medio de inventos, escribiendo libros y Memorias o haciendo cualquier cosa
que, aun cuando no sea de utilidad, revele aplicación, laboriosidad y amor al
servicio[216].
Te recomiendo hagas lo mismo si no quieres verte a la cola del escalafón[217]. Ya ves, a Pérez le han
dado el grado de capitán por un pañuelo para la tropa, donde ha estampado el
escudo de España y, alrededor, toda clase de calzado llevado por los ejércitos[218], desde la abarca[219] fenicia hasta la moderna
alpargata española[220]; a Gómez, el empleo de
comandante por arreglar los papeles de un archivo en el Ministerio; a López, el
empleo de teniente coronel por su fusil cafetera lavativa; más de doscientos
grados y empleos por otros tantos telémetros, incluso el telémetro flauta; y
por centenares de modelos de ollas para rancho y de camas para la tropa; y por
libros, no digamos “El arado y la bayoneta”, “La transpiración cutánea del
soldado”, “La trayectoria del proyectil en el planeta Venus”. En fin, hasta los
artículos del recluta[221] con viñetas para que se
entiendan mejor. Total: hay que hacer algo. Tú que tienes pujos de poeta, ¿por qué
no escribes los artículos del recluta en aleluyas? Tendrías un éxito:
El
quinto[222]
recién llegado
a una
escuadra es destinado.
De su
cabo aprenderá
lo que
este le enseñará.
En
oyendo tocar “Diana”
sacudirá
la galbana[223].
Y con la influencia de tu
tío el canónigo, te valdría un gradito o tal vez el empleo inmediato.
-¿Y tú que has inventado?
-La cachiporra
topográfica. No dejes de verla: está en el Ministerio, donde la tienen a
informe.
Quedé en ir a ver el invento de
Ondítegui, y nos despedimos.
En la casa de huéspedes donde fui a
parar comía a mi lado un caballero de
edad avanzada, llamado Félix Alemani, y desde el primer día buscó mi
conversación y mi amistad por la circunstancia de conocer mucho, de oídas, a mi
tío el canónigo, al cual tributaba grandes elogios.
-Su tío de
usted es un santo varón, un modelo de sacerdotes, un verdadero sabio. ¡Ah! Si
hubiera justicia en España, su tío de usted hace años que sería obispo, por
lo menos.
Y refiriéndose a mí:
-No
necesito enterarme de los hechos de armas en que tomó usted parte, mi querido
amigo; me sobra con saber que operó a las órdenes del general Escande, el más
templado, el más valiente de nuestros generales, para deducir que se batió
usted muchas veces, y bravamente cual cumple a un militar pundonoroso; pero
como en este desdichado país no se premia el verdadero mérito, hoy es usted
teniente, mereciéndose ser capitán o comandante.
Ya el primer día se empeñó en
convidarme al teatro, y acepté.
En uno de los entreactos saludó a un
matrimonio que, con una hermana de la esposa, estaba tres filas más atrás de la
nuestra. Cuando volvió a mi lado me dijo:
-Es un
matrimonio felicísimo. La señorita que está con ellos es Isidorita, la cuñada;
como es huérfana, vive con ellos; si viera usted que chica tan buena, tan
simpática y tan instruida…; a mí me gusta echar algún párrafo con ella porque
me encanta su talento. Por cierto que me ha preguntado quién era usted; se lo
he dicho, haciendo de usted los elogios que usted se merece, y, no sé, ella es
muy prudente, está muy bien educada y nada me ha indicado; pero se me figura
que se ha quedado con ganas de que lo presente a usted.
Don Félix Alemani me presentó al matrimonio y a
Isidorita, morena de tipo clásico español, de unos veinticinco años, con unos
ojazos descomunales y brillantes, y de una conversación agradabilísima, en la
cual pronto nos enfrascamos, y al empezar el acto siguiente, a instancias del
señor de Alemani, ocupé la butaca del esposo, junto a Isidorita, y el esposo
fuese a ocupar la mía al lado de mi improvisado amigo, a fin de que la chica y
yo no interrumpiéramos nuestra discusión[224]
acerca de la Literatura contemporánea.
En las demás noches que permanecí en
la corte se repitieron mis conferencias con Isidorita, en distintos teatros,
para todos los cuales el señor de Alemani disponía de localidades que las
Empresas le regalaban en atención al cargo que desempañaba en el Gobierno
civil, según me dijo.
Isidorita opinaba con gran
acierto buen sentido en todo cuanto
tratábamos. Me convencí de que era un cerebro excepcional, así de que nos
amábamos, y en mi última noche de conversación la confesé mi amor. Ella me contestó
con sencillez e ingenuidad:
-Sería
ridículo contestarle “Lo pensaré”: ésta es la costumbre; pero desde la primera
noche que nos hablamos, los dos comprendimos que nos amábamos; así, pues,
marche usted a Canarias llevándose la seguridad de que es correspondido.
-Me hace usted feliz. Mañana me voy a
Málaga; antes iré a despedirme de ustedes, a su casa. Nos escribiremos con
frecuencia.
-Todos los
días.
Al marcharme a casa con el señor de
Alemani le confié mis amores con Isidorita y mi deseo de casarme con ella, por
lo cual me felicitó efusivamente, asegurándome que no había de encontrar esposa
mejor; y, ya en la puerta de mi cuarto de la casa de huéspedes, me dijo en tono
sentencioso:
-Yo
tengo de la mujer un concepto elevadísimo: la venero. En el mundo no hay más
que dos cosas perfectas: la mujer y la rosa. Las mujeres son como el oro, que
muchos hablan mal de él y todos lo desean. La mujer ha nacido para ser la
conservadora de la paz y la felicidad doméstica, como las antiguas vestales lo
eran del fuego sagrado. La mayor perfección es amar; el amor es el saludo de
los ángeles a los astros.
Me acosté pensando en aquellas tan
bonitas frases del señor de Alemani, frases que me parecía haberlas oído otra
vez y no podía yo precisar dónde; pero al apagar la luz y concentrar mi
imaginación sobre la misma idea, recordé las palabras que otro señor, aquel don
Matías Zarandona, amigo de Ondítegui, le había dicho a éste en Santander: eran
las mismas, idénticas. No me explicaba
yo aquella coincidencia. Dormí intranquilo. Una sospecha mortificó mi
sueño. A la mañana siguiente llamé a la patrona:
-Oiga usted, señora; ¿quién es ese
señor Alemani? Creo ver en él un hombre misterioso, y me tiene escamado.
-Lo mismo
me sucedió a mí en un principio, y más cuando supe que cada mes, o así, muda de
hospedaje y se cambia de nombre. No vaya a ser algún criminal, me dije; con que
entré en averiguaciones y resulta que… -pero por Dios, no me descubra usted,
señorito-, resulta que es agente de una Agencia Matrimonial, pero no de esas
agencias donde emparejan a los hombres y a las mujeres sin conocerse y como si
fueran bestias; verá usted lo que hacen: Va allí una señorita que le corre
prisa el casarse; este señor, que ahora se llama Alemani, u otro de los
agentes, busca un joven fácil de enamoriscarse y que tenga cara de primo, le da
coba, lo presenta a la sujeta, y si hay changa, es decir, si se casan, el
agente tiene un tanto por ciento de lo que cobra la agencia por el arreglo.
Visto: yo, para el señor de Alemani,
era fácil de enamorar y tenía cara de primo; Isidorita había encargado un
marido a la Agencia, o quizá el encargo fuese hecho por el cuñado para zafarse
de la cuñada.
Pregunté por el señor de Alemani, con intención
de decirle cuatro frescas; pero el agente matrimonial se había marchado muy
temprano, dejándome una tarjeta en la cual me decía que un asunto urgente le obligaba
a salir urgentemente para Bilbao.
Como es consiguiente, no fui a
despedirme de Isidorita. Todo había terminado entre ella y yo. ¡Otro desengaño!
Me llegué al Ministerio a ver el
invento de Ondítegui.[225]
Allí estaba el inventor y me hizo explicación minuciosa del invento, merecedor
de recompensa, porque no es poco ingenio meter dentro de un gran bastón o
cachiporra todos los objetos y aparatos necesarios para levantar planos en
campaña. Claro está que el bastón no era macizo: la caña estaba formada por un
tubo de palastro como el de las estufas, y el puño semejaba un puchero de
regulares dimensiones; dentro del tubo y del puño se encerraba una brújula, una
cinta métrica, un telémetro, un heliógrafo, un trípode hecho con tres varillas
de paraguas, papel, lápiz, goma y una porción de cosas más. Había de llevarse
al hombro. Se desarmaba en menos de media hora y se volvía a armar en poco más
de una si se había tenido cuidado de ir recogiendo el sinfín de tornillos en
una espuerta. Además, tenía la ventaja de poderse meter en la cachiporra
topográfica cuantos aparatos fuesen menester: todo se reducía a aumentar el
diámetro del tubo y el volumen de puño. Algunos meses después, estando yo en
Canarias, supe que, por la cachiporra topográfica, la habían dado a Ondítegui
el grado de comandante. De lo que no volví a saber ni se habló más fue del
invento.
Felicité al inventor y, al separarnos,
le pregunté:
-Aquel señor amigo tuyo a quién
conociste en Santander, que se llama Matías Zarandona, ¿es un señor como de
cincuenta años, todo afeitado, de ojos azules y saltones?...
-Sí.
-¿Alto y delgado, de hablar pausado y
meloso, siempre con la sonrisa en los labios?
-El mismo, el
mismo. ¿Qué, le conoces?
-Sí; me lo presentaron hace unos
días.
-Caramba,
desearía verle y darle un abrazo. ¿Dónde está?
-No le busques; está en Bilbao.
El señor Zarandona y el señor Alemani
eran una misma persona. No quise decírselo a Ondítegui: hubiera sido una
crueldad; le dejé ignorante de que había sido casado por encargo a una Agencia
Matrimonial.
---
III. EN MÁLAGA
Muchos viajeros íbamos en el tren[226]
que me llevó a Málaga. Tuve que meterme en un departamento de primera, cuyos
ocho asientos iban ocupados siete por un matrimonio, tres niños y dos niñas;
una de éstas, la mayor, era muy bonita y no tendría más allá de quince años. Al
lado de ésta me senté, pues era el único asiento desocupado.
A la mamá le entró una especie de
hormigueo así que vio a un joven oficial sentado al lado de la chica y un largo
viaje en perspectiva. No sabía cómo componérselas para cambiar a su hija de
asiento sin llamar mi atención ni manifestar violencia de que la chica
estuviese a mi lado. Con fingida naturalidad decía la mamá:
-Adriana,
¿no estarías mejor de espalda a la máquina?
-Voy bien
aquí.
-Anda,
Pepito, ponte donde está Adriana.
Pepito: -¡No
quierooo!
-Adriana,
tan cerca de la ventanilla y de frente a la máquina, te puede entrar alguna
mota de carbón en los ojos; pásate aquí.
-No, mamá;
si llevo puesto el velo del sombrero.
Yo me encontraba muy a gusto al lado
de Adriana; era bien patente que lo mismo le sucedía a ella respecto de mí, y
lo digo sin jactancia: hasta para los cuerpos inertes existe la afinidad
química, ley de atracción que determina las combinaciones de sus átomos; esto,
en lo infinitamente pequeño; en la inmensidad del Universo, la atracción de los
astros, y, en lo humano, la atracción que Adriana y yo sentimos al vernos.
Afinidad química, atracción universal, simpatía entre un chico y una chica:
todo es lo mismo.
La mamá insistió varias veces
inútilmente. Yo, haciéndome el distraído, pero molestado por la actitud de
aquella señora, y tan impertinente se puso que me vengué.
Llegó el revisor y con voz fuerte y
sonora, para ser bien oído por todos, le pregunté:
-Diga usted, revisor: ¿hay algún
asiento desocupado en otro departamento?
-Sí,
señor; en el departamento inmediato; pero no conseguirá usted ir más ancho,
porque van siete y, en llegando usted, serán ustedes ocho, lo mismo que aquí.
-No me importa; deseo cambiar de
departamento así que paremos en la estación próxima. ¿Quiere usted hacerme el
favor de llevarse mi gorra de cuartel y ponerla de señal en el asiento
desocupado?
-Sí,
señor.
-Muchísimas gracias.
El papá dirigió una mirada de
reconvención a su esposa. Ésta enrojeció de vergüenza. El revisor se marchó
sonriendo. Adriana se mordió el labio inferior y bajó la vista. Yo me reí por
dentro.
Llegamos a la próxima estación; tomé
mi manta de viaje y, sin decir palabra, me cambié de departamento.
Uno de los nuevos compañeros de viaje,
al enterarse de que yo iba a Málaga, me recomendó que no dejase de ver el
cementerio de los ingleses por ser cosa digna de verse[227],
y así lo hice, como se verá más adelante.
¡Quién me había de decir que mi visita
al cementerio aquel me ocasionaría el suceso más trascendental de mi vida!
Llegué a Málaga en época de Carnaval,
cuando faltaban dos días para embarcarme.
Uniformado en traje de marcha, fui a
presentarme al gobernador militar, el cual tenía de ayudante a un hijo suyo,
capitán de Infantería.
-No sé si papá querrá recibirle -me
dijo el ayudante-, porque nos vamos corriendo a un paseo militar[228]
con la Guarnición: mientras paso recado, vaya usted apuntándose en el libro de
las presentaciones.
Y entró en el despacho, de donde salió
a poco.
-Puede usted pasar.
Entré en el despacho de Su Excelencia
e hice mi presentación, que fue contestada así:
-Ese ros[229]
que usted lleva no es de reglamento[230];
es de los que llamamos de pega, y además tiene menos altura que la
reglamentaria. ¿De dónde viene usted?
-De Pamplona.
-¿Y en aquella guarnición les
permitían llevar esa birria?
-No, señor.
-Pues mientras usted esté en Málaga
póngase otro ros; yo no consiento prendas antirreglamentarias a nadie, a nadie
absolutamente; ya lo sabe usted. Puede retirarse.
Salí del despacho y dije al ayudante:
-Mi capitán: usted perdonará si,
equivocadamente, tomé su ros en vez del mío.
-No tiene nada de particular; como
los dos están con funda negra…
-Por cierto que me ha costado una
chillería del papá de usted; porque el ros de usted no es de reglamento y me ha
dicho que es una birria intolerable.
-Si mi ros es de reglamento o deja de
serlo, eso no es cuenta de usted, y no consiento que un inferior me lo eche en
cara, y menos que me lo califique de birria.
-No hago sino repetir lo dicho por el
general…
-Pero el repetírmelo a mí es una
impertinencia. Vaya usted con Dios.
Dos chillerías[231]
sin comerlo ni beberlo.
En la calle me encontré con Andoaga,
compañero mío de promoción. ¡Qué alegría la de Andoaga al hallarse conmigo! Me
abrazó, me zarandeó y se constituyó en mi Mentor hasta que fuese llegada la
hora de despedirme en el barco.
En cada promoción suele haber un
cadete o dos que se erigen en superhombres sobre todos los demás; su criterio
es el que prevalece; sus determinaciones, las que imperan; sus consejos,
seguidos; sus disposiciones, acatadas, y es calificado de mal compañero aquel
de los suyos que no les hace donación de la propia voluntad o pone el menor
reparo a cuanto le ocurre al cadete dictador.
Este era Andoaga: el dictador de los
de mi promoción; el sabedor de todo; don Blas Punto Redondo[232].
Él no había estado en Canarias, pero al saber que aquél era el lugar de mi
destino, me describió aquellas islas, carácter de los habitantes, usos y
costumbres, como si allí hubiese vivido durante muchos años; y al referirle yo
lo ocurrido con el ros del ayudante del general, me culpó a mí por haberme
allanado a inscribirme en el libro de las presentaciones, pues esto es
obligación de los ayudantes y no del oficial presentado, y no habiendo tenido
yo que escribir, hubiese conservado el ros en la mano, y evitado, así, la
contingencia de equivocarlo con el del ayudante de su papá.
Aún me propuse volver al Gobierno
Militar a decirle al general que aquella birria de ros era de sus señor hijo,
pero no me atreví.
Visité cuanto de notable había en
Málaga. A todo me acompañaba Andoaga, excepto al cementerio de los ingleses,
por parecerle de mala pata entrar allí en época de Carnaval, y aun intentó
disuadirme de mi propósito.
Entré solo en el cementerio. En
verdad, era digno de ser visitado, y no porque contuviese bellas esculturas que
admirar, como en el de Génova y otras necrópolis famosas por sus obras de arte,
sino por ser un sitio de aspecto agradable y poético, sin esos detalles macabros
que hacen nuestros cementerios lugares tétricos, lúgubres y repulsivos. Vi un
jardín ameno, no con flores de muerto y cipreses semejando fantasmas, sino
flores, plantas y arbustos exquisitos sobre un suelo ondulado, formando
vericuetos, por los cuales iba encontrando sepulturas semiocultas entre el
ramaje. Un lugar atrayente. Mientras la población se entregaba al bullicio y
los placeres del Carnaval, una atracción misteriosa me retenía en aquel
ambiente de paz y de ensueño, donde permanecí hasta la caída de la tarde.
Anochecido, llegué a la fonda. Subí a
mi cuarto a dejar espada y ros y bajé al comedor, donde me esperaba Andoaga, al
que yo había convidado a comer conmigo.
Un camarero me entregó una carta con
el sobre en blanco.
-Acaban de
traer esta carta para usted.
-¿Cómo sabe que es para mí, si el
sobre está en blanco?
-Porque
una señora de edad, que la ha traído, venía detrás de usted, y ha dicho al
portero: “Para ese señor oficial que acaba
de entrar; ese que ahora sube por la escalera.”
La carta decía así:
“Señor
oficial: No deje de ir esta noche al baile de máscaras del Casino N. Fácil le
será proporcionarse una tarjeta de favor, por ser forastero. Vaya usted, se lo
suplico por lo que más quiera, y allí sabrá quién es la autora de esta carta.
Una alma dolorida”
Siempre tuve para mí que los anónimos
proceden de gente ruin y miserable: por esa razón no hice caso de éste y hasta
determiné no confiárselo a Andoaga.
Nos sentamos a la mesa y me dijo mi
camarada[233]:
-Esta noche me
acompañarás al baile del Casino N. He pedido una tarjeta de favor para ti como
forastero.
-No; estás muy equivocado si piensas
que voy a acompañarte al baile.
-¿Por qué?
-Porque de mí no te burlas tú.
-Poco a poco,
amigo Béjar; yo no me burlo de ti.
-Vaya, no tengo ganas de broma. Ahora
comprendo que tú eres el autor de esta carta; no lo niegues.
Y se la manifesté.
-Te juro y te
doy mi palabra de honor de que yo he escrito esta carta, y de que es la primera
noticia que de ella tengo.
-Entonces, ¿quién me ha escrito, si
en Málaga no conozco a nadie más que a ti?
-¿Yo qué sé?
-Indudablemente, yo debo tener cara
de primo cuando me envían esta carta para burlarse de mí.
-¿Quién sabe?
La letra es de mujer, y el papel, perfumado.
-Sí, estamos en la tierra de la
guasa, y en Carnaval, por añadidura; y yo esta noche no salgo de la fonda, y me
acuesto para que el autor de la carta vea el caso que de ella hice.
-¿Y no vienes
al baile?
-No, señor.
-¿Y si, por
casualidad, la carta fuese de una mujer bonita?
-Estoy cansado de ser juguete de las
mujeres, y aunque supiese que la carta es de una mujer hermosa enamorada de mí,
yo no voy al baile.
-Eso es,
seguramente, lo que se propuso el autor o autora del anónimo: que no vayas al
baile; ya lo ha conseguido, no se reirá poco al ver que no vas; y hasta quizá
lo achaque a cobardía.
Tantas razones me dio Andoaga, que me
convención y el acompañé al Casino N.
Entramos en el salón, repleto ya de
bulliciosas máscaras. Mi entrada produjo algún revuelo; muchas miradas se
fijaron en mí, y observé cuchicheos y comentarios acerca de mi persona. Yo era
un forastero, y a esto lo achaqué para tranquilizarme.
Andoaga me propuso presentarme
señoritas para que bailara, y me opuse. Me encontraba malhumorado, lleno de
preocupación por inquirir cuál sería el detalle o detalles de mi rostro, que me
daban aspecto de inocente, de primo, y me senté, mustio y pensativo, mientras
Andoaga bailaba a destajo y la concurrencia seguía fijándose en mí de un modo
insistente.
Al verme blanco de todas las miradas
hice intención de marcharme, cuando ante mí se detuvieron tres máscaras de
capuchones de raso negro con ribetes blancos. Una de ellas se acercó y me dijo:
-Muy
aburrido estás, oficial.
-Mucho; no te lo puedes imaginar.
-¿No
bailas?
-No sé bailar.
-Si
quieres podemos pasear -me dijo con voz dulce y natural.
Dudé un momento. El recuerdo de la
carta anónima me tenía escamado. Al observar mi indecisión preguntó la
mascarita:
-¿Serás
capaz de desairarme?
-No, no; de ningún modo.
Ofrecí mi brazo a la mascarita, que
dejó a sus compañeras, y empecé a pasear con ella por el salón.
Ella inició el diálogo:
-Me
sorprende que un joven como tú venga al baile sin saber bailar.
-No pensaba venir, pero ha mediado
una circunstancia y me he creído obligado.
-¿Tal vez
una carta en que te lo suplicaban?
-¿Por qué me haces esa pregunta?
-Porque
soy el alma dolorida firmante de la carta.
-¿Tú?
-Sí, yo;
te habrá extrañado…
-No; desde luego comprendí que se
trataba de una broma de Carnaval.
-No se
trata de una broma, sino de una cosa bien triste.
Dejó escapar un suspiro; me miró
fijamente, y noté que su brazo temblaba sobre el mío. La máscara continuó:
-Yo no he
querido más que a un hombre al cual amé con locura y tuve la desgracia de
perder; y tú eres su vivo retrato; por eso te escribí: para tener el consuelo
de hablarte, pues me parece estar hablando con él.
-¿Tanto me parezco?
-No es
posible mayor parecido: su misma voz, sus mismos ademanes, su misma sonrisa…
¿No me crees?
-No; tú eres una vieja que se ha propuesto
divertirse a costa mía.
-Soy
joven, y bien joven.
-Entonces eres la criada de esas dos
máscaras con quienes ibas.
-Espera un
momento.
Quitóse un guante y me mostró una mano
tersa, finísima y delicada.
-Dime si
esta mano es de vieja o de criada.
-Es verdad que tienes una mano
lindísima.
-Ya van a
bailar. Sentémonos y te convenceré de que es cierto cuanto te digo.
Nos sentamos y la previne:
-Mira, mascarita: yo no tengo la
obligación de guardar consideraciones a quien desconozco y tales cosas me dice
detrás de una careta; si quieres que te escuche déjame ver tu cara.
-Me pides
un imposible.
-Un momento nada más.
-No puede
ser.
-Entonces te dejo; no estoy dispuesto
a pasarme la noche dando oídos a la conversación de alguna fea.
-Espera;
me levantaré el antifaz un instante sin que nadie lo observe.
Se acercó a mí; levantó y bajó
rápidamente el antifaz. Fue un relámpago. Quedé deslumbrado por aquella
momentánea y hermosa visión. Mi asombro fue grande, pues aquella linda carita
más tenía de niña que de mujer. Cegado por hermosura tan extremada, exclamé:
-Habla; dime cuanto quieras: miente,
búrlate de mí; todo debe consentirse a una mujer tan hermosa como tú.
-Ni me
burlo de ti ni te engaño: cuanto voy a confiarte es verdad, y tú mismo lo
puedes comprobar esta noche. Escucha.
---
IV. ¡POBRE AURORITA!
La mascarita lanzó un profundo suspiro
y habló así:
-Desde muy
niña viví con mis padres frente a una fábrica de alcoholes propiedad de un
señor inglés, míster Brighton, el cual tenía un hijo llamado Miguel, que desde
muy pequeño ya trabajaba en la industria de su padre[234]. Mi familia, bastante
modesta, intimó con aquella familia acaudalada, y Miguel y yo nos amamos desde
que nos vimos, con ese amor infantil no declarado, pero comprendido y
verdadero. A mí siempre me admiró aquel niño por su amor al trabajo y por la
seriedad con que procedía y razonaba; no tendría cumplidos quince años, cuando
un joven de la localidad se casó con una vieja fea, pero rica; al enterarse Miguel,
se indignó y me dijo: “En España abundan los
jóvenes distinguidos, pundonorosos y nobles, tan cuidadosos de su honor, que
son capaces de desafiarse por una pequeñez y, sin embargo, cometen la villanía,
la bajeza de casarse por el dinero y llevar a una mujer monstruosamente fea
colgada del brazo, sin avergonzarse de que, al pasar, todos le señalen con el
dedo, y digan: Mirad: ese joven tan pundonoroso, tan caballero y de
apellido tan ilustre, ha cometido la indignidad de convertir en mercantilismo
un acto tan sagrado como el del matrimonio; el acto que debe conducirnos al
cielo, a ese joven le ha conducido a la despensa.”
“Los que así proceden, son degenerados, cobardes,
porque no tienen valor suficiente para casarse con una pobre por cariño y
trabajar y luchar por la vida como es obligación de los hombres.” “Yo me
consideraría deshonrado viéndome mantenido por mi esposa.” “Yo quiero casarme
por amor, nada más que por amor.” Y
cogiéndome de una mano, continuó con gran vehemencia: “Yo sólo aspiro a una mujer como tú: virtud y belleza,
nada más; si pensaste que yo pudiera casarme con una inglesa, te equivocaste:
yo busco en España mi felicidad de amor.” “Dios ha dado las almas rubias a mi
patria para consolarnos de la falta de sol.” “Yo soy un alma rubia y no quiero
casarme con otra alma rubia, pues un acorde musical no se hace con la misma
nota, no se pinta un cuadro con un solo color; a una alma rubia hace falta un
alma morena; esa alma morena eres tú, y, si me correspondes, haremos acorde
amoroso y cuadro de poesía.” Su padre y los
míos veían con agrado aquellos amores, sobre todo míster Brighton, el padre de
Miguel, que me quería y trataba como a una hija, y se empeñó en casarnos en
cuanto yo cumplí dieciséis años, pues decía que el casarse no es cosa de
viejos, sino de jóvenes. Llegó el día de mi felicidad y de mi desgracia: hace
cuatro meses nos casamos por la mañana, sin boato alguno, en el mismo viaje en
que habíamos de emprender nuestro viaje de novios. Desde la iglesia nos
acompañaron a la estación; subimos al tren y partimos en dirección a Madrid.
Poco duró nuestro viaje: en el trayecto de Pizarras a Alora sufrimos un choque
terrible con otro tren; no puedo precisar los detalles de la catástrofe; no los
recuerdo porque perdí el conocimiento; al recobrarlo, me encontré rodeada de
gente desconocida en la estación de Pizarras. Pregunté por Miguel; me
contestaron que estaba herido y había sido llevado a Málaga, pero me engañaban:
mi pobre Miguel había muerto del choque. Considere usted mi angustia, mi dolor
inmenso. Míster Brighton vino a buscarme y, desde entonces, vivo con él y una
señora de compañía que puso a mi disposición: suplicó a mis padres que viviese
yo en su casa, pues esto le consolaría de la pérdida de su hijo. Cuatro meses
he permanecido sin salir de casa, creyendo morir de pena. Hoy he salido por
primera vez, para ir a plantar unas flores en la tumba de mi pobre Miguel, y a
rezarle; y, al levantar mis ojos pidiendo a la Virgen consuelo a mi dolor, como
si el cielo me hubiese escuchado y atendido, te apareciste tú, y el corazón
quiso salírseme del pecho, pareciéndome ver a mi esposo redivivo. Te seguimos a
distancia mi señora de compañía y yo. Te sentaste en la Alameda a ver las
máscaras.
-Exacto.
-Mi señora de compañía quedó
vigilándote mientras yo corría a casa a escribirte la carta que dicha señora te
llevó siguiéndote hasta la fonda. No pienses mal de mí; no me guió otro deseo
que el de hablar un rato contigo y hacerme la ilusión de que estoy al lado de
mi adorado Miguel; ya ves que niñería.
Me pareció que lloraba o, por lo
menos, sabía fingirlo muy bien.
-¿Y dónde ha leído usted ese cuento? -pregunté.
-En
ninguna parte.
-Pues, te felicito por tu inventiva.
-No es
invento: es un pedazo de mi vida. ¿No me crees?
-Ni jota.
-¿No
estuviste en el cementerio de los ingleses esta tarde?
-Sí, estuve.
-Allí estaba yo y te vi.
-O, por lo menos, me viste entrar o
salir, o te lo han contado y aprovechas para tomarme el pelo.
-¿No has
observado, no observas cómo te miran todos desde que apareciste en este salón?
-Sí; lo he observado, y te confieso que
me preocupa y me tiene con cierta escama.
-Así que
entraste, todos dijeron: “Brighton, es el propio Miguel Brighton.”
-Caramba, caramba; me lo vas a hacer
creer.
-Para
desvanecer tu desconfianza, haz una cosa: me acompañas al tocador y, mientras
estoy allí, preguntas a cualquiera persona del salón porqué te miran tanto;
verás como te dicen que por tu gran parecido con Miguel Brighton, pero no digas
a nadie quién soy; ¡qué se diría de mí: venir al baile a los cuatro meses de
viuda! Confío en tu caballerosidad.
Acompañé a mi máscara al tocador.
Volví al salón. No necesité preguntar: Andoaga vino a mi encuentro.
-¡Chico, qué
suerte tienes! Esta noche has dado el golpe; no se habla más que de ti en el
baile: eres, según dicen, el fiel retrato de un tal Miguel Brighton, hijo de un
inglés fabricante de alcoholes, que murió en un choque de trenes la misma
mañana de su boda, al emprender el viaje de novios. Y es más: la máscara con
quién acabo de bailar, sospecha que esa con quién estabas sentado y hablando
era la viudita en cuestión.
-Oye, Andoaga: todo esto, ¿no es un
plan para burlaros de mí?
-No, Béjar; tu
amistad te da derecho a gastarte una broma de buena ley, pero no a que en ella
tomen parte cuantas personas hay en este salón.
-Y
tú, ¿conoces a esa viudita?
-No, pero
dicen que es una mujer preciosa, que estuvo a punto de volverse loca al verse
soltera, casada y viuda en menos de dos horas.
-¿Y su nombre?
-Aurora. ¿Es
la que estaba contigo, verdad?
-Sí; pero, por Dios, no lo digas a
nadie.
-Eres el tío
de la suerte.
Volví al tocador en busca de mi
máscara.
-No me había usted engañado, Aurora.
-Ya le han
dicho mi nombre…
-Sí; y perdone si puse en duda cuanto
me dijo.
Nos sentamos otra vez, y tuve la
abnegación de dejarme contemplar toda la noche por aquellos hermosos ojos, y
dar conversación a mi pareja, ya que con esto hacía una obra de caridad;
consolar al triste; y hasta hubiera rezado por el difunto si a ello me hubiese
invitado Aurora, por la que yo sentía una compasión grandísima.
Terminada la fiesta, nos despedimos y
me dijo:
-Adiós;
que tenga usted feliz viaje. Probablemente, ya no nos volveremos a ver…
-Y aunque nos viésemos; yo no podré
reconocerla; la he visto un instante no más, y sólo pude apreciar que es usted
muy hermosa; ha sido una crueldad lo que ha hecho usted conmigo; déjeme ver su
cara otro momento…
Accedió a mi petición y me estrechó la
mano efusivamente, mientras me decía:
-Voy a
pedirle el último favor: no me siga usted hasta mi casa; se lo suplico.
-Pierda usted cuidado: no la seguiré.
La viudita reunióse con sus compañeras
y despareció.
-¿En qué
habéis quedado? -me preguntó Andoaga.
-En nada absolutamente.
Y le confié ce por be cuanto hablé con
Aurorita.
-¿Y te ha
prohibido que la siguieras?
-Sí.
-¿Y tú la has
obedecido?
-Naturalmente.
-Eres un
inocente, un mentacato. Eso es lo que ella deseaba: que la siguieras y
averiguases su domicilio; por si tú no te acordabas de hacerlo, ella te lo ha
recordado. Yo conozco muy bien a las mujeres porque he leído a Balzac, a
Voltaire y a Juan Jacobo Rousseau. Esa mujer se ha enamorado de ti
perdidamente…
-Sí; pero es muy triste verse amado
por retruque, en la persona de otro, con la mirada puesta en mí y el
pensamiento en el difunto.
-¿Qué te
importa? El hecho es que tu tipo es el soñado por ella y que te ama. Corre, a
ver si la encontramos.
-No; le prometí no seguirla, y yo soy
esclavo de lo que prometo.
---
V. PACO LAÍNEZ
Al día siguiente, después de almorzar,
Andoaga vino a la fonda. Como cosa propia le dolía que la aventura de la
viudita conmigo tuviese término.
-Es una
lástima que te embarques esta tarde; tú serías feliz mitigando la infelicidad
de esa desdichada que llora la pérdida de su idolatrado esposo, muerto antes de
llegar al tálamo. Encuentro en todo esto una ternura ideal, una interesante
poesía.
-También a mí me ha interesado
sobremanera, y me he pasado buena parte de la noche pensando en Aurora;
recordando aquella carita de virgen, aquel semblante hermoso y dolorido que, a
pesar de haberlo admirado dos solos instantes, se me quedó fotografiado[235]
en el alma.
-Sientes
compasión infinita por Aurora; como yo.
-Algo más que compasión.
-¿Te has
enamorado de ella?
-Sí; te lo confieso.
-Lo suponía y
me alegro; por eso no he querido venir sin indagar detalles de la familia de
Aurora: mi íntimo amigo Paco Laínez me ha enterado de que Aurora es rica: su
suegro la deja heredera de la fábrica de alcoholes y de algunas fincas más; una
fortuna que, si te casas con la viudita, te permitirá enviar la carrera a
paseo.
-Eso, jamás. Tengo mucho cariño al
uniforme.
-Ya
comprenderás que para enterarme de esto, he tenido que confiarle a Paco Laínez
lo ocurrido anoche.
-Lo siento.
-No temas ni
pases cuidado: es un excelente amigo y me ha jurado guardar el secreto. Tú lo
que debes hacer es no marcharte sin ver a Aurora.
-Imposible; faltan dos horas para
embarcar.
-Le pones una
carta.
Me pareció muy bien, pues era lo que
yo deseaba hacer; y escribí una carta diciendo a la viudita que la amaba tanto
como pudiera haberla amado su malogrado esposo, o más.
Nos echamos a la calle en busca de
quién nos diera la dirección de míster Brighton, en cuya casa habitaba Aurora.
En la puerta de la fonda nos
encontramos con Paco Laínez que venía en busca de Andoaga.
Era el malagueño Paco Laínez un buen mozo
de unos treinta años, simpático y decididor; no se le conocía profesión ni
carrera; estaba muy bien relacionado, y así que era presentado a cualquiera,
encontraba modo de hablar de las yeguas de vientre, los cochinos, los borregos,
las vacas y los pastos de su dehesa; y todo esto debía ser verdad, pues al
encontrarnos con él, vestía chaqueta con coderas, pantalones con cachirulo,
sombrero cordobés y todo lo demás necesario y clásico para montar en una jaca
de campo y marchar a visitar su hacienda.
Al serme presentado por Andoaga, se
mostró muy afectuoso, y me dijo:
-Mire uté:
yo soy muy amigo de mis amigos, y basta con que sea uté compañero de Andoaga, y
ademá forastero, para que yo le apresie y considere como uno de mi mejore
amigo. Lo que siento y me da fatiga es que se
marche uté tan pronto, porque tendría mucho gusto en llevarle un día a
almorsar a mi dehesa; este año se me ha dao medianamente; no tengo má que
treinta y dó yeguas de vientre, cuatrosientos cochino, seisientos borregos y
sincuenta vacas; pero no estoy descontento de los pastos y demás. Aquí, el
amigo Andoaga, le he ofresío llevarlo también un día.
-Hombre, sí;
hace más de un año que me lo estás ofreciendo.
-Es que
quiero llevarte cuando hayan parío la yeguas pa que veas los potrillos.
-Oye, Laínez:
nos vas a decir dónde vive míster Brighton.
-¿Aurorita,
la viuda de Miguelillo Brighton?
-Es lo mismo.
-Pues, a
eso vengo; como que ya estaba yo tirando pa la dehesa y lo he dejao ná má que
por eso. Bueno; vamo a tomano unos chatitos ahí a la vera, y mientras tanto les
diré a utede lo que hay del asunto, porque la cosa tiene su mijita que
explicar.
Nos llevó a un colmado inmediato,
pidió unas copas de vino blanco, y me dijo:
-Ya le he
dicho a uté que yo soy muy amigo de mis amigos; eso é; pues bien, ha llegao el
momento de explicarle a uté lo de anoche, antes de que las cosas sigan
adelante; eso é: Aurorita perdió a su marido, como uté ya sabe; y uté se parese
a su marido como una gota de agua a otra gota de agua; todo eto é la chipé,
pero vamos al caso: Yo ayer tarde al volvé de mi dehesa, dio la casualidá de
que le vi a uté salir der sementerio de lo inglese y, la verdá, me extrañó que
en una tarde de Carnavá, cuando tó er mundo se está divirtiendo, un ofisial
joven como uté saliera de un sitio tan triste; y ademá me fijé en lo mucho que
se parese uté a Miguelillo Brighton, tanto, que si no hubiese uté ido de
uniforme, hubiera creído que era el propio Miguelillo que había resutiao y se
iba a ver las mácaras. Me fuí a casa de una familia amiga, y utede me
dispensarán si no digo cuál, porque prometí cállalo. Conté que lo había visto a
uté salir der sementerio y su paresío extraordinario con el marido de Aurora; y
a las dos niñas de la casa y a su mamá, que son las más guasonas de Málaga, se
les antojó dale a uté una bromita de Carnavá; y Rosarito, la má pequeña, que é
de la misma piel de Barrabá, fue la que le escribió la cartita y la encargada
de jalealo a uté en el baile hasiéndose pasá por la viudita; eso é; ya sé que
Rosarito hiso muy bien la comedia, porque é una chiquilla muy lista, pero sepa
uté que Aurorita ni ha salío de su casa desde que murió su esposo, ni saldrá en
mucho tiempo, y hasta se dise que piensa meterse en un convento; eso é. Yo
pensaba callame, y ahora me iba pa la dehesa cuando de pronto he reflexionao
aserca de que ha confiao aquí el amigo Andoaga, he dejao la jaca en la cuadra y
me he dicho: voy corriendo a desengañá a ese joven ofisial, no sea que siga la
cosa adelante, pue yo no pudo consentí que a un amigo de mi amigo le pongan en
ridículo; eso é; porque una broma ya sabemos que es una broma, pero las bromas
tienen su límite, ¿é verdá o é mentira? Con que ya sabe uté lo que hay; en
tocante a mí, cuente uté con que nadie ha de saber una palabra de lo de anoche;
por mi salú.
-Muchas gracias.
-Pue ya ve
tú si no llego a vení; selebro haber dao ete paso, ya ve tú si aquí el amigo
manda la carta, el diguto que se lleva la viudita, la metedura de pata del
amigo y la risita de Rosarito y de su familia y de tó Málaga que se hubiera
enterao. Vaya otro chatito.
-No, gracias; no bebo más.
-Me parece
que la broma le ha hecho a uté pupa; le veo a uté aplanuti.
-No me duele la broma de su amiga
Rosarito, sino el recordar que he querido a varias mujeres; en cada amor he sufrido
un desengaño, y acabaré por tener callosidades en el corazón y no volveré a
mirar a ninguna mujer.
-Harás mal -replicó Andoaga-; si hubieses leído a Mantegazza[236], como he leído yo,
sabrías que la mujer es adorable siempre, y que sus pequeños defectos y
debilidades la hacen más atractiva y seductora; y no debe juzgarse a todas por
el modo de ser de una.
-Lo que han dicho aquí el
amigo Andoaga está muy bien y es la chipenda.
Andoaga
y su amigo ya no se separaron de mí hasta dejarme a bordo de mi camarote a
bordo del trasatlántico Celedonio Gómez. Paco Laínez pagó el gasto del
colmado, y el bote que nos condujo a bordo con mi equipaje; él subió mi maleta
y la colocó en mi camarote; él me recomendó al segundo de a bordo, a quién
conocía. No he visto hombre más atento y cariñoso que Paco Laínez. Sobre
cubierta estuvo dándome consejos contra el mareo, hasta el momento de levar
anclas; se despidió de mí con iguales transportes de afecto que si hubiésemos
sido íntimos amigos de toda la vida, y me hizo prometer que si a mi regreso de
Canarias desembarcaba en Málaga, le buscaría para tener el gusto de almorzar en
su dehesa.
Partió
el vapor. Me asomé a una borda para dar el último adiós a Andoaga y a Paco
Laínez, que me gritaba desde el bote:
-¡Adiós, amigo! ¡Buen
viaje y que no coja uté polvo por el camino! Verá uté qué bonitas son las
mujeres canarias, con un cabello negro como una chimenea, y unos ojos que no
caben en ese trasatlántico. ¡Adiós! ¡Buen viaje!
---
VI. EN LAS PALMAS DE GRAN CANARIA
Fui a presentarme al gobernador
militar.[237]
Antes de la presentación, me enteré
minuciosamente del nombre de Su Excelencia, edad, naturaleza, estado, número de
hijos, Arma de su procedencia y demás circunstancias personales, a fin de
prevenirme contra cualquier qui pro quo[238]
en el caso de verme obligado a hablar, y, aun en este caso, estaba decidido a
hacerlo discretamente, con las menos palabras posibles: tan escamado estaba yo
de las presentaciones. El comandante de Artillería, ayudante[239]
de Su Excelencia, me preguntó:
-¿Ha venido en ese barco algún otro
oficial?
-No, señor; yo solo, que sepa.
Asomó a la puerta del despacho y
anunció:
-Mi general: el teniente que llegó
ayer noche en el Celedonio Gómez.
-Que pase
en seguida:
Entré. El general se levantó, se
colocó delante de la mesa de su despacho y antes de terminar mi oración de
ritual, me atajó en esta forma:
-Señor
oficial: con su señor tío me unen antiguos y verdaderos lazos de amistad.
Amistad que jamás eché en olvido. Olvido que tampoco tuvo él según se desprende
de su última carta. Carta que me anuncia la llegada de su sobrino en el vapor Celedonio
Gómez, y a la vez me habla de la desdichada y deplorable conducta de usted.
Usted, señor oficial, ha seguido una conducta que deja mucho que desear, pues
conozco algunos de sus hechos. Hechos reprensibles por los cuales su señor tío
me suplica que no le pierda a usted de vista y, si necesario fuese, le aplique
la Ordenanza[240]
en todo su rigor. Rigor que yo estoy dispuesto a emplear con usted, si bien
abrigo la esperanza de que no será necesario, pues yo espero que usted
reflexionará y sabrá modificar, mejorándola, su detestable conducta. Conducta
que seguirá sujetándose a la que exige el prestigio del uniforme y el apellido
que usted lleva.
-Mi general, yo…
-No he terminado. Hasta
aquí he hablado como general y superior. Ahora habla el amigo: en esta casa,
que es la suya desde este momento, se almuerza a la una, y siempre que usted
quiera honrarnos en mi mesa tiene un cubierto.
Y
dándome un cachete amistoso, me despidió sonriente:
-Vaya usted con Dios,
buena pieza.
Saludé
y salí al antedespacho. Mi tío[241], por
su larga permanencia en Toledo, tenía muchos amigos militares y, por lo tanto,
no me extrañaba aquella amistad con el general; lo que sí me preocupaba es que
el bueno de don Exuperio diese tanta importancia a mis diabluras de chico, y
más todavía me contristaba que no las hubiese olvidado después del tiempo
transcurrido y de haberme yo formalizado tan radicalmente. Aquella carta
delatora de hechos infantiles era inconcebible en persona tan bondadosa como mi
tío el Canónigo.
El
ayudante me miró sonriente y me confió:
-Esté usted tranquilo; volverá usted a la península
tan pronto varíe de conducta; es lo convenido con su tío de usted.
-Pero si yo no hice nada particular; niñerías propias
de la edad.
-Niñerías, ¿eh? Cuénteme, cuénteme; ¿cómo se las
arregló usted para llevarse una mujer a un antepalco del Real, durante un
baile, remangarla las faldas con camisa y todo, atárselas por encima de la
cabeza y sacarla de este modo de la sala?
-¿Yo?
-Sí, señor; creo que se armó un escándalo tremendo, y
no la desatan pronto se asfixia la individua.
-No, señor; eso es una calumnia; yo no he pisado
jamás el teatro Real.
-Sí, hombre, sí; hará unos veinte días.
-Hace veinte días estaba yo en Pamplona, que es donde
estaba destinado.
-¿No estaba usted destinado en Madrid?
-No, señor; ni lo estuve nunca.
-¿No se llama usted José Urzainqui?
-No, señor; me llamo Claudio Béjar y
Paredes.
-¿No es usted sobrino del general
Urzainqui, actual subsecretario del Ministerio de la Guerra?
-No tengo más tío que un canónigo de
Toledo.
-¿No ha venido el teniente Urzainqui
con usted en el Celedonio Gómez?
-No, señor.
-Espere usted.
El ayudante entró precipitadamente en
el despacho del general y le enteró de que yo no era el sobrino del general
Urzainqui, cuyas eran la carta y recomendación recibidas, y a través de la mampara escuché:
-¿De
manera que el teniente Urzainqui no ha embarcado?
-No, señor.
-Ese punto[242] se ha quedado a pasar los
Carnavales en Málaga. ¡Y yo que le he chillado al otro!
-No sabe usted con qué disgusto está.
-Dígale
usted que pase.
Volví al despacho de Su Excelencia[243]
y, con la misma gravedad de antes, me dijo:
-Señor
oficial: ya habrá usted comprendido que todo ha sido una equivocación.
Equivocación debida a un quid pro quo. Quid pro quo[244] del cual es
responsable mi ayudante. Por lo tanto, de cuanto le dije acerca de la conducta
de usted, de la amistad con su tío y del rigor de la Ordenanza, no hay nada de
lo dicho. Puede usted retirarse.
-A la orden de Vuecencia.
-¡Ah!; y lo del cubierto
en mi mesa, tampoco hay nada de lo dicho.
Tomé el mando de mi compañía[245],
porque el capitán[246]
no se había incorporado desde que a Canarias lo destinaron, pues siendo de los
del Fijo de Madrid, consiguió quedarse en comisión en la corte por tiempo
indefinido.
Me arranché[247]
en república de solteros con cuatro oficiales de mi regimiento y el jefe de
Artillería don Justo Salvi, al cual se le admitió interinamente llegaba su
familia de la Península.
Durante el almuerzo del primer día se
presentó un cabo[248]
con el libro de la orden y el servicio de Plaza para el siguiente:
-Oiga
usted, cabo -dijo Salvi-; aquí hay una
equivocación: mañana me toca a mí el servicio de reconocimiento de provisiones,
me han saltado el turno, y han nombrado al siguiente; adviértalo.
-No es equivocación, mi teniente
coronel; es que el general gobernador ha dado orden de que no se le vuelva a
nombrar a usted para este servicio.
Después de marcharse el cabo dijo el
teniente coronel, riendo:
-Me han
relevado de reconocimiento de provisiones.
-Pues, ¿y eso?
-No sé; el
primer día que hice ese servicio llegué a la Administración a la hora debida;
no había nadie más que un ordenanza, y me presentó un pan y el libro de actas
para que yo firmase el “conforme” de que todos los panes de la hornada tenían
el peso exacto y eran de buena calidad. Me negué. Hice reunirse a la Junta de
reconocimiento, como está mandado. Vinieron corriendo el oficial de
Administración y el médico, sorprendidos de que se les obligara a cumplir lo
dispuesto. Hice pesar los panes de la
hornada uno por uno: al que no le faltaban treinta, le faltaban
cincuenta, sesenta y hasta ochenta gramos. Di parte por escrito al general
gobernador; éste me suplicó que retirase el parte, pues había de ser suficiente
la providencia que pensaba tomar. Cuando me nombraron de reconocimiento de
provisiones por segunda vez se repitió la escena; volví a dar parte por escrito
y a retirarlo, asegurándome el general que iba a tomar una providencia eficaz.
Puede que la providencia tomada se ésta: no volverme a nombrar de
reconocimiento de provisiones.
Ya advertí que todo suceso
extraordinario ocurría estando yo de guardia; mi primera estaba haciendo en las
Palmas, cuando observé que el cielo tomaba un tinte ligeramente verdoso, el sol
brillaba menos que de costumbre y el paisaje presentaba un aspecto sombrío.
Salí a la calle y, poco a poco, noté en la boca un malestar como si en ella
tuviese tierra. Me miré el uniforme, y estaba cubierto de un polvillo sutil y
terroso.
-Es lluvia de
arena, mi teniente[249] -me dijo el sargento[250],
que era natural de la isla.
Lluvia de arena era, en efecto. Este
curioso fenómeno se observa algunas veces en aquel archipiélago; es una arena
finísima, como harina, transportada por el viento y a gran altura desde África.
Hacía muchos años que no se había repetido. Parecióme llegado el caso de
guarecer al centinela en la garita, y en ella le ordené cobijarse.
No opinó del mismo modo el comandante,
que llegó al poco tiempo, y me dijo:
-En las
Ordenanzas está escrito que el centinela se meterá en la garita en caso de
lluvia. Yo entiendo por lluvia el llover, y por llover, caer agua
de las nubes. Este es el verdadero espíritu de la Ordenanza, pues nadie ha
visto llover en seco. ¡Que salga el centinela de la garita!
Más tarde llegó el coronel:
-Oiga usted, Béjar: ¿cómo no se ha
mandado usted que el centinela se meta en la garita?
-Mi coronel, ya se me había ocurrido;
pero dice el comandante Estévez que caer arena no es llover.
-Ya lo creo que lo es: llover es caer
sobre uno con abundancia alguna cosa, sea agua, arena, vino o mostaza o lo que
fuere; y éste es el verdadero espíritu de la Ordenanza. ¡Que se meta el
centinela en la garita!
Llegó la noticia al gobernador militar
de que, en mi regimiento, el centinela de la puerta principal estaba metido en
la garita; y el general, no considerando lluvia al meteoro aquél, ordenó
que el oficial de guardia fuese arrestado a su casa así se hiciese entrega de
la guardia.
Mi coronel corrió a ver al general,
ante el que me defendió, asumiendo para sí toda responsabilidad, y el arresto
quedó sin efecto; y después de la larga discusión entre ambos acerca de si el
caer arena del desierto en abundancia debía considerarse como llover,
quedaron en que era un caso opinable, no previsto en las Ordenanzas y merecedor
de ser consultado a la superioridad.
Respecto de tan importante asunto se
dividieron los pareceres de la oficialidad y se discutió acalorada y
formidablemente durante una semana, mientras yo pensaba: “Los elementos
esperaban mi primera guardia para enviarnos la lluvia de arena: es mucha pata
la mía.”
---
VII. LADY ELSIE
En Las Palmas de Gran Canaria[251]
todo es suave y dulce: los tomates y las patatas son de lo más exquisito que se
conoce, con piel lisa, sin rugosidades; las cebollas no pican; no hay en toda
la isla un solo bicho venenoso; no hacen falta pararrayos, pues los chubascos
no van acompañados de exhalaciones; los canarios son atentos, amables, e ignoran
lo que es el flamenquismo y la chulería; las canarias son de una bondad
adorable y se expresan melosamente; el clima es ideal.
Los ingleses — personas que saben
distinguir — consideran una suerte el poder venir a pasar unos meses en este
paraíso. Como esto no está al alcance de todas las fortunas, tienen constituidas
sociedades en las que cada asociado abona una pequeña cantidad mensual; de
tiempo en tiempo, se hace un sorteo entre los socios y, a los agraciados, se
les pagan todos los gastos de viaje y estancia en Canarias, hospedándose en
alguno de los hoteles ingleses de primer orden allí existentes y que, además de
elegantes hospederías, son centros de honesta diversión.
A uno de estos hoteles fui a comer un
día. Terminada la comida, retiraron las mesitas del amplio comedor y empezó el
baile en el que tomaron parte jóvenes y viejos sin darse reposo.
El dueño del hotel, correctamente
vestido de frac, se acercó a mí:
— Caballero
oficial, si usted desea bailar, le presentaré a algunas de estas señoritas.
Y me presentó a dos o tres con las que
bailé. Una de ellas me gustó sobremanera. Llevaba dos pequeños lunares postizos
de terciopelo negro pegados, uno en la cara y otro en el descote, que realzaban
la blancura de su cutis nacarino. Bailando conmigo se le cayó el del descote y,
con gran despreocupación, sacó una cajita de lunares de diferentes tamaños,
tomó uno, pasó su lengüecita por el dorso del lunar y se lo pegó donde el otro
estuvo, como la cosa más natural del mundo.
Lástima no poder entendernos, pues la
inglesita era recién llegada y de español sólo sabía decir sí y no,
y yo, de su idioma no conocía más que yes, verigüel, olray,
eslipin
car y vater clos; pero supo entenderme cuando le dije
que ella bailaba olray y que tenía una cara muy verigüel.
En uno de los descansos me indicó que
la esperase. Subió la escalera corriendo, remangándose la falda algo más de lo
necesario para no pisársela, y a poco, bajó de su cuarto un librito de
conversación, inglés-español. Nos sentamos y, con aquel librito, nos entendimos
perfectamente; quedamos en que ella se llamaba Elsie, yo Claudio Béjar, y en que yo volvería al
día siguiente al hotel para ser presentado a su mamá.
No falté a la hora convenida del día
siguiente. Elsie y su mamá me recibieron en el hall del hotel. En la
presentación, la mamá se limitó a hacerme una ceremoniosa reverencia.
Elsie y yo nos sentamos a una mesita
donde tenía preparada una gramática castellana para que yo le fuese
aleccionando; y así lo hice muy gustoso, alternando las lecciones de gramática con
frases castellanas que yo le decía y ella aprendía de viva voz, hasta llegada
la hora del té con que me obsequiaron.
Durante un par de meses continuaron
mis visitas a Elsie, y era recibido cada vez con más afecto. Casi siempre me
tenía preparada alguna duda para que yo se la explicase, y eran muy acertadas y
muy naturales las que se le ocurrían: «Por qué
decimos a sabiendas y no decimos a ignorandas.» «Por qué se dice montar a caballo y no se dice montar
a burro.» «Si la sílaba on puesta
al final de un substantivo, indica aumento, un ramo grande debía
llamarse un Ramón, y de la persona que está pasando un gran rato,
debía decirse que está pasando un ratón.» [252]
Algunas veces puse por tema de
nuestras lecciones, frases amorosas e intencionadas; mas ella, a pesar de ser
muy lista, no se dio por avisada. También tuvimos lecciones al aire libre,
escuela práctica, paseando los dos solos por la carretera del puerto, por la
orilla del mar o sentados en las dunas frente a éste; horas plácidas que yo
aproveché para decirle:
— Elsie; pocos días faltan para que
usted regrese a Inglaterra: esto me tiene muy contristado, pues yo la amo a
usted.
Estas frases y otras parecidas me las
hacía repetir hasta aprendérselas de memoria y procurando pronunciarlas como
yo, pues las tomaba por temas de nuestras lecciones prácticas; y en acentuando
yo que no se trataba de temas, sino de la pasión que por ella sentía, esquivaba
la respuesta preguntándome el nombre español de algún objeto.
Dos días antes de marcharse le dije
muy seriamente:
— Amiga Elsie: lo que voy a decirle no
es tema para nuestras lecciones, que doy por terminadas; antes de separarnos,
quiero que me conteste si está dispuesta a corresponder al amor que la profeso.
— ¡Oh, mi
buen amigo, mi simpático amigo Claudio!; bien comprendí que sus frases amorosas
no eran temas para perfeccionarme en el castellano; si a ellas no contesté fue
porque érame muy doloroso desengañarle; pero ya que me lo exige, sepa que yo
correspondería a su pasión si mi amor no fuese de otro desde hace tiempo.
— ¿Ama usted a otro?
— Sí;
estoy prometida a Howard Buckley, oficial de la Marina inglesa, con el cual me casaré
en llegando a mi país.
Otra ilusión muerta.
El día de la partida acompañé hasta el
vapor a la mamá y a la inglesita, y regalé a ésta una canastilla de flores.
Al despedirnos, Elsie me dijo,
estrechándome la mano efusivamente:
— Además
de marcharme muy agradecida a la amabilidad y a la paciencia con que me ha enseñado
el castellano de viva voz, guardaré un gratísimo recuerdo del amigo Claudio.
— Yo también de usted, amiga Elsie; he
pasado horas muy felices a su lado.
— Le
escribiré participándole mi boda.
— No, Elsie; eso, no; se lo suplico.
Bajé al bote, donde permanecí hasta
que se perdió de vista el vapor. Sobre cubierta agitó sus alas, largo rato, una
palomita blanca: era el pañuelito de Elsie que me daba el último adiós.
*
* *
Estuve en Las Palmas hasta ser
ascendido a capitán y destinado a Sevilla. Durante ese tiempo vi dos cosas
dignas de recordación:
a) Del capitán general — residente en
Tenerife — se recibió orden de que en el plazo de una semana nos presentásemos
uniformados de rayadillo como el usado en Cuba durante la primera insurrección.
Los jefes y oficiales corrimos a casa del sastre. No había manos suficientes
para terminar tanto uniforme en aquel breve plazo. Yo le había suplicado a mi
sastre que no dejase de traerme el uniforme de rayadillo la noche antes de la fecha
señalada, mas no lo hizo. Fui a su casa; aporreé la puerta; salió a la ventana
y me dijo:
— Descuide,
cristiano; estamos de vela y trabajaremos toda la noche; mañana a primera hora
tendrá el uniforme.
— Mire usted que a las diez entro de
guardia.
— Antes de
esa hora lo tendrá.
El sastre cumplió su palabra. Me fui
al cuartel vestido de rayadillo, y allí supe que se había recibido orden del
capitán general prohibiendo el traje de rayadillo.
b) Habíase declarado la guerra entre
Rusia y Turquía [253].
Con tal motivo, se ordenó que de la península viniesen dos regimientos de
infantería a Las Palmas.
Para prevenirse contra la falta de
subsistencias en caso de ser bloqueados por los rusos o por los turcos, se
ordenó a la Administración militar hacer grandes compras.
Estando de sobremesa en nuestra
república, vino a despedirse un oficial de Administración, muy querido y
apreciado por todos, el cual nos participó que había sido destinado a Cádiz sin
haberlo solicitado, y que en su lugar, venía otro oficial al cual le
correspondería hacer aquellas grandes compras.
Realizadas éstas, y llegados los dos
regimientos, se nos ordenó que, para los ranchos de la tropa [254],
nos proveyésemos de lo comprado y almacenado por la Administración; mas, siendo
los géneros de ésta mucho más caros que los que se vendían en las tiendas, los
jefes de Compañía, con todo el respeto debido, reclamamos ante el coronel. Este
hizo lo mismo ante el gobernador militar, basándose en que, según el Reglamento
para el servicio interior de los Cuerpos, las Juntas económicas de éstos son
las únicas encargadas de estudiar y señalar los almacenes o tiendas donde con viene
proveerse; pero el general gobernador contestó que eso de los Reglamentos y las
Reales órdenes no reza con los generales, y que, en llegando a esta categoría,
podían disponer a su antojo.
Es de suponer que éste fuese un
criterio de ocasión y muy particularmente de aquel señor.
Acatamos la orden comprando a diario
una pequeña cantidad de lo caro en la Administración, y el resto, de lo barato,
en las tiendas particulares; de este modo cumplimos lo ordenado y, al mismo
tiempo, procuramos la más económica inversión de los haberes del soldado, como
dispone la Ordenanza.
Procediendo igualmente los demás
regimientos, las grandes compras hechas se consumían muy lentamente y entraron
en putrefacción; el vecindario se quejó del mal olor; intervino el
Ayuntamiento, y la mayor parte de lo comprado en previsión de que turcos o
rusos nos bloquearan, fue quemado por higiene pública.
El fuego es un gran purificador.
---
VIII. HERMINIA COLLANTES
Hacía una semana que yo había llegado
a Sevilla.
Salí del cuartel en dirección a mi
casa.
En una callejuela vi un mocete sentado
sobre un baúl mundo; cerca del mocete, una señora y una señorita ataviadas con
lo más modesto e indispensable para tener derecho a ser clasificadas como
señora y señorita. Llevaban en las manos algunos pequeños bártulos propios para
viaje.
Como la calleja era de las más
estrechas de Sevilla, las dos mujeres hubieron de moverse para dejarme paso; me
fijé en la señora y reconocí en ella a doña Severa, esposa de uno de los
clientes que mi padre tenía en la capital de mi pueblo, cuando yo estudiaba en
el Instituto.
El gesto de ambas mujeres era mezcla
de contrariedad y de tristeza que contrastaba con el buen humor del mocete, el
cual, sentado sobre el baúl, canturreaba:
Tu mare.. .
dice que come pescao
y lo que come es potaje.
Volví sobre mis pasos y dije a la señora:
— Usted perdone; si mal no recuerdo,
usted es la esposa del señor de Collantes.
— Servidora
de usted.
— Yo, para servir a ustedes, soy hijo
del doctor Béjar, el médico que tenían ustedes.
— ¡Ah!,
¿usted es hijo del doctor Béjar?
— Sí, señora. Las he visto aquí
paradas; supongo que vienen ustedes de viaje; y si de algo puedo servirlas,
estoy a su disposición.
— Muchas
gracias. El cielo le envía a usted.
— Pues, ¿qué les pasa?
— Que
hemos estado en dos casas de huéspedes y no nos han querido admitir.
— ¿No tenían sitio para ustedes?
— Sí ,
tenían; pero como somos cómicas, no nos admiten si no responde alguna persona por
nosotras. Ahora pensábamos ir a casa del empresario para que saliese fiador.
¿Le parece a usted, qué situación, la nuestra?
— Por lo visto, pertenecen ustedes a
la Compañía de José Alberite, que debuta mañana con el Tenorio.[255]
— Sí,
señor; pero mi hija nada más.
— Pues, nada; no se apuren ustedes:
vénganse a la casa de huéspedes donde yo estoy, y responderé por ustedes si la
patrona exige fiador.
— No sabe
usted cuánto se lo agradecemos.
Echamos a andar.
Herminia, la hija de aquella señora,
era una jovencita cuya palidez, pronunciadas ojeras y mirada triste la hacían
muy interesante.
Por el camino, la mamá fue contándome
sus cuitas:
— Ya ve
usted, al morir mi esposo quedamos solas en el Mundo, y sin recursos. Gracias a
que Herminia tiene alguna disposición para las tablas, y este verano, cuando
pasó por allá la Compañía de José Alberite, a fuerza de recomendaciones,
pudimos conseguir un puesto para mi hija.
— ¿Esta es la primera turné que
hacen ustedes?
— La
primera, sí, señor; lo sensible es que no sea la última.
— ¿Tan mal les va a ustedes?
— Malísimamente:
ni Herminia ni yo podemos acostumbrarnos a esta vida de teatro, porque ya sabe
usted que estamos acostumbradas a tratar con otra clase de personas; pero ¿qué
le vamos a hacer? Paciencia; las circunstancias nos obligan.
— Menos mal que van ustedes con un
buen director, José Alberite, una eminencia; además, tengo entendido que es muy
buena persona...
— Regular
nada más: tiene a su esposa, con dos hijos, medio abandonados en Madrid, hace
muchos años, y él gastando y triunfando como un duque.
— Yo tenía entendido que su esposa era
La Bertóldez, la primera actriz de la Compañía.
— Eso
creen muchos, porque paran en la misma fonda y se visten en su mismo cuarto en
el teatro; pero La Bertóldez no es la esposa de Alberite.
Herminia estaba violenta oyendo a su
mamá.
Para atajar a la señora, pregunté a
Herminia:
— ¿Ha tomado usted parte en muchas
obras?
— Sí,
señor; he trabajado ya en Murcia y en Cartagena, pero en papeles de poca
importancia; y aunque muchas personas entendidas me aseguran que tengo madera
de primera actriz, ni ambiciono serlo, ni creo que podré acostumbrarme a esas
miserias e intrigas de bastidores. La necesidad me obliga, pero yo no he nacido
para esto.
— La
Humanidad es muy egoísta — continuó la mamá — ,
y el egoísmo del teatro es de un refinamiento tal que a ningún otro se parece:
ya ve usted, La Bertóldez, gordota como está y hecha un vejestorio, pues tiene
sus cuarenta cumplidos, no cede su papel de doña Inés a ninguna de las jóvenes
de la Compañía; y usted la verá hacer una novicia que está para profesar,
cuando para lo que está es para salir de su cuidado de un momento para otro.
— En todas las compañías pasa algo de eso.
— Como en
ésta, en ninguna: ni La Bertóldez ni Alberite consienten que alguno de sus compañeros
tenga un éxito, y desgraciado del que se gane un aplauso, porque me le ponen la
proa o lo echan a la calle. En Murcia les llevaron una obra de un autor local,
de un periodista que les daba bombos; hubo que estrenarla, naturalmente; en el
reparto había dos papeles de dama, importantes y de lucimiento los dos; pues,
amigo mío, obligaron al autor a que de los dos personajes hiciera uno solo para
La Bertóldez; y claro está, como las dos damas figuraban ser dos rivales
enamoradas del galán, al quedar reducidas a una sola, desapareció el argumento,
la obra se convirtió en un ciempiés y fue al foso; pero La Bertóldez consiguió
su objeto: que no se luciera también otra. Pues, en Cartagena, no quiera usted saber:
se le metió en la cabeza debutar con un papel de niña tobillera, con las
patazas que ella tiene; una visión; la medio zumbaron, pero ella todo lo da por
bien empleado mientras otra no se luzca.
— ¿Van a estar ustedes mucho tiempo en
Sevilla?
— Toda la
temporada de invierno.
— ¿De qué hace usted en el Tenorio,
señorita?
— Doblo:
hago la Lucía y la Tornera.
— Tendré el gusto de ir a aplaudirla.
Llegamos a la casa de huéspedes, donde
presenté a las forasteras.
La patrona se encampanó un tanto al
enterarse de que eran del teatro, pero, con mi fianza, fueron admitidas en un
cuartito interior.
En la misma casa de huéspedes se
alojaba el capitán Salaverri, compañero mío de promoción, y ayudante del
Capitán general.
Al sentarnos a la mesa para almorzar,
le dije a mi compañero:
— Tenemos dos huéspedes nuevos: la
actriz Herminia Collantes y su madre; verás qué chiquilla más hermosa. ¡Me dan
una lástima! Ya ves tú: han estado en una posición muy desahogada, son personas
muy finas y muy bien educadas, y ahora tienen que andar por los escenarios
haciendo comedias.
Yo me hubiese alegrado de almorzar al
lado de Herminia o, por lo menos, tenerla sentada delante de mí, en el comedor,
y contemplarla; pero observé que el número de cubiertos era el mismo de los
días anteriores. Pregunté a la patrona:
— ¿No almuerzan esa señorita y su
mamá?
— Sí, señor.
— ¿Cómo no ha puesto usted cubiertos para
ellas?
— Quieren comer solas en su cuarto.
— ¿Lo ves? — dije a Salaverri —
; les es violento
comer en mesa redonda, con gente desconocida. Solamente con esto demuestran que
son unas verdaderas señoras.
— De
acuerdo: el comer es un acto que sólo deberíamos realizar junios personas de la
familia o de una gran intimidad; y día ha de llegar en que se considere
indecoroso el comer en una misma mesa personas que se ven por primera vez o se tratan
con cumplido.
La patrona aprovechó la ocasión de
colocar un frutero en la mesa, para decirme al oído:
— No pueden pagar lo que usted; por
eso comen aparte las pobrecitas.
Aquella noticia me amargó el almuerzo.
Salaverri y yo hubiésemos sentido gran
bienestar aliviando, a medida de nuestros escasos recursos, la situación de
aquellas dos infelices; mas, ¿cómo hacerlo sin excitar su sonrojo?
Por la tarde, Salaverri y yo nos
colamos en el teatro y, desde la obscuridad de una platea proscenio,
presenciamos el ensayo.
La Bertóldez estaba sentada, a un lado
del escenario; repantigada en un sillón; apoyados los pies en una pequeña
alfombra; en la mano tenía un ejemplar arrollado, a manera de cetro.
Daba la sensación de una soberana en
el trono.
Los actores y actrices, según iban
llegando, se acercaban a saludarla y a interesarse por la salud de su
directora; a rendirle vasallaje.
Los jovenzuelos de la Compañía
ronroneaban alrededor de Herminia, la más joven y más hermosa de las actrices;
a ella dedicaban ingeniosos donaires y chistes de los que ella no se reía, y la
hacían blanco de atenciones y galanterías que escuchaba con marcada
indiferencia.
Terminado el ensayo, un galancete con
botines salió con Herminia y su madre, con intención de acompañarlas. Nos
acercamos mi compañero y yo. Herminia despidió discretamente al de los botines,
y yo la acompañé a casa mientras Salaverri me complacía formando pareja con la
mamá.
Este acompañamiento se repitió al día
siguiente, y en ambos Herminia continuó doliéndose de verse obligada a tratar
con aquellas gentes, y más con José Alberite, por el cual sentía verdadera
repugnancia.
---
IX. ENTRE COMEDIANTES
— Amigo Salaverri: esta noche debuta
la Compañía de Alberite. Yo quisiera ir todas las noches al teatro, pero mi
erario no lo permite.[256]
— No te
apures; todas las noches vendrás conmigo a la platea del capitán general: sólo
tendremos que pagar la pesetilla de entrada a palco.
— ¿A la platea del capitán general?
— Sí; el
general, como está de luto, no va al teatro.
— ¿Y cómo hace la primada de abonarse
estando de luto?
— No está
abonado: todas las Empresas le tienen destinado un palco en cada teatro.
— ¡Ah!, no sabía yo que los capitanes
generales tenían ese derecho.
— Te diré:
como tener derecho, no lo tienen; sólo tienen derecho a que se les reserve un
palco hasta determinada hora del día, pero pagándolo.
— ¿Y los pagan?
— Algunos
suelen pagarlos; otros se hacen el longui, como este general que tenemos. Es
una consideración que le tienen las Empresas; la misma consideración tienen con
el gobernador civil, que tampoco paga su palco; como tampoco pagan sus
localidades el gobernador militar, el administrador de Hacienda, los
concejales, y un sin fin de personalidades que vienen de gorra al teatro, con
sus familias; y los domingos, a las funciones de tarde, envían a la nodriza,
las criadas y los niños.
— ¿Y eso te parece correcto?
— ¿Por qué
no? Es una costumbre inveterada: ponte a la entrada del teatro; verás cuántos
señorones pasan con sus familias, por delante de los porteros, sin presentar la
entrada y sin decir más
que «Buenas noches». Todo el que veas entrar diciendo: «Buenas noches» forma parte del tifus oficial.
— Comprendo que los funcionarios
civiles procedan de ese modo, pues ni suelen afinar tanto como nosotros en
delicadezas de ese género ni tienen, como tenemos nosotros, un Reglamento donde
taxativamente se prohíba admitir dádivas ni realizar granjería alguna por razón
del cargo que se ejerce; y me es doloroso ver a iodo un señor general revestido
de autoridad admitiendo lo que a los inferiores se nos prohíbe.
— Pues,
ahí verás.
Fuimos a ver el Don Juan Tenorio
con que debutaba la Compañía «Bertóldez-Alberite». [257]
La platea del capitán general estaba
desocupada; como el cubierto del Comendador.
Entramos en ella.
En el primer acto el don Luis tuvo una
equivocación garrafal:
DON JUAN
Puede ser.
DON LUIS
Vos lo
decís.
DON JUAN
¿No os fiáis?
DON LUIS
No.
DON JUAN
Yo tampoco.
DON LUIS
Pues no
hagamos más el coco;
Yo soy
don Juan.[258]
Alberite, que hacía el don Juan, quedó
un instante suspenso, y a punto estuvo de contestar:
«Yo, don Luis»; mas, se rehízo y
enmendó:
DON JUAN
Perdonad: don Juan, soy yo.
DON LUIS
Es
verdad: yo soy don Luis.
No hace falta describir el choteo del
público, deseoso de más equivocaciones ya que éstas son la salsa de tan
manoseada obra.
Todo fue como una seda, hasta la
intervención del don Diego:
DON
DIEGO
No puedo
más escucharte,
vil don
Juan, porque recelo
que hay
algún río en el cielo
preparado
a liquidarte.[259]
Durante el entreacto, entramos en el
escenario, donde Alberite, hecho una Furia del Averno, por las equivocaciones
habidas en el primer acto, increpaba a todos sus súbditos con las frases más
soeces y los ditirambos más groseros, sin respeto a sexo ni edades.
— Al que me vuelva a soltar otro
camelo en escena, lo pongo de patas en la calle. ¡Esto es una Compañía de
tronchos! La culpa me tengo yo y me está bien empleado; por atender a
recomendaciones, tengo en la Compañía tarugos que no hablan y actrices que
deberían estar en su casita haciendo toquillas para las tiendas.
Herminia temblaba. Era bien patente
que lo de las actrices admitidas por recomendación lo había dicho mirándola a
ella.
Procuré animar a Herminia,
inútilmente; se le saltaban las lágrimas.
Cuando, en su papel de Lucía, se asomó
a la reja, estaba la pobre Herminia azorada, con gran excitación nerviosa. Su
escena con don Juan fue una desdicha:
DON JUAN
Doña Ana Pantoja, y
quiero ver a tu señora.
LUCÍA
¿Sabéis que casa doña Ana?
DON JUAN
Sí, mañana.
LUCÍA
¿Y ha de ser tan infiel ya?
DON JUAN
Sí será.
LUCÍA
Pues, ¿no es de don Luis García?[260]
DON JUAN
Ca, otro día.
(Por lo
bajo a Herminia.) ¡Animal!
LUCÍA
¡Bah! Y ¿quién abre este bolsillo?[261]
D O N JU
A N
Otro bolsillo.[262]
Y, en voz baja, lanzó una blasfemia de
las de carretero borracho.
No pararon ahí las desdichas de
Herminia: al salir vestida de Tornera, y pasar por junto a Alberite que estaba
entre cajas, oyó decir a éste:
— Ahí va doña Camelos.
No es, pues, de extrañar que la escena
con la Abadesa se recitara en esta forma:
A B A D
E S A
¿Qué hay? Decid.
T O R N
E R A
Un doble anciano
quiere hablaros.[263]
A B A D
E S A
Es en vano.
T O R N
E R A
Dice que es de Carabaña
caballero; que sus faros
le autorizan a este peso
y que la urgencia del queso
le obliga al instante a hablaros.[264]
Volvimos al escenario. Mientras
Herminia se cambiaba de vestido, la Estatua del Comendador nos invitó a
pasar a su cuarto, donde estuvimos fumando un pitillo y comentando los camelos
de aquella representación.
— No les extrañe — nos dijo
aquel viejo actor— : el Tenorio tiene el inconveniente de saberse
demasiado de memoria; por eso decimos sus versos antes de pensarlos, y de ahí
las equivocaciones. Para evitarlas, yo, a pesar de sabérmelo como el
Padrenuestro, no digo frase sin antes oiría del apuntador. Esto no lo saben los
principiantes, y menos esa niña que ha hecho la Tornera; la pobre obraría muy
cuerdamente dejando el teatro, porque Dios no la llama por el camino del Arte;
y es lástima, porque su figurita es una monería y su cara una divinidad.
— ¿Cree usted que no sirve?
— Es una equivocada y será una de
tantas víctimas del teatro. Miren ustedes: en mis treinta y cinco años de
actor, he observado que hay fres clases de actrices: Las verdaderas; de
éstas hay pocas; llegan a la cumbre por sus propios merecimientos artísticos y
sin ayuda de nadie. Las inverecundas; éstas son las actrices mediocres,
pero bonitas, que consiguen ocupar puestos preeminentes siendo hoy la concubina
de este empresario, mañana la de aquel primer actor; en el pecado llevan la
penitencia, pues, al salirles las primeras arrugas, son abandonadas por sus
protectores y descienden a primeras actrices en Compañías que no pasan de
Soria, Teruel y Badajoz, y no en época de feria. Y, por último: Las víctimas,
esto es, las que no pudieron llegar a la cumbre por falta de aptitudes o por
sobra de honradez; éstas son la generalidad.
El porvenir de Herminia me interesaba;
Salaverri trataba algo a Pepe Alberite; me introdujo en el cuarto de éste para presentármelo
e interceder por ella.
Hecha la presentación, Alberite, con
ampulosas y rebuscadas frases, tono campanudo y actitud dramática, conceptuó a
Herminia como lo había hecho la Estatua del Comendador.
Verdaderamente, era una desgracia el
estar a las órdenes de Pepe Alberite: farfantón, endiosado, soberbio y procaz
con los humildes, orgulloso, fatuo; sentía [gran admiración por sí mismo y
estaba enamorado de su físico a pesar de que los cincuenta años le habían abultado
el abdomen, conservaba la dentadura a fuerza de postizos y empastes, sus ojos lacrimeaban,
y su cara y cuello presentaban huellas de enfermedades pegadizas; pero, con sus
ternos llamativos, corbatas rutilantes y abrigos de moda inverosímil, todavía
llamaba la atención por la calle.
Entró en el cuarto La Bertóldez y, sin
parar en nosotros, disparó al primer actor, refiriéndose a Herminia:
— Pepe: esa niña es un tiro; hay que
darle pasaporte cuanto antes.
— Desde luego; en eso estoy, pero ya
esperaremos a terminar esta temporada.
— ¿Y por qué no ahora mismo?
— Porque estamos faltos de personal.
Continuó el desacuerdo: La Bertóldez
emperrada en despedir a Herminia aquella misma noche; Alberite en que convenía
esperar a que llegase otra actriz de Madrid.
Como la polémica iba tomando
caracteres dramáticos, mi compañero y yo creímos prudente despedirnos.
Yo me sentía invadido de un
sentimiento de lástima y de simpatía por Herminia desde que la conocí, y una de
las noches que la acompañé desde el teatro a casa, le dije:
— Herminia: he oído decir a usted
repetidas veces que detesta esta vida de teatro.
— Mucho;
no lo sabe usted bien.
— De modo que si se le presentase
ocasión de abandonarla, para siempre, por otra más tranquila y apropiada al
modo de ser de usted...
— Dejaría
el teatro inmediatamente; pero no tendré tanta suerte...
— ¿Por qué no? Usted es merecedora de
todo: de encontrar un hombre a quien unirse en matrimonio y la retire de la
escena para siempre.
— Ese es
el único ideal con que sueño.
— La realización de ese sueño puede
ser un hombre que la ame a usted como la amo yo, Herminia, se lo juro. Para lo
que usted se merece, poco soy, pero se lo ofrezco con toda mi alma y estoy
dispuesto a que nos casemos lo antes posible; viviremos modestamente, como
exige mi paga de capitán, pero viviremos felices, en paz, y lejos de ese
ambiente de bastidores donde sólo espinas le esperan a usted.
— ¡Espinas
solamente! Tiene usted razón.
— Bien; ¿y qué me contesta usted,
Herminia?
— Por de
pronto, le agradezco que se haya fijado en mí. En cuanto a la contestación...
espere unos días; déjeme pensarlo...
— ¿Puedo acariciar alguna esperanza?
¿Sí?
— ¿Por qué
no? — contestóme risueña y con visible alegría.
Las mujeres saben decir sí de
infinidad de maneras; hasta diciendo no; y Herminia con su pregunta,
supo decirme que correspondía a mi pasión.
Me acosté saboreando dos grandes
satisfacciones: mi amor correspondido y la obra de caridad que realizaba
casándome con Herminia.
---
X. LA COLLANTES
A la mamá de Herminia parecióle muy
bien mi propuesto casamiento con su hija y que ésta se retirase del teatro
definitivamente; mas, su cariño de madre no debía reconocer, en público, el
fracaso de Herminia por falta de aptitudes, y propalaba que la retirada de la escena
obedecía al mal trato de Alberite influenciado por la envidia de La Bertóldez,
la cual impedía que a Herminia se le diesen papeles con que ésta pudiera
lucirse y a ella desbancarla.
Enteré a mi tío Exuperio[265]
de la angustiosa situación de Herminia y su madre, describiendo, al propio
tiempo, las bellas cualidades de ambas, y ponderándole mi anhelo de casarme con
la chica.
Contestóme el canónigo aplaudiendo mi propósito,
pues con esta resolución satisfacía yo mi enamoramiento y libraba a Herminia de
una vida de azares y peligros.
Pedí los papeles para casarme. La mamá
pidió también los de su hija.
Todos los documentos necesarios
estaban ya en Sevilla; podíamos casarnos desde luego, pero, a instancias de
Herminia y de su madre, aplazamos la boda.
Hasta cierto punto, estaba justificado
el aplazamiento: faltaban veinte días para terminar la temporada de teatro;
Alberile había tenido la consideración de no despedir a Herminia a pesar de
haber llegado de Madrid otra actriz para substituirla; lo correcto era
corresponder a esa consideración continuando en la Compañía hasta que ésta
saliera para Córdoba dentro de veinte días. Herminia y su mamá eran dos
personas bien educadas y como tales debían portarse, y más teniendo presente que
en las últimas obras representadas recayeron en Herminia papeles de alguna
importancia.
Para nuestro nido de amor encontré un
pisito casi en los suburbios; vivienda muy reducida, lo justo para el
matrimonio y la mamá; y fui viendo y apalabrando algunos muebles; yo contaba
con diez pagas retrasadas, que de Cuba acababa de cobrar, y dos mil pesetas que
mi tío me envió para poner la casa.
Herminia vino con su madre a ver el pisito,
y parecióles bien, más a la chica que a la madre en la cual sorprendí un mohín
de disgusto al ver la falta de luz y escasas dimensiones del dormitorio a ella
destinado.
Las oí hablar del traje blanco, velo y
flores de azahar. Insinué alguna objeción contra este gasto superfluo y, para
nosotros, excesivo; mas hube de batirme en retirada al protestar la mamá que su
hija debía casarse como se había casado su madre y con arreglo a lo que exigía
su condición; y me di por derrotado ante las miradas de Herminia, forzosamente vencedoras
por lo amorosas y tímidas.
Diez funciones faltaban para terminar
la temporada y casarnos, cuando una mañana, al volver del cuartel, tuve con
Herminia y su madre la escena siguiente:
Mamá. — ¿Sabe usted quién ha venido a visitarnos?
Herminia. — No puedes figurártelo.
Yo. — ¿Quién?
Herminia. — Pepe Alberite.
Yo. — ¿Pepe Alberite? ¿Y a qué obedece
esa visita?
Mamá. — A . . . un acto de cortesía.
Yo. — Fuere por lo que fuere, unas
señoras decentes no deben recibir en su cuarto la visita de un sujeto como ese.
Herminia. — No, Claudio; no le hemos
recibido en nuestro cuarto, sino aquí, en el comedor.
Yo. — Es igual: quien le haya visto
entrar o salir de esta casa no sabe en qué habitación le han recibido ustedes.
Herminia. — ¿Qué íbamos a hacer? La
patrona nos pasó recado de que en el comedor había un caballero que necesitaba
hablar con nosotras; salimos y nos encontramos con Alberite. Si yo llego a
sospechar que era él, te aseguro que no salgo.
Mamá . — Mi primera intención, al
verle, fue despedirle con cualquier pretexto; pero me le encontré tan humilde y
acongojado que me cortó la acción.
Herminia. — Parecía otro,
completamente.
Yo. — Pero, bien; ¿puedo saber a qué
diablos ha venido?
Herminia. — No te alteres, Claudio: ha
venido a realizar una acción noble.
Yo. — ¡Noble! ¿Alberite, una acción
noble?
Herminia. — No lo dudes. Muy
angustiado nos ha dicho: «Señoras mías: vengo,
única y exclusivamente, a felicitar a ustedes por el próximo enlace de Herminia
con el simpático y valeroso capitán señor de Béjar, gloria de nuestro Ejército
y, además, a jurarles bajo mi palabra de honor y por el recuerdo de mi santa madre,
que esté en gloria, que me encuentro pesaroso, avergonzado y arrepentido de mi
comportamiento con Herminia. Sí, amigas mías: reconozco que en algunos
momentos, por la índole ingrata y especial de mi cargo de primer actor y
director, me dejé arrastrar por impetuosidades de mi carácter irreflexivo; proferí
denuestos inmerecidos contra Herminia, faltando, estúpido de mí, a la
consideración que merece y al respeto a que tiene derecho indiscutible una
señorita de su ilustre apellido y esmerada educación. Esto, bien lo sabe Dios,
no es vana palabrería; es sincera manifestación, ingenua, espontánea y
desinteresada surgida del fondo de mi alma. Ruego a ustedes, suplico a ustedes
que me perdonen y que me honren considerándome como un verdadero amigo e
incondicional servidor. A los pies de ustedes.»
Mamá. — No dijo más; y se marchó que
se le caían las lágrimas.
Herminia. — Si hubieses estado
presente te hubiera dado lástima.
Yo. — Mucho me extraña esa humillación
en un hombre tan soberbio y orgulloso; bien pudiera ser una comiquería de
Alberite que sabe decir eso y mucho más sin sentirlo.
Herminia. — Opino como tú.
Mamá . — Fingida o no fingida, siempre
es una atención tenida con nosotras y hay que agradecérsela.
*
* *
Aquella noche tuvimos en el teatro un
entreacto muy largo: La Bertóldez estaba con un tremendo síncope y no
encontraban modo de volverla en sí. Al pasar yo hacia el cuarto de Herminia oí
los chillidos de la accidentada; me acerqué al grupo formado a la puerta del cuarto
de La Bertóldez; allí estaba Salaverri que me informó:
— Alberite acaba de tener un violento
altercado con su prójima, a consecuencia de haberle dado a Herminia un papel
que la otra reclama como suyo y a título de primera actriz, con muchísima
razón; parece ser que Alberite ha replicado que La Bertóldez está ya muy
avanzada, el público se pitorrea al verla en ese estado, y debe quedarse en
casa hasta salir de su paso. Se han puesto como dos fieras; un escándalo
tremendo.
Corrí al cuarto de Herminia y me la
encontré muy entusiasmada estudiando el papel causante del patatús de La
Bertóldez.
Yo. — Herminia: ¿es cierto que te han
repartido un papel de primera actriz?
Herminia. — (Muy contenta.) Sí;
un papel precioso.
Mamá. — Y de mucho lucimiento.
Herminia. — Un papel en que voy a
salir
vestida en traje de sociedad, muy
elegante, muy elegante.
Yo. — Y faltando pocos días para dejar
el teatro, ¿vas a hacer ese gasto?
Mamá . — Sí, porque durante esos días,
mi hija será la primera actriz y le suben el sueldo: ocho duros.
Yo. — Herminia: yo te suplico que te
dejes de ilusiones y no aceptes eso.
Mamá . — Tiene que aceptarlo a la
fuerza: La Bertóldez ya no está para salir a escena.
Herminia. — ¿Cómo quieres que deje
colgada a esta gente?
Yo. — Que se encargue otra de las
actrices de ese papel.
Herminia. — Eso le he dicho yo a
Alberite, pero él jura y perjura que no hay en la Compañía otra actriz de
mejores disposiciones que yo; y tanto ha insistido.. .
Y o .— ¿Estás loca, Herminia? ¡Que tú
tienes disposiciones para el teatro! ¿Y te lo has creído? Recuerda las
atrocidades que soltaste en el Tenorio.
Mamá . — Aquello fue . . . por lo que fue.
Herminia. — Dice Alberite que él tuvo
la culpa por haberme puesto nerviosa diciéndome inconveniencias cuando yo iba a
salir a escena. El pobre casi se ha puesto de rodillas, y me ha dicho: «Por Dios, Herminia; sálvame, por lo que más quieras; si
tú no sustituyes a la primera actriz, yo me pego un tiro.» Ponte en mi
caso.
Yo. — ¿Y has permitido que te llame de
tú?
Herminia. — No le he dado importancia,
porque eso es costumbre suya con todas las actrices Jóvenes.
Herminia actuó de primera actriz
interinamente. Una clac[266]
reforzada por Alberite, y el público, siempre indulgente con una hermosa joven
principiante, amañaron un éxito que repercutió en la Prensa.
Hija y madre, rebosantes de
satisfacción, me leyeron las alabanzas que los periódicos dedicaban a Herminia
Collantes; la mayoría hablaban de la hermosura de la actriz más que de sus
méritos artísticos. Uno de los críticos se excedía en sus optimistas
apreciaciones al escribir: «La Collantes es
naciente estrella que aparece en el cielo del arte dramático para deslumbrarnos
con sus fulgores y eclipsar mortecinas luces de oíros astros moribundos que
caminan rápidamente hacia el ocaso.»
Un semanario festivo publicó esta
cruel grosería:
«A la
Collantes dan bombo
críticos
de bastidores;
también
bombo consiguió,
y no
flojo, La Bertóldez.»
El crítico de los astros moribundos
era amigo inseparable de Alberite; La Bertóldez, achacando a éste la
inspiración de aquella indirecta, rompió con él y se despidió de la Compañía.
Alberite no deseaba otra cosa.
*
* *
Herminia. — Nos mudamos de casa.
Mamá. — Vamos a una fonda de las
mejores.
Yo. — ¿Cómo es eso?
Herminia. — Yo lo siento mucho, pero
nos lo exige la Empresa.
Mamá. — Aunque sólo quedan nueve
funciones, dice la Empresa que una primera actriz de la categoría de Herminia
no debe vivir en una modesta casa de huéspedes, pues eso va en desdoro de la
Compañía.
Y se fueron a la fonda.
Ya sólo faltaban dos días para que la
Compañía se marchase. Gracias a Dios, pensaba yo; pero Salaverri vino a darme
una amarga noticia: se estaba ensayando una obra, que había de estrenarse para
debutar en Córdoba, y, en ella, Herminia desempeñaba el principal papel.
¡Oh! No era posible; aquella noticia
sería un invento de los cómicos.
Corrí a la fonda donde se alojaban las
dos mujeres. Cuando yo subía a su cuarto, bajaba Alberite la escalera, orondo, finchado,
rebosante de satisfacción. Hizo intento de saludarme: esquivé su saludo.
Llamé a la puerta. Abrieron. Entré.
— Herminia, ¿es verdad que vas a
estrenar una obra en Córdoba?
Por toda contestación, bajó los ojos,
dejóse caer en, una butaca, ocultó el rostro con las manos, y rompió a llorar o
hizo como que lloraba.
Yo continué:
— Si por un momento te deslumbró el
puesto de primera actriz, yo te lo perdono; pero reflexiona con calma, vuelve
en ti, querida Herminia, y no mates mis ilusiones prefiriendo el ruido de los
aplausos a mis amorosas palabras. ¿No me dijiste que aborrecías la vida del
teatro? ¿No me has jurado amor? ¿No me
has ofrecido ser mi esposa? Contesta. . . ¡Contéstame!
— grité
procurando separar sus manos del rostro.
Intervino la madre:
— No la
mortifique usted más. ¿No ve usted con qué pena está la pobre?
— Es que yo tengo derecho a que se me conteste,
y no me marcharé de aquí sin contestación.
— Es muy sencillo:
nos vamos a Córdoba y después a América con la Compañía que, desde pasado
mañana, se llamará «Compañía Collantes- Alberite».
— De manera que . . . ¿Herminia?
— Es la
substituta de La Bertóldez. Ea; ya está usted contestado.
— ¡La substituta de La Bertóldez!
¿Herminia la substituta de La Bertóldez? ¿Y no se muere usted antes de proferir
semejante insulto contra su hija?
— No, señor;
estoy viva y con mucha salud, a Dios gracias.
— Herminia: ¿es verdad lo que tu madre
acaba de decir de ti?
Sin quitarse las manos de la cara,
Herminia contestó afirmativamente con un ligero movimiento de cabeza.
— Está bien; en este instante siento
estar bien educado, porque la educación me impide decir a ustedes cuanto
merecen.
Herminia se había echado de bruces
sobre el respaldo del asiento, más bien en actitud de dormir que de llorar. Me
acerqué a ella, y dije:
— No llores, desgraciada; guarda esas
lágrimas para cuando Alberite te pegue un puntapié y te abandone, como acaba de
hacerlo con la otra.
Tomé la puerta; bajé la escalera,
agarrándome al pasamano. Llevaba el alma dolorida y conturbada de penosa
emoción.
Escribí a mi tío la maldad de
Herminia, y me contestó: «Perdónala; probablemente,
Herminia es una buena muchacha; pero, el ambiente de la escena es enloquecedor,
y la consecución de un primer puesto suele estar por encima del amor y de las
conveniencias sociales.»
---
XI. ELVIRA ROMERALES
Olvidé a Herminia mucho antes de lo que
yo pensara, pues ni odio ni amor sentía por ella, sino desprecio.
Huérfano, sin una persona al lado en
quien depositar mi cariño, en su defecto, compré unos canarios; mas, yo
necesitaba verme correspondido, e ignoraba si lo era por aquellos pajarillos.
Nuevamente me sentí herido por el
revoltoso bebé de las flechas[267]:
En el segundo piso de una casa, sita
en lo más céntrico de Sevilla, habitaba un señor Romerales con su esposa y dos
hijas casaderas.
Me petó una de ellas. Paseé la calle.
Una tarde que la chica estaba en el balcón, me colé en la portería y pregunté a
la portera:
— ¿Sería usted tan amable que me
dijera el nombre de esa señorita que está en el balcón del segundo?
— Hijo mío, no se lo puedo desir a
uté, porque ayer mismitamente echaron a los otros porteros y entramo nosotros,
y ésta es la hora en que todavía no sé cómo se llaman los vesinos; no sé más
sino que el señor del segundo se llama Romerale; pero ahí baja la donsella de
esos señores y ella le podrá desir.
La doncella se allanó a ver cuál de
sus dos señoritas estaba en el balcón y a decirme su nombre muy en breve, pues
sólo iba a un recado a la tienda de enfrente.
Esperé en la portería. Volvió la
doncella y me informó:
— La que está en el balcón es la
señorita Elvira. Son dos hermanas; la otra se llama Leonor y está para casarse
con un joven de Almodóvar del Río, donde el señor de Romerales, padre de esas
dos señoritas, tiene muy buenas fincas.
Como es consiguiente, gratifiqué a
portera y doncella y ambas se mostraron propicias a facilitar aquellos amores
incipientes.
Ya no estaba la chica en el balcón
cuando salí a la calle. Marché a mi casa y escribí una carta de tonos
vehementes y apasionados a Elvira
Romerales.
Elvira recibió la carta con gran
contento, según después supe, y, si bien su contestación no fue un sí completo,
en sus frases se veía la s y parte de la i.
Cruzamos dos o tres cartas más.
Quedamos en hablarnos de noche por el balcón. Así lo hicimos dos noches. Yo
estaba encantado del talento y discreción con que Elvira supo decirme que
correspondía a mi amor. Además me permitió que, desde el día siguiente, de diez
a once de la mañana, hora en que su papá no estaba en casa, subiese a hablar
con ella a través de la mirilla de la puerta. Subí y ¡oh, contrariedad! Elvira
me dijo:
— Voy a
darte una mala noticia, Claudio: dentro de dos semanas se casa mi hermana Leonor
en Almodóvar del Río y allá nos vamos a vivir.
— Lo siento muy de veras, pero eso no
impedirá que yo siga amándote.
— Y yo
también, Claudio. No dejaremos de escribirnos ni un solo día, ¿verdad?
— Te lo prometo.
— ¿Vendrás
a verme a Almodóvar?
— Siempre que pueda.
— Allí
buscaremos quien te presente a mis papás.
— No deseo otra cosa.
— Espérame
abajo en el portal; voy a salir un momento con la doncella y nos acompañarás. ¿Quieres?
— Encantado.
Esperé en el portal. A poco, bajaron
la doncella y Elvira. Ésta me dijo:
— Aunque
te he dicho que puedes acompañarnos, no te acerques mientras nos puedan ver
desde los balcones de casa.
Y salió a la calle después de
dirigirme una amorosa sonrisa, a la que me fue imposible corresponder: no era
aquélla la señorita de quien yo estaba enamorado; era de su hermana Leonor.
Elvira no me gustaba; no podía enamorar a nadie.
Inmediatamente comprendí lo que había ocurrido;
la que estaba en el balcón cuando yo entré en el portal a preguntar a la portera,
era Leonor: la que estaba en el balcón cuando salió la doncella, era Elvira. Se
conoce que, mientras estuve en el portal hablando con la portera y la doncella,
se metió Leonor y salió su hermana.
¿Qué hacer? Determiné confesar a
Elvira la equivocación. Con este propósito apresuré el paso para alcanzarla,
pero por el camino recordé que dentro de dos semanas se marchaba a Almodóvar
con su familia; así, pues, lo mejor era aguantar aquellos catorce días; la
ausencia se encargaría de poner fin a nuestras relaciones, y yo me ahorraría la
violencia de confesar a Elvira la equivocación sufrida y de herir su amor
propio.
En uno de estos catorce días llegó el
nuevo Capitán general. Yo ya le conocía: el general Longarilles, aquél
procedente de la promoción de los graciosos que nos pasó revista al regimiento
desde el cuarto de banderas.[268]
Tomada posesión del mando, visitó los cuarteles,
mejor dicho, los patios de los cuarteles, donde, por disposición suya, se le
recibió con la tropa formada y las filas abiertas para pasar lentamente por
entre ellas, pues su visita, según dijo y repitió, tenía por único objeto el
que la tropa se fijase bien en sus rasgos fisonómicos y le conociera y saludase
yendo de paisano.
— Yo lo que quiero es que me conozcan —
repetía — ; que se fijen bien en mí; y usted, Coronel, aleccione bien a la tropa de
cómo son los galones y las escarapelas de los cocheros de mi coche para que los
centinelas den la voz de «a formar» tan pronto como los vean.
— Así se hará. Lo malo es que, a lo
mejor, dudan porque suelen confundir el coche de Vuecencia con el del
Gobernador civil y otros con galones y escarapelas parecidas.
— Ya convendremos en una señal que
harán los cocheros con la fusta desde lejos cuando sea mi coche; y en otra
señal, cuando el coche vaya de vacío o vaya en él la nodriza.
Una tarde estaba yo en un gabinete del
Casino. En el salón, y junto a la puerta de dicho gabinete, estaban de tertulia
varios jefes de Cuerpo de la Guarnición, comentando lo que por la mañana les
había dicho el general Longarilles.
Hube de oírlos sin pretenderlo:
— No habrá más remedio; quien manda,
manda: se empeña el General en que cada Cuerpo tenga su himno para que lo
canten los soldados.
— Dice que eso ha dado un excelente resultado en
Alemania, pues gracias a los himnos, el Ejército alemán gana todas las batallas.
— Menos las que pierde.
— De manera que tendremos que buscar un poeta que
nos haga los cantables.
— Y un músico para que se encargue de
ponerles la música.
— Yo le
hice presente al General que la letra para un himno no se le puede encargar a
un cualquiera: se trata de una cosa seria y ha de procurarse una letra escrita
por firma acreditada.
— Y eso ha de pagarse bien, pues nadie trabaja de
balde.
— Naturalmente; pero ¿cómo pongo yo en
la cuenta de gastos del regimiento «Tanto a Fulano de Tal por unos
versos para el himno del regimiento», si no me lo aprobarán?
— Eso
mismo le advertí al General, pero ya me dio la solución; me dijo: «Usted manda un
regimiento de Caballería; tendrá algunos caballos enfermos; pues bien: va usted
beneficiando la cebada que no coman esos caballos y, con el importe, paga usted
los versos del himno.» De manera que ya
tengo el problema resuelto: pagaré al poeta con cebada.
— Para mí, hay otro problema más
peliagudo: los versos de ustedes, al fin y al cabo, son para fuerzas
combatientes, y al poeta le será fácil escribir un himno de esos de:
A la
lid, a la lid,
descendientes
del Cid;
pero, ¿me quieren ustedes decir qué himno me van a
componer a mí para los Sanitarios?
— Sí,
hombre; es muy fácil; yo le escribo a usted la letra de balde:
Marchemos,
sanitarios,
alegres
y contentos
con los
medicamentos
recetas
del doctor;
de grip
y de entripados,
de
granos y postemas,
con
píldoras y enemas
curaremos
el dolor.
Y usted, para sus
obreros de Administración militar, no se apure, que también les haré letra
apropiada:
Somos
los obreros
que al
soldado dan,
tierno y
bien cocido,
pan,
pan, pan, pan, pan.
— Usted lo
toma a broma — oí decir a mi coronel, que formaba parte de la tertulia —
; pero yo, no; ya he pensado en quién me compondrá
la letra para el himno de mi regimiento.
— ¿Quién?
— El
capitán Béjar; tengo entendido que es algo poeta.
Se tenía de mí una idea equivocada; yo
nunca fui poeta y, si de ello estuve algo inficionado, procuré ocultarlo desde
que leí esta máxima del filósofo Epicteto:
«Los poetas son como los ruiseñores:
cantan bien, pero son ignorantes.»
Y más cuando en un semanario madrileño
leí:
«El que
cante un poeta con primor
no
revela talento, no, señor:
de una
manera igual,
por no
decir mejor,
entre la
fronda canta el ruiseñor
y es un
animal.»
El coronel me llamó a su despacho y me
pidió que escribiese el himno, basándome en los hechos heroicos del regimiento
en la campaña de África del 1860.
— Mi coronel: eso es para mí una
empresa superior a mis fuerzas; desde hace días presentía que se me iba a dar
este encargo; he pensado mucho en ello y me doy por fracasado, pues no he
conseguido encontrar consonante en África ni en Rif como no sea pif.
— En
cambio, en Marruecos tiene usted rebecos, zuecos, flecos y
Huecos.
— Ya pensé en ellos, pero no se pueden
aplicar, porque rebecos no sé si los hay en el Rif.
— Se puede
preguntar.
— Los zuecos no es calzado que
usase la tropa ni los moros durante aquella campaña; las flecos no sé
dónde meterlos; y lluecos no los hay, sino lluecas.
— Nada,
nada; usted me escribe el himno, aunque sea diciendo:
«Los
hombres de Marruecos
están
por dentro huecos»;
y, en último caso,
prescinde usted de la historia del regimiento, y escriba lo que le dicte su inspiración.
No hubo más remedio, y escribí esto:
«Luce el
alba sus destellos;
hacia
arriba sale el sol;
tocan
diana en Paracuellos,
en
Madrid y en Castropol.
Despierta,
soldado,
despierta
ligero,
que ya
el cuartelero
te viene
a llamar;
al loque
de diana
se lava
el soldado
y ropa y
calzado
se pone
a limpiar.
De
Marruecos, terror,
empuñando
el fusil,
con frenético
ardor,
mata
moros, dos mil.»
Enterado de este eructo poético, el
pitorreo de mis compañeros fue formidable. Sin embargo, con el chinchín que le
puso el músico mayor del regimiento, el estruendo de cornetas y tambores, y no
fijándose en la letra, hacía buen efecto; y en una función nocturna donde se
cantó adornado de cohetes y bengalas, fui felicitado, y aun hubo quien opinó que
por peores himnos se habían concedido cruces del mérito militar a músicos y
poetas paisanos.
Marchó Elvira a Almodóvar. Al
despedirla en la estación, me presentó a su familia, inopinadamente. Lo sentí.
Me escribió. No la contesté. Me volvió
a escribir. Mi contestación fue: «Estoy enfermo.» Recibí muchas cartas suyas
interesándose por mi salud, y, cansado ya de ser víctima de mis contemplaciones
y miramientos con las mujeres, apelé al recurso de mi amigo Ondítegui[269]
y puse a Elvira esta carta, de la que más tarde hube de arrepentirme:
«Estimada Elvira: La enfermedad que
he padecido puso mi vida en grave peligro. Creyéndome llegado el término de mi
existencia, reclamé los auxilios de la Santa Religión. Recibidos éstos, una
revelación divina me hizo anhelar la paz y tranquilidad de la vida monástica y,
firme en mi propósito, cuando recibas ésta, habré cambiado el uniforme por el humilde
hábito de cartujo. Pido al cielo sobrelleves mi propósito con santa
resignación. Tu hermano en Jesucristo — Claudio.»
Elvira no me creyó y me envió una
carta llena de improperios. A mí, plin.[270]
También escribí a mi tío una extensa
carta refiriéndole cuán desgraciado era yo en todo lo que ponía mano. Aquel
santo varón me contestó:
«Ten
presente, mi querido Claudio, que sólo debes preocuparte de aquellas
contrariedades que afectan a tu honor; las demás considéralas adversidades, y
por ellas da gracias a Dios, pues la Adversidad es gran maestra de la vida,
porque es enseñanza y sus golpes, aunque amargos, nunca son estériles; y
llévalos con paciencia, que es señal de sabiduría y preferible al valor. Tú
eres bueno y, tarde o temprano, llegarás a ser feliz, porque la Felicidad es
hermana inseparable de la Virtud.»
Meditando estaba yo acerca de estas
sabias advertencias cuando entró mi asistente y me dijo:
— Señorito, nos vamos a Madrid.
— ¿Que nos vamos a Madrid?
— Sí, señor; con el regimiento. Me lo
ha dicho el asistente del coronel: que trasladan el regimiento a Madrid.
Mi asistente estaba en lo cierto. Con
actividad febril se dispuso todo para la marcha. Como de costumbre, el mayor
trabajo recayó sobre mí, pues yo era el capitán de almacén, y no descansé ni
dormí en cuarenta y ocho horas, empaquetando, encajonando y trasladándolo todo
a la estación para no quedarme rezagado y poderme marchar en el mismo tren que
el regimiento.
Llegó el regimiento a la estación, ya
de noche. Yo estaba fatigadísimo, muerto de cansancio y de sueño; dos noches
sin dormir, y me esperaba un viaje largo y molesto, pues en el coche de los
oficiales íbamos al completo, y éstos ya habían empezado sus bromas acerca del
himno compuesto por mí y de la belleza de mi novia Elvira.
Mi asistente[271]
me llamó aparte y, sin que nadie se enterase, me advirtió que en la cola del tren
había un coche de primera, desocupado, donde podría ir yo solo y con toda
comodidad.
¡Qué alegría! Poco faltó para darle un
abrazo a mi asistente. Metíme en aquel magnífico coche; me quité espada, ros,
revólver y botas; hice almohada de mi manta de viaje; me acosté tan ricamente,
y pronto quedé profundamente dormido.
Tales eran mi cansancio y necesidad de
dormir, que pasé durmiendo toda la noche.
Desperté ya de día y noté que el tren
marchaba con gran lentitud.
Me levanté y asomé a la ventanilla.
Unos hombres iban empujando el coche por una vía de maniobra.
— ¿Qué hacen ustedes? — les
pregunté.
— Llevar
este coche donde nos han mandao.
— ¿En qué estación estamos?
— En cuál
vamo a etar? En la de siempre: en Sevilla.
— ¿En Sevilla? No puede ser.
— Pue
etaremo en Córdoba, si a ulé le párese.
— ¿Y el tren en que salió mi
regimiento?
— Ya debe
etar serquita de Madrí, si no ha descarrilao.
— Pero, este coche, ¿no formaba parte
del tren?
— Sí ,
señó, y no señó; quiere desirse que este coche estaba a la cola, pero se
desenganchó al ir a salir el tren porque se vió que tenía un muelle roto. ¿Se
entera uté?
Mi desesperación fue grande. ¡Qué
diría mi coronel! ¡Qué de cuchufletas no se les ocurrirían a mis compañeros!
Hubo momento en que pensé en mi revólver; gracias a los recientes consejos de
mi tío no hice un disparate, y determiné presentarme al gobernador militar,
confesarle franca y noblemente mi imprevisión, y acatar resignado la reprimenda
o el castigo a que yo me hubiese hecho acreedor.
---
XII. DE SEVILLA A MADRID
Para que en todo me acompañara mi mala
estrella, estaba de gobernador militar interino un coronel de la guarnición,
rígido, implacable, de un carácter tremendo.
Llegué al Gobierno militar; hablé con
el Mayor de plaza; éste pasó recado y, al salir del despacho, me previno:
— Ande
usted con cuidado, porque el gobernador interino no sé qué disgusto ha tenido hoy
con su cuñada y está de un humor como si hubiese comido tigre.
Entré temblando en el despacho y
expliqué al coronel lo sucedido mostrándome pesaroso de mi torpeza y pidiendo
mil perdones.
Contra lo que yo esperaba fui recibido
con gran amabilidad por aquel señor; ni una palabra, ni el menor asomo de
reconvención; al contrario: el coronel
me consoló diciendo que eso le pasaba a cualquiera, y yo debía estar tranquilo
y sin cuidado, pues él telegrafiaría al jefe de mi regimiento y también le
escribiría suplicándole que diese el caso por no sucedido; y acabó:
— Usted se
marcha, sin falta, esta misma tarde, con un pasaporte[272] que yo le facilitaré, y aquí
no ha pasado nada.[273]
— Muchas gracias, mi coronel; no sé
cómo expresarle mi agradecimiento.
— Nada
tiene que agradecerme; esto y mucho más merece un capitán como usted, cumplidor
de sus deberes, entendido y pundonoroso.
Salí del despacho reflexionando: «¡Cuánto nos
equivocamos al juzgar a las personas! Todos propalan que este coronel tiene un
carácter insoportable y, ahí tiene usted, no he visto señor más considerado,
atento, fino y cariñoso que este gobernador interino; mi propio tío Exuperio no
hubiese hecho más por mí.»
Coloqué mi maletín y manta de viaje en
el tren y, después de haberme bien cerciorado de que aquél era el fren de
Madrid y de que el coche donde coloqué la maleta estaba enganchado y en
perfecto estado de servicio, páseme a pasear por el andén.
Vi entrar una señorita elegantemente
indumentada de viaje y acompañada de una señora de edad. La joven me miró de
modo insistente.
Algo rápido dijo a la señora con quien
iba. Ambas me miraron y cuchichearon. Era bien notorio que hablaban de mí. Me
fijé en la joven y me pareció recordar su carita de querube y aquella naricita
ligeramente aguileña entre ojos centelleantes.
Subieron a un reservado de señoras. La
chica se asomó a la ventanilla. Pasé y repasé varias veces por delante. En una
de mis pasadas la linda viajera sonrió de modo casi imperceptible.
Visto: era una antigua conocida.
Hice intención de saludarla y me
contuve indeciso.
Ella me hizo una inclinación de cabeza
como correspondiendo a mi intención más que a mi saludo iniciado. Me acerqué:
— Usted perdone; creo recordarla a
usted y no acierto de dónde.
— De
Málaga.[274]
— Es verdad: de un baile en un Casino
de Málaga, hace dos años, por Carnaval.[275]
— Exacto.
— Iba usted de dominó de raso negro.
— Con ribetillos
blancos.
— ¿Va usted muy lejos?
— A Madrid.
— Yo también.
Se me presentaba un viaje entretenido
al lado de Rosarito, aquella mascarita que me embromó en Málaga; era muy
hermosa. ¿Por qué no perdonarla si, después de todo, me hizo pasar una noche
deliciosa?
— ¿Van ustedes solas en este
departamento?
— Hasta
ahora, sí.
— Si su mamá y usted no tuviesen
inconveniente, yo tendría mucho gusto en acompañarlas un rato.
— No es mi
mamá la señora con quien voy; es señora de compañía. Por nosotras no hay inconveniente
en que nos acompañe, mientras no suba alguna otra señora, si se lo permite el revisor.
— Muchas gracias. Vuelvo en seguida.
Hablé con el revisor, el cual, enterado
de la conformidad de Rosarito y su señora de compañía, tuvo conmigo la condescendencia
apetecida.
Mas he aquí que, al separarme del
revisor, se presentó en el andén el coronel gobernador militar interino, de
paisano y del brazo de su cuñada, una sesentona escandalosamente gruesa; un
fenómeno de feria.
— Buenas
tardes, capitán — me dijo el coronel—;
aprovechando la feliz casualidad de marchar usted a Madrid, y confiando en su amabilidad,
me permito rogarle que acompañe a mi cuñada hasta la corte y la atienda durante
el viaje, pues necesita ir con una persona de confianza que cuide de ella.
— Con mucho gusto, mi coronel.
— No es
que esté delicada de salud, pero le sienta muy mal el traqueteo del tren y se
marea horriblemente.
— Sí , señor— continuó la
señora cetáceo— , solamente de pensarlo ya vengo mareada. Mire usted: para mí, un viaje es
una verdadera enfermedad, un martirio, y más que por mí, lo siento por las
personas que me acompañan, pues reconozco que soy una calamidad insoportable.
— Por Dios, señora, no diga usted eso;
estoy a su disposición incondicionalmente.
— No puede
usted imaginarse cuánto se lo agradezco, capitán — dijo el coronel — , porque me ahorra usted un viaje a Madrid.
La cuñada fue izada, más que subida,
al departamento donde yo tenía mi maleta, y, seguidamente, fueron llegando
cajas de sombreros, maletines, líos, cesto, jaula y demás impedimenta que
caracteriza el viajar a la española.
El coronel, al ver a su cufiada ya en
el tren, lanzó un resoplido de satisfacción, como diciendo: «Ahí queda eso.»
Yo hubiese ido a advertir a Rosarito
este contratiempo, pero en la estación dieron la señal de salida cuando todavía
estaba yo colocando, superponiendo y adosando los bártulos de la monstruosa
viajera.
Partió el tren. Antes de llegar a
Brenes[276], ya mi
compañera de viaje había devuelto cuanto en su estómago almacenaba, y no era
poco; y así continuó todo el camino. Fiel a la misión que se me encomendó, yo
le daba con frecuencia agua, aguardiente, limón y otras prevenciones que en
abundancia y contra el mareo traía la señora; y le preparaba de continuo alimento
para que las arcadas no le cogieran con el estómago vacío. En cada estación donde
el tiempo de parada lo permitía, hube de bajarla a pasear del brazo, y a otros
menesteres, y volverla a meter en el tren, trabajosamente, como a colchón por
ventanillo escaso.
Su angustia y mareo no le impidieron
contarme que hacía seis meses había enviudado; y practicar conmigo la muy
bonita costumbre española de colocarme minuciosamente toda la enfermedad del
difunto, desde los primeros síntomas hasta ser llevado al cementerio; y, por si
esto no fuese bastante agradable y entretenido, me confió que había quedado sin
sucesión en su matrimonio a consecuencia de un aborto cuyos detalles me explicó
y tuve que escuchar con resignación.
Ya se habrán explicado ustedes por qué
un señor de tan mal carácter como el gobernador militar interino, estuvo atento
y amable conmigo: para endosarme a su cuñada.
Mi calvario de viaje tuvo un
paréntesis: en Posadas[277]
subieron a nuestro departamento dos señoras y éstas se brindaron a cuidar de la
cuñada mientras yo iba a hablar un rato con Rosarito.
— Perdonen si no he venido antes: el
gobernador militar de Sevilla me ha reventado encajándome la comisión de
acompañar a su cuñada hasta Madrid.
— Ya le
hemos visto a usted paseando con ella por el andén.
— Menos mal que han subido dos señoras
que van a Córdoba y, hasta allí, haré a ustedes compañía.
— Permítame
le presente a mi madrina doña Petra de Arlanzón.
— Muy señora mía. Tanto gusto ...
Y volviéndome a Rosarito:
— ¿Se acuerda usted de aquel baile de
Carnaval en Málaga?
— ¿No me
he de acordar?
— Fue una niñada, un capricho que no
pudimos quitárselo de la cabeza; se empeñó en ir al baile para hablar con usted
y la tuve que acompañar.
— Después
lo pensé mejor, y créame usted que me arrepentí de haber ido. ¡Qué habrá usted pensado
de mí!
— Nada, Rosarito; una bromita de
Carnaval y nada más.
— ¿Cómo,
Rosarito? ¿Ha olvidado usted cómo me llamo?
— ¿No se llama usted Rosarito?
— No,
señor; Aurora.
— Pero, Rosarito, ¿todavía tiene usted
ganas de broma? Ya no estamos en Carnaval.[278]
— ¿Qué
está usted diciendo?
— Que es usted una actriz admirable.
Bien se burló usted de mí en el Casino de Málaga.
— No, señor;
yo no me burlé de usted.
— Es inútil que quiera usted continuar
la güasita; al día siguiente, por la mañana, me enteraron de todo.
— ¿Le
enteraron de todo?
— Sí, un joven de Málaga llamado Paco Laínez:
¿le conoce usted?
— Ya lo
creo, por desgracia; ¿quién no conoce en Málaga a Paco Laínez? ¿Y qué le dijo a
usted Paco Laínez?
— Lo que usted ya sabe.
— Cuénteme,
a ver.
— Bien; la regalaré a usted el oído
refiriéndole lo que sabe mejor que yo: La tarde de aquella noche de Carnaval,
al volver Paco Laínez de su dehesa...
— Un
momento: ¿Paco Laínez le dijo que era propietario de una dehesa?
— Sí.
— Primer
embuste.
— Y que tenía una jaca preciosa y
seiscientos cochinos... y...
— Y con
él, seiscientos uno. Todo eso que le contó es mentira: ni Paco Laínez tiene
dehesa, ni jaca, ni borregos, ni cochinos.
— No tiene
más que unos zafones y una chaqueta con coderas para presumir de ganadero
— añadió doña Petra.
— Bien, sea como fuere; Laínez me vió
salir del cementerio de los ingleses; fue a casa de una familia amiga suya; a
la mamá y a las dos niñas de esa familia les contó mi extraordinario parecido
con el difunto Miguel Brigthon; y como, según me aseguró, las tres son las más guasonas
de Málaga, se les antojó tomarme el pelo, y Rosarito, que es usted, fue la
encargada de escribirme la carta y de darme la noche en el Casino, fingiéndose
la viuda de Miguel Brigthon. Con que ya lo sabe usted, Rosarito.
— ¡Y dale
con Rosarito! Le he dicho a usted que me llamo Aurora, y soy la viuda de Miguel
Brigthon.
— ¿Es posible?
— Vamos
despacio, amigo mío: ¿Cuándo Laínez le contó a usted ese cuento chino, sabía él
lo ocurrido a usted en el baile?
— Sí , se lo había confiado un amigo
mío: el teniente Andoaga.
— ¿y usted
tuvo la candidez de creer cuanto Paco Laínez le dijo?
— ¿Por qué no, Rosarito?
— Haga usted
el favor de no volverme a llamar Rosarito; se lo suplico.
— Pero, ¿es posible que insista usted
en aquella comedia?
— Comedia fue
cuanto le dijo a usted Paco Laínez. Sepa usted que ese trasto, desde que enviudé,
pretendió casarse conmigo; no cesó de pasearme la calle y de asediarme a cartas.
Enterado de lo ocurrido en el baile, y creyendo ver en usted un rival, un obstáculo
a sus inútiles pretensiones, inventó la patraña de la Rosarito para evitar que
pensara usted en mí si por mí se había interesado.
— Puede usted
creerlo, señor capitán— afirmó doña Petra — ;
lo dicho por Aurora es la pura verdad: ella es la viuda de Miguel Brigthon, y
yo, una de las máscaras que la acompañamos al baile vestidas de dominó negro con
ribetes blancos, ¿recuerda usted?
— Como si lo estuviese viendo...
— ¿Se ha
convencido usted? — me preguntó Aurora.
— Convencido; ahora comprendo la
argucia de aquel trapalón de Paco Laínez. Aseguro a ustedes que si un día me lo
encuentro he de cruzarle la cara.
— Déjelo;
es un desdichado. Y usted olvide lo del baile y no lo achaque a ligereza mía, sino
a una ceguera, a un arrebato de amor por mi desventurado Miguel. Después
reflexioné y comprendí que hice mal.
Doña Petra afirmó:
— No sabe
usted la impresión que le causó a Aurora verle a usted en el cementerio
precisamente la tarde en que salió de casa por primera vez desde que ocurrió el
triste accidente del tren; creímos que se nos volvía loca, y no hubo manera de
hacerla desistir de la cartita, que yo misma llevé, y de ir al baile del Casino.
— Quisiera hacer a usted una pregunta,
Aurora, pero temo ser indiscreto.
— Voy a
contestarle sin necesidad que me pregunte: Sí, señor; continúo viuda.
— ¿Y cómo adivinó usted la pregunta?
— Porque
es la que me hacen todos.
— Se comprende: una viuda tan joven y
tan bonita como usted, tendrá muchos pretendientes.
— Algunos,
pero sigo luchando con el recuerdo de mi pobre Miguel.
Y clavó sus hermosos ojos en mí.
Palpitó mi corazón con violencia. El destino me colocaba otra vez junto a la
mujer enamorada de mí y, aunque fuese en representación de otro, éste ya no
existía y ella merecía ser amada.
Me hizo saber que había perdido a sus padres
y a su suegro, míster Brigthon, y vivía con doña Petra, madrina suya, a la cual
consideraba como a una segunda madre.
La presencia de esta señora que
alternaba en la conversación, detuvo el que yo declarase mi amor a Aurora y el
deseo vehemente de casarme cuanto antes; pero continué allí esperando ocasión
propicia para decirle a Aurora el afecto que por ella sentía.
— ¿Piensan ustedes estar mucho tiempo
en Madrid?
— No
sabemos; eso depende de cómo se presenten nuestros asuntos.
— Si en algo puedo ser útil...
— Estoy en
tratos para traspasar la fábrica de alcoholes de Málaga; ahora la tengo en manos
de un administrador, y ya sabe usted lo que son los administradores.
— Administrador que administra y
enfermo que enjuaga, algo traga.
— Usted lo
ha dicho — convino doña Petra.
— Si
conseguimos traspasar la fábrica, tal vez me decida a fijar mi residencia en la
corte.
— ¡Cuánto me alegraría, Aurorita, si
se quedase usted en Madrid!
— Veremos
a ver.
Hubo un largo silencio durante el cual
nuestros ojos se dijeron pensamientos adorables. Nos habíamos comprendido.
El tren detúvose en una estación. Se
abrió la portezuela.
— ¡Malo! — dije yo — ; si vienen
señoras, tendré que ahuecar.
— Tal vez no tengan inconveniente en que venga usted
un rato más con nosotras; diremos que es usted un pariente nuestro.
Estábamos en Almodóvar del Río[279].
Al pie de la portezuela aparecieron una mamá[280]
con sus dos hijas: Leonor y Elvira, la fea Elvira, la novia que tuve en
Sevilla. ¡Horror!
Abrí la portezuela opuesta y, sin
despedirme de Aurora ni de su madrina, salté del coche y me fui a cuidar de la
cuñada del coronel.
No sé, pero, al saltar del coche, me
pareció oír a la mamá de Elvira, que decía: «¡El fraile!»
En Córdoba bajaron las otras señoras
que en Posadas subieron, y quedé otra vez a solas con la voluminosa cuñada.
Esta, medio tumbada, dormía y roncaba sibilante.
Corrí la pantalla de la luz del techo
y el departamento quedó casi a obscuras. Me tumbé a la larga, cerré los ojos e
hice examen de conciencia, diciéndome a mí mismo: «Vamos a ver, Claudio; tú te has
portado siempre correctamente, pero con Elvira diste un mal paso y se te fue la
burra al sembrado; la carta que le escribiste dando por terminados nuestros amores
por haberte metido a fraile de la Trapa[281],
fue una gatada propia de un fresco, como tu amigo Ondítegui[282],
pero no de una persona de tu formalidad y de tu respeto con el bello sexo. Debiste
desengañar a Elvira franca y lealmente y, si por mal entendida consideración no
lo hiciste desde el primer momento, obligación tenías de hacerlo en tu última
carta sin unir, como uniste, la burla al desengaño. Hoy, esta falta de
corrección acaba de separarte del lado de Aurora, quitándote ocasión de
declararle tu amor y de averiguar cuál será su paradero en Madrid. Ella y
Elvira te han visto salir del coche, como lo hiciera un malhechor fugitivo; lo
probable será que comenten tu huida, la viudita llegue a conocer tu mal comportamiento
con Elvira, y forme de ti un concepto desdichado. Arrepiéntete de aquella carta
escrita en mal hora, pues no hay falta ni aun pecado que con el arrepentimiento
no se borre, y ello sírvate de escarmiento; y ten presente que cuanto malo se
hace en esta vida es arma de dos filos y contra nosotros vuelve el más temible
y peligroso.»[283]
Y, haciéndome estas reflexiones, quedé
profundamente dormido.
Los primeros albores de la mañana
iluminaban el horizonte; el paisaje empezaba a tomar forma y color cuando fui
despertado por la señora cuñada:
— Tengo un gran desconsuelo en el
estómago. ¿Sabe usted en qué estación podré bajar a tomar algo caliente que me
entone?
— No sé; voy a mirarlo en la Guía de
ferrocarriles.
La Guía la llevaba yo en el maletín
que, con mi manta de viaje, puse en la rejilla. Busqué el maletín; el maletín
no estaba: me lo habían robado.
— ¿Le han robado el maletín?
— Por lo visto, mientras estábamos
dormidos, pues cuando volví del otro coche metí la Guía en el maletín; lo
recuerdo bien.
— ¡Jesús, qué maldición de viajes! También
me lo robaron a mí hace un año entre Pozaldez y Medina del Campo; y a estas
señoras que han bajado en Córdoba, según me han contado, hace cosa de un mes
también les robaron un maletín entre Manzanares y Alcázar de San Juan. Se
conoce que el robo de maletines en los trenes es nuestro pan de cada día, mejor
dicho: nuestro pan de cada noche.
— Pero, digo yo: A los rateros de
tren, ¿quién les informa durante el viaje de los departamentos donde hay
viajeros durmiendo y maletines fáciles de quitar?
— Alguno que esté bien enterado.
— Naturalmente; pero, ¿quién es?
— Ese es el busilis que convendría
poner en claro.
En la estación siguiente bajé a dar
parte del robo.
Callo el nombre de la estación,
perteneciente a una población de alguna importancia, pues cuanto en esta
población me ocurrió, suele repetirse en más de cuatro de las que figuran en la
Guía de ferrocarriles españoles, y no quiero colgarle a determinada población
lo que a más de cuatro comprende; mas, como en mi relato he de referirme a ella,
la llamaré Más de Cuatro para condensar en una lo que a más de cuatro
corresponde.
Entré en el despacho del jefe de
estación, donde concurrieron la pareja de la Guardia civil, el conductor del
tren, y un sujeto chiquitín, enclenque y con cara de aguilucho hambriento que
dijo ser el inspector de Policía de Más de Cuatro, el cual anotó mi nombre, el
de mi regimiento y los objetos contenidos en el maletín, mostrándome tanto
sentimiento por el percance como si él fuese el propietario del maletín, y más
todavía porque en aquel mismo trayecto venía repitiéndose el robo de maletines
con una frecuencia que le tenía desesperado.
— Vaya
usted tranquilo — me despidió el inspector — ;
yo también he servido en la Milicia y estuve en el Norte y, basta que sea usted
militar, yo le prometo buscar su maletín y encontrarlo, así esté metido bajo
siete estados de tierra.
Llegamos a Madrid. La obesa cuñada me rogó
que la acompañase del brazo a su domicilio, pues el andar a pie la sentaría
como mano de santo contra el mareo que aún le duraba.
Doña Petra y Aurora salieron de la
estación juntas con Leonor, Elvira y su mamá. Esto me escamó y no sin motivo,
como se verá más adelante.
Completé mi cometido dejando a la
colosal cuñada en su tercer piso, con entresuelo, al final del barrio de
Argüelles.
---
XIII. CECÉ
Estuve en la Central de Correos, en la
de Telégrafos y en la de Teléfonos para averiguar el paradero de Aurora; no lo
conseguí.
Recorrí espectáculos y paseos
públicos; monté en todos los tranvías; pregunté en varias fondas: no pude dar
con ella.
Por fin, una mañana, yendo yo al
frente de mi compañía y marchando al compás de la música, a relevar la guardia
de Palacio, la vi con su madrina. Las hice una ligera inclinación de cabeza; lo
único que me permitía mi situación en aquel momento. No fui contestado.
Sin duda no se fijaron en mí.
Una tarde, estando de guardia en el
Ministerio de la Guerra, pasaron por la misma acera; me vieron y, al ir a
saludarlas, esquivaron mi saludo.
Ya no había duda: Aurora me había
retirado su amistad. ¿Por qué motivo? Tal vez por lo que Elvira le contara de
mí: que yo había cometido la cocherada de dejarla con la canastilla hecha.
Pero ¿qué le importaba a Aurora de aquellos no sentidos amores míos? O quizá Aurora,
arrepentida y avergonzada, para borrar todo rastro de aquella noche de
Carnaval, me negaba hasta el saludo. Mas, siendo así, ¿cómo estuvo tan
afectuosa conmigo en el tren? ¿A qué achacar cambio tan repentino? ¿Tendría
Aurora algún nuevo amor? ¿Sería yo un estorbo para el preferido pretendiente? Sí,
esto, esto debía ser. Sin duda yo tenía un rival...
Por primera vez sentí la tortura de
los celos y levanté en mi alma tempestades de imaginaciones y sospechas sin
haber razón ni prudencia que las sujetara.
Yo necesitaba hablar con Aurora.
Telegrafié a Málaga, a mi compañero
Andoaga[284]: «Averigua
fábrica alcoholes Brigthon y telegrafía paradero Madrid Aurora.»
Andoaga cumplió el encargo y me
telegrafió el nombre de la fonda donde se hospedaba Aurora y su señora de
compañía.
Corrí a la fonda. Pregunté por las dos
forasteras. Aquella mañana se habían marchado a Málaga.
Escribí extensa carta certificada a
doña Aurora Castillo, viuda de Brigthon, fábrica de alcoholes. Málaga.»
Aurora recibió mi carta según comprobé
en la Central de Correos, pero no se dignó contestarme.
Estaba visto: entre Aurora y yo todo
había terminado.
De cuantas decepciones amorosas sufrí,
ninguna como ésta me produjo tan honda pena.
Yo leí, no sé dónde, que las heridas
del corazón se curan o, por lo menos, se hacen llevaderas por medio de una
ilusión nueva que tienda una piel rosácea sobre la roja cicatriz, pero ya me
encontraba vencido y sin alientos para buscar esa nueva ilusión.
Una profunda melancolía invadió mi espíritu.
Para sacarme de ella, un amigo me
presentó en casa del Barón de Orbi, señor rico y espléndido; tanto a éste como
a su esposa les gustaba gozar de la vida, y, en las noches de los martes y
viernes — días en que no iban al teatro — tenían en su casa gran diversión: se hacía
música, se recitaban versos, se solucionaban acertijos y hasta se hacía
gimnasia de salón; de todo menos bailar, pues allí no acudía señorita alguna.
Se reía de lo lindo, especialmente después de la opípara cena con que se
obsequiaba a la concurrencia, compuesta de unos pocos amigos íntimos. Todas las
noches cantaba el Barón, su esposa le acompañaba al piano, y nuestro
incondicional aplauso les hacía felices.
Una noche llegué algo tarde. Entré en
la sala. Estaban bailando. No había más que una señorita que bailase; los
caballeros formaban corro; ella tomaba uno por pareja, daba unos saltos con él,
le dejaba, tomaba otro, y así sucesivamente, con gran algazara de todos.
No me dio tiempo a saludar: tan pronto
aparecí en la puerta de la sala, dio un empellón a su pareja, se agarró a mí y,
quieras que no, tuve que bailar con ella y, en habiendo saltado unos compases,
me tendió la mano; dijo «muchas gracias» y fue
a bailar con otro.
— ¡Qué simpática! ¡Qué agradable! —
escuchaba yo decir.
— Da gusto
tratar con una chica así.
— Esta Cecé tiene para todos.
— Respira
distinción.
— Una
chica a la moderna.
Era Cecé delgadísima, y a gala tenía
mostrarlo, pues usaba falda de vuelo mínimo, muy pegada al cuerpo, y se adivinaba
escasa ropa bajo la falda; joven, más tenía de fea que de bonita, pero, a falta
de hermosura, se hacía muy simpática por lo dicharachera, saltarina y
enredadora.
Su hermano, con quien venía a casa del
Barón, la reprendía muchas veces sus atrevimientos. La contestación era «vete a paseo» o algo más pintoresco.
La segunda vez que vino a la reunión
me propuso una partida de tute mano a mano; le gané los dos primeros juegos,
agarró las cartas, me las tiró a la cara y se levantó llamándome antipático.
Yo estaba en débito con los señores de
la casa: todos los contertulios se desvivían por traer entretenimientos menos
yo. Había que hacer algo.
Llevábamos una temporada de subidas y caídas
de Gobiernos que duraban un mes, una semana, dos días; el actual estaba en
crisis.[285] Aproveché
la actualidad de la crisis para hacer unos versos alusivos y leerlos en casa
del Barón.
La noche que los llevé, la Baronesa me
presentó a su hermano don Juan de Begonia, recién llegado a Madrid; señor bien nutrido,
de barba recortada y larga y flamante levita.
El anuncio de la lectura de mis versos
fue recibido con general regocijo. Sentáronse. Me coloqué en el centro de la
sala. Se hizo silencio. Leí:
LA NEGRA
NACIÓN
Existe una nación — cuál es no
digo
ni es necesario hacerlo —
situada al norte del Mediterráneo
y al sur del Pirineo.
Yo la llamo nación, por llamarle
algo,
pues, en su fértil suelo
otros seres vivientes no se han
visto
sino mirlos y cuervos
de ambición desmedida, y que,
tomando
de nosotros ejemplo,
para estar igualmente que los
hombres,
nombraron su Gobierno:
ocho ministros, con su
presidente,
un Senado, un Congreso
y los gobernadores de provincias
con magníficos sueldos.
Cuando los gobernantes ocuparon
sus respectivos puestos,
quejáronse las aves gobernadas
y amotinóse el pueblo.
¿Por qué motivo? Porque
pretendían
que el color del Gobierno
fuese blanco — el emblema de
pureza —
y no de color negro.
Procuraron, con otras elecciones,
un Gabinete nuevo
y eran negro», lo mismo que los
otros,
los que al Poder subieron.
Desde hace siglos, esas negras
aves
a que yo me refiero,
continúan, tenaces, aferradas
al ridículo empeño
de tener Gabinetes níveos,
blancos,
sin poder obtenerlos,
pues no hay en la nación que yo les
digo
más que pájaros negros.
¡Qué gran insensatez, si alguno
espera
que el próximo Gobierno
ha de ser como el campo de la
nieve!
Suba Juan, suba Pedro,
el color de pureza es una utopía
en la nación de mirlos y de
cuervos.
Mis versos eran ramploncillos, pero
reflejaban el ambiente de escepticismo reinante en aquella época; fueron
elogiados por la concurrencia, sobre todo por don Juan de Begonia, hermano de
la Baronesa, y me felicitó por ellos.
A las tres de la madrugada terminó la
reunión y nos fuimos a casa.
Cecé y yo marchábamos buen trecho
delante del grupo en que iba su hermano. La noche era fría. Por la calle apenas
encontrábamos a nadie.
De pronto y sin venir a cuento, Cecé
soltó una carcajada.
— ¿De qué se ríe usted?
— Es usted
el mismísimo demonio.
— ¿Yo? ¿Por qué?
— Le tenía
yo a usted por un joven algo apocado, pero veo que es usted muy atrevido; más
vale así.
— ¿Por qué dice usted eso?
— Se
necesita atrevimiento para hacer lo que ha hecho usted esta noche.
— Pues ¿qué hice yo?
— Leer
esos versos en casa del Barón.
— ¿Qué tienen de particular?
— Casi
nada: el hermano de la Baronesa ha sido Gobernador civil de Tarragona y de Zaragoza
durante Gobiernos anteriores, y ayer llegó a Madrid porque está indicado para ministro
dentro de pocos días.
— ¡Qué me dice usted!
— Lo que
oye.
— Caramba, lo siento; yo no sabía nada
de eso. Menos mal que en mis versos callo la nación a que aludo.
— Dice
usted que está entre el Mediterráneo y el Pirineo; ¿le parece a usted poco?
— Bien, pero hablo en general, sin
referirme a persona determinada.
— ¿Cómo
que no? «Suba Juan, suba Pedro»; y el hermano de la Baronesa se llama Juan.
— ¡Es verdad! No había caído en ello.
. .
— Ha
metido usted la patita, pero que muy bien.
Y soltó otra carcajada.
— El caso es que don Juan Begonia no
se ha incomodado por mis versos, porque me felicitó por ellos y me estrechó la
mano.
— Farsa.
¿No ve usted que es un industrial de la Política?
Acabábamos de atravesar la plaza de
los Mostenses y de dar vuelta a una esquina. A tanta distancia venía el hermano
de Cecé y sus amigos, que me detuve y dije a ésta:
— Vamos a esperarlos...
— No, señor;
no tenemos por qué esperarlos, y si no que no sean latas parándose cada dos
pasos. Siga usted adelante.
— Mire usted que vamos a perderlos de vista.
— Ellos
tendrán la culpa, si nos perdemos.
— Sí, pero...
— Con el
frío que hace, no es cosa de pararnos ni de andar despacio, sino de correr.
¿Vamos a dar una carrera para entrar en calor? Ande
usted: a ver quién llega antes al final de la calle.
Y echó a correr, ligera como una
corza. Quedé un momento indeciso; yo no debía dejarla sola; salí corriendo tras
de Cecé. Llegó al extremo de la calle, dobló la esquina, se metió por otra
calle, luego, por otra... en fin, que nos encontramos solos y sin saber la dirección
que necesitábamos tomar para ir a casa de Cecé o encontrar al hermano de ella con
sus amigos.
— ¿Ve
usted, Cecé, qué compromiso?
— No haga usted caso; hay que ser así.
Un sereno nos orientó. Llegamos a casa
de Cecé. Su hermano esperaba en la puerta; frenético, rabioso, echó a Cecé gran
reprimenda, y aunque nada me dijo a mí, marché a mi casa muy apesadumbrado.
Comprendí que lo prudente era no volver a casa del Barón: por lo de los versos
y por lo peligroso que era el ser amigo de Cecé.
---
XIV. LA TERTULIA DE DON JOSÉ
Era don José un viejo solterón,
coronel de Infantería, retirado y habilitado de los generales en situación de
cuartel. Vivía con doña Sixta, anciana de bastante ilustración y talento, que
así cuidaba de la casa como ayudaba en los asuntos de la Habilitación. Todas las
noches congregábanse en casa del coronel habilitado algunos compañeros suyos,
de armas, casi todos retirados.
Huyendo
yo de concurrencias donde hubiese peligros de chicas jóvenes que me
encalabrinasen de nuevo, fui a dar en la tertulia de don José, gran amigo de mi tío Exuperio[286],
pero de nada me sirvió: el Amor es inseparable de la juventud, y como nuestra
propia sombra nos sigue.
Una noche, doña Sixta estaba más
contenta y expansiva que de costumbre. El general Escande[287],
que era uno de los asiduos concurrentes, le preguntó:
— ¿Con que
la hermana de usted viene a vivir a Madrid?
— Sí, señor.
— ¿Sola o
con la viudita?
— Con la
viudita, que por fin ha conseguido traspasar la fábrica de alcoholes.
— ¿De Málaga? — pregunté.
— Sí , de
Málaga — respondió doña Sixta —. ¿Acaso
conoce usted a Aurora?
— No; no señora.. . es que. . . no sé
dónde he oído hablar de una fábrica de alcoholes que estaba a la venta en Málaga;
no recuerdo el nombre; me parece que dijeron «de la viuda de. . . de
Milton».
— Brigthon.
— Eso es, Brigthon.
Los veteranos se enfrascaron en
discusión acerca de si existe o no existe alguna disposición que prohíba
afeitarse el bigote a los militares. Unos opinaban que todo buen militar debe
llevar bigote.
— Pero,
¿qué tiene que ver la peluquería con la guerra? — gritaba el general
Escande, que llevaba el bigote afeitado — . Nadie
tiene derecho a disponer de la cara de los demás. ¿Acaso el bigote influye en
el éxito de las batallas? Julio César, los generales Castaños, Ricardos,
Wellington, Napoleón Bonaparte y muchos más, no llevaban bigote, y no me
negarán ustedes que fueron excelentes militares. Puesto el asunto a discusión,
yo votaría que en el Ejército se suprimiese el bigote, porque es una porquería,
como dijo muy bien cierto escritor:
No cabe ninguna duda
que el bigote, señor conde,
es el basurero donde
vuestra nariz estornuda.
Mientras continuaba esta peliaguda
polémica, díjome doña Sixta confidencialmente:
— ¡Si
viera usted qué bonita es la viudita de Brigthon!. . .
— ¿Sí?
— Preciosa;
y además dueña de una fortuna muy saneada; sólo por la fábrica de alcoholes le
han dado veinticinco mil duros.
— ¡Caramba, caramba! . . .
— Usted
que está en estado de merecer, ahí tiene una buena proporción: Aurorita.
Callé.
— Cuando
llegue a Madrid, ya se la presentaré a
usted.
— ¡No, por Dios; no me la presente
usted, ni le diga que me conoce!
— Pues ¿y
eso? ¡Si es tan buena chica! Yo le aseguro que le encantará.
No hubo más remedio: confié a doña
Sixta absolutamente todo cuanto con Aurora me había ocurrido, desde aquella
noche de Carnaval[288];
mis sospechas de que Elvira Romerales hubiese influido en el ánimo de Aurora
contándole mi mal comportamiento y lo de la carta de «Fray Claudio»[289];
y, por último, mis desdichados amores con Mari[290],
Cipriana[291],
Niña Gala[292],
Irene[293],
Isidora[294],
Herminia[295] y la
inglesita Elsie[296],
y que desesperado, al recordarlos[297],
escribí a Elvira aquella carta de mis pecados[298].
Y terminé:
— Créame usted, señora; he amado con
exceso; he sido mártir del respeto y veneración que por las mujeres he sentido;
me han engañado, se han burlado de mí, y he decidido poner término a mis
sufrimientos, echando siete llaves a mi corazón.
Doña Sixta, después de escuchar mi
relato con suma atención, me dijo:
— Todo
está perfectamente explicado: ha de saber usted que Elvira Romerales es prima hermana
de Aurora.
— ¿Elvira, prima de Aurora?
— Sí; y
como las mujeres o amamos o aborrecemos, Elvira le contó horrores de usted para
que le odiase; también, como si lo viera.
— Y lo ha conseguido: Aurora me odia.
— A medias
nada más; por lo que usted me ha contado, Aurora le ama a usted.
— ¿Que Aurora me ama?
— Con toda
su alma.
— ¿En qué funda esa afirmación?
— En que
las mujeres tenemos ojos de lince para comprender a las demás. Lo que sucede es
que ella ahora está indecisa, contrariada, por la serie de disparates y
exageraciones que Elvira le habrá colgado a usted; pero esa indecisión romperá
en favor del amigo Béjar si atiende usted y sigue mi consejo.
— Se lo agradezco, señora, pero es
inútil; ya le he dicho que cerré mi corazón con siete llaves.
— ¡Con
siete llaves! ¡Cuán equivocado está usted si tal cree, amigo Béjar! Los que, como
usted, han amado con exceso a las mujeres, tienen por castigo quererlas siempre
y cada vez más; por lo tanto, créame a mí: antes de caer en un nuevo amor
inseguro, es preferible que insista en el de Aurora, la cual sólo espera que usted
le dé explicaciones y se sincere ante ella; y en refiriéndole usted lealmente
todos sus pasados amores y los crueles desengaños de que fue víctima por haber
tenido tan grandes consideraciones con las mujeres, ella le admirará, como yo
le admiro, encontrará justificado el rompimiento de usted con Elvira y hasta la
carta que escribió en un momento de arrebato.
— Esa es una opinión de usted; tal vez
Aurora opina lo contrario.
— Opina lo
mismo que yo, tengo la seguridad.
— ¿Por qué?
— Porque
las mujeres, en asuntos de amor, diferimos muy poco unas de otras.
— ¿Y cree usted que me perdonará lo
hecho con su prima?
— Le
perdonará, no lo dude, porque ella comprenderá el estado de ánimo de usted al escribir
aquella carta; y comprenderlo todo, es perdonarlo todo. Además, para las almas grandes,
para una chica tan buena como Aurora, el perdonar es una de las mayores
delicias, y ella, que es un ángel de bondad, le perdonará; y esas siete llaves
con que usted se engaña, no serán de hierro sino de cera, y las verá derretirse
con una mirada de Aurorita. Hable usted con ella; siga mi consejo.
— No me atrevo: he perdido toda
esperanza.
— Eso,
nunca; antes pierda usted la vida que la esperanza, pues si con la esperanza no
recobra el bien deseado, le hará feliz mientras lo espere.
Doña Sixta se expresaba con la
convicción de una clarividente; como si estuviese leyendo en el pensamiento de
Aurora; con sus sabias advertencias consiguió ganar mi voluntad, y me ofreció
interponer sus buenos oficios empezando por escribir a la viudita para
disponerla en mi favor y que yo hallase el terreno allanado y el ánimo de
Aurora proclive a la reconciliación cuando llegase a Madrid.
Terminó la tertulia con esta
disertación del general Escande:
— Así como
la historia de la Tierra tuvo la época de los diluvios, del reno, del mamut, de
la piedra, del bronce y del hierro, análogamente, la Milicia ha tenido
diferentes épocas caracterizadas por caprichos, equivocaciones, chifladuras y,
pocas veces, aciertos. Yo he conocido algunas de estas épocas. Época del frote: obligábase al soldado a bruñir el cañón de su fusil con
el pulpejo de la mano hasta dejarlo reluciente como un espejo; esta operación, hecha
de continuo, desgastaba el cañón del fusil que adelgazaba y reventaba al
dispararlo. Época de los
chinescos: era de gran efecto y daba idea
del excelente espíritu de un regimiento, el que, al hacer el manejo del fusil, sonasen
todos como chinescos, ¡chin! ¡chin! ¡chin!; para conseguirlo, dejábase la
baqueta sin introducir del todo y se aflojaban los tornillos de las
abrazaderas. Época del
culero: no sé quién tuvo la desdichada idea
de modificar el pantalón de la tropa haciéndole una abertura detrás, como lo
usan los chicos en algunos pueblos, para que el soldado pudiese salir de un
aprieto sin necesidad de quitarse cinturón ni mochila. Época de Iturzaeta: se cayó en la cuenta de que, permaneciendo el soldado
ocho años en filas, era intolerable que volviese a su pueblo tan analfabeto
como del pueblo salió; se ordenó que en todo regimiento hubiese escuela de
primeras letras y que las planas escritas por los soldados se enviasen
mensualmente al Ministerio para ver los progresos; vino el pugilato entre los
regimientos, y en el Ministerio estaban maravillados al ver las planas firmadas
por los Juan Pérez, José Gómez y Francisco Fernández con una letra como el
mismo Iturzaeta la trazara, pero casi todas ellas estaban escritas por los dos
o tres sargentos pendolistas con que cada regimiento contaba. Época del pantalón blanco: ni al que asó la manteca se le pudo ocurrir ponerle
pantalón blanco al soldado y obligarle a plancharlo en frío con cuchara de
palo. Cuéntase de algún capitán, excesivamente extremado en la perfección de uniformidad,
que hacía alinear a los soldados llevando puestos los pantalones recién
planchados; dos sargentos tomaban una cuerda, la ponían horizontal, bien
tirante, a dos cuartas del suelo y tocando a las piernas de la tropa; en el
punto de contacto se hacía la señal por donde los pantalones habían de
doblarse, y así los dobleces quedaban perfectamente alineados en toda
formación. Época de la
escama: el gobernador militar hacía frecuentes
visitas nocturnas a los cuarteles. En el regimiento A decía al coronel: «Tengo absoluta confianza en la lealtad de este regimiento
y en su incondicional adhesión al Gobierno constituido, pero no la tengo en la del
regimiento B que está en el cuartel inmediato; así, pues, vigílenlo ustedes,
por lo que pudiera ocurrir.» De allí, el
gobernador militar marchaba al cuartel del regimiento B, y le decía al coronel:
«Tengo absoluta confianza en la lealtad de
este regimiento y en su incondicional adhesión al Gobierno constituido, pero no
la tengo en la del regimiento A que está en el cuartel inmediato; así, pues, vigílenlo
ustedes, por lo que pudiera ocurrir.»
— Y ahora,
¿en qué época le parece a usted que estamos, general?
— En la época de la trayectoria: hoy, para dar en el blanco, teóricamente, se necesitan más
estudios y fórmulas matemáticas que para ser ingeniero naval. No sé cómo se las
componen los moros para tirar con tanta precisión ignorando, como ignoran,
hasta la existencia de la ecuación de la trayectoria en el vacío.
---
XV. PARECIÓ EL MALETÍN
Por los trámites reglamentarios fui
citado por el juez de Más de Cuatro para prestar declaración en las actuaciones
seguidas por el robo del maletín.[299]
Eran las siete de la mañana cuando
bajé del tren en la estación de Más de Cuatro. La hora no era apropiada para ir
al Juzgado, y como hacía un frío glacial, creí prudente quedarme en la estación
algún tiempo. Entré a calentarme en la sala de espera. Había chimenea, pero sin
fuego ni indicios de haberlo habido. Según le oí refunfuñar a otro viajero, el
carbón que la Compañía tenía asignado para la sala de espera, el jefe de
estación de Más de Cuatro lo gastaba en su cocina y chimenea particulares.
Marché a la población a pie. Pregunté
por una fonda y en ella me acosté hasta las diez, hora en que fui a presentarme
al jefe de la Zona, comandante militar de la población.
Habitaba este señor en las afueras y
hube de soportar la ida y la vuelta por un largo camino lleno de fango, y bajo
una helada llovizna que me azotaba el rostro. Esto de las presentaciones es un
encanto, sobre todo cuando el señor a quien hay que presentarse habita donde Cristo
dio las tres voces.[300]
En el Juzgado pregunté a un viejo
portero de bigote blanco:
— ¿Ha venido el señor juez?
— No, señor.
¿Le han citado a usted?
— Sí, señor; me han citado para las
once, y son las once y cuarto.
— Eso no
le hace: a lo mejor citan para las once y se descuelga el juez a las doce y
media.
— ¿Hay algún sitio donde poder
esperar?
— Arriba;
pero va usted a helar de frío lo mismo que aquí.
— ¿No hay calefacción?
— No,
señor; ni siquiera está esterado. Esto es una miseria.
Yo estaba aterido de
frío, con los pies entumecidos. Esperé pataleando, más que paseando, sobre el
suelo húmedo de aquella lóbrega entrada. El portero hacía lo mismo, frotándose
las manos de continuo.
— Mi
capitán — me dijo — , en estas oficinas civiles
no busque usted la puntualidad que tenemos en la Milicia; entre los empleados paisanos
no hay aquello de prohibido llegar tarde a su obligación aunque sea de
minutos; aquí todo anda manga por hombro; y, como yo estoy acostumbrado a
otra cosa, no me puedo acostumbrar a estas informalidades.
— ¿Ha servido usted en el Ejército?
— Sí ,
señor, y no me pesa: cinco años día por día; y, al licenciarme, entré en la
Guardia civil hasta que me retiré por edad. De modo y manera que he corrido
mucho y he visto muchas cosas en este Mundo. Aquí, donde usted me ve, yo fui de
los que acompañaron al general Pavía cuando sacó, a estacazos, a los diputados
del Congreso.
— ¡Ah!, ¿fue usted de los del general
Pavía?[301]
— Sí,
señor, sable en mano; corrían como liebres, y a algunos los encontramos metidos
en el escusao. Yo fui a darle un mandao a uno, y el señor Castelar se abrazó a
él gritando: «Matadme a
mí antes que a mis compañeros.»
— ¿Y le dio usted a Castelar?[302]
— No,
señor, porque Castelar fue quien nos mandó ir; sí, señor; era cosa amasada
entre él y el general Pavía. En este Mundo, mi capitán, hay mucha comedia: cada
uno va a su negocio y son muchos los zorros que saben hacer be como los
corderos.[303]
— Sabe usted si pareció un maletín que
me robaron hace veinte días?
— ¿Que señas
tiene?
— De chagren negro con cerradura de
metal blanco.
— Sí, señor,
arriba esta. Le he preguntao las señas porque arriba tenemos más de una docena
de maletines robaos en el tren a la misma hora, en el mismo trayecto y
encontraos junto a la vía, lo mismo que el de usted.
Llegó el juez con el secretario. Subí
al Juzgado, y, después de prometer bajo palabra de honor decir verdad en todo
lo que supiese y fuere preguntado, me presentaron mi maletín abierto a lo largo
por un instrumento cortante:
— ¿Reconoce
usted este maletín como suyo?
— Sí, señor; este es el maletín que me
robaron en el tren.
— ¿Sospecha
usted de alguna persona?
— Ni sospecho ni dejo de sospechar. Si
el señor juez me lo permite yo hare algunas consideraciones para que de ellas
deduzca quien o quienes pudieron robarme.
— Diga
usted.
— Este maletín, como otros robados
anteriormente, fue encontrado junto a la vía. Usted vea que los rateros se llevaron
mi reloj, mis gemelos de oro y los otros objetos de valor, y dejaron estos
gemelos de hueso y demás objetos de precio insignificante; esta selección para
quedarse con lo precioso y dejar lo despreciable, no puede hacerse al tacto; quiero
decir que no puede realizarse de noche y sin luz; por lo tanto, no es
presumible que se hiciera en el campo junto a la vía, sino dentro del tren, con
luz, con todo detenimiento y comodidad.
— No opino
como usted: de hacerse esa operación en un coche del tren se hubieran enterado
los viajeros de ese coche.
— Pudo hacerse en un vagón; en los
vagones no van viajeros.
— Por lo visto sospecha
usted de los empleados del tren.
Adoptando actitud seráfica y expresión
candorosa contesté:
— Ya he dicho que no sospecho de
nadie: puntualizo hechos para que el señor juez deduzca. Dios me libre de poner
en duda la honorabilidad de los empleados del tren, desde el revisor a los
mozos del furgón de cola, que prestaron servicio en la fecha en que fui robado;
como me guardaré muy bien de pensar en complicidades del inspector de Policía
de Más de Cuatro.
El juez quedóse mirándome largo rato,
hizo un mohín imperceptible y me preguntó:
— ¿Quiere
usted mostrarse parte en la causa?
Solté la carcajada, guiñé un ojo y exclamé:
— ¡Quiá![304]
Al salir del Juzgado, me despedí del
portero.
Estreché con gusto la diestra de aquel
simpático veterano. No volví a saber del maletín.
Fui a la fonda. No almorcé; el frío se
había cebado en mí; sentía fuerte opresión en el pecho. Estaba enfermo.
Cuando llegué a la estación, me
abrasaba la calentura; apenas podía valerme.
Trabajosamente subí a un departamento
de primera; a su mortecina luz, distinguí cuatro o cinco viajeros ocultos bajo
montones de mantas y abrigos, y un asiento libre en el que me dejé caer;
recliné la cabeza y cerré los ojos; quedé aletargado y, en el sopor de la calentura,
soñé: tuve la visión de Aurora y hasta escuché su voz.
El albor del nuevo día dejaba ver la
campiña cubierta de nieve cuando lancé un quejumbroso suspiro acompañado de un ¡ay!
Entonces sentí unos golpecitos,
discretamente dados en mis rodillas, y una voz que me preguntaba:
— ¿Qué le
pasa a usted, Béjar?
Abrí los ojos. ¿Era realidad o efecto
de mi fiebre?
Frente a mí estaba sentada Aurora con
su madrina. Les tendí la mano, que estrecharon afectuosas.
— Ha
venido usted delirando todo el camino — me dijo Aurora mirándome
compasiva.
— Sí . . . no me extraña. . . me
encuentro muy mal. . .
Fatigosamente, y en muy pocas
palabras, les conté el motivo de mi viaje.
— En
Málaga recibí carta de doña Sixta — dijo Aurora, visiblemente contenta.
— ¿Sí? ¿Recibió usted. . . carta. . .
de doña Sixta?
— Una
carta muy extensa, explicándome cuanto usted le confió.
— Ya se habrá usted convencido de que...
mi comportamiento c o n ... con su prima ... fue debido a...
— Convencida;
pero ahora le cuesta a usted mucho hablar; necesita reposo; acuéstese en estos
dos asientos libres, que tiempo nos queda de hablar en Madrid.
En efecto, me costaba gran trabajo
coordinar y expresar las ideas.
Me hicieron acostar en los dos asientos
vacíos; y mientras Aurora colocaba bajo mi cabeza su almohada de viaje y su
manía perfumada, le dije quedo, muy quedo:
— ¿Somos amigos?
— Lo mismo
que antes.
— Quisiera serlo más.
— Lo
seremos.
En no sé qué estación me hicieron
traer y tomar una copa de leche caliente, y en todo el trayecto cuidaron de mí
con gran solicitud aquellas dos mujeres.
Al llegar a Madrid, hicieron que un
mozo me bajase del tren, me colocase en un coche de punto y no me abandonase
hasta dejarme en mi domicilio.
---
XVI. GRAVEMENTE ENFERMO
Mi asistente[305]
corrió en busca del médico del regimiento, mas este doctor no pudo venir por
encontrarse en el tiro al blanco con la tropa.
Presintiendo mi gravedad, el asistente
se disponía a salir en busca de otro médico cualquiera, cuando se presentó un
caballero de barba nívea, con elegante abrigo de pieles, preguntando por mí.
Entró en mi cuarto:
— ¿Es usted
el capitán don Claudio Béjar?
— Servidor de usted.
— He sido
llamado con urgencia a casa de don José y doña Sixta; allá me fui creyendo que
alguno de los dos estaría enfermo; pero, afortunadamente, están bien de salud:
la llamada ha sido para suplicarme que viniera a verle a usted, no como médico
de cabecera, sino para informarlas del estado del capitán Béjar, por el cual
parece ser que se interesan vivamente.
— ¿Don José y doña Sixta le han
suplicado a usted que viniera?
— Sí,
señor; y la hermana de doña Sixta, recién llegada de Málaga, que también estaba
allí.
— ¿También la hermana de doña Sixta?
— Y una
señorita muy linda que estaba con ellas — añadió el médico sonriendo.
— Bien,
pues; el médico del regimiento está en el tiro y no puede venir; de modo que. .
.
— Mejor será que lo visite a usté este
señor — metió baza mi asistente — , porque el médico del regimiento no sabe dar más
que sal de la Higuera.
— Tú te callas. Ruego a usted, señor
doctor, se encargue de mí desde ahora mismo.
— Con
mucho gusto.
Aquel señor era uno de los mejores
médicos de Madrid. Después de un concienzudo reconocimiento, recetó mientras
repetía:
— Eso no
es nada, eso no es nada; fruta del tiempo. . .
Pero demasiado comprendía yo mi
gravedad.
— Hasta la
noche — dijo al despedirse — . Y no hay que
asustarse. Le curaremos a usted, sí, señor, le curaremos; no faltaba más; hay
que curarle a usted para que no me pegue doña Sixta, y su hermana, y. . . y
alguna personita más. . .
El médico informó a doña Sixta, su
hermana y Aurora que mi enfermedad, si bien no era de una gravedad suma,
requería solícitos cuidados y la presencia de alguna persona de mi familia.
Don José telegrafió a mi tío, éste Presentóse
en Madrid inmediatamente, y ya no se apartó de mi lado mientras estuve enfermo.
Durante este tiempo me escribió Aurora
todos los días cartas cariñosísimas, dándome ánimos y asegurándome que mi
curación era segura, según el criterio del médico.
Alguna carta no pude leer yo y me la
leyó el bueno de don Exuperio, al cual hube de enterar de quién era Aurora, de
cómo la conocí, del amor entendido, aunque no confesado, entre ella y yo, y mi
firme propósito de hacerla mi esposa tan pronto me encontrase restablecido.
Los revulsivos y demás suplicios científicos
a que me sujetó el doctor me curaron; pero tanto o más debió influir en mi
curación la discreta habilidad con que en todas sus visitas sabía recordarme a
Aurora sin nombrarla.
Una mañana, después de pulsarme,
auscultarme y observar mi temperatura, me dijo mientras se refrotaba las manos:
— Bueno; esto ya pasó: hoy está de enhorabuena... una señorita que yo conozco.
Ya fuera de peligro y convaleciente,
don Exuperio regresó a la Imperial ciudad, y me dijo al despedirse:
— Durante
tu convalecencia, estuve varias veces en casa de don José. Allí he tenido
ocasión de conocer y de hablar con Aurora; su carácter es bondadoso y algo
infantil, pero hay que tener presente que las mujeres tienen mucho de niños;
como además no puede ocultar el interés y el cariño que por ti siente, harás
muy bien en casarte con ella; creo que ha de hacerte feliz, y me darás la
alegría de verte unido a una mujer a la cual considero digna de ti. Aurora es
rica, según me han informado; cuida de no apegar tu corazón a las riquezas más
que a tu prometida; considera esa fortuna como circunstancia casual y muy
secundaria, y por Dios, Claudio, no la mires como medio de holgar y de vivir a
costa de ella, sino como administrador o consejero para su conservación y
mejoramiento.
Durante mi larga convalecencia,
continué escribiéndome con Aurora. En las cartas acabamos por substituir el usted
por el tú, y el estimado por el amado; agotamos el repertorio
de las frases tiernas y apasionadas, y
observé un detalle muy frecuente en los enamorados que se escriben: cuando se
me ocurría una frase feliz o poco manoseada, Aurora me la repetía a los tres o
cuatro días como si a ella se le hubiese ocurrido antes que a mí.
Cuando el asistente entraba en mi
cuarto con cara de Pascua, ya se sabía: carta de Aurora. Jamás hice confianza
alguna a mi asistente y, sin embargo, él estaba perfectamente enterado de todo
cuanto conmigo se relacionaba.
Antes que por Aurora, supe por mi
asistente que aquélla y su señora de compañía habían tomado un piso principal
en el número 4 de la calle del Almirante, lo habían amueblado espléndidamente y
dentro de poco se trasladarían a él.
Restablecido por completo, mi primera
salida fue para ir a visitar a Aurora después de presentarme a mis jefes.
Me vestí de uniforme y salí a la
calle. La mañana era de comienzos de primavera. La vida me sonreía. El robo del
maletín, el viajecito a Más de Cuatro y la pulmonía que me costó, todo lo daba
por bien pasado, pero pidiendo a Dios que el juez no me necesitase para otra declaración.
De una a dos, hora convenida, me
dirigí a casa de Aurora. ¡Cuánta fue mi alegría al subir las escaleras, al oír
obedecer el timbre al empuje de mi dedo, las pisadas de la doncella que salió a
abrirme!
— Buenas tardes. ¿Vive aquí la señora viuda
de Brigthon?
— Sí, señor.
Y como la doncella, al abrir la
puerta, lo hizo de paso para el comedor y con una fuente de pescado a la
mayonesa, pregunté sonriendo y con misterio:
— ¿Están almorzando?
— Sí, señor.
— Calle usted; permítame, que les voy
a dar una broma. Soy muy amigo de la señora. Verá usted qué sorpresa la voy a
dar...
En un voleo me despojé del capote y
tomé la fuente de pescado; la doncella me condujo hasta el comedor
refocilándose con la escena que iba a presenciar y lo que nos íbamos a reír.
Muy decidido y arrogante, entré en el
comedor diciendo:
— Sírvase usted, señora.
¡Qué vergüenza! En el comedor había
una señora y dos señoritas desconocidas para mí; yo, en medio del comedor, de
uniforme con mis cruces y todo, y la fuente de la mayonesa que a punto estuvo
de caérseme de las manos.
Las señoritas se asustaron. La señora
mostró gran tranquilidad; era una señora de talento, exquisitamente educada,
comprendió la causa de mi bochornosa situación y supo tranquilizarme:
— No se apure usted, caballero
oficial, ni pase mal rato: esto de equivocarse de piso es moneda corriente y
sucede lodos los días.
Entregué la mayonesa a la doncella, y
me disculpé:
— Señora, yo he preguntado por la
viuda de Brigthon, y la doncella afirmó que vivía aquí.
— Y yo soy la viuda de Barrón; como la
doncella entró ayer en esta casa, lo mismo le suena Brigthon que Barrón, que
Juan de las Viñas.
— La viuda
de Brigthon es la que ha venido a vivir a la casa de ahí al lado — dijo una de las señoritas — , en el número 4 duplicado; éste es el 4 nada más.
— Señora: yo ruego a ustedes que me
perdonen…
— Usted es quien tiene que perdonar la
torpeza de la doncella; y para que se persuada y marche tranquilo de que ni mis
hijas ni yo hemos tomado a risa su entrada con la fuente de pescado, ni de ello
nos hemos de permitir comentarios humorísticos, yo le suplico que tome asiento,
pues quiero contarle un caso parecido del que fui la protagonista.
— Es mucha la bondad de usted, señora.
— Siéntese, siéntese; haga usted el
favor.
Yo hubiese preferido correr a visitar
a Aurorita, pero la amabilidad de aquella señora me obligo a sentarme y a
escuchar, con aparente complacencia, este caso que a ella y a sus hijas les
ocurrió:
— Con motivo del fallecimiento de mi
esposo, y para arreglar un asunto de la testamentaria, mis dos hijas y yo
fuimos a Valladolid, población donde nunca habíamos estado. Allí teníamos una
amiga íntima de toda la vida, a la cual fuimos a visitar la misma mañana de nuestra
llegada, y así que estuvimos instaladas en el hotel de Francia. Doña Anciscla
Lorenzalez, que así se llamaba nuestra antigua amiga, era señora muy beata y de
elevada posición; nos recibió en el comedor, muy contenta y cariñosa; nos invitó
a una función religiosa que iba a celebrarse aquella tarde, para que no perdiésemos
la oportunidad de escuchar a un celebre y elocuentísimo predicador, y quedamos
en irla a buscar a las cinco en punto de la tarde para ir juntas a la iglesia.
Fuimos a buscarla. Llamamos y
preguntamos a la muchacha que salió a abrir:
— ¿Está la señora?
— La señora
ha salido.
— Entonces, esperaremos a que vuelva, porque
convinimos en venir a buscarla a esta hora.
— Pasen
ustedes.
La muchacha nos hizo pasar a la sala,
donde permanecimos largo rato curioseando los cuadros y los diversos objetos de
arte y de valor allí expuestos. Extrañadas de la tardanza de nuestra amiga, mi
hija Salus salió al pasillo, llamó a la doncella, habló con ella, y, al volver a
la sala, nos dijo:
— ¿Sabéis
dónde ha ido Anciscla?
— Habrá ido a la iglesia, sin
acordarse de la cita que nos ha dado.
— Sí, sí,
iglesia; buena iglesia te dé Dios; donde se ha ido es al baile del Casino, con otras
amigas.
— ¿Anciscla, al baile? No es posible.
— Me lo acaba de decir su doncella: a
un baile que dan con motivo de haber llegado los estudiantes portugueses.
Nos mortificó bastante la desatención
o el olvido tenido con nosotras por tan buena amiga, y mucho más el que,
dándolas de beata, hubiese preferido oír la música del baile mejor que la
palabra de un predicador eminente.
Se nos ocurrió vengarnos de una manera
inocente: sobre una mesita había un magnífico devocionario con tapas de marfil
y guarniciones de oro; lo cogí y me lo guardé en el bolsillo; Salus se guardó
una pequeña cajita antigua de plata repujada; mi hija Beatriz, un bibelot
precioso, y nos marchamos a la calle advirtiendo a la muchacha:
— Diga usted a la señora que han
estado aquí sus amigas la señora y las señoritas de Barrón.
Nos fuimos de paseo, riéndonos de la
broma y de la cara que pondría Anciscla al echar de menos aquellos objetos.
Debo advertir a usted que nuestra
amiga vivía en el segundo piso de aquella casa, y nosotras, equivocadamente,
habíamos llamado y entrado en el principal.
Estábamos en la fonda a punto de
acostarnos, cuando llamaron en la puerta de nuestro cuarto.
Eran el amo de la fonda y el inspector
de Policía.
— Señora —
me preguntó el inspector — . ¿Han estado ustedes
esta tarde en casa de los señores de Cifuentes?
— No, señor; ni conocemos a tales
señores.
— Es
inútil que lo nieguen, porque ahí, sobre esa mesa, estoy viendo el
devocionario, la cajita de plata y el bibelot que ustedes han sustraído.
— Efectivamente, sobre la mesa de nuestro
cuarto habíamos dejado el devocionario, el bibelot y la cajita. Calcule usted
nuestro disgusto: se nos tomaba por unas timadoras, y el inspector empeñado en
llevarnos a las oficinas de vigilancia. Beatriz, con una congoja; Salus,
llorando como una Magdalena; yo, muerta de vergüenza ante el dueño, y los
camareros de la fonda que asomaban a la puerta, y deshaciéndome en
explicaciones que el inspector no quería atender, pues estaba muy satisfecho de
haber realizado un importante servicio y quería llevarnos consigo.
Después de muchas súplicas, accedió a que fuésemos
con él a casa de nuestra amiga Anciscla; ésta respondió de nosotras; bajamos con
ella y el inspector al piso principal, donde todo se puso en claro, y pedimos a
los señores de Cifuentes mil perdones por nuestra equivocación.
---
XVII. UN HOMBRE PELIGROSO
Para qué voy a contar mi primera
visita a Aurora y a su madrina? Demasiado se la imaginarán ustedes.
Desde entonces nos vimos todos los
días y trazamos planes para nuestra próxima y futura felicidad.
En uno de estos coloquios Aurora me
confió una cosa que me llenó de alegría:
— Con el
tiempo transcurrido desde que te conocí, y con tu última enfermedad, has
cambiado de un modo notable: eres otro por completo.
— De modo que ya no me parezco a
Miguel Brigthon — contesté con cierto temor.
— No te
pareces nada absolutamente, pero eso no importa para que yo te ame.
Por las noches solíamos concurrir a la
tertulia de don José y alternábamos en la conversación general, quiere decir
que no imitamos la conducta de esos novios apestosos, ridículos y hasta faltos
de educación.
Con la intervención de doña Sixta y de
su hermana tratamos los detalles de la boda para cuando brotasen las primeras
flores del almendro.
En una de estas veladas me presentaron
a un don Gonzalo Fernández, señor de cincuenta y tantos años, de barbita
canosa, muy peripuesto y atildado; y, como su voz melosa y su manera de hablar
no me parecieran desconocidas, pregunté a doña Sixta:
— ¿Quién es ese caballero?
— Un
empleado en Gobernación, según nos ha dicho, que hace poco ha venido a vivir arriba,
en el tercero derecha. Nos pasó tarjeta;
subió don José a visitarle; nos devolvió la visita, y hoy baja a la tertulia
por primera vez. Parece un señor muy fino y muy amable.
Dicho señor acudía a la tertulia todas
las noches y mostrábase extremadamente fino y atento sobre todo con Aurora, y
de ello no había yo de tomar celos pues se trataba de un viejo retocado; pero
empezó a molestarme el que alabara en demasía el proyectado casamiento de
Aurora, sin referirse a mí, y el que repitiese a mi prometida estas o parecidas
frases, con harta frecuencia:
— Permítame
felicitarla: antiguamente se consideraba ilegítimo el unirse más de una vez con
lazos de matrimonio; después, estuvo mal mirado, si bien fué consentido;
afortunadamente, las costumbres se modifican, la Humanidad evoluciona, y hoy
los hombres modernos encontramos plausibles las segundas y aun terceras
nupcias, pues la viudez y la soledad todo es uno. Esto mismo le estoy yo
predicando a mi íntimo y muy querido amigo mío el Marqués de Francalete, viudo
en la flor de su vida, figura arrogante y distinguida, muy estimado por la alta
sociedad, ilustrado, agradabilísimo... en fin, un hombre de esos que nos hacen
agradable la vida a los que tenemos la suerte de intimar con ellos.
Todas las noches encontraba don
Gonzalo pretexto para ponderarnos las bellas cualidades físicas y morales del
Marqués, la rancia nobleza de su ilustre abolengo o su destreza en todo género
de deportes.
En una de las veladas se habló de
flores, circunstancia que aprovechó don Gonzalo para preguntar a Aurora:
— ¿A usted
le agradan las flores?
— Ya lo
creo; muchísimo; todos los días me las traen a casa.
— Sin embargo,
no es lo mismo un ramo de flores cortadas, separadas de la planta que las dió
vida, a verlas en magníficos jardines como los que posee, por ejemplo, mi
querido amigo el Marqués de Francalete en su finca de Valdemoro. ¿No conoce usted
esos jardines?
— No,
señor — contestó Aurora.
— Pues son
dignos de ser visitados, no por su gran extensión, sino por la exquisitez de
las flores que contienen; de modo que si un día usted y su respetable señora de
compañía tienen gusto en ver tan selectos jardines, yo me consideraré muy
honrado acompañándolas; se va y se vuelve en el mismo día ... un viaje de
recreo...
Ya me pareció demasiado sobar con el
Marqués; diríase que la misión de don Gonzalo en aquella tertulia era la de
pintarnos a su noble amigo como un dechado de perfecciones para que Aurora
supiese que existía una proporción mejor que la mía para casarse. Esto llegó a
mortificarme; empecé a reflexionar acerca de cuáles pudieran ser los propósitos
de don Gonzalo y acabé por deducir quién era este señor: don Matías Zarandona,
el agente matrimonial que casó a Ondítegui; don Félix Alemani, que quiso
casarme a mí. Él era, sí; indudablemente venía a desbaratar mi concertado matrimonio
para casar a Aurora con el Marqués. Yo estaba bien seguro del amor de Aurora, y
decidí hacerme el desentendido y aun reirme de los inútiles trabajos de don
Gonzalo; mas, al oir yo que éste obtenía permiso de don José para presentar al
Marqués en la tertulia, no pude contenerme; me levanté y le dije delante de
todos:
— Caballero: le he reconocido a pesar
de su barba; si usted ahora se llama Gonzalo Fernández, antes se llamó Matías
Zarandona y, después, Félix Alemani; usted es agente matrimonial: me consta; y
le aconsejo que eche sus redes en otro sitio, porque aquí pierde usted el
tiempo y se expone a llevarse su merecido.
Espectación y asombro en todos menos
en don Gonzalo que no se inmutó; me escuchó sonriente y díjome con gran aplomo
y finura:
— No es
usted el primero que me confunde con mi hermano Antonio. Ese es el agente
matrimonial a que usted se refiere y cuya delicada y honrosa misión le obliga a
cambiar de nombre con alguna frecuencia. Así, pues, yo doy, como dará usted,
por no dichas las frases que me acaba de dirigir.
— Desde luego las retiro; usted dispense.
— De nada.
Seguramente, la actitud de usted está justificada por algún disgusto habido con
mi hermano Antonio.
— Sí, señor: en cierta ocasión se fijó
en mí para hacerme víctima de la Agencia.
— Perdone
si, en vez de víctima, yo digo protegido de la Agencia.
— ¿Protegido?
— ¡Ah! sí,
señor; no es porque se trate de mi hermano, pero yo opino que las gestiones de
la Agencia son altamente plausibles, de agradecer y dignas de todo encomio, y
conmigo coincidirá toda persona de miras elevadas y altruistas. Por desgracia,
en España todavía se habla con mofa de las Agencias matrimoniales, cuando en el
extranjero son miradas con el mayor respeto y hasta se las considera beneméritas
de la patria.
— ¡Canastos!
— exclamó el general Escande—. ¿Beneméritas,
las Agencias de changas?[306]
— Perdone,
mi general: no son changas, como usted dice humorísticamente, lo que hace la
Agencia; es facilitar el conocimiento mutuo de personas de ambos sexos entre
las cuales presienten afinidad o conveniencia. Vean ustedes uno de los muchos
casos que podría citarles: Presentóse en la Agencia una señorita — muy linda,
por cierto — pero bastante sorda. ¿Quién iba a casarse con aquella desdichada?
Pues bien; mi hermano encontró para ella un esposo ideal; lo que a ella
correspondía.
— ¿Un
sordo?
— Ca; no,
señor: un joven con carrera, bien parecido, pero cegato, muy cegato; es decir, el
complemento de una sorda.
— ¿El
complemento?
— Sí ,
señor; la sorda y el cegato se casaron, y es una delicia contemplarlos en el teatro:
ella explica a su esposo lo que ve, y él cuenta a su esposa lo que oye. Y, no
pudiendo vivir el uno sin el otro, van siempre juntos como dos tórtolos. Digan
ustedes ahora si la Agencia de mi hermano no es merecedora de ser subvencionada
por el Estado, y sus agentes dignos de todo respeto y consideración social.
A los pocos días me encontré a
Ondítegui, que había venido destinado a Madrid, y le pregunté:
— ¿Has vuelto a ver a don Matías
Zarandona, aquel amigo tuyo a quien conociste en Santander?
— Hombre, sí; por cierto que me costó
algo el reconocerle, porque se ha dejado la barba; sigue tan fino y cariñoso
conmigo...
Don Gonzalo Fernández era el Zarandona
y el Alemani; y como su concurrencia a la tertulia de don José no tenía otro
objeto que el de pescar a Aurora y la fortuna de ésta para el entrampado
Marqués de Francalete, fui a casa del agente matrimonial con ánimo de decirle cuatro
frescas y hasta de cruzarle la cara a fin de que no volviera por la tertulia;
pero ya se había mudado de casa sin que la portera pudiera decirme dónde. No
volví a saber de él.
Para nuestro viaje de boda propuse a
Aurora irnos a Suiza. Parecióle muy bien y añadió:
— ¿Sabes
lo que debíamos hacer? Llevarnos una maquinita fotográfica y sacar instantáneas
de aquellos paisajes tan poéticos. Traeríamos una colección con la cual
recordaríamos nuestro viaje de novios.
— La idea es admirable, como tuya,
pero es el caso que yo no entiendo de eso; no he tocado una máquina fotográfica
en mi vida.
— Yo
tampoco, pero eso no importa; compramos nuestra maquinita y cien o doscientas placas;
allí las impresionamos y luego, a la vuelta, las damos a un fotógrafo para que
las revele y saque las positivas. Nosotros no tendremos más que ponernos
delante de lo que pretendamos impresionar, oprimir el botoncito de la máquina,
y ya está.
— Dices bien.
---
XVIII. PARTICIPO A USTEDES MI EFECTUADO ENLACE
Una mañana de primavera, muy temprano,
nos casamos Aurora y yo, en el mismo traje con que, momentos después, habíamos de
emprender el viaje de novios.[307]
Antes de la ceremonia, preguntóme el
cura si quería casarme en aquella capilla donde estábamos o en otra más
elegante en la cual solían casarse las personas de distinción.
No vi inconveniente en que nos echaran
la bendición en la capilla elegante; mas, al hacerme observar que en la capilla
elegante los derechos eran veinticinco duros, contesté:
— Entonces, no; tan casados quedaremos
en esta capilla como en la otra.
Sin duda no esperaba esta contestación
el cura, pues insistió:
— ¿Y va a
casarse todo un señor capitán como se casaría un cabo de Carabineros?
Mi tío Exuperio, que era el padrino,
le objetó:
— Sí,
señor; como un cabo de Carabineros: Jesucristo predicó la humildad.
Además de este pequeño incidente,
presenciamos una discrepancia de criterio entre el cura que nos casó y el cura
castrense que, por obligación, estaba presente, acerca de cuál de ambos debía
cobrar los derechos de casamiento.
Empezaron con un suave discreteo y al
ver que empezaban a subirse de tono, mi tío cortó la discusión pagando los
derechos al uno y al otro.
*
* *
Delicia no interrumpida fue nuestra
estancia en Suiza. Estuvimos en Ginebra, Lausana, Berna, Lucerna, Zurich,
Constanza y Como. Atravesamos el San Gotardo. Navegamos por los lagos de
Ginebra, Constanza y Neuchatel. Unas veces yo, otras Aurora, sacamos multitud de
instantáneas con nuestra maquinita fotográfica.
De regreso a Madrid, llevé las placas
impresionadas a un fotógrafo para que las revelase. Cuando volví en busca de
las positivas, me dijo el fotógrafo:
— ¿Pero, qué han hecho ustedes? Aquí
no hay tales paisajes de Suiza.
— ¿Cómo que no? Más de ciento.
— No, señor; aquí no hay más que dos clases
de placas: unas con los ojos de usted, y otras con los ojos de su señora. Vea
usted.
En efecto: Aurora y yo, inexpertos en
el manejo de la máquina, en todas las instantáneas habíamos colocado el
objetivo ante nuestros ojos, y el ocular mirando al paisaje. Habíamos
fotografiado nuestros ojos nada más.
Nos quedamos sin fotografías de Suiza,
pero Aurora y yo nos reímos mucho del chasco.
*
* *
La fortuna de Aurora era mucho mayor
de lo que yo podía imaginarme.
En el término de Málaga y en manos de administradores,
poseía fincas muy productivas, y mucho más rendimiento dieran estando sobre
ellas y administrándolas su mismo dueño.
Por esta razón accedí a los reiterados
ruegos de mi esposa: pedí el retiro para dedicarme exclusivamente a la administración
y cuidado de las fincas de mi mujer, que no es flojo trabajo.
Desde entonces vivimos en el campo, no
muy lejos de la ciudad, en una casita blanca donde nadie nos molesta con
visitas inútiles, y tenemos cuanto es necesario para ser felices:
Una
heredad en el campo,
una casa
en la heredad
y, en la
casa, pan y amor;
ésta es
la felicidad.
FIN
[1] Quién
transcribe esta novela a la internet
hace saber de la XXXII Promoción de la Academia General Militar, en su Tercera
Época; una promoción especial, pues se tuvo que acelerar su formación con
motivo del negro presagio del Sahara y del conflicto que pudo declararse
coincidiendo con la famosa «Marcha Verde». Como fueron alumnos sólo tres años,
fue conocida como la promoción de “los peritos” (entonces, carrera
técnica de tres años), y también los “sietemesinos”. Estaban preparados
para cuando egresasen de la AGM ir todos destinados a África, debido a las
exigencias de una posible guerra híbrida con Marruecos.
[2] Hacemos
constar: estimamos que las memorias del oficial ‘sietemesino’ don Claudio Béjar
vienen a coincidir cronológicamente con
las historias que don Benito Pérez Galdós narró en la inconclusa Quinta Serie
de sus Episodios Nacionales: España sin rey, España trágica,
Amadeo I,
La Primera
República, De
Cartago a Sagunto, Cánovas,
Sagasta
(en proyecto).
[3] El redactor
de estas anotaciones a pie de página opina, razonadamente, que don Pablo
Parellada no fechó correctamente el cierre de estas Memorias de don Claudio Béjar.
Con la trazabilidad de las fechas y hechos históricos que el autor describe,
posiblemente lo correcto es que la novela se cierre tres años más tarde, en 1882,
por coherencia.
Me explico: La Mudanza del pueblo a la capital del
joven Claudio y su Padre es en 1867; a poco, varios capítulos de la Revolución
de 1868. Ya huérfano, en Toledo con su tío Exuperio Béjar, los hechos históricos
y el pase a Retiro del Coronel Tirabeque señalan que 1873 es el año de egreso
de Claudio de la Academia de Infantería y su primer destino al Regimiento de
Sobreda; al Regimiento de Pandolfa debió llegar en el primer semestre de 1874.
El destino a ultramar, Cuba, del alférez Béjar se puede situar en 1875. El
regreso a España del teniente Béjar, muy enfermo, fue tras la Paz de Zanjón, en
el segundo trimestre de 1878. A final de ese año se incorporó al Regimiento de Pamplona,
tras la estancia en el hospital militar de Santander y la convalecencia de dos meses en Toledo. Fue
un destino breve, y al poco lo destinan a Canarias; pasó por Málaga para
embarcar durante el Carnaval de… 1879… y
durante ese año tenían que comer en los cuarteles de Gran Canaria los víveres
en mal estado acumulados por orden del Mando a causa de la Guerra Ruso-Turca
(1877 – 1878). El tener que estar un año en el destino insular, el Capitán
Béjar llegó al Regimiento de Sevilla a principio de 1881. En el traslado a la
guarnición de Madrid fue el encuentro con la viuda Aurora, quién cita que han
pasado dos años desde que se vieron en el Carnaval de Málaga (que debió
suceder, por coherencia, en 1879). En el invierno 1881/1882 el Capitán Béjar
viaja a Más de Cuatro en busca del maletín que le robaron en el tren, y
enferma. En la primavera (de 1882) matrimonia con Aurora, y a poco pide el pase
a la situación de retiro, causando baja en el Ejército. Escribe sus Memorias de
un Sietemesino, y las cierra en ¡noviembre de 1882!, aunque en el libro
se cite noviembre de 1879.
[4]
SPOLIARIUM: Lugar del circo romano donde se desnudaba a los gladiadores
muertos, o en su defecto, donde se desnudaba y remataba a los heridos, para su
posterior incineración.
[5] La
guerra de África, primera guerra de Marruecos o guerra hispano-marroquí fue un
conflicto bélico que enfrentó a España con el sultanato de Marruecos entre 1859
y 1860, durante el período de los Gobiernos de la Unión Liberal del reinado de
Isabel II. La guerra finalizó con el Tratado de Wad-Ras, firmado el 26 de abril
de 1860, que declaraba a España como vencedora e imponía a Marruecos una serie
de cesiones e indemnizaciones. En lo que se refiere a esta novela MEMORIAS DE
UN SIETEMESINO significamos además de esta referencia al RIF, posteriormente
aparecerá el General Prim,
militar y político liberal español del siglo XIX que llegó a ser presidente del
Consejo de Ministros. PRIM, en su vida militar, participó en la primera guerra
carlista y en la guerra de África, donde mostró relevantes dotes de mando,
valor y temeridad; y tras la Revolución de 1868 se convirtió en uno de los
hombres más influyentes en la España del momento, patrocinando la entronización
de la Casa de Saboya en la persona de Amadeo I. Murió asesinado poco después.
[6] EULALIA: en el pueblo,
el matrimonio dueño de la tienda de comestibles tenía una hija llamada
Eulalia, de la edad de Claudio Béjar aproximadamente; la niña más linda y mejor
ataviada del pueblo, que le mostraba
mucho interés y gran cariño cuando la niñez.
En 1867 el doctor Béjar mudó con su hijo de diez años a la capital de la
provincia; cinco años después lo hicieron los padres de Eulalia con su hija,
cuando el capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO. Ambos adolescentes mantuvieron
amistad, y no llegó al romance porque a Claudio le paraban el aspecto y maneras
pueblerinas de Eulalia, y porque también le gustaba Mari ‘la Francesita’, un
año mayor que él. Cuando falleció el
padre de Claudio, al partir de viaje a Toledo con su tío el canónigo Exuperio
Béjar, Eulalia le regaló un escapulario; el oficial Claudio lo portó siempre
sobre sí, también en la campaña de Cuba. Cuando el teniente Béjar es repatriado
a la península en 1878, muy enfermo y tras la Paz de Zanjón, será reconocido
cuando agonizante por una monja de la Caridad, la Hermana Eulalia, en el
hospital de Santander donde lo ingresaron.
[7] El
primer ferrocarril español se construyó en 1837 en la entonces provincia
española de Cuba, la línea La Habana-Güines. Unos años más tarde, en la
península ibérica, se construyó la línea de Barcelona a Mataró en 1848. A
partir de esa fecha se producirá una rápida expansión con la construcción de
numerosas líneas de ferrocarril de ancho ibérico a cargo de las que se
convertirán en las principales empresas ferroviarias de la época: la Compañía
de los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante (1856), la Compañía de los
Caminos de Hierro del Norte de España (1858) o la Compañía de los Ferrocarriles
Andaluces (1877).
[9] TIRO: m. Conjunto de caballerías que
tiran de un carruaje. Sin.: yunta, tronco, atalaje, atelaje.
[10]
CARRANZA: personaje de ficción que destacará en los capítulos relacionados con
el Sexenio Revolucionario de esta novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO. Agitador,
dejó su carpintería para predicar la revolución y fomentar el tumulto. Siempre
perseguido, llegó a ser teniente coronel de una milicia ciudadana. Falleció de
una indigestión de higos al poco de caer la República.
[11] BESAMANOS: m. Ceremonia en la
cual se acudía a besar la mano al rey y personas reales en señal de adhesión.
m. Acto de adhesión o sumisión a una persona o institución superiores.
[13] Poliuto es una
"tragedia lírica" u ópera trágica, con música de Gaetano Donizetti y
libreto en italiano de Salvatore Cammarano. Fue compuesta en 1838 y estrenada
el 30 de noviembre de 1848 en el Teatro de San Carlos de Nápoles
[14] Semiramide es una ópera
en dos actos de Gioachino Rossini. En España se estrenó el 17 de mayo de 1826,
en el Teatro de la Santa Cruz de Barcelona.
[15] PAMPIROLADA: Definición: 1 f. Salsa
que se hace con pan y ajos machacados en el mortero y desleídos en agua. 2 f.
coloq. Necedad o cosa insustancial.
[16] Sexenio
Revolucionario: 1868-1874 (Gobierno Provisional - Regencia del general Serrano
y gobierno de Prim - Reinado de Amadeo I, y Primera Republica). La revolución
conocida como La Gloriosa
comienza el 18 de septiembre de 1868 con el pronunciamiento de la Armada en
Cádiz, al mando del almirante Juan Bautista Topete y del ejército dirigido por
los generales Juan Prim y Francisco Serrano.
[17] Estos
cuatro personajes, junto con el carpintero y revolucionario CARRANZA,
presentado en el capítulo II. A LA CIUDAD, suman cinco criminales, o víctimas
según quién, en el capítulo IV. LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE [DE 1868] de esta
novela.
[18] TAHÚR: Del ár. takfūr, y este del
armenio tagevor, título de los reyes de esta nación, posteriormente con valor
negativo por sus difíciles relaciones con los cruzados. 1 adj. jugador (‖ que
se entrega compulsivamente a juegos de azar). U. m. c. s. Sin.: jugador,
ludópata. 2 adj. jugador (‖ que juega con especial habilidad). U. m. c. s.
Sin.: jugador. 3 m. Jugador fullero. Sin.: fullero, tramposo, trilero,
ventajista, cuco, griego.
[20] CORREHUELA: 3 f. Juego que se
hace con una correa con las dos puntas cosidas, y que consiste en presentarla
doblada con varios pliegues, en uno de los cuales un jugador mete un palito; si
al soltar la correa resulta el palito dentro de ella, gana quien lo puso, y si
cae fuera, gana el que la dobló.
[21] CHAPA: 17 f. pl. Juego de azar que
consiste en lanzar al aire dos monedas iguales, ganando quien consigue sacar
dos caras. CHAPERO: m. jerg.
Homosexual masculino que ejerce la prostitución. Sin.:
prostituto.
[22] BRIBA: f. Holgazanería picaresca.
Sin.: haraganería, holgazanería. BRIBÓN:
De briba. 1 adj. Haragán, dado a la briba. U. t. c. s. 2 adj. Pícaro, bellaco.
U. t. c. s.
[23] BIGARDO: De begardo. 1 adj. vago
(‖ holgazán). U. t. c. s. U. m. en aum. Sin.: vago, holgazán, ganso,
malentretenido, atorrante, pajista, morón. 2. adj. Vicioso y de vida
licenciosa. Era u. como insulto a ciertos frailes. Era u. t. c. s. Sin.:
vicioso, licencioso, disoluto. 3 m. y f. despect. coloq. Persona alta y
corpulenta. U. m. en aum. Sin.: jayán, mocetón, mujerona, hombretón,
grandullón.
[24] MERODEAR: 1 intr. Vagar por las
inmediaciones de algún lugar, en general con malos fines. Sin.: rondar,
deambular, vagar, vagabundear, acechar, fisgar, husmear. 2 intr. Dicho de una
persona: Vagar por el campo viviendo de lo que coge o roba. 3 intr. Mil. Dicho
de un soldado: Apartarse del cuerpo en que marcha, a ver qué puede coger o
robar en los caseríos y en el campo.
[25] BARATO: 5. m. Porción de dinero
que exigía por fuerza un baratero. BARATAR:
2. tr. ant. Dar o recibir algo por menos de su precio ordinario.
[26] CHORRADA: Del ant. chorrar
'chorrear'. 1 f. Porción de líquido que se suele echar de propina después de
dar la medida. Sin.: chorretada, ajuste, contra, ganancia, ipegüe, llapa, ñapa,
pilón1, vendaje, yapa, feria, caída, refacción.
[27] GALLARÍN: m. desus. Cuenta
que se hace doblando siempre el número en progresión geométrica. GALLAR: tr. Aumentar o intensificar,
especialmente el deseo sexual.
[28] ALBOROQUE: Quizá del ár. hisp.
*alborók, y este del ár. clás. ‘arbūn. 1 m. Agasajo que hacen el comprador, el
vendedor, o ambos, a quienes intervienen en una venta. Sin.: robra, botijuela,
robla, corrobra, alifara. 2 m. Regalo o convite que se hace para recompensar un
servicio o por cualquier motivo de alegría.
[29] Un rico
tahonero habitante en las afueras de la ciudad.
[30] TAHONA: (Del ár. hisp. aṭṭaḥúna,
y este del ár. clás. aṭṭāḥūn[ah], molino). 1. f. Molino de harina cuya rueda se
mueve con caballería. 2. f. panadería (‖ lugar donde se hace el pan).
[31] PREVENCIÓN: 5. f. Puesto
de policía o vigilancia de un distrito, donde se lleva preventivamente a las
personas que han cometido algún delito o falta.
[32] El
modelo de las exposiciones
agrícolas e industriales se codificó en las dos primeras décadas del siglo
XIX, pero hunde sus raíces en el anterior. Tanto el Estado como las
instituciones locales y provinciales fueron esenciales para su puesta en
marcha.
[33] MOLLAT.
Personaje que aparece en el Capítulo II A LA CIUDAD de esta novela: “mi
inseparable camarada y condiscípulo Lino Mollat, chico ligeramente cojo, listo
como una ardilla, travieso como mico, hijo de un rico tahonero habitante en las
afueras de la ciudad, y tan pigre o más que yo, el tal Mollat..”
[34] Acaudillaron
la Revolución los generales Serrano y Prim y el almirante Topete. Prim,
procedente de Londres, llegó a Gibraltar el 17 de septiembre de 1868. En la
mañana del día 18, la Armada, concentrada en la bahía de Cádiz, señaló con sus
cañonazos el gran pronunciamiento anunciado desde la fragata Zaragoza por Prim
y Topete. El general Serrano llegó a Cádiz el día 19 en la fragata
Buenaventura, con otros militares desterrados. En esa misma tarde, se hizo
público el manifiesto Viva España con Honra. Serrano desde Sevilla,
poniéndose al frente de un gran ejército, se dirigió hacia Madrid, derrotando a
las fuerzas gubernamentales mandadas por el general Novaliches, en el puente de
Alcolea, sobre el río Guadalquivir, próximo a Córdoba. Era el último acto del
reinado de Isabel II, que desde San Sebastián, donde se encontraba veraneando,
cruzó en tren la frontera con Francia el 30 de septiembre de 1868. Iba a
cumplir treinta y ocho años. La Revolución de 1868 —La Gloriosa— terminó con su
reinado.
[35] Sexenio
Revolucionario: 1868-1874 (Gobierno Provisional - Regencia del general Serrano
y gobierno de Prim - Reinado de Amadeo I, y Primera Republica). La revolución
conocida como La Gloriosa
comienza el 18 de septiembre de 1868 con el pronunciamiento de la Armada en
Cádiz, al mando del almirante Juan Bautista Topete y del ejército dirigido por
los generales Juan Prim y Francisco Serrano.
[36]
CARRANZA: personaje que aparece en el Capítulo II A LA CIUDAD de esta novela. ‘Ponía
gran vehemencia en sus palabras y extremada fe en el próximo lanzamiento del
grito y triunfo de la revolución consiguiente, y terminaba sus párrafos: “¡Ay
del día en que el pueblo sepa lo que vale!.’”
[37] MELA. Personaje
que aparece en el capítulo III. PRELUDIOS [A LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE DE
1868] de esta novela. “Otro personaje memorable: don Julián Mela,
alcalde-corregidor, como entonces se llamaba el que reunía las atribuciones de
gobernador civil y de alcalde. Fue un gobernante y un administrador modelo,
pues dedicó todos sus afanes al engrandecimiento de la ciudad. Inició
ensanches, abrió necesarias calles a través del antiguo laberinto de estrechas
y tortuosas callejuelas. Realizó espléndida Exposición . Durante su
permanencia, la ciudad trabajaba, vivía; había salido de su marasmo.”
[38] BLANES.
Personaje que aparece en el capítulo III. PRELUDIOS [A LA REVOLUCIÓN DE
SEPTIEMBRE DE 1868] de esta novela. “Blanes fue un jefe de policía activo,
honrado y muy cumplidor de su deber. Se multiplicaba como si poseyera el don de
la ubicuidad; parecía que la población disponía de diez o doce Blanes.”
[39] CHARANGA: Banda
pequeña de música, frec. de carácter popular o jocoso, formada por instrumentos
de viento y percusión.
[40] Himno de Riego es la
denominación que recibe el himno que cantaba la columna comandada por el
teniente coronel Rafael del Riego durante el pronunciamiento que lleva su
nombre y empezó el 1 de enero de 1820 en Las Cabezas de San Juan.
[41] CIERZO: m. Viento septentrional más o
menos inclinado a levante o a poniente, según la situación geográfica de la
región en que sopla.
[42] La TÍA
PILATOS: Personaje que aparece en el capítulo III. PRELUDIOS [A LA REVOLUCIÓN
DE SEPTIEMBRE DE 1868] de esta novela. “Si aquí hubiera vergüenza a ese
recondenao de Blanes ya le hubiéramos ajustao las cuentas.”
[43] QUEPIS: m. Gorra cilíndrica o
ligeramente cónica, con visera horizontal, que como prenda de uniforme usan los
militares en algunos países.
[44]
MANGUARA, y su sobrino: Personajes que aparece en el capítulo III. PRELUDIOS [A
LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE DE 1868] de esta novela, ambos vividores del
trabajo ajeno. “-Siquiá sea esta misma noche par coger a ese ladrón de
Blanes y degollarlo. -Y arrastrarlo.”
[45] CÁFILA: f. coloq. Conjunto o
multitud de gentes, animales o cosas, especialmente las que están en movimiento
y van unas tras otras. Sin.: multitud, muchedumbre, conjunto, montón, tropel,
banda, grupo, pandilla, cuadrilla, bandada, tracalada.
[47] ESPIGADERA: m. y f. Persona que
recoge las espigas que quedan o han caído en la siega. Sin.: espigadera,
recolectora.
[49] ARAÑA:
1 Persona muy aprovechada y vividora. 2 f. prostituta.
[50]
Individuos de no menos de 25 años que parecen en el capítulo III. PRELUDIOS [A
LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE DE 1868] de esta novela. “-¿Por qué tienen que
llevarlos presos? ¿Qué daño han cometido? Total, pisarle la cola del vestido a
una señora.”
[51] Un
chicuelo que parece en el capítulo III. PRELUDIOS [A LA REVOLUCIÓN DE
SEPTIEMBRE DE 1868] de esta novela. “levantó ligeramente una pierna y dedicó
a los de la luna de miel la acción peor sonante y más sucia que persona puede
soltar en público, y escapó a correr, con gran regocijo suyo y de sus
compinches ”
[52] MOLLAT.
Personaje que es presentado en el Capítulo II A LA CIUDAD de esta novela: “mi
inseparable camarada y condiscípulo Lino Mollat, chico ligeramente cojo, listo
como una ardilla, travieso como mico, hijo de un rico tahonero habitante en las
afueras de la ciudad, y tan pigre o más que yo, el tal Mollat..”
[53] Acaudillaron
la Revolución de septiembre de 1868 los generales Serrano y Prim y el almirante
Topete.
[55] EVÓNIMO: m. bonetero (‖ arbusto). BONETERO: m. Arbusto de la familia de
las celastráceas, de tres a cuatro metros de altura, derecho, ramoso, con hojas
opuestas, aovadas, dentadas y de pecíolo muy corto, flores pequeñas y
blanquecinas, y por frutos cápsulas rojizas con tres o cuatro lóbulos obtusos.
Florece en verano, se cultiva en los jardines de Europa, sirve para setos, y su
carbón se emplea en la fabricación de la pólvora. Sin.: evónimo, husera.
[56] Juan
Prim y Prats. Conde de Reus (I). Reus (Tarragona), 6.XII.1814 – Madrid,
30.XII.1870. n militar y político liberal español del siglo XIX que llegó a ser
presidente del Consejo de Ministros. En su vida militar participó en la primera
guerra carlista y en la guerra de África, donde mostró relevantes dotes de
mando, valor y temeridad. Tras la Revolución de 1868 se convirtió en uno de los
hombres más influyentes en la España del momento, patrocinando la entronización
de la Casa de Saboya en la persona de Amadeo I. Murió asesinado poco después.
[58] ‘Unos
catalanes con fusil y barretina’.
[59] Batalla
del puente de Alcolea (1868): La batalla del puente de Alcolea tuvo lugar
el 28 de septiembre de 1868 y enfrentó a los militares sublevados contra la
reina Isabel II y las tropas realistas que se mantenían fieles a su autoridad.
Tuvo lugar en un puente (situado sobre el río Guadalquivir) cercano a la
barriada cordobesa de Alcolea y la derrota de las tropas realistas significó el
final del reinado de Isabel II, que tuvo que marchar al exilio en Francia.
[60] El
general Manuel
Pavía y Lacy, marqués de Novaliches. No debe confundirse con el general
Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque, que encabezó el golpe de Estado que
puso fin a la Primera República Española el 29 de diciembre de 1874.
[61] Emilio
Castelar y Ripoll. Cádiz, 7.IX.1832 – San Pedro del Pinatar (Murcia),
25.V.1899. Fue un político, historiador, periodista y escritor español,
presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República entre 1873 y 1874.
[62] Las QUINTAS fue un sistema de
reclutamiento forzoso de jóvenes para el Ejército de España que estuvo vigente
desde la primera mitad del siglo XVIII hasta 1912 en que fue sustituido por el
servicio militar obligatorio. Al igual que el sistema de matrícula de mar para
la Armada española fue objeto de un continuado y radical rechazo por parte de
las clases populares, que eran quienes lo sufrían (era la «contribución de la
sangre»), ya que las clases medias y altas contaban con dos métodos para evitar
que sus hijos fueran reclutados: la redención en metálico (pagar al Estado una
cantidad de dinero) o la sustitución (pagar a otra persona para que fuera en su
lugar). Las esperanzas se depositaron en el advenimiento de la REPÚBLICA, como
se muestra en esta copla que se cantaba en Cartagena: ‘Si la República viene,
No habrá quintas en España, Por eso aquí hasta la Virgen, Se vuelve
republicana.’
[63] Hay
muchos tratados contemporáneos nuestros y divulgados mediante la internet que
estudian la "elocutio" retórica en la construcción del discurso
público de Emilio Castelar.
[64]
[REPÚBLICA] ENTREVERADA:
adjetivo. Que tiene interpoladas cosas varias y diferentes.
[65] BALDOMERO
ESPARTERO (1793 – 1879): Cuando fue destronada la reina Isabel II por la
Revolución de 1868, Juan Prim y Pascual Madoz le ofrecieron la Corona de
España, cargo que no aceptó. Los años habían hecho mella en su persona y no se
consideraba con fuerzas para tan alta empresa. La ciudadanía y buena parte de
la prensa liberal reclamaba al viejo general septuagenario para ser proclamado
rey. Panfletos, artículos —sobre todo en los diarios La Independencia y El
Progreso— e incluso canciones con mejor o peor fortuna y gusto pedían en las
grandes ciudades que se ofreciera al general la Corona.
[66] Carlos
María de Borbón y Austria-Este fue pretendiente al trono de España entre
1868 y 1909. La tercera guerra carlista fue una guerra civil que tuvo lugar en
España de 1872 a 1876, entre los partidarios de Carlos, autotitulado duque de
Madrid, pretendiente carlista al trono, y los gobiernos de Amadeo I, de la I
República y de Alfonso XII.
[67] La
DIVINA PASTORA de las Almas es una advocación de la Virgen María. La representa
como una pastora celestial. Surgió en Sevilla, España a comienzos del siglo
XVIII, siendo su primera Hermandad la de Santa Marina de Sevilla, Cuna y Origen
de la Devoción, y está presente en varios países.
[68]
TRÁGALA: Canción con que los liberales españoles zaherían a los partidarios del
gobierno absoluto durante el primer tercio del siglo XIX.
[69] Los
adolescentes Lino Mollat y Cláudio Béjar se identifican con los protagonistas
de PANCHO
Y MENDRUGO. Título de un popular Sainete Trágico de autor desconocido,
publicado a principios del siglo XIX; la escena es en una casa pobre de uno de
los barrios de Granada. Son personajes cuatro hombres (Los amigos Mendrugo y
Pancho, Burraco -amante de Catana-, y Ternejo -amante de Catana-), y dos
mujeres (Catana -madre de Mendrugo-, y Chirila -hija de Catana-).
Un comentarista de su siglo dixit: “El pueblo
tiene una filosofía propia y definida. No busquéis en ella generalizaciones no
teorías, ni aún libros; pues el pueblo no generaliza, ni tan solo escribe. La
filosofía popular se funda en tipos tradicionales que encarnan todo un sistema
de ideas. Las leyendas primitivas de todas las naciones son puros símbolos; en
Cataluña hay una infinidad de tipos simbólicos legendarios que demuestran la
verdad de este aserto; el pesimismo del pueblo castellano inventó a Pancho y
Mendrugo como encarnación de falsedad y miseria. Cuando Larra exclamó: ¡El
mundo todo es máscaras, todo el año es carnaval! después de haber arrancado
las caretas doradas que esconden los vicios y las infamias de los hombres, se
olvidó de los Panchos y Mendrugos que convierten el oficio infame la pobreza,
nunca deshonrosa cuando es noblemente soportada.
En Pancho y Mendrugo está concentrada la desvergonzada
miseria que llena las obras de los escritores del llamado siglo de oro de la
literatura castellana. Panchos y Mendrugos son los pícaros de las novelas de
Cervantes, de Quevedo, de Mendoza y otros; los borrachos que sueltan carcajadas
estúpidas en el cuadro de Velázquez, cuyos modelos son los pobres de oficio que
salen por las mañanas de sus covachas hediondas, como los ratones de las
cloacas, a revolver el estómago de las señoras que van a la iglesia y de la
gente que va a la feria, mostrando a la luz del sol llagas podridas y
monstruosidades inverosímiles.
Los tipos populares de Pancho y Mendrugo son por sí
solos más pesimistas que todos los sistemas filosóficos juntos; pues cuando se
desconfía del pobre la caridad se anula. ¿Y sin caridad qué es el mundo?.”
[70] Según
el capítulo II. A LA CIUDAD de esta novela: ‘En 1867 mi padre obtuvo una plaza
de médico en la capital, y a ésta nos trasladamos en diligencia’.
[71] Cuando
se publicó esta novela, MEMORIAS DE UN SIETEMESINO los españoles sólo conocían
de la REPÚBLICA: el régimen político vigente en España desde su proclamación
por las Cortes, el 11 de febrero de 1873, hasta el 29 de diciembre de 1874,
cuando el pronunciamiento del general Martínez Campos que dio lugar a la
restauración de la monarquía borbónica.
[72] MARI,
LA FRANCESITA. Hija de un horticultor amigo del padre de Claudio Béjar y un año
mayor que éste, vivía en las afueras de la ciudad frente a la tahona del padre
del cojuelo Luis ‘Lino’ Mollat. Un Claudio adolescente la quería al tiempo que
a Eulalia, sin decidirse por ninguna, en cuando la República, en el capítulo
VI. LA BATALLA DEL PETARDO; y así se lo dijo a ambas cuando huérfano se marchó
a Toledo acogido por su tío el canónigo Exuperio Béjar, y posteriormente por carta cuando egresó como Alférez de la
Academia de Infantería. Al poco casó Mari con el Coronel del regimiento de
Sobreña, primer destino de Claudio, y causa de un triste malentendido que
motivó el destino de Claudio a Pandolfa.
[73] Desde
la Guerra de la Independencia, las etapas revolucionarias del siglo XIX en
España daban lugar a la formación de milicias ciudadanas. El alzamiento de
septiembre de 1868 se produjo con la colaboración de ciudadanos armados, bajo
el control de las Juntas Revolucionarias, que los organizaron bajo el nombre de
VOLUNTARIOS DE LA LIBERTAD. La exclusión de los demócratas del Gobierno, la
imposición de nuevos ayuntamientos sin mediar elecciones y sobre todo los
decretos encaminados a la reorganización de los voluntarios, llevaron a
enfrentamientos armados , que tuvo como consecuencia el desarme de las milicias
ciudadanas.
[74]
Recordemos que el padre del cojuelo Mollat era tahonero, y tenía su casa en las
afueras de la ciudad. Y que por aquél entonces las poblaciones aún conservaban
sus antiguas murallas y puertas.
[75] La
novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO sucede en la segunda mitad del siglo XIX; con
la tecnología y combustibles de entonces. En nuestro siglo XXI ya hay cartuchos
deshollinadores exentos totalmente de pólvora y elaborados especialmente para
desintegrar el hollín, resinas y alquitrán incrustado a la chimenea y cámara de
combustión, mejorando así el rendimiento y prolongando la vida de la
instalación.
[76] ALMORZADA: AMBUESTA, Del celta
*ambŏsta, compuesto de *ambi- 'ambos' y *bosta 'hueco de la mano'; cf. irl.
medio boss, bass, gaélico bas y bretón boz: f. p. us. Porción de cosa suelta
que cabe en ambas manos juntas y puestas en forma cóncava.
[77] RETÉN: m.
Mil. Tropa que en más o menos número se pone sobre las armas, cuando las
circunstancias lo requieren, para reforzar, especialmente de noche, uno o más
puestos militares.
[78] Al ser
un fruto laxante por naturaleza, el consumo excesivo de HIGOS puede causar
indigestión. A su vez, no se recomienda comer higos en grandes cantidades si
sueles sufrir de acidez gástrica, diarrea, o en casos de personas con diabetes
y sobrepeso. un consumo exagerado de higos puede producir diarrea debido a su
alto contenido en fibra. Además, si se comen sin estar lo suficientemente
maduros, pueden ocasionar fuertes dolores estomacales y diarrea. Por ello,
debes consumirlos en su punto ideal de maduración y en temporada.
[79] CÓLICO
CERRADO: m. Med. cólico en que el estreñimiento es pertinaz y aumenta la
gravedad de la dolencia. [Aclaración: está cerrado “el
ojo del culo”; casualmente (ó no), el protagonista de una obra de don
Francisco de Quevedo: ‘Gracias y desgracias del ojo del culo, dirigidas a
Doña Juana Mucha, Montón de Carne, Mujer gorda por arrobas / escribiolos Juan
Lamas, el del camisón cagado’]
[80] UNIFORME: Del lat. uniformis. 1 adj.
Dicho de dos o más cosas: Que tienen la misma forma. Sin.: igual, idéntico,
coincidente, parejo. 2 adj. Igual, conforme, semejante. Sin.: semejante,
similar, parecido, parejo. Ant.:
desigual, heterogéneo, diverso. 3 m. Traje peculiar y
distintivo que por establecimiento o concesión usan los militares y otros
empleados o los individuos que pertenecen a un mismo cuerpo o colegio.
[81] ISOCROMO.
La palabra "isocromo" está formada con raíces griegas y significa
"del mismo color". Sus componentes léxicos son: isos (igual) y khroma
(color).
[82] BIFURCARSE: Del lat. vulg.
bifurcāre, der. regres. de bifurcātus 'bifurcado', 'ahorquillado'. prnl. Dicho
de una cosa: Dividirse en dos ramales, brazos o puntas. Bifurcarse un río, la
rama de un árbol. Sin.: dividirse, ramificarse, ahorquillarse, divergir,
escindirse, desviarse, separarse.
[84] CALIDUCTO : especie de canal
que se encuentra en algunos edificios de la antigüedad que partiendo de un
hogar u hornillo común corría por el interior de las habitaciones.
[85] ALMONEDA: Del ár. hisp. almunáda,
y este del ár. clás. munādāh. 1 f. Venta en pública subasta de bienes muebles,
generalmente usados. Sin.: subasta, licitación. 2 f. Venta de géneros que se
anuncian a bajo precio. Sin.: liquidación, saldo.
[86] La República
fue el régimen político vigente en España desde su proclamación por las Cortes,
el 11 de febrero de 1873, hasta el 29 de diciembre de 1874. Durante el primer
gobierno republicano, presidido por Estanislao Figueras, EMILIO CASTELAR ocupó
la cartera de Estado entre el 12 y el 24 de febrero, (volvería a ocuparlo de
manera interina entre el 7 y el 11 de junio) desde la que adoptó medidas como
la eliminación de los títulos nobiliarios o la abolición de la esclavitud en
Puerto Rico. Pero el régimen por el que tanto había luchado se descomponía
rápidamente, desgarrado por las disensiones ideológicas entre sus líderes,
aislado por la hostilidad de la Iglesia, la nobleza, el Ejército y las clases
acomodadas, y acosado por la insurrección cantonal, la reanudación de la guerra
carlista y el recrudecimiento de la rebelión independentista en Cuba. La
presidencia fue pasando de mano en mano —de Figueras a Pi y Margall en junio y
de este a Salmerón en julio— hasta que en septiembre, las Cortes Constituyentes
le nombraron presidente del Poder Ejecutivo de la República (7 de septiembre de
1873-3 de enero de 1874), sucediéndole el general Francisco Serrano.
[87]QUINTA: La REPÚBLICA
aprobó la abolición de las quintas el 18 de febrero de 1873, sólo una semana
después de haberse proclamado, siendo sustituidas en el «Ejército activo» por
«soldados voluntarios retribuidos», mientras que «todos los mozos que el 1 de
enero tengan veinte años cumplidos» formarán el «Ejército de reserva», cuyo
servicio «durará tres años» y en el que «no se admitirá la redención en
metálico». Para hacer frente a las necesidades inmediatas del Ejército —las
dos guerras, la de Cuba y la carlista, continuaban—, se organizaron ochenta
batallones francos, con 600 hombres cada uno, en los que cada soldado cobraría
dos pesetas diarias —una cantidad superior al salario de los jornaleros
agrícolas, por lo que se suponía que había de atraer voluntarios—. Sin
embargo, como ya habían pronosticado algunos miembros de la Asamblea Nacional
contrarios a la propuesta, los batallones francos fueron un completo fracaso
porque a mediados de junio solo se habían presentado unos 10 000 voluntarios
para las 48 000 plazas que había que cubrir, pero sobre todo porque los que
lograron formarse, según el republicano Enrique Vera y González, «dieron un
resultado tan funesto que, lejos de poderse utilizar contra los enemigos de la
libertad, hubo que disolverlos». Por esta causa, los quintos que habían sido
reclutados en años anteriores no fueron licenciados, lo que provocó una gran
frustración.
[88] EULALIA:
en el pueblo, el matrimonio dueño de la
tienda de comestibles tenía una hija llamada Eulalia, de la edad de Claudio
Béjar aproximadamente; la niña más linda y mejor ataviada del pueblo, que le mostraba mucho interés y gran cariño cuando
la niñez. En 1867 el doctor Béjar mudó
con su hijo de diez años a la capital de la provincia; cinco años después lo
hicieron los padres de Eulalia con su hija, cuando el capítulo VI. LA BATALLA
DEL PETARDO. Ambos adolescentes mantuvieron amistad, y no llegó al romance
porque a Claudio le paraban el aspecto y maneras pueblerinas de Eulalia, y
porque también le gustaba Mari ‘la Francesita’, un año mayor que él. Cuando falleció el padre de
Claudio, al partir de viaje a Toledo con su tío el canónigo Exuperio Béjar,
Eulalia le regaló un escapulario; el oficial Claudio lo portó siempre sobre sí,
también en la campaña de Cuba. Cuando el teniente Béjar es repatriado a la
península en 1878, muy enfermo y tras la Paz de Zanjón, será reconocido cuando
agonizante por una monja de la Caridad, la Hermana Eulalia, en el hospital de
Santander donde lo ingresaron.
[89] SANTA
EULALIA: Es la patrona de la ciudad de Barcelona; y de los municipios de Hospitalet
de Llobregat, Pallejá (Barcelona), Perpiñán (Francia), Esparraguera
(Barcelona), Santa Eulalia del Campo (Teruel), Riudecols (Tarragona); y de las
localidades de Villagarcía de la Vega, Ribas de la Valduerna (León), Cunas (La
Cabrera, León), Pesquera (Cistierna, León), Santa Eulalia de Cabrera (Provincia
de León) y La Horra (Burgos).
[90] CA: interj. coloq. quia. Sin.: quia. QUIA: De qué ha [de ser]. interj. coloq. U.
para denotar incredulidad o negación. Sin.: ca.
[91] La
mayor parte de canarios conocidos como flautas, son de las razas Roller y
Harzer. Su cuerpo es bastante compacto y robusto, emitiendo dulces sonidos con
el tórax erguido e hinchado y el pico casi cerrado. En general, la postura del
canario flauta en todos los momentos del día es elegante, incluso cuando
duerme que parece una bola erizando las plumas y normalmente en el columpio.
[92] Las
primeras planchas, generalmente realizadas en hierro fundido y macizo, se
calentaban directamente sobre la trébede de la lumbre, de modo que era
necesario disponer al menos de dos para trabajar con una mientras otra se
calentaba.
[93] CHAMBRA: Del fr. [robe de] chambre. f.
Vestidura corta, a modo de blusa con poco o ningún adorno, que usan las mujeres
sobre la camisa. Sin.: chapona.
[94] MARI, LA FRANCESITA. Hija de un horticultor amigo del
padre de Claudio Béjar y un año mayor que éste, vivía en las afueras de la
ciudad frente a la tahona del padre del cojuelo Luis ‘Lino’ Mollat. Un Claudio
adolescente la quería al tiempo que a Eulalia, sin decidirse por ninguna, en
cuando la República, en el capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO; y así se lo
dijo a ambas cuando huérfano se marchó a Toledo acogido por su tío el canónigo
Exuperio Béjar, y posteriormente por
carta cuando egresó como Alférez de la Academia de Infantería. Al poco casó
Mari con el Coronel del regimiento de Sobreña, primer destino de Claudio, y
causa de un triste malentendido que motivó el destino de Claudio a Pandolfa.
[98]
Dionisio DEZA Roldán, coronel de Caballería, retirado. Claudio Béjar, siendo
adolescente ya huérfano, lo conoció en el FFCC de Madrid a Toledo, escuchando
las historias del Cadete Tirabeque y el
loro Cachimbo. Años después, recién egresado el alférez Béjar de la Academia de
Infantería, volvieron a coincidir en el FFCC de Toledo a Madrid, donde el
coronel (R.) Deza narró la historia del destino especial e innecesario del
oficial Tirabeque, con la redondilla:
“En cuestiones
de criterio huelga toda discusión; siempre tiene la razón el que está en el
Ministerio” .
[99] CACHIMBO: palabra ya antigua a
mediados del siglo XIX, y con varios significados. Para esta apostilla, tomo la
descripción “Pipa de fumar ordinaria y tosca, en especial la que usan los
negros viejos”. Casi al tiempo que Pablo Parellada publicó esta novela MEMORIAS
DE UN SIETEMESINO, firmó con su ‘Melitón González’ el cuento TRES
ENGAÑADOS en la revista BLANCO Y NEGRO, 28-12-1919, páginas 19 a 21;
ambientada en la Cuba ocupada por EEUU tras el Desastre de 1898, que inicia con
“En la ciudad de la Habana malvivía un negro sucio y harapiento, nominado
Cachimbo y apellidado Sánchez (…)”; cuento que recomendamos leer, y termina
con esta moraleja :"Las naciones no mejoran variando su forma de
Gobierno, sino cambiando el modo de ser de los ciudadanos. Apréndala y téngala
presente quien la ignore en España."
[100]
El redactor de estas apostillas, por razones razonables que ahora no cuento,
cree que se trata de la Academia de Ingenieros, en Guadalajara.
[101]
Un entremés en un Acto y en prosa de Pablo Parellada, estrenado en el Teatro
Lara en 1913: REPASO
DE EXAMEN. Ambientado en Toledo, un alumno de Infantería, perdigón de
tercero, se aloja en una casa de huéspedes, y el sereno lo despierta por
encargo a las tres de la madrugada porque hay que amarrar (como dicen los
cadetes), empollar y apistonarse para el examen.
[102]
TIRABEQUE no es un apellido real. Un TIRABEQUE es un tirachinas. Al oficial
Tirabeque le precedió con tal nombre un personaje ficticio, un lego del popular
Fray Gerundio;
y en los años del Sexenio Revolucionario y la I República, época en la que
suceden estas páginas, fue un periódico semanal SATÍRICO-POLÍTICO-BURLESCO, Y
ALGO MÁS. El Coronel TIRABEQUE de esta novela se retiró en 1873, y aparece para
nuestro divertimento en los capítulos VIII. DOS REYES DE ESPAÑA NO MENCIONADOS
POR LA HISTORIA, X. CADETE. ALFÉREZ, y sobre todo en XI. CÓMO SE INVENTÓ UN
DESTINO (ESPECIAL E INNECESARIO) de esta novela.
[103]
El redactor de las apostillas a pie de página de esta novela considera
razonable que Tirabeque fue cadete en la Academia… de Ingenieros, en
Guadalajara.
[104]
El Diccionario de autoridades de 1737 define la PESETA como «la pieza que vale
dos reales de plata de moneda provincial, formada de figura redonda. Es voz
modernamente introducida». El 19 de octubre de 1868, el ministro de Hacienda
del Gobierno provisional del general Serrano, Laureano Figuerola, firmó el
decreto por el que se implantaba la peseta como unidad monetaria nacional,
sustituyendo al escudo como tal. Su introducción estuvo determinada por razones
políticas, borrar los vestigios de la monarquía borbónica (derrocada el 30 de
septiembre de ese año con el triunfo de La Gloriosa) en las piezas al uso al
mismo tiempo; y económicas, al entrar en vigor oficialmente el sistema métrico
decimal en el contexto de la Unión Monetaria Latina.
[105]
De manera general, se estima que los loros en libertad pueden vivir alrededor
de 60 años, mientras que en cautividad, unos 80 años, por lo que quien decide
tener uno como mascota ha de ser consciente de que mantendrá un compromiso de
por vida.
[107]
PERDIGÓN: De perder. 3 m. coloq.
En las academias militares y otros centros docentes, alumno que ha perdido el
curso. Sin.: repetidor, repitiente.
[108]
CRUZ . Distincion concedida por algún mérito de guerra ó por años de servicio.
Condecoración.
[109]
El MÉTODO OLLENDORF: en esta novela leemos cómo se aplica en la milicia, en los
capítulos VIII. DOS REYES DE ESPAÑA NO MENCIONADOS POR LA HISTORIA y XIX. EN
SAN MIGUEL DE NUEVITAS.
El lingüista alemán Heinrich Gottfried Ollendorff
(1802 – 1865) fue el creador en el siglo XIX de un revolucionario método de
aprendizaje de idiomas; consistía en enseñar una lengua de una forma peculiar.
Mientras la estructura sintáctica de la oración fuera correcta no importaba el
significado. De tal forma que las conversaciones podían no tener sentido,
aunque fueran correctas. La pregunta podía no tener nada que ver con la
respuesta. La comunicación con este método era complicada y aunque, a la larga
el estudiante podía aprender la lengua de forma más natural, a corto plazo no
podía comunicarse con soltura.
[110]
QUÍNOLA: 1 f. coloq.
Rareza, extravagancia. 2 f. Lance principal del juego de las quínolas. 3 f. pl.
Juego de naipes cuyo lance principal era la quínola y consistía en reunir
cuatro cartas de un palo, ganando, cuando había más de un jugador que la
conseguía, aquel que sumaba más puntos.
[111]
PERRA GORDA: La perra gorda
era el nombre con el que se denominaba a la moneda española de 10 céntimos de
peseta de 1870.
[112]
Esta crónica de cómo fue el examen para ingreso en la Academia de Infantería
del joven Claudio la tomó el novelista de un artículo anterior suyo, “LIMPIOS
Y AMARRADOS”; relato publicado en 1896, en
‘The Patent
London Superfin González Melitón’, Colección de artículos del chispeante
escritor Pablo Parellada (Melitón
González) con multitud de ilustraciones del mismo, siendo capitán profesor
de Física en la Academia General Militar en su I Época, en Toledo. Recomendamos al lector que compare los textos
y así pase un buen rato.
[113]
Un entremés en un Acto y en prosa de Pablo Parellada, estrenado en el Teatro
Lara en 1913: REPASO
DE EXAMEN. Ambientado en Toledo, un alumno de Infantería, perdigón de
tercero, se aloja en una casa de huéspedes, y el sereno lo despierta por
encargo a las tres de la madrugada porque hay que amarrar (como dicen los
cadetes), empollar y apistonarse para el examen.
[114]
Mientras los aspirantes se examinan ante el Tribunal, en el exterior aguardan
los padres. Acuda el lector a la crónica “LOS
COEFICIENTES”, por MELITÓN
GONZÁLEZ, publicado en Blanco
y Negro 19-06-1909, página 9, donde dos coroneles acompañan a sus hijos al
examen para el ingreso en la Academia “Yo he recorrido toda España, sus
colonias y sus islas, y me he batido cien veces, y te aseguro, García, que no
he visto un polinomio al batirme en la península, ni en la costa de Marruecos
ni en Cuba ni en Filipinas.”
[115]
Antiguamente fue conocida por la historiografía española como «segunda guerra
civil». La tercera
guerra carlista fue una guerra civil que tuvo lugar en España de 21/abr/1872
a 28/feb/1876, entre los partidarios de Carlos, duque de Madrid, pretendiente
carlista al trono, y los gobiernos de Amadeo I, de la I República y de Alfonso
XII.
[116]
Sobre la aplicación al estudio de los cadetes, sirva de ejemplo la crónica ‘LA
QUÍMICA EN VERSO’, por Melitón
González, publicado en la revista BLANCO
Y NEGRO, Madrid, 01-05-1897, página 17. Eran años de campañas en Ultramar y
en el Rif.
[117]
El pretendiente de Mari era el coronel don Sebastián Botifueros, íntimo amigo
de don Exuperio, y jefe del Regimiento de Sobreda; éste fue el primer destino
como oficial de Claudio Béjar. Allí se produjo un bochornoso equívoco a casusa
de esa carta, narrado en el capítulo XII. EN EL REGIMIENTO DE SOBREDA.
[118]
Esta carta de Mari ‘la Francesita’ motivó un desagradable malentendido cuando
el alférez Claudio Béjar en su primer destino, el Regimiento de Sobreña.
[119]
El primer ferrocarril español se construyó en 1837 en la entonces provincia
española de Cuba, la línea La Habana-Güines. Unos años más tarde, en la
península ibérica, se construyó la línea de Barcelona a Mataró en 1848. A
partir de esa fecha se producirá una rápida expansión con la construcción de
numerosas líneas de ferrocarril de ancho ibérico a cargo de las que se
convertirán en las principales empresas ferroviarias de la época: la Compañía
de los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante (1856), la Compañía de los
Caminos de Hierro del Norte de España (1858) o la Compañía de los Ferrocarriles
Andaluces (1877).
[120]
Dionisio DEZA Roldán, coronel de Caballería, retirado. Claudio Béjar, siendo
adolescente ya huérfano, lo conoció en el FFCC de Madrid a Toledo, escuchando
las historias del Cadete Tirabeque y el
loro Cachimbo. Años después, recién egresado el alférez Béjar de la Academia de
Infantería, volvieron a coincidir en el FFCC de Toledo a Madrid, donde el
coronel (R.) Deza narró la historia del destino especial e innecesario del
oficial Tirabeque, con la redondilla:
“En cuestiones
de criterio huelga toda discusión; siempre tiene la razón el que está en el
Ministerio” .
[121]
TIRABEQUE no es un apellido real. Un TIRABEQUE es un tirachinas. Al oficial
Tirabeque le precedió con tal nombre un personaje ficticio, un lego del popular
Fray Gerundio;
y en los años del Sexenio Revolucionario y la I República, época en la que
suceden estas páginas, fue un periódico semanal SATÍRICO-POLÍTICO-BURLESCO, Y
ALGO MÁS. El Coronel TIRABEQUE de esta novela se retiró en 1873, y aparece para
nuestro divertimento en los capítulos VIII. DOS REYES DE ESPAÑA NO MENCIONADOS
POR LA HISTORIA, X. CADETE. ALFÉREZ, y sobre todo en XI. CÓMO SE INVENTÓ UN
DESTINO (ESPECIAL E INNECESARIO) de esta novela.
[122]
Abdülaziz I era el sultán del Imperio Otomano en el periodo comprendido entre
1861 y 1876, cuando pasa a retiro el Coronel Tirabeque.
[123]
La tercera guerra carlista fue una guerra civil que tuvo lugar en España de
1872 a 1876, entre los partidarios de Carlos, duque de Madrid, pretendiente
carlista al trono, y los gobiernos de Amadeo I, de la I República y de Alfonso
XII.
[124]
Posiblemente un personaje ficticio. El autor de esta novela, don Pablo
Parellada, nació en Valls (Tarragona).
[125]“Mandúcome
frumen”: Juego de palabras que hace Pablo Parellada con Manduca y Manduco me flumen, “latinajo”
que no tiene traducción y que querría significar “¡cómo me río!”
Y va de cuento: hemos leído que éranse cuatro
estudiantes de una Universidad de España que, encontrándose sin un céntimo,
dispusieron que uno de ellos “se enfermara”, para que sus familiares le
mandaran dinero.
Pero los familiares pensaron que sería mejor venir, y
cuando estaban de visita, los tres compañeros del enfermo comenzaron a presumir
de mucho latín; “De hac si non est pallium”,
dijo el primero, es decir, “De esta si no es capa”,
queriendo decir “De esta sí no escapa”.
“Non redibit in epistolam
alienam”, sentenció el segundo, “No volverá
a carta ajena”, en lugar de “no volverá a
Cartagena”, su tierra natal.
El tercero, dándose cuenta de que sus compañeros
estaban desbarrando de lo lindo, lanzó esta exclamación: “Manduco me flumen illorum!” “Cómome río de ellos” en lugar de “Cómo me río de ellos”.
Desde entonces, cada vez que algún pretencioso está
disparatando horriblemente, en la creencia de que está quedando muy bien, se
acostumbra decir “Manduco me flumen”, que como hemos dicho, no
tiene traducción y que se forma con estas tres palabras: “Manduco”, “como”
del verbo comer; “me” acusativo del pronombre “ego”, es decir, a mi;
“flumen”, el río.
[126]
Advertimos de la coincidencia buscada por
PABLO PARELLADA, autor de esta
novela publicada en 1919, MEMORIAS DE UN SIETEMESINO: En su popular monólogo en
verso LAS CHIMENEAS, publicado en 1917 y conocido como LA RAZÓN OFICIAL, se cuentan
las vicisitudes de los coroneles SAVIRÓN (Ingeniero Comandante de la plaza de
Gijón) y PALAREAS (en Valencia); quienes, al igual que con el coronel TIRABEQUE
en esta novela, nos recuerdan que “En cuestiones de criterio huelga toda
discusión; siempre tiene la razón el que está en el Ministerio.”
[128]
TIRABEQUE no es un apellido real. Un TIRABEQUE es un tirachinas. Al oficial
Tirabeque le precedió con tal nombre un personaje ficticio, un lego del popular
Fray Gerundio;
y en los años del Sexenio Revolucionario y la I República, época en la que
suceden estas páginas, fue un periódico semanal SATÍRICO-POLÍTICO-BURLESCO, Y
ALGO MÁS.
[129]
CORDILLA: Del lat. chorda
'intestino'. f. Trenza de tripas de carnero, que se suele dar a comer a los
gatos. f. Desperdicio de tripas u otras partes de las reses que se da a comer a
los gatos.
[130]
En el capítulo X. CADETE. ALFÉREZ, el alférez de Infantería “sietemesino”,
recién egresado de la Academia de Infantería en Toledo, se desplazó en FFCC a
Madrid con su tío, el canónigo don Exuperio: “Mi tío contaba con valiosas
influencias: en Toledo había hecho amistad con jefes que ascendieron a
generales y con otros muchos personajes cuando vinieron a visitar la Imperial
ciudad, pues casi todos trajeron recomendación para que el ilustrado bibliotecario
de la Catedral le sirviera de Cicerone. Quiso aprovechar estas influencias para
procurarme un buen destino, y no fiándose de cartas, tomamos el tren y nos
trasladamos a Madrid.”
[131]
SOBREDA es una parroquia y una aldea española del municipio de Saviñao, en la
provincia de Lugo, Galicia. Nunca tuvo guarnición. Posiblemente, el autor de
esta novela quiere darnos a entender que Claudio fue destinado a un lugar
triste, simple y lejano.
[132]
Usía y vuecencia prácticamente sólo se usan en el ámbito militar
español; el pronombre usía (vuestra señoría) se emplea para el
empleo de Coronel y vuecencia (vuestra excelencia) para el de
General. Además, el pronombre usía también se emplea a veces con altos
cargos como jueces.
[133]
Siendo ésta la presentación en 1873 de un alférez recién egresado, y
considerando cómo le recibe el jefe de su Regimiento, invito al lector a
recrearse con ‘LA
PRESENTACIÓN DEL CORONEL’, por Melitón
González, en la Revista semanal BLANCO
Y NEGRO, MADRID, 10-02-1894 página 16
[134] POLLO: 7 m. coloq. p. us. Hombre joven. U. t.
en sent. despect. Sin.: chico, muchacho, joven, mozo, señorito, chaval.
[135]
GUASEARSE: prnl. Usar de
guasas o chanzas. Sin.: bromear, burlarse, mofarse, reírse, pitorrearse,
cachondearse.
[136]
En esta novela a menudo me viene a la memoria lo siguiente: “Algunos
militares son sospechosos de sentido común; y el sentido común siempre ha
parecido debilidad en todos los ejércitos del mundo. Por eso los militares
cometen, brillantemente, tantas tonterías.” JEAN LARTÉGUY (1920
– 2011).
[137]
ORDENANZA: El soldado que se nombra diariamente para que lleve las órdenes y
comunicaciones oficiales del jefe del cuerpo al cuartel y á las autoridades de
la plaza.
[138]
Claudio, al egresar en Toledo de la Academia de Infantería, recibió una carta
de Mari “La Francesita”, un año mayor que él, según se cuenta en el capítulo X.
CADETE. ALFÉREZ.
[139]
MARI, LA FRANCESITA. Hija de un horticultor amigo del padre de Claudio Béjar y
un año mayor que éste, vivía en las afueras de la ciudad frente a la tahona del
padre del cojuelo Luis ‘Lino’ Mollat. Un Claudio adolescente la quería al
tiempo que a Eulalia, sin decidirse por ninguna, en cuando la República, en el
capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO; y así se lo dijo a ambas cuando huérfano
se marchó a Toledo acogido por su tío el canónigo Exuperio Béjar, y
posteriormente por carta cuando egresó
como Alférez de la Academia de Infantería. Al poco casó Mari con el Coronel del
regimiento de Sobreña, primer destino de Claudio, y causa de un triste
malentendido que motivó el destino de Claudio a Pandolfa.
[140]
El texto de la carta de Mari dirigida a Claudio que llegó a manos del coronel,
es: “Estimado amigo Claudio: acabo de ser solicitada para casarme. He pedido
una semana para pensar mi respuesta definitiva. Antes de darla, te ruego que
con toda franqueza me digas tu opinión acerca de lo que debo contestar. Hará lo
que tú me digas. De tu caballerosidad espero que guardes el secreto de esta
carta. Tu afma. amiga que tanto te quiere,-Mari.”
[141]
El alférez Claudio Béjar podía ser destinado a unidades en LA PENÍNSULA (e
islas adyacentes), o en las provincias de ULTRAMAR (Cuba, Puerto-Rico, y
Filipinas).
[142]
En el capítulo II. A LA CIUDAD, en 1867, el joven Claudio Béjar, con su amigo
Lino Mollat, nos cuenta que “Una de las muchas veces que hice novillos fue
para presenciar cosa desconocida para mí: un besamanos en la Capitanía General.”
[143]
El mismo proceder de un superior jerárquico que en el
capítulo XII. EN EL REGIMIENTO DE SOBREDA, cuando al alférez Claudio Béjar le
advirtió su capitán: “No siga usted por ese camino, porque eso es murmurar
de lo dispuesto por la superioridad y no puedo consentirlo”.
[144]
“Poco duraron mis estudios. Habíase encendido la guerra civil carlista.
Faltaban oficiales y se dispuso que ascendiéramos a alféreces los que tan solo
llevábamos siete meses en la Academia. Por eso nos llamaron la promoción de
los sietemesinos. He aquí por qué me adjetivo sietemesino en el
título de este libro.” Del capítulo X. CADETE Y ALFÉREZ de esta novela.
[145]
CEREMONIA MILITAR. Se da este nombre à las grandes formaciones ó paradas,
simulacros, besamanos y otros actos solemnes á los que concurren los militares.
BESAMANOS . s . m. El acto en que concurren las autoridades y la oficialidad de
la guarnición á besar la mano del rey . Recepción oficial de las altas clases
militares de los distritos como representantes del monarca en los días llamados
de corte.
[146]
DIVIESO: Del lat. diversus 'separado'.
m. forúnculo. Sin.: forúnculo, furúnculo, grano, absceso, nacido, golondrino,
chichote.
[147]
ASISTENTE: 8 m. Soldado que estaba
destinado al servicio personal de un general, jefe u oficial.
[148]
En 2012, don José María Pérez ‘PERIDIS’, en uno de sus libros, nos hace saber:
“(…) Lo que salvó el viejo ábside mudéjar y la pequeña iglesia de *** fue
que eran de utilidad para alguien. Lo que ha ayudado a muchos edificios que he
conocido como *** o un sinnúmero de colegios en *** o la catedral *** era que
tenían robustos muros y espaciosas estancias organizadas alrededor de claustros
luminosos y por eso sirvieron durante muchos siglos como acuartelamientos.
Gracias a las penurias de las arcas públicas que obligaba a autoridades
militares a utilizar viejos conventos desamortizados, se salvaron muchos de
estos ante la imposibilidad de edificar cuarteles modernos (…)
[149]
El mismo proceder que un superior jerárquico que en el capítulo XII. EN EL
REGIMIENTO DE SOBREDA, cuando al alférez Claudio Béjar le advirtió su capitán:
“No siga usted por ese camino, porque eso es murmurar de lo dispuesto por la
superioridad y no puedo consentirlo”. O recién llegado a este Regimiento en
Pandolfa, en el capítulo XIII. EN OTRO REGIMIENTO, cuando un comandante
advierte a Claudio: “Veo que es usted amigo de poner peros a lo que hacen
los superiores…”
[150]
ROS: Prenda cubrecabezas, especie de chacó pequeño, de fieltro y más alto por
delante que por detrás.
[151]
La guerra de
África, primera guerra de Marruecos o guerra hispano-marroquí fue un
conflicto bélico que enfrentó a España con el sultanato de Marruecos entre 1859
y 1860, durante el período de los Gobiernos de la Unión Liberal del reinado de
Isabel II. La guerra finalizó con el Tratado de Wad-Ras, firmado el 26 de abril
de 1860, que declaraba a España como vencedora e imponía a Marruecos una serie
de cesiones e indemnizaciones.
[152]
TRUSA: Gregüescos con cuchilladas que se sujetaban a mitad del muslo. Usado más
en plural.
[153]
BATALLA DE SAN QUINTÍN. En tierras francesas, las armas españolas obtuvieron
uno de sus más famosos triunfos. El 10 de agosto de 1557, se libró la batalla
de San Quintín, entre los ejércitos de Felipe II, a las órdenes del Duque de
Saboya, y las fuerzas francesas, mandadas por el Almirante Coligni y el
Mariscal Montmorency. El triunfo español fue debido esencialmente a la
dirección de la batalla por parte del Duque de Saboya y a la extraordinaria
actuación de la caballería del Conde de Egmont. El joven ejército francés fue
arrollado. El número de bajas causadas a los galos se cifró en unos quince mil
hombres. Cogieron 4.000 prisioneros y se capturó gran cantidad de banderas y
estandartes. Las pérdidas españolas fueron mínimas, gracias a la magnífica
táctica desplegada por el Duque de Saboya. De esta batalla escribió un
historiador que "jamás se vio a un ejército más bien gobernado,
obediente, disciplinado y unido". Para conmemorar esta victoria se
ordenó construir el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, una de las
grandes obras arquitectónicas de la humanidad.
[154]
“Poco duraron mis estudios. Habíase encendido la guerra civil carlista.
Faltaban oficiales y se dispuso que ascendiéramos a alféreces los que tan solo
llevábamos siete meses en la Academia. Por eso nos llamaron la promoción de los
sietemesinos. He aquí por qué me adjetivo sietemesino en el título de
este libro.” Del capítulo X. CADETE Y ALFÉREZ de esta novela.
[155]
La EXPOSICIÓN UNIVERSAL en PARÍS se inauguró oficialmente el 1 de abril de 1867
y se clausuró el 31 de octubre. El emperador Napoleón III fue quien decretó la
construcción de este proyecto para demostrar la grandeza del Segundo Imperio
francés. La siguiente lo fue en 1878.
[156]
La tierra está dividida en 24 husos horarios, que son 12 hacia el Este y otros
12 hacia el Oeste. Cada huso horario comprende 15º de longitud, ya que el sol
recorre precisamente ese ángulo horizontal en una hora y por ello cada 15º de
longitud habrá un huso diferente. A esa hora le llamamos «hora legal» u «hora
de zona» (HZ). Además, la hora varía también según el meridiano en el que
estemos, ya que el tiempo que tarde el sol en recorrer la longitud indicada,
también provocará un cambio de hora. A esta hora se le llama «hora civil de
lugar» (Hcl).
[158]
Vid EL
QUIJOTE, Segunda parte > Capítulo LXXIIII De cómo don Quijote cayó
malo y del testamento
que hizo y su muerte. “Como las cosas humanas
no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a
su último fin, especialmente las vidas de los hombres , y como la de don
Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó
su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; (…)”
[159]
En el XIV. UNA REVISTA MINUCIOSA [DEL GENERAL GOBERNADOR MILITAR], el alférez
Claudio Béjar nos contó que: “Llegó el día de la revista. Yo estaba de
guardia. Este servicio me fue reservado por la Fatalidad siempre que ocurría
algo extraordinario.”
[160]
El mismo proceder que un superior jerárquico que en el capítulo XII. EN EL REGIMIENTO
DE SOBREDA, cuando al alférez Claudio Béjar le advirtió su capitán: “No siga
usted por ese camino, porque eso es murmurar de lo dispuesto por la
superioridad y no puedo consentirlo”. O recién llegado a este Regimiento en
Pandolfa, en el capítulo XIII. EN OTRO REGIMIENTO, cuando un comandante
advierte a Claudio: “Veo que es usted amigo de poner peros a lo que hacen
los superiores…”.
[161]
CAMPAÑA DEL NORTE: La tercera guerra carlista fue una guerra civil que tuvo
lugar en España de 1872 a 1876, entre los partidarios de Carlos, duque de
Madrid, pretendiente carlista al trono, y los gobiernos de Amadeo I, de la I
República y de Alfonso XII.
[162]
La Guerra de los Diez Años, Guerra del 68 o Guerra Grande (1868-1878), también
conocida en España como GUERRA DE CUBA, fue la primera de las tres guerras
cubanas de independencia, insurrectas contra las fuerzas provinciales
españolas. La guerra comenzó con el Grito de Yara, en la noche del 9 al 10 de
octubre de 1868, en la finca La Demajagua, en Manzanillo, que pertenecía a
Carlos Manuel de Céspedes.
Terminó diez años más tarde con la Paz de Zanjón o
Pacto de Zanjón, donde se establece la capitulación del Ejército
Independentista Cubano o Mambises frente a las tropas españolas. Reina Alfonso
XII desde diciembre de 1874. Sin embargo, grupos dispersos de patriotas cubanos
continuaron luchando durante la mayor parte del año 1878 e intentarían
reiniciar la lucha durante la llamada Guerra Chiquita (1879-1880).
Según el informe presentado por el presidente del
gobierno español Antonio Cánovas del Castillo ante las Cortes la guerra había
causado unos cien mil muertos y había costado doscientos cincuenta millones de
pesetas.
[163]
Subordinadas a una Capitanía general, la Comandancia de Ingenieros designaba un
‘Ingeniero comandante’ a cada guarnición, responsable de las obras en los
acuartelamientos. En su popular monólogo en verso LAS CHIMENEAS, conocido
como LA
RAZÓN OFICIAL, Pablo Parellada cuenta las vicisitudes de los coroneles
SAVIRÓN (Ingeniero Comandante de la plaza de Gijón) y PALAREAS ( en Valencia); quienes, al igual que con el
coronel TIRABEQUE
en esta novela, nos recuerdan que “En cuestiones de criterio huelga toda
discusión; siempre tiene la razón el que está en el Ministerio.”
[164]
La travesía en un vapor-correo entre la Península Ibérica y Cuba podía durar un
mes.
[165]
El poblado de San
Miguel de Nuevitas en el siglo XIX, según se cuenta en el siglo XXI desde Cuba:
“San Miguel empezó a prosperar a principios del siglo XIX, cuando allí se
establecieron nuevas familias de Nueva Orleáns y La Florida, a cada una se les
entregó una caballería de las tierras donadas por el Padre Cisneros, con el
imperativo de cultivarlas. Fue tal el auge de aquella región que se hizo
construir en 1853 una vía férrea desde ese lugar hasta las costas de El Bagá, de la cual
aún quedan pistas.
De sus campos
se extrajeron grandes cantidades de madera, explotaron magníficos colmenares,
acopiaron plátanos, viandas, caña, y se
fabricó queso y tasajo, también, se establecieron fincas de crianza de
ganado y varios trapiches en el valle que circundaba el lugar.
Durante la primera guerra por la independencia de
Cuba, en 1868, se vio menguado el auge de San Miguel, al extremo que la vía
férrea dejó de prestar servicios y aunque tuvo sus vaivenes hasta concluida la
contienda no pudo mostrar nuevamente modestos avances.
Por sólo
señalar algunos ejemplos de cuan activa resultó aquella zona durante la gesta
emancipadora vasta referir
los hitos siguientes: el 4 de noviembre de 1868 es tomado San Miguel por Augusto Arango; el 21 de mayo de 1869 se
produce allí un combate bajo la dirección del general Ángel del Castillo
Agramonte; el 18 de enero y el 25 de marzo de 1872, respectivamente, es atacado
el poblado por el comandante Martín Castillo Castillo; el 12 de abril de 1874
se produce el sonado ataque de Máximo Gómez, el que logra, a pesar de la
resistencia española, apoderarse de un gran botín.
Por otra parte, el 18 de enero de 1875 San Miguel
recibe la envestida del capitán Aurelio Valdés y el 4 de abril del propio año
se produjo la ocupación de Gregorio Benítez (…)”.
[166]
PINTIPARADO: De pintiparar. 1 adj.
Dicho de una cosa: Que viene adecuada a otra, o es a propósito para el fin
propuesto. Sin.: apropiado, adecuado, conveniente, oportuno. Ant.: inoportuno,
inadecuado.
[168]
Don Santiago Ramón y Cajal, al relatar sus experiencias cuando estuvo en Cuba
durante los años 1870 en su libro Mi
infancia y juventud , señalaba que los cubanos llamaban a los españoles:
gorriones o patones
[169]
Evocación a los versos de ‘La flor de los
recuerdos: Ofrenda que hace a los
pueblos hispano-americanos: Cuba’, de don José Zorrilla.
[170]
DÉCIMA: f. Métr.
Combinación métrica de diez versos octosílabos, de los cuales, por regla
general, rima el primero con el cuarto y el quinto; el segundo, con el tercero;
el sexto, con el séptimo y el último, y el octavo, con el noveno. Admite punto
final o dos puntos después del cuarto verso, y no los admite después del
quinto.
[171]
Tenemos noticia de que Pablo Parellada, autor de esta novela, lo fue de la
letra de un danzó cubano: “QUE SE QUEMA ‘LA
SAPATERA’" [Partitura para canto y piano (con letra)]- música de Navarro Tadeo, Enrique, 1894-1965;
letra de Pablo Parellada.
[172]
Don Exuperio Béjar, canónigo y bibliotecario de la catedral de Toledo, acudió presuroso
a la ciudad tan pronto se enteró de la grave enfermedad del padre de Claudio; y
lo acogió cuando quedó huérfano.
[173]
“MELIBEA.- ¿Cómo dices que llaman a este
mi dolor, que así se ha enseñoreado en lo mejor de mi cuerpo? CELESTINA.- Amor dulce. MELIBEA.- Eso me declara qué es, que en sólo oírlo me
alegro.
CELESTINA.- Es
un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura,
una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una
blanda muerte.”
[174]
Las castañas pilongas son castañas a las que se le has aplicado un método de
secado y ahumado tradicional que permite conservarlas durante todo el año.
Aunque su rictus es duro, tras ablandar durante el proceso de cocina terminarán
deshaciéndose en la boca. El secado de las castañas era uno de los métodos
utilizado tradicionalmente para conservarlas durante todo el año, manteniendo
sus propiedades nutricionales y gustativas. Este tipo de castañas, son
conocidas como “pilongas”.
El remojo es indispensable para reblandecer las
castañas y para mejorar su digestibilidad (ya que nos ayuda a disminuir las
flatulencias asociadas a este fruto seco), y debe hacerse el día anterior
durante unas 12-14 horas. Pasado este tiempo, ya están listas para ser cocidas.
[175]
BLOCAUT. s . m. Blockaus .
BLOCKAUS . s. m. Palabra Alemana compuesta de las voces block,
tronco de árbol , y haus, casa. Es una especie de reducto ó pequeño
fortín de madera clavado en tierra, sin salida exterior y comunicándose por
caminos subterráneos con la plaza ó fortificación á la cual sirva de obra
avanzada . Su altura es de seis ó mas piés . La parte superior suele ser
saliente ó volada, para defender la base de la obra. Algunas veces es un
palenque ó cielo raso con fosos, troneras y aun empalizadas . Los ingleses dan
particularmente el nombre de blockaus á una especie de fortines que
acostumbran construir á la entrada y parte exterior de los puertos
.
[176]
El
mito de los ‘blocaos’: fortines «caros e inútiles» que llevaron al desastre al
Imperio español. En 1921, el periodista de ABC Antonio Azpeítua hizo un
análisis del sistema de fuertes establecido en el Rif por el ejército.
Mil y una veces rubricaron los redactores y
corresponsales de ABC la palabra ‘ blocao’ en las páginas de este diario. Raro
era amanecer entre 1909 y 1925 y no desayunarse con una noticia en la que los
citaban. Que si se ha levantado uno por aquí; que si se ha atacado otro por
allá. Nada raro ya que, a principios del siglo XX, estos pequeños fuertes
vertebraban los sistemas defensivos españoles en el norte de África. Eficientes
y fáciles de construir a base de piedras y sacos terreros, ayudaron al Ejército
a mantener los últimos reductos de nuestro maltrecho Imperio español en el Rif,
que ya es decir bastante.
Sin embargo, tan cierto como que los ‘blocaos’ podían
construirse a la velocidad del rayo en mitad del Rif, también lo es que
adolecían de una serie de problemas que los convertían, en ocasiones, en una
trampa mortal.
El mismo ABC así lo confirmó en un artículo publicado
en 1921 bajo un titular tan claro como doloroso: «El caro e inútil ‘blocao’».
En él, el famoso enviado especial Antonio Azpeítua confirmaba que su precio
oscilaba entre las 30.000 y las 40.000 pesetas (una cantidad considerable para
la época) y que impedía a los soldados en su interior «salir sin correr
verdadero peligro para llevar a cabo tareas tan sencillas como hacer la aguada.
Origen y construcción
Pero vayamos por partes. ¿Qué era, allá por los
inicios del siglo XX, un ‘blocao’? ABC también respondió a esta pregunta en un
reportaje publicado el 26 de agosto de 1909. En el mismo se especificaba que el
término provenía de la fusión de dos palabras germanas: ‘block’ –pedrusco o
tronco– y ‘hause’ –casa–. Aunque su origen último es español, pues fue
Bernardino de Mendoza quien presentó a Felipe III «una forma de ingenios de
madera y ciertos tornillos con los que se podía armar en muy breve espacio de tiempo
un [fuerte], siendo fabricado por maderos pequeños que se pueden llevar en
cualquier bestia y no de mucho volumen y embarazo al armarse y desarmarse».
Los autores de ambos reportajes coincidieron en
definir los ‘blocaos’ como una caseta de madera, con tejado de chapa ondulada,
cuyas paredes se revestían de sacos terreros capaces de detener el fuego de
fusilería enemigo. Aunque fue el periodista de 1909 quien más se prodigó al
indicar que solían tener un único piso y que, cuando en casos extraños, se
añadía un segundo, era con el objetivo de que la unidad destinada en su
interior hiciese fuego desde un punto elevado. «Según el lugar que este ocupe y
las armas de que disponga el enemigo, se construye con más o menos solidez,
aunque siempre superior a la penetración de las bajas de fusil», añadía el
periodista en el texto.
Tan solo se les olvidó indicar algo que recalcan Juan
García del Río y Carlos González Rosado en ‘Blocaos. Vida y muerte en Marrueco’
(Almena): en principio, la pared de la mayoría de los blocaos se reforzaba en
su parte más baja con varias hileras de piedras. Sin embargo, esa práctica dejó
de llevarse a cabo por lo engorroso que era y el tiempo que retrasaba la
construcción. Estos divulgadores españoles recalcan también que se necesitaban
75 sacos terreros por metro lineal de parapeto para fortificar las posiciones
más comunes, mientras que esta cantidad aumentaba hasta el centenar en los
‘blocaos’. «En la práctica, los más pequeños, de 4 por 4 metros, exigían
1.600», completan.
Aunque los ‘blocaos’ más humildes apenas contaban con
una sala, los de mayores dimensiones podían contar con tambores para
ametralladoras, pozos de agua, cocina o una pequeña cabaña dedicada a las
comunicaciones y a guardar vituallas. En la mayoría, sin embargo, el líquido
elemento brillaba por su ausencia y era necesario hacer a diario la ‘aguada’ o
búsqueda de agua en las fuentes cercanas. La máxima, con todo, era valerse del
ingenio. Eso hizo que se empezara a dejar una pequeña abertura en los tejados
de chapa para recoger la lluvia. Y es que, en el desierto cualquier idea era
válida para aprovechar los recursos naturales.
Una vez levantado el edificio principal, la guarnición
–entre doce y veinte hombres– se dedicaba a excavar letrinas en la parte
posterior y a levantar una pequeña alambrada. Según Azpeítua, esta apenas
servía «para colgar la ropa», pero lo cierto es que podía evitar más de un
disgusto a los militares españoles. Así lo corroboran los autores españoles en
su obra, donde remarcan su utilidad a la hora de frenar los avances enemigos.
En lo que sí están de acuerdo con el periodista es en la gran cantidad de material
que era necesario para construirlas: «Para la construcción de un ‘blocao’ de 4
por 4, se necesitaban 1.500 metros de alambrada, 60 estaciones y 4 kilos de
grapas».
Problemas peligrosos
Durante años, los ‘blocaos’ fueron ubicados en zonas
clave para el avance español en el Rif. Desde las afueras de kábilas amigas a
las que se pretendía proteger, hasta caminos por los que transitaban convoyes.
A bote pronto parecían baratos de fabricar –solo hacía falta arena y sacos para
construirlos–, rápidos de levantar y ofrecían una posición de relativa
seguridad desde la que hacer fuego. ¿Por qué, entonces, el reportero de ABC
cargó contra ellos? Por varias causas. La primera, que solo contaban con una
puerta. «La guarnición no puede salir sin correr grave peligro, pues nada es
más fácil para los moros que tener enfilada la única puerta de la que
disponen».
La segunda pega que reseñó Azpeítua fue su alto coste,
entre 30.000 y 40.000 pesetas. Un dinero que, unido a la escasez de material y
a la falta de tropas, hizo que se construyeran muy separados unos de otros. En
la práctica, y tal como quedó demostrado durante el desastre de Annual en 1921,
eso permitía al enemigo rodear la posición y esperar hasta que la guarnición se
rindiera de hambre y sed al no poder llevar a cabo la ‘aguada’. El periodista
de ABC incidió sobre ello en su texto:
«Desde luego que el sistema de ‘blocaos’
garantizará la tranquilidad de Marruecos. Ei día que tengamos un ‘blocao’
pegadíto al otro cubriendo la llanura, y el monte, y la ladera, y el valle, la
zona estará totalmente segura. A ello sólo se opone una cuestión de números:
los cientos, los millares de blocaos que tenemos hoy, consumen tres cuartas
partes del Ejército de ocupación, y ocupan el resto en su aprovisionamiento.
Ahora bien; como todavía queda más del 60 por 100 del territorio sin ocupar,
necesitaremos triplicar el número de soldados y la cantidad de millones para
llegar a ese ideal de pacificación, que poco se diferencia del proyecto que
consiste en vigilar cada moro con una pareja de la Guardia Civil».
El reportero fue más que tajante. Además de vaticinar
lo que ocurriría tras el ascenso de Abd el-Krim, confirmó que los ‘blocaos’ tan
solo servían para inmovilizar a las escasas fuerzas con las que contaba España
–pues condenaban a la retaguardia a cientos de hombres– y multiplicaban el
número de caravanas que había que organizar desde los campamentos centrales.
«El papel que le asignaron al ‘blocao’ era la protección de caminos entre
posición y posición. Pero todos los días salen de las posiciones fuerzas de
Infantería y Caballería para garantizar la propia comunicación con el ‘blocao’.
Es decir, un guardián que necesita que le guarden», añadió. Y volvió a acertar.
Azpeítua también criticó el pésimo planteamiento
estratégico de los ‘blocaos’. Y es que, al estar tan alejados unos de otros,
resultaba imposible al ejército español socorrer a aquellos que hubieran sido
cercados: «Cuando una partida enemiga, que nunca baja de sesenta hombres, ataca
a un ‘blocao’, es milagroso que sus defensores puedan resistir hasta que la
columna que sale de la posición más próxima llega a socorrerles». El final del
artículo era igual de claro: «Por lo expuesto queda demostrada la inutilidad
del caro ‘blocao’. No obstante, todos los días se ponen nuevos y, cuando
escribimos esta carta, los ingenieros, protegidos por Regulares, están
levantando otro». No se le puede negar su capacidad analítica, pues poco
después este sistema de fortines demostró su inutilidad palmaria durante el
avance rifeño tras el Desastre de Annual.
[177]
Volverá Urbía a ser protagonista al comienzo de la segunda parte de esta
novela: cuando el teniente Claudio Béjar sea destinado a un regimiento en
Pamplona, será recibido por el general Urbía, gobernador militar de la plaza,
quién le invitará a las veladas de los jueves en su domicilio, en donde
conocerá a Irene, la hija de los vizcondes de Lodain.
[178]
El
8-I-1869 se reunieron en Barcelona ciento veintiocho hombres de negocios de la
ciudad, los cuales “alarmados por las noticias que se recibían de Cuba, y
que consideraban comprometidos los grandes intereses de Cataluña en Cuba, las
vidas de nuestros hermanos y a la vez, que la honra de nuestro pabellón”,
acordaron exigir a la Diputación de Barcelona que impulsase rápidamente
iniciativas concretas en contra de la insurrección que había estallado en el
oriente cubano hacía unos meses.
En total, el número de voluntarios
catalanes que salieron en 1869 de Barcelona rumbo a Cuba fue de unos 3.600.
Esa cifra multiplicaba por siete el número de los 475 voluntarios embarcados
nueve años antes para la guerra de África.
De hecho, el
contingente de los voluntarios catalanes de 1869 triplicó el número de
jóvenes que correspondía enviar a la isla por los municipios de la provincia de
Barcelona en la quinta de ese año (1.164 soldados) y sumaba el equivalente al
15% de los jóvenes quintados en el conjunto de España. Es más, los 3.600 voluntarios
alistados en Barcelona representaron el 10,4% del total de efectivos militares
que se enviaron desde la península, entre noviembre de 1868 y diciembre de
1869, para sofocar la rebelión cubana”
[179]
“Poco duraron mis estudios. Habíase encendido la guerra civil carlista.
Faltaban oficiales y se dispuso que ascendiéramos a alféreces los que tan solo
llevábamos siete meses en la Academia. Por eso nos llamaron la promoción de los
sietemesinos. He aquí por qué me adjetivo sietemesino en el título de este
libro.” Del capítulo X. CADETE Y ALFÉREZ, de esta novela.
En el mismo
capítulos, el recién egresado alférez Béjar
decía “Un tanto temeroso estaba yo de la escasez de estudios impuesta
por las circunstancias, pero mi tío me animó: (…) Tú sabes bastante más, y
menos matemáticas supieron Epaminondas, el César, y el gran Alejandro; conque,
no te apures; con tu buen deseo y amor al estudio, que no debes dejar, y con el
ejemplo de los superiores, podrás llenar cumplidamente tus obligaciones y
demostrar que un sietemesino puede comportarse como el mejor de los oficiales.”
Y, en el capítulo XIII, al incorporarse al Regimiento
de Pandolfa, tras una controversia con un comandante, “-Veo que es usted
amigo de poner peros a lo que hacen los superiores… Me volvió la espalda,
fuese a conversar con otros y no sé si, pero me pareció oír la palabra
sietemesino”
[180]
POTRERILLO DE GUAYO. A mediados del siglo XXI, el Municipio de San Juan de los
Yeras es uno de los treinta y dos municipios de la antigua provincia de Las
Villas. Entre sus barrios están Guayo y Potrerillo (Pueblo en el barrio por su
nombre. Fue formado a mediados del siglo XIX en el hato de su nombre, no lejos
de la orilla del Caonao. En l858, a poco de su fundación, contaba ya con 117
vecinos). Es lugar citado por el GENERAL WEYLER en su libro MI MANDO EN CUBA
(1896 – 1897)
[181]
Las puyas que el brigadier suelta al oficial científico eran habituales
entre quienes eran de Infantería o Caballería, y los facultativos de
Artillería, Ingenieros y Estado Mayor. Esto nos recuerda un cuento de Pablo
Parellada que como ‘Melitón González’ se publicó Por MELITÓN GONZÁLEZ en Blanco
y Negro el 19-06-1909, intitulado LOS
COEFICIENTES, donde dos coroneles conversan entre ellos mientras acompañan
a sus hijos al examen para el ingreso en la Academia: “Yo he recorrido toda
España, sus colonias y sus islas, y me he batido cien veces, y te aseguro,
García, que no he visto un polinomio al batirme en la península, ni en la costa
de Marruecos ni en Cuba ni en Filipinas”.
[182]
CHAQUETEAR: 1 intr. Huir ante el
enemigo. Sin.: huir, retroceder. 2 intr. Acobardarse ante una dificultad. Sin.:
acobardarse. 3 intr. Cambiar de bando o partido por conveniencia personal.
[183]
TEN CON TEN. Tacto
o moderación en la manera de tratar a alguien o de llevar algún asunto. Miguel
gasta cierto ten con ten en sus cosas. Ten = 2.ª pers. de sing. del imper.
de tener. loc. sust. m.
[184]
La fiebre
amarilla o VÓMITO
NEGRO es una enfermedad infecciosa zoonótica viral aguda causada por el
virus de la fiebre amarilla transmitida por mosquitos que pican durante el día.
Puede transformarse en una enfermedad hemorrágica y hepática grave (con un 50%
de letalidad). La palabra amarillo del nombre se refiere a los signos de
ictericia que afecta a los pacientes enfermos severamente.
[185]
El CÓLERA
es una enfermedad infecto-contagiosa intestinal aguda o crónica, provocada por
la bacteria Vibrio cholerae, que produce una diarrea secretoria
caracterizada por deposiciones acuosas abundantes, pálidas y lechosas,
semejantes al agua del lavado de arroz, con un contenido elevado de sodio,
bicarbonato y potasio, y una escasa cantidad de proteínas.
Se transmite principalmente por agua no potable y
alimentos contaminados con materia fecal humana que contenga la bacteria. Los
productos del mar mal cocidos son una fuente común de transmisión. El ser
humano es el único ser vivo afectado.
Algunos de los factores de riesgo para la enfermedad
son la falta de acceso a infraestructura de saneamiento, la falta de agua
potable, y la pobreza.
En su forma grave, se caracteriza por una diarrea
acuosa de gran volumen que lleva rápidamente a la deshidratación del
organismo.
[186]
Escrito breve a modo de apuntes, que sirve de ayuda para recordar información'.
Este calco del francés aide-mémoire se emplea en buena parte de América.
[187]
Manteniendo su empleo de alférez de Infantería,
Claudio Béjar, cuando estuvo en campaña con el brigadier don Félix
Escande, fue recompensado con pasar a ser “Teniente GRADUADO” de Ejército
(militar que disfruta el privilegio de hacer uso de insignias superiores à su
empleo). Por tanto, en su uniforme seguía llevando una ESTRELLA (parte de la
insignia de los jefes y oficiales del ejército español que designa la
efectividad de los empleos : los jefes las usan en las bocasmangas y los oficiales
en los brazos dentro del ángulo formado por los galones que marcan el grado de
cada uno).
[188]
El poblado de San
Miguel de Nuevitas en el siglo XIX, según se cuenta en el siglo XXI desde
Cuba (con su ideología comunista, y sus faltas de ortografía): “San Miguel
empezó a prosperar a principios del siglo XIX, cuando allí se establecieron
nuevas familias de Nueva Orleáns y La Florida, a cada una se les entregó una
caballería de las tierras donadas por el Padre Cisneros, con el imperativo de
cultivarlas. Fue tal el auge de aquella región que se hizo construir en 1853
una vía férrea desde ese lugar hasta las costas de El Bagá, de la cual
aún quedan pistas.
De sus campos
se extrajeron grandes cantidades de madera, explotaron magníficos colmenares,
acopiaron plátanos, viandas, caña, y se
fabricó queso y tasajo, también, se establecieron fincas de crianza de
ganado y varios trapiches en el valle que circundaba el lugar.
Durante la primera guerra por la independencia de
Cuba, en 1868, se vio menguado el auge de San Miguel, al extremo que la vía
férrea dejó de prestar servicios y aunque tuvo sus vaivenes hasta concluida la
contienda no pudo mostrar nuevamente modestos avances.
Por sólo
señalar algunos ejemplos de cuan activa resultó aquella zona durante la gesta
emancipadora vasta referir
los hitos siguientes: el 4 de noviembre de 1868 es tomado San Miguel por Augusto Arango; el 21 de mayo de 1869 se
produce allí un combate bajo la dirección del general Ángel del Castillo
Agramonte; el 18 de enero y el 25 de marzo de 1872, respectivamente, es atacado
el poblado por el comandante Martín Castillo Castillo; el 12 de abril de 1874
se produce el sonado ataque de Máximo Gómez, el que logra, a pesar de la
resistencia española, apoderarse de un gran botín.
Por otra parte, el 18 de enero de 1875 San Miguel
recibe la envestida del capitán Aurelio Valdés y el 4 de abril del propio año
se produjo la ocupación de Gregorio Benítez (…)”.
[189]
PALADINAMENTE: adv. M. Públicamente,
claramente, sin rebozo.
[190]
INGENIO DE AZUCAR: 1 m. Conjunto de
aparatos para moler la caña y obtener el azúcar. 2 m. Finca que contiene el
cañamelar y las oficinas de beneficio.
[191]
EBÚRNEA: adj.
cult. Del marfil, o de características semejantes a las suyas, espec. su color.
Adora su figura estilizada y su piel ebúrnea.
[192]
El MÉTODO OLLENDORF: en esta novela leemos cómo se aplica en la milicia, en los
capítulos VIII. DOS REYES DE ESPAÑA NO MENCIONADOS POR LA HISTORIA y XIX. EN
SAN MIGUEL DE NUEVITAS.
El lingüista alemán Heinrich Gottfried Ollendorff
(1802 – 1865) fue el creador en el siglo XIX de un revolucionario método de
aprendizaje de idiomas; consistía en enseñar una lengua de una forma peculiar.
Mientras la estructura sintáctica de la oración fuera correcta no importaba el
significado. De tal forma que las conversaciones podían no tener sentido,
aunque fueran correctas. La pregunta podía no tener nada que ver con la
respuesta. La comunicación con este método era complicada y aunque, a la larga
el estudiante podía aprender la lengua de forma más natural, a corto plazo no
podía comunicarse con soltura.
[193]
El PALUDISMO, o MALARIA, es
una enfermedad potencialmente mortal transmitida a los humanos por algunos
tipos de mosquitos. Se da sobre todo en países tropicales. Se trata de una
enfermedad prevenible y curable. La infección es causada por un parásito y no
se transmite de persona a persona.
Los síntomas pueden ser leves o potencialmente
mortales. Los síntomas leves son fiebre, escalofríos y dolor de cabeza. Los
graves incluyen fatiga, confusión, convulsiones y dificultad para respirar.
El paludismo puede prevenirse evitando las picaduras
de mosquitos y (desde el siglo XX) tomando medicamentos.
[194]
La QUININA o chinchona es
una sustancia alcaloide (compuesto químico orgánico que se encuentra
principalmente en plantas) muy utilizado tanto como remedio para aliviar
distintos síntomas o incluso para tratar ciertas patologías como con fines
culinarios en gastronomía.
La quinina ha sido muy utilizada como remedio
tradicional por sus propiedades digestivas y cicatrizantes. También para reducir la fiebre.
La quinina ha sido históricamente utilizada para
tratar la malaria (No debe utilizarse para prevenirla)
[195]
Sugerimos la lectura un artículo del oficial de Sanidad don José Torres Medina:
‘De
Cajal al 98 : veinticinco años de Sanidad Militar en Cuba’, publicado
en Medicina militar : revista de sanidad
de las Fuerzas Armadas de España.
01/04/2003 Año 2003 Volumen 59 Número 2.
[196]
MADERAMEN: m. Conjunto de maderas
que entran en una obra. Sin.: enmaderado, maderaje, maderación, armazón,
tarima.
[197]
Reina Alfonso XII desde diciembre de 1874. Se conoce como Pacto del Zanjón o Paz de Zanjón al
tratado firmado el 10 de febrero de 1878 que establece la capitulación del
Ejército Libertador cubano frente a las tropas españolas del general Martínez
Campos, poniendo fin a la llamada Guerra Grande o Guerra de los
Diez Años (1868-1878).
De paso, por las coincidencias en cronología y
gobernantes, recordemos que la tercera guerra
carlista fue una guerra civil que tuvo lugar en España de 1872 a 1876,
entre los partidarios de Carlos, duque de Madrid, pretendiente carlista al
trono, y los gobiernos de Amadeo I, de la I República y de Alfonso XII.
[198]
Reina Alfonso XII desde diciembre de 1874. Tras la ‘Paz de Zanjón’, tratado firmado el 10 de febrero de 1878, Claudio
Béjar fue repatriado con otros muchos enfermos en un vapor-correo donde se
transportaban más que se evacuaban los soldados heridos o enfermos, sin más
medios sanitarios que los de una rudimentaria enfermería; el viaje, de un mes
de duración, había de terminar en principio en cualquiera de los Hospitales de
Cádiz o Santander.
Sugerimos la
lectura del artículo ‘Los
barcos hospitales en la campaña de Cuba ’, del oficial de Sanidad don José
Torres Medina, publicado en 1970 en el número 29 de la Revista de Historia
Militar.
[199]
Los hospitales existentes en Santander fueron el de San Rafael, fundado en 1791 y que
tenía una sección militar; el Sanatorio de Calzadas Altas, en esa misma calle
un Centro de Desinfección, y el Hospital Militar de María Cristina.
[200]
EULALIA: en el pueblo, el matrimonio
dueño de la tienda de comestibles tenía una hija llamada Eulalia, de la edad de
Claudio Béjar aproximadamente; la niña más linda y mejor ataviada del pueblo,
que le mostraba mucho interés y gran
cariño cuando la niñez. En 1867 el
doctor Béjar mudó con su hijo de diez años a la capital de la provincia; cinco
años después lo hicieron los padres de Eulalia con su hija, cuando el capítulo
VI. LA BATALLA DEL PETARDO. Ambos adolescentes mantuvieron amistad, y no llegó
al romance porque a Claudio le paraban el aspecto y maneras pueblerinas de
Eulalia, y porque también le gustaba Mari ‘la Francesita’, un año mayor que él. Cuando falleció el padre de
Claudio, al partir de viaje a Toledo con su tío el canónigo Exuperio Béjar,
Eulalia le regaló un escapulario; el oficial Claudio lo portó siempre sobre sí,
también en la campaña de Cuba. Cuando el alférez de infantería, teniente
graduado de Ejército, Claudio Béjar es repatriado a la península en 1878, muy
enfermo y tras la Paz de Zanjón, será reconocido cuando agonizante por una
monja de la Caridad, la Hermana Eulalia, en el hospital de Santander donde lo
ingresaron.
[201]
A esta novela de Pablo Parellada le precedió en 1907 otra, de título POMPAS
DE JABÓN, en cuya trama se cuenta que, cuando falleció el General, padre y
esposo: “(…) Muy aciago fue para Lelé el día en que se presentó en su casa
el habilitado con la primera nómina de la viudedad. La irrefutable y tremenda
lógica de los números le demostraron lo precario de su situación (…)”.
[202]
El paseo de Virgen de Gracia de la ciudad de Toledo está dedicado a don Benito Pérez Galdós «en
reconocimiento a la pasión que demostró por Toledo, contribuyendo con sus
novelas a divulgar su historia». Recuerdan allí algunas de las andanzas de don
Benito por la ciudad, con alusión al establecimiento que las Hermanas Figueras
tenían en Santa Isabel y de la Hostería de Granullaque, en la Plaza de
Barrio Rey, «que era su lugar predilecto para comer, como también lo
eran los dulces de la confitería de Labrador, en la Plaza de la Magdalena».
[203]
En la primera parte de esta novela, en el capítulo XVII el alférez Claudio
Béjar nos contó que: “Me destinaron a un batallón que estaba acabándose de
organizar en la Habana, y con el cual salí a campaña.
Lo mandaba el teniente coronel don Nicasio Urbía, muy
expeditivo y de resoluciones prontas.”
[204]
Recordemos que en el capítulo X de esta novela, recién egresado Claudio de la
Academia de Infantería en Toledo, y presto a incorporarse al Regimiento de
Sobreda, su primer destino como Alférerez… su tío, el canónigo don Exuperio, le
dio esta conseja: “Sírvate de lección- me dijo-. No te acerques mucho
a una mujer hermosa si no te quieres quedar enredado y prendido entre sus
trenzas que cuelgan a manera de rizos El medio más seguro de no ser herido por
el amor, es huir de él.”
[205]
COMANDANTE . El oficial que manda un batallón de infantería , un escuadrón de
caballería o una sección de artillería. Este empleo es el ascenso inmediato de
los capitanes. En infantería hay primero y segundo comandante : el primero está
encargado del mando , y el segundo del detall.
El empleo de primer comandante se creó en 1706 cuando
se establecieron los dos batallones por regimiento. Se suprimieron en 1760 , y
en 1769 se dio un comandante a cada batallón del regimiento de guardias
españolas. En 1792 fueron especificadas sus funciones , que generalmente fueron
las que hoy rigen. En 1830 los ayudantes mayores fueron promovidos à segundos
comandantes, encargados del detall , y en enero de 1832 se hizo extensiva esta modificación
a los cuerpos de artillería e ingenieros. En 1849 fueron suprimidos los segundos
comandantes en el arma de caballería . En el proyecto de ley de
ascensos militares se adopta esta medida en la
infantería . El ascenso a comandante se provee de cada tres vacantes dos a la
antigüedad y uno a la elección . A la edad de 58 años es obligatorio el retiro
, salvo algunas excepciones muy particulares .
[207]
Posiblemente aquí el autor de la novela hace un juego de palabras. En
Vascongadas. “San Serenín del monte” es un juego de niñas; y para el joven
Floro, hijo de los vizcondes de Lodain, en Pamplona, Parellada instituye la ‘Orden
de San Cerení del Monte’.
[208]
CUARTELEROS,
se da el nombre de cuarteleros a los soldados que diariamente se nombran en las
Compañías, Escuadrones o Baterías para atender tanto a la vigilancia de las
mismas como a la limpieza de los dormitorios. Cada Compañía nombrará,
normalmente, dos cuarteleros por cada dormitorio; cuartelero de puerta y
cuartelero de centro. Dependen del Cabo de Cuartel respectivo, de quien cada
uno recibirá las ordenes correspondientes que han de cumplir, y a él, darán
cuenta de cuantas novedades ocurran. El servicio de cuartelero dura
veinticuatro horas, y normalmente, se efectúa el relevo al toque de “asamblea”,
salvo que en el horario vigente en el Cuartel se disponga otra cosa. El
servicio de cuartelero comienza al toque de “diana”, y termina al toque de
“silencio”, en cuyo momento y en presencia del Cabo de Cuartel, harán entrega
de su cargo al primer Imaginaria.
[209]
En el ámbito militar, se llama ORDENANZA
al soldado que se nombra diariamente para que lleve las órdenes y
comunicaciones oficiales del jefe del cuerpo al cuartel y las autoridades de la
plaza.
También es un soldado perteneciente a un cuerpo de
guardia que estando exento de hacer labores de centinela o cualquier otro
servicio de vigilancia y que está a las órdenes de aquel puesto. Se emplea para
realizar labores mecánicas como traer agua, barrer, ir en busca de utensilios,
encender las luces y la lumbre, etc.
[210]
LITOGRAFÍA: 1 f. Arte de dibujar o grabar en piedra
preparada al efecto, para reproducir, mediante impresión, lo dibujado o
grabado. Sin.: impresión. 2 f. Ejemplar obtenido por el procedimiento de la
litografía. Sin.: impresión. 3 f. Taller de litografía.
[211]
ASISTENTE
. Soldado empleado en el servicio
doméstico de los oficiales.
En el siglo XV y XVI los soldados pobres cuidaban las
armas y asistían á los oficiales y aun á
los soldados nobles y ricos ; no era permitido este servicio, pero tampoco
podía prohibirse puesto que
le practicaban en los momentos de descanso . Federico
II de Prusia fué el primero que concedió esta gracia á sus oficiales, y aunque
los asistentes prestaban juramento de fidelidad y cobraban el haber de soldado
, pertenecían á un cuerpo especial, destinándose en número de nueve por
compañía, pero con orden terminante de no encargarse del cuidado de los
caballos .
En España no estaba permitido á los oficiales el tener
soldados para su asistencia particular, mas no pudiendo luchar contra la
costumbre, el rey Carlos IV los autorizó por Real Orden de 25 de Enero de 1801
.
[212]
OFICIALMENTE:
adv. De oficio = de manera oficial.
[213]
OBLEA: 5 f. Hoja muy delgada
hecha de harina y agua o de goma arábiga, cuyos trozos servían para pegar
sobres, cubiertas de oficios, cartas o para poner el sello en seco. 6 f. Trozo
de oblea que se empleaba para pegar sobres, cartas, etc.
[214]
El viaje de Claudio Béjar de Pamplona a Madrid (donde
permaneció una semana), donde tomó el tren de Málaga para embarcar en el vapor
“Celedonio Gómez” rumbo a Las Palmas de Gran Canaria para incorporarse a su nuevo destino, duró menos
de veinte días.
[215]
En la primera parte de esta novela, se cuenta en el
capítulo XIII, cuando el alférez Claudio Béjar llega destinado el regimiento de
Pandolfa, en la enésima región militar que “El teniente Pepe Ondítegui,
compañero mío de hospedaje, y gran enredador…”; es quién lió a Claudio
con la señorita Cipriana.
[216]
Estimamos que el teniente graduado Claudio Béjar dejó su destino en Pamplona
avanzado el segundo semestre de 1878 , pasando por Madrid para ir a Málaga,
puerto de tránsito donde embarcar a su nuevo destino en las Palmas de Gran Canaria. En Cuba, finalizó
la Guerra de los Diez Años (1868 – 1878), y en la Península llegó la paz tras
la Tercera Guerra Carlista (1872 – 1876).
[217]
ANTIGÜEDAD . f. El tiempo de servicio que se cuenta en cualquiera graduación.
La antigüedad da derecho al mando ; así es , que en todas las ocasiones que se
reúnan varios oficiales de un mismo empleo para cualquiera operación militar,
aunque alguno de ellos tenga grado superior al más antiguo, le corresponde à
este mandar á los demás. En tiempo de Cárlos III era al contrario; el mas
graduado tomaba el mando de las armas , aunque fuera el más moderno de todos
los oficiales allí presentes .
[218]
CALZADO MILITAR . Bajo este nombre se comprende el que reciben los soldados de
las diferentes armas , como los zapatos, botines , alpargatas , borceguíes y
botas de montar.
[219]
ABARCA: f. Calzado de cuero o de caucho que cubre solo la planta de los pies y
se asegura con cuerdas o correas sobre el empeine y el tobillo.
[220]
ALPARGATA . s . f. Calzado ligero hecho de cáñamo , muy parecido á las antiguas
sandalias. Le usa hoy la infantería española como de reglamento , para las
marchas , en vista de la adopción voluntaria que de él ha hecho el soldado .
[221]
RECLUTA . Soldado nuevo que tiene ingreso en las filas por medio de sorteo ó
enganche voluntario . En el primer caso, la edad del recluta es desde la de 20
años en adelante; en el segundo se admiten de alguna menos, siempre que reúnan
la robustez y aptitud necesarias para el servicio.
[222]
QUINTO . El mozo que por suerte tiene que servir de soldado . Dado de alta en
el cuerpo á que se le destina, toma el nombre de recluta .
[223]
GALBANA: De or. inc. f. coloq.
Pereza, desidia o poca gana de hacer algo. Sin.: pereza, desidia, desgana,
indolencia, flojera, vagancia, boludez, zangarriana. Ant.: diligencia,
laboriosidad.
[224]
DISCUTIR: Del lat. discutĕre
'disipar', 'resolver'. 1 tr. Dicho de dos o más personas: Examinar atenta y
particularmente una materia. Sin.: analizar, examinar, estudiar, tratar,
deliberar1, razonar. 2 tr. Contender y alegar razones contra el parecer de
alguien. Todos discutían sus decisiones. U. m. c. intr. Discutieron con el
contratista sobre el precio de la obra. Sin.: debatir, argumentar, argüir,
disputar, controvertir, polemizar, contender, pelear, acalorarse, litigar,
regañar, reñir, chocar, alegar. Ant.:
aceptar, acatar, concordar, convenir.
[225]
EL
REGIMIENTO DE LUPIÓN es
título de una divertida comedia en prosa estrenada en enero de 1898,
escrita por Pablo Parellada, autor de esta novela. En ella se cuenta de un
nuevo fusil que derribó un globo de los Ingenieros durante unas maniobras: el
FUSIL LÓPEZ. Leamos: «Memoria descriptiva del fusil «López» inventado
por el cabo López, alumno de la Escuela de ingenieros de Montes.» Decía el cabo
López que, una vez hecha la puntería, ésta se pierde por el movimiento
de la mano que dispara; esto es lógico. Pues bien; por medio de un tubo, que
viene de un novedoso percutor pneumático a la boca, se sopla y se dispara en la
más completa inmovilidad. Parece un instrumento de música, un fagot; y le
faltaba un nombre que permitiese su aceptación por el Ejército. Desengáñese,
lector: ya ve usted todos los demás: «Remington», «Chasepot»... pero ¿quién va
a tirar con un «López»?
[226]
Como oficial de Ingenieros, el primer destino del teniente Pablo Parellada,
autor de esta novela, fue en Madrid, en
el Regimiento Montado/ 2º Batallón / 2ª
Compañía de Ferrocarriles. Así que no me resisto a transcribir esta descripción
de su sainete DE
MADRID A ALCALÁ, estrenado en 1927: “CUADRO SEGUNDO. Coche de primera
clase seccionado por su eje longitudinal y de arriba á abajo, de manera que se
ve la mitad ó algo más de cada uno de los tres departamentos que lo
constituyen, con sus portezuelas practicables al lado opuesto del espectador;
los cristales pueden suprimirse, pues se supone estar en el mes de Agosto, pero
hacen falta cortinillas para que no entre el sol, y evitar que se vea el
paisaje, al marchar el tren. El piso del coche conviene que esté, por lo menos,
un metro más alto que el tablado del escenario. Una bambalina llegará hasta el
techo del coche; la embocadura se cerrará por los costados cuanto sea posible.
Si en dos ventiladores eléctricos, se sustituyen las aspas por dos discos
circulares de cartón ó de hoja de lata, éstos serán las ruedas, y podrán girar
con igual velocidad, aplicando el fluido á un punto desde el cual se bifurque
la corriente y vaya á los dos ventiladores, (l) De no hacerlo así, nos
conformaremos con un lienzo gris que tape el bajo del coche hasta el tablado
del escenario. Al parar el tren, después de la salida de Madrid, se verá telón
de campo, á través de portezuelas y ventanillas. Mucha luz al exterior del
coche.”
[227]
El Cementerio Anglicano, Cementerio de San Jorge o Cementerio Inglés de Málaga;
levantado en el siglo XIX, está situado en la Cañada de los Ingleses
en el distrito Centro. Se trata del primer cementerio protestante de España,
construido a partir de 1831. Concebido como un jardín botánico dispuesto en
bancales mirando al mar, contiene especies exóticas que han ido creciendo a su
aire, y monumentos sepulcrales y tumbas con elementos clásicos, neogóticos y
modernistas. En el recinto se ubica desde 1850 la capilla de San Jorge, para
atender las necesidades espirituales de los comerciantes británicos.
[228]
PASEO MILITAR. 1 Ejercicio militar
dirigido a acostumbrar à las tropas á marchar con fuerzas mas o menos
numerosas, ya sea à las órdenes de un general ó jefe de cuerpo . 2 Expedición
por el propio territorio ó por el del enemigo para hacer alarde de las fuerzas militares
con que se cuenta para refrenar cualquiera sublevación, resistir los ataques,
provocar al combate à las tropas enemigas .
[229]
ROS . s. m. Especie de morrión de fieltro , muy ligero y de poco peso ,
inventado en 1855 por el general Ros de Olano , cuyo nombre lleva. Se ensayó por
modelo en el batallón de cazadores de Madrid, y luego fue adoptado por toda la
infantería , artillería , caballería ligera , infantería de marina y cuerpo de carabineros
del reino . Su coste , por real orden de 1863 , es el de 26 rs. vn .. y el
tiempo de duración se ha fijado en tres años
[230]
REGLAMENTO . s . m. Instrucción o conjunto de reglas ordenadas por capítulos, artículos
y aun párrafos para el estudio de todas las clases de la milicia , y tiene la
misma fuerza de ley que las ordenanzas.
[232]
LO
DIJO BLAS, PUNTO REDONDO. Según el Diccionario de la Real Academia, díjolo
Blas, punto redondo, es «expresión con que se replica al que presume de
llevar siempre la razón». «No se
emplea esta frase precisamente para afirmar o negar una cosa en absoluto. Se
usa más bien en las discusiones, y cuando uno trata de imponer su voluntad,
suele decirle al otro: «Lo dijo Blas, punto redondo.» A ciencia cierta
no se sabe ni quién fue Blas ni qué origen tiene la frase; pero la creencia más
generalizada es la siguiente: En los tiempos del feudalismo existía un señor de
los de horca y cuchillo, llamado Blas, y que se distinguía por su carácter
avasallador y por la particularidad que había tenido siempre, queriendo imponer
su voluntad. Cuando dos de sus vasallos tenían una cuestión, iban a resolverla
ante su señor, y éste, como era natural, fallaba a favor de una de las partes.
La parte desairada protestaba casi siempre, y el señor, indignado, ordenaba
retirar al que protestaba, quien lo hacía, diciendo entre dientes: «Lo dijo
Blas, punto redondo.» Desde entonces se popularizó la frase
[233]
CAMARADA . adj . Soldado , compañero ó amigo. / En lo antiguo , lo mismo que batería.
[234]
Málaga representa un caso singular en el panorama de la primera
industrialización en Andalucía y en España. Después de un rápido ascenso desde
mediados de la década de 1830, en la de 1850 figura como la segunda ciudad
industrial española, a continuación de Barcelona, y la primera andaluza, con
notable ventaja sobre las demás capitales de la región. Una posición que se
basó en el temprano desarrollo de sectores de vanguardia de la moderna
industrialización bajo esquemas fabriles (siderometalurgia, textil algodonero y
química), junto con el progreso de otros subsectores más tradicionales como,
sobre todo, los relacionados con productos agrarios (vinos, azúcar…). Esta
expansión industrial malagueña de carácter innovador, vinculada a una élite con
capitales de origen mercantil en la que resaltan los apellidos Heredia, Larios
y Loring, alcanzaría sus cotas más altas a comienzos de la década de 1860, para
declinar luego y experimentar un profundo reajuste desde comienzos del siglo
XX.
[235]
El 10 de noviembre de 1839 se tomó en Barcelona el primer daguerrotipo de
la España peninsular, y ocho días después se realizó otro en Madrid,
extendiéndose en otros lugares en poco más de dos o tres años. Los primeros
daguerrotipos eran vistas exteriores de ciudades y monumentos, a causa del
largo tiempo de exposición que se requería, pero a comienzos de la década
siguiente se empezaron a tomar retratos de personas.
[236]
Paolo Mantegazza
(1831 - 1910) fue un médico, neurólogo, fisiólogo y antropólogo italiano,
notable por haber aislado la cocaína de la coca, que utilizó en numerosos
experimentos, investigando sus efectos anestésicos en humanos. También es
conocido como escritor de ficción. Una de sus obras es: “Fisiología del amor”
[237]
GOBERNADOR . En las plazas de primer órden es el segundo jefe de ella. Autoridad
militar superior
de una provincia subalterna .
[238]
QUID PRO QUO. 1. Loc.
lat. (pron. [kuíd-pro-kuó]) que significa literalmente 'algo
a cambio de algo'. Se usa como locución nominal masculina con el sentido
de 'cosa que se recibe como compensación por la cesión de otra': «La
oposición se quejó moderadamente […], pero en el fondo aceptó
el quid pro quo: el PRI seguiría ganando […] en
las zonas alejadas del centro político o económico del país, a condición de que
el PAN y el PRD pudiera triunfar limpiamente en las principales ciudades del
país» (País [Esp.] 17.7.1997). También significa 'error
que consiste en tomar a una persona o cosa por otra': « “Dirá usted el
Obispo”. “¿No dije el Obispo?” “No. Dijo el Papa”. “Fue un quid pro
quo, porque yo no estuve nunca con el Papa”». No es correcta la
forma ⊗qui pro quo.
[239]
AYUDANTE DE CAMPO: Oficial de cualquiera graduación à las inmediatas órdenes de
un general
para comunicar a las tropas las órdenes que aquel
dicta . El capitán general de ejército puede tener cuatro ayudantes , dos el teniente
general y uno el mariscal de campo . Mas en tiempo de guerra tanto el general en
jefe , como los de cuerpo de ejército, división o brigada tienen los necesarios
para desempeñar las muchas y diversas comisiones de su instituto.
[240]
ORDENANZA. Código, cuerpo de leyes y recopilación general de las reales órdenes
y reglamentos expedidos por diferentes soberanos , en que están consignados los
deberes , atribuciones y las penas a que están sujetos los individuos del
ejército , desde el simple soldado hasta el más alto escalón de la jerarquía
militar , así en campaña como en guarnición y cuartel.
[241]
Don Exuperio Béjar, canónigo y bibliotecario de la catedral de Toledo, acogió a
su sobrino Claudio al quedar huérfano de padre. Resuelve con sus amistades en
el Ministerio de la Guerra las peticiones del joven oficial para cambiar de
guarnición por las situaciones incómodas que le suceden en esta novela, por lo
que Claudio Béjar permanece poco tiempo en sus destinos en la Península.
[243]
ESCELENCIA. Tratamiento que así por escrito como de palabra se da á los
capitanes y tenientes generales , á los caballeros grandes cruces de San Fernando
, San Hermenegildo y otras.
En su origen el título de escelencia no se daba
sino a los reyes , como vemos en los franceses de la primera y segunda raza, y
también al Papa . Generalizado con el tiempo , los monarcas adoptaron el tiempo
, los monarcas adoptaron el de alteza , magestad, etc.
[244]
QUID PRO QUO. También significa 'error que
consiste en tomar a una persona o cosa por otra'.
[245]
COMPAÑÍA . s. f . Subdivisión táctica y administrativa adoptada en la
infantería y antiguamente también en la caballería. Corresponde comúnmente en aquella
a la octava parte de un batallón, y está mandada inmediatamente por un capitán
. Su fuerza , así de oficiales como de soldados , ha sufrido continuas variaciones.
Hoy día , por término medio , las compañías de los regimientos europeos tienen
cuatro oficiales, cuatro sargentos , 12 cabos y de 80 a 100 soldados . Las de
preferencia , especialmente
las de cazadores , suelen tener más clases de tropa .
Las compañías forman por numeración correlativa
, en vez de hacerlo rigiéndose por la antigüedad de
los capitanes según se hacía en los siglos XVI y XVII .
[246]
CAPITÁN: Hoy día es el oficial que manda una compañía de soldados en cualquiera
de las armas o institutos del ejército, cuyo empleo es superior al de teniente
è inferior al de comandante. Es el administrador de su compañía, jefe superior
de ella e inmediato responsable a los superiores de su instrucción, disciplina
, aseo , etc. Ha usado de diferentes insignias como distintivo de su empleo
hasta el día , que lleva tres galones en ángulo en la parte superior de ambos
brazos y tres estrellas en la parte interior de aquel .
[247]
ARRANCHARSE. r. Juntarse en
ranchos. RANCHO: Comida que se hace para muchos en común.
[248]
CABO. En la actualidad lleva este nombre el individuo cuya autoridad está más
inmediata al soldado. Su distintivo son tres galones de estambre para el
primero , colocados desde el codo à la bocamanga del uniforme; el segundo lleva
dos en la misma forma. Su nombramiento, por elección , es del jefe del cuerpo a
propuesta del capitán de la compañía , previo el examen de su aptitud , aplicación
y buena conducta. Sus funciones son : enseñar al soldado a vestir el uniforme ,
a marchar con marcialidad , a manejar las armas con destreza . En las guardias
se entrega del utensilio , releva las centinelas, reconoce toda gente armada o
sospechosa que se acerca al puesto , desempeñando además , así en paz como en
campaña , la multitud de cargos , que exige su empleo
.
[249]
TENIENTE: el subalterno que sigue en graduación al capitán , al que suple en el
mando , y es superior
al subteniente, con quien alterna en el servicio. Económico
de su compañía . Las insignias del teniente desde el año de 1860 se han variado
, siendo dos galones puestos en ángulo en la parte superior de la manga del
uniforme , añadiendo dos estrellas, que significan la efectividad del empleo .
En la clase de tenientes es obligatorio el retiro a la edad de 54 años .
[250]
SARGENTO . El jefe de clase de tropa más inmediato a la categoría de oficial ,
y a la cual puede aspirar por su mérito , antigüedad y valor en las funciones
de guerra . Los sargentos son el alma de los regimientos; ejercen sobre la
tropa una vigilancia mas continua , mas en detalle que los oficiales , y su influencia
es mucho mayor que la de estos . Armados y sujetos a las mismas formaciones que
el soldado, viviendo con él en los cuarteles , conocen las circunstancias de
cada uno de sus subordinados. Un buen cuerpo de sargentos evitará siempre las
sediciones en los regimientos y en los destacamentos . En cada compañía hay un
sargento primero y dos ó tres segundos . Aquel tiene el cargo de distribuir el
prest, ajustar y llevar la cuenta à todos los individuos de tropa , bajo la
inmediata inspección y responsabilidad del capitán, cuyas funciones de cuenta y
razón desempeña desde principios del siglo XVIII : los segundos le ayudan a sostener
la disciplina y fomentar la instrucción , aseo y buen orden de la tropa . El
sargento no es una institución moderna: data desde los primeros tiempos de la
edad media , si bien sus funciones no siempre han sido las mismas , como
diremos después, porque al principio fue hombre de guerra exclusivamente , y después
se constituyó como soldado y como encargado de la contabilidad y documentación
de su compañía . Las necesidades de los tiempos. y los adelantos de la ciencia
militar hizo que esta clase tan apreciable se fuese aumentando , y nosotros
hemos conocido durante la guerra civil , que aseguró en el trono à Isabel II ,
cinco sargentos por compañía .
[251]
Informamos al lector que el autor de esta novela, siendo Teniente Coronel de
Ingenieros, fue
destinado a principio de 1903 de Valladolid a Las Palmas de Gran Canaria,
con el puesto de Ingeniero Comandante y 1º Jefe de la Compañía de Zapadores
Minadores de Gran Canaria. Regresó a la Península, otra vez a la Comandancia de
Ingenieros de Valladolid, un año más tarde.
[252]
Estos juegos de palabras, habituales en la
obra de don Pablo Parellada “Melitón González”, nos recuerdan sus versos de EL
IDIOMA CASTELLANO.
También, en esta novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO,
evocan a la presentación por Claudio de su tío el canónigo de la Catedral de
Toledo EXUPERIO BÉJAR, en el capítulo VII. HUÉRFANO
de la primera parte: “Escribiendo y aun en sus conversaciones más familiares era
un purista: consideraba al idioma patrio como reliquia venerada, y pasaba mal
rato cuando escuchaba o leía una palabra importada del extranjero o bastardeada.”
[253]
La guerra
ruso-turca de 1877-1878, también conocida como la guerra de Oriente,
tuvo sus orígenes en el objetivo del Imperio ruso de conseguir acceso al mar
Mediterráneo y liberar del dominio otomano a los pueblos eslavos de los
Balcanes. Las naciones balcánicas liberadas indirectamente por la acción rusa
tras casi cuatrocientos años de dominación turca aún consideran esta guerra
como el segundo comienzo de su nacionalidad. Resultó en victoria de Rusia, y
cambios territoriales en el Congreso de Berlín
de junio y julio de 1878.
[254]
Sugerimos al lector que acuda al ensayo “EL RANCHO NUESTRO DE CADA DÍA: UNA ODISEA DEL SIGLO XIX”,
del que fue autor el Coronel de Infantería D. José Luis Isabel Sánchez;
publicado en la Revista
de Historia Militar, número 77, año 1994.
[255]
El autor, Pablo Parellada, fue entre otras facetas un autor teatral de éxito.
En estos capítulos VIII, IX y X de la segunda parte de esta novela, el autor
describe circunstancias de los cómicos,
empresas y público de entonces, mediante la viuda Collantes y su hija
Herminia, y la representación del Tenorio.
[256]
El autor, Pablo Parellada, fue entre otras facetas un autor teatral de éxito.
En estos capítulos VIII, IX y X de la segunda parte de esta novela, el autor
describe circunstancias de los cómicos,
empresas y público de entonces, mediante la viuda Collantes y su hija
Herminia, y la representación del Tenorio.
[257]
El lector tendrá presente en estos capítulos lo que era para el público el ‘Don Juan Tenorio’ de
Zorrilla, y las decenas de obras de teatro que satirizaban algunos de sus
actos.
El mismo Pablo
Parellada, autor de la novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO, escribió al menos
tres para ser representadas en los teatros: [1] TENORIO
MODERNISTA: Comedia = "Remembrucia enoemática y jocunda, en una
película y tres lapsos, ingénita del subintelectualmente Pablo Parellada"
(sic). De las piezas de Parellada para la escena, se considera la más divertida
y relevante, y la más inspirada y
desternillante de las muchas parodias del Modernismo, no desprovista además de
serios fundamentos culturales”. Estrenada en el teatro Lara el 30 de octubre de
1906. [2] TENORIO
MUSICAL: humorada en un acto y cinco cuadros; música heterogénea del
maestro D. Tomás Barrera. La acción, en un pueblo de Aragón. Estrenada en el
Teatro de Apolo el 28 de diciembre de 1912. [3 ] EL
TENORIO DE CASTRO - VIRUTA: Comedia, imitación de Zorrilla ¿circa 1921?
[258]
Esta frase le correspondía a DON JUAN, no a DON LUIS
[259]
No puedo más escucharte,
vil don Juan,
porque recelo
que hay algún
rayo en el cielo
preparado a aniquilarte.
[260]
LUCÍA: ¿Pues no es de don Luis Mejía?
[261]
LUCÍA: ¡Bah! ¿Y quién abre este castillo?
[262]
D. JUAN: Ese bolsillo.
[263]
TORNERA: Un noble anciano quiere hablaros.
[264]
TORNERA: Dice que es de Calatrava
caballero; que
sus fueros
le autorizan a
este paso,
y que la
urgencia del caso
le obliga al
instante a veros.
[265]
Claudio se refiere a su tío paterno don Exuperio Béjar, canónigo de la Catedral
de Toledo, quién lo acogió cuando quedó huérfano, y que es uno de los
protagonistas secundarios de esta novela.
[266]
CLAC = CLAQUE. Del fr. claque. 1 f. Grupo de personas que asisten a un
espectáculo con el fin de aplaudir en momentos señalados. La claque. Sin.: clac. 2 f. Grupo de personas que
aplauden, defienden o alaban las acciones de otra buscando algún provecho.
[267]
CUPIDO: Es el homólogo del dios griego Eros y equivalente de Amor en la poesía
latina. Representado normalmente como un niño alado, Cupido es símbolo del
romanticismo y a menudo se lo asocia con el Día de San Valentín, que se celebra
el 14 de febrero.
[268]
El general Longarilles, como Gobernador Militar de Pandolfa, es protagonista en
la primera parte de esta novela del
capítulo XIV.
UNA REVISTA MINUCIOSA:
“ Llegó el
día de la revista. Yo estaba de guardia. Este servicio me fue reservado por la
Fatalidad siempre que ocurría algo extraordinario.
Antes de presentarse el general a pasarnos revista,
mis compañeros se la pasaron a él. Les oí decir que se apellidaba Longarilles y
era de la promoción de los graciosos. Éste era el calificativo que se
daba a los alféreces de gracia, niños que por obra y gracia de una soberana
gracia, estando todavía en las faldas de su mamá, ceñían la espada de oficial
sin haber pasado por colegio militar alguno y sin más estudio que El amigo de
los niños.
Esta noticia me produjo un gran consuelo, pues yo
era de la promoción de los siete meses, y habiendo llegado a generales
muchos oficiales de la promoción de los graciosos o promoción de los cero
meses, yo podría llegar a general con más sólida base.
Todos los allí presentes convinimos en la gran
ventaja que reportaría el adoptar la gracia como único procedimiento para
ascender a oficial, pues de este modo podría evitarse el gasto y la molestia de
las academias militares.
Llegó el general Longarilles; joven, fino,
atildado. Formé la guardia. Me ordenó romper filas y entró en el cuarto de
banderas, que estaba inmediato a la puerta de la calle. (…)”
[269]
En la primera parte de
esta novela, se cuenta en el capítulo XIII A
OTRO REGIMIENTO,
cuando el alférez Claudio Béjar llega destinado el regimiento de Pandolfa, en
la enésima región militar que “El teniente Pepe Ondítegui, compañero mío de
hospedaje, y gran enredador…”; es quién lió a Claudio con la
señorita Cipriana.
Posteriormente, ya en
la segunda parte, se narra el viaje del teniente Claudio Béjar de Pamplona a
Madrid (donde permaneció una semana), donde tomó el tren de Málaga para
embarcar en el vapor “Celedonio Gómez” rumbo a Las Palmas de Gran Canaria para incorporarse a su nuevo destino, duró menos
de veinte días. En el capítulo
II AL PASAR POR MADRID se
encontraron en la calle del Arenal, siendo Ondítegui ya capitán y recién
casado, e inventor de una ‘cachiporra
topográfica’ por la que le galardonaron con el grado de comandante.
[270]
PLIN. a mí, o ti,
etc., plim o plin. Expr. coloq. Se usa para expresar que a aquello de lo que se
habla no importa o resulta indiferente. Si se enfada, que se enfade; a mí, plin.
[271]
ASISTENTE
. Soldado empleado en el servicio
doméstico de los oficiales.
En el siglo XV y XVI los soldados pobres cuidaban las
armas y asistían á los oficiales y aun á
los soldados nobles y ricos ; no era permitido este servicio, pero tampoco
podía prohibirse puesto que
le practicaban en los momentos de descanso . Federico
II de Prusia fué el primero que concedió esta gracia á sus oficiales, y aunque
los asistentes prestaban juramento de fidelidad y cobraban el haber de soldado
, pertenecían á un cuerpo especial, destinándose en número de nueve por
compañía, pero con orden terminante de no encargarse del cuidado de los
caballos .
En España no estaba permitido á los oficiales el tener
soldados para su asistencia particular, mas no pudiendo luchar contra la
costumbre, el rey Carlos IV los autorizó por Real Orden de 25 de Enero de 1801
.
[272]
PASAPORTE. s . m . Documento que se da á un militar suelto , partida de tropa,
compañía , batallón, etc., cuando pasan
de un distrito á otro , en el cual se anotan la ruta que han de llevar,
auxilios que corresponden , etc.
[273]
Recapitule el lector: estamos en la Segunda parte de las 'Memorias de un
sietemesino'. En el capítulo precedente XI.
ELVIRA ROMERALES, el capitán Claudio Béjar entra en relaciones con la señorita Romerales, por equívoco, y tiene
que desfacer su compromiso; afortunadamente para él, su regimiento se traslada
con apremio de Sevilla a Madrid. Pero por una fatal circunstancia, ya en el
tren, éste se va con el regimiento y el coche del capitán Béjar queda averiado
en Sevilla. Por lo que el capitán Béjar ha de solucionar su viaje a la Corte…
[274]
El capitán Béjar se encuentra en el tren con una protagonista importante de la
novela, y que aparece en la portada. La conocimos en la segunda parte, cuando
Claudio se trasladaba de Pamplona a Las Palmas de Gran Canaria, parando en
Málaga para embarcar en un vapor. Recordemos los capítulos III. EN MÁLAGA
[DURANTE EL CARNAVAL, DOS DÍAS ANTES DE EMBARCAR PARA IR A CANARIAS] y IV. [EL
BAILE DE MÁSCARAS EN EL CASINO DE MÁLAGA] ¡POBRE AURORITA!
[275]
El redactor de estas anotaciones a la novela, opina que en la segunda parte el
autor, don Pablo Parellada, tiene algún traspiés con la cronología. El teniente
Béjar fue repatriado a la Península, desde Cuba, a principio de 1878, tras la
Paz de Zanjón; y matrimonia en primavera de 1879, poco antes de pedir su
retiro. Hay poco tiempo, bastante menos de dos años, para los cambios de
guarnición que se suceden.
[276]
Brenes es un municipio y localidad de la provincia de Sevilla. La extensión
superficial de su municipio es de 22 km² . Se encuentra situada a una altitud
de 18 metros y a 22 kilómetros de la capital de provincia, Sevilla.
[277]
Posadas es un municipio español de la provincia de Córdoba. Se encuentra
situada a una altitud de 88 metros y a 32 kilómetros de la capital de provincia.
[278]
Estos equívocos entre Aurora y Claudio se explican por lo sucedido en el
capítulo
V. PACO LAÍNEZ [DOS HORAS ANTES DE EMBARCAR EN EL VAPOR A CANARIAS]
[279]
Almodóvar del Río es un municipio español de la provincia de Córdoba, ubicado
en la comarca del Valle Medio del Guadalquivir.
[280]
La señora Romerales y sus dos hijas. Ved el capítulo XI.
ELVIRA ROMERALES [UN ROMANCE CON EQUÍVOCO SIENDO CAPITÁN EN EL REGIMIENTO DE
SEVILLA]
[281]
Recordemos del capítulo precedente:
Me escribió. No la contesté. Me volvió a escribir. Mi
contestación fué: «Estoy enfermo.» Recibí muchas cartas suyas
interesándose por mi salud, y, cansado ya de ser víctima de mis contemplaciones
y miramientos con las mujeres, apelé al recurso de mi amigo Ondítegui y puse a Elvira esta carta, de la que más
tarde hube de arrepentirme:
«Estimada Elvira: La enfermedad que he padecido
puso mi vida en grave peligro. Creyéndome llegado el término de mi existencia,
reclamé los auxilios de la Santa Religión. Recibidos éstos, una revelación
divina me hizo anhelar la paz y tranquilidad de la vida monástica y, firme en
mi propósito, cuando recibas ésta, habré cambiado el uniforme por el humilde
hábito de cartujo. Pido al cielo sobrelleves mi propósito con santa
resignación. Tu hermano en Jesucristo — Claudio.»
Elvira no me creyó y me envió una carta llena de
improperios. A mí, plin.
[282]
En
la primera parte de esta novela, se cuenta en el capítulo XIII
A OTRO REGIMIENTO, cuando el alférez Claudio Béjar llega
destinado el regimiento de Pandolfa, en la enésima región militar que “El
teniente Pepe Ondítegui, compañero mío de hospedaje, y gran enredador…”; es
quién lió a Claudio con la señorita Cipriana.
Posteriormente, ya en la segunda parte, se narra el viaje
del teniente Claudio Béjar de Pamplona a Madrid (donde permaneció una semana),
donde tomó el tren de Málaga para embarcar en el vapor “Celedonio Gómez” rumbo
a Las Palmas de Gran Canaria para
incorporarse a su nuevo destino, duró menos de veinte días. En el capítulo
II AL PASAR POR MADRID se encontraron en la calle del Arenal,
siendo Ondítegui ya capitán y recién casado,
e inventor de una ‘cachiporra topográfica’ por la que le galardonaron
con el grado de comandante.
[283]
Recordemos del capítulo precedente:
También escribí a mi tío una extensa carta
refiriéndole cuán desgraciado era yo en todo lo que ponía mano. Aquel santo
varón me contestó: «Ten presente, mi querido Claudio, que sólo debes
preocuparte de aquellas contrariedades que afectan a tu honor; las demás
considéralas adversidades, y por ellas da gracias a Dios, pues la Adversidad es
gran maestra de la vida, porque es enseñanza y sus golpes, aunque amargos,
nunca son estériles; y llévalos con paciencia, que es señal de sabiduría y
preferible al valor. Tú eres bueno y, tarde o temprano, llegarás a ser feliz,
porque la Felicidad es hermana inseparable de la Virtud.»
[284]
Recordemos que en la segunda parte de esta novela, cuando el teniente Claudio
Béjar se despidió del Regimiento de Pamplona para incorporarse a su nuevo
destino en las Palmas de Gran Canaria, tuvo que pasar por Málaga, en época de
carnaval, para embarcar en un vapor con destino en el archipiélago. Y nos contó
en el capítulo
III:
“En la calle me encontré con Andoaga, compañero mío
de promoción. ¡Qué alegría la de Andoaga al hallarse conmigo! Me abrazó, me
zarandeó y se constituyó en mi Mentor hasta que fuese llegada la hora de
despedirme en el barco.
En cada promoción suele haber un cadete o dos que
se erigen en superhombres sobre todos los demás; su criterio es el que
prevalece; sus determinaciones, las que imperan; sus consejos, seguidos; sus
disposiciones, acatadas, y es calificado de mal compañero aquel de los suyos
que no les hace donación de la propia voluntad o pone el menor reparo a cuanto
le ocurre al cadete dictador.
Este era Andoaga: el dictador de los de mi
promoción; el sabedor de todo; don Blas Punto Redondo”
[285]
El
régimen político de la Restauración fue el sistema político que rigió en
España durante el periodo de la Restauración y que se basó en la Constitución
española de 1876, vigente hasta 1923.[1] La forma de gobierno fue una
monarquía constitucional, pero no democrática ni parlamentaria.
[286]
Don Exuperio Béjar, canónigo y bibliotecario de la catedral de Toledo, acogió a
su sobrino Claudio al quedar huérfano de padre. Resuelve con sus amistades en
el Ministerio de la Guerra las peticiones del joven oficial para cambiar de
guarnición por las situaciones incómodas que le suceden en esta novela, por lo
que Claudio Béjar permanece poco tiempo en sus destinos en la Península.
[287]
Entre 1875 y 1878, el alférez Claudio Béjar combatió en Ultramar, en Cuba.
Recordemos en primera parte de esta novela el capítulo XVIII. EL
BRIGADIER DON FÉLIX ESCANDE , donde leemos:
“Si hubo en el mundo hombres arrojados y de valor
temerario, ninguno le sobrepujó al brigadier Escande. Gozaba en el combate, y
el mal humor y la nostalgia le deprimían el ánimo sin pasaban unos días sin encontrar insurrectos
con quienes andar a tiros.
Pero el brigadier Escande tenía cosas, y éstas
le retrasaron mucho los ascensos. Era un hombre que hablaba en guasa y obraba
muy en serio, y en la milicia conviene hablar muy en serio, aunque se cometan
ridiculeces.”
[288]
Ved en la segunda parte de esta novela el capitulo III. EN MÁLAGA
[DURANTE EL CARNAVAL, DOS DÍAS ANTES DE EMBARCAR PARA IR A CANARIAS] y
siguientes.
[289] Ved en la segunda parte de esta novela los
capítulos XI.
ELVIRA ROMERALES [UN ROMANCE CON EQUÍVOCO SIENDO CAPITÁN EN EL REGIMIENTO
DE SEVILLA] y XII. DE
SEVILLA A MADRID [UN VIAJE EN FFCC PARA ALCANZAR EL REGIMIENTO, Y
ENCUENTROS INESPERADOS CON DAMAS CONOCIDAS]
[290]
Personaje de varios capítulos de la primera parte.
MARI, LA FRANCESITA. Hija de un horticultor amigo del padre de Claudio
Béjar y un año mayor que éste, vivía en las afueras de la ciudad frente a la
tahona del padre del cojuelo Luis ‘Lino’ Mollat. Un Claudio adolescente la
quería al tiempo que a Eulalia,
sin decidirse por ninguna, en cuando la República, en el capítulo VI. LA
BATALLA DEL PETARDO; y así se lo dijo a ambas cuando huérfano se marchó a
Toledo acogido por su tío el canónigo Exuperio Béjar, y posteriormente por carta cuando egresó como Alférez de la
Academia de Infantería. Al poco casó
Mari con el Coronel del regimiento de Sobreña, primer destino de Claudio, y
causa de un triste malentendido que motivó el destino de Claudio a Pandolfa
[291]
CIPRIANA. En la primera parte de
esta novela, se cuenta en el capítulo XIII A
OTRO REGIMIENTO,
cuando el alférez Claudio Béjar llega destinado el regimiento de Pandolfa, en
la enésima región militar que “El teniente Pepe Ondítegui, compañero mío de
hospedaje, y gran enredador…”; es quién lió a Claudio con la
señorita Cipriana. Él no la correspondía.
[292]
NIÑA GALA: la seductora adolescente cubana hija de un acaudalado de San Miguel
de Nuevitas, en Camagüey, que enamoró al alférez Claudio; quién rompió el
compromiso cuando le invitaron a pasarse a los insurrectos, a poco antes de
caer gravemente enfermo.
[293]
Irene,
protagonista en la segunda parte del capítulo I. LA HIJA DE LOS VIZCONDES DE
LODAIN [EN EL REGIMIENTO DE PAMPLONA]. Ella le escribió una carta:
“Yo me
consideraré muy dichosa y mi felicidad será completa si llegas a ser mi esposo;
mas esto, comprenderás que es cosa muy seria, debo meditarlo mucho y muy
despacio, y no dejarme arrastrar locamente por el gran amor que te profeso.
Así, pues, antes de dar un paso más en nuestras relaciones, es necesario que,
franca y sinceramente, me digas cuánto aportas al matrimonio.”
[294]
En la segunda parte, capítulo
II. AL PASAR POR MADRID [DE PASO PARA MÁLAGA], ISIDORA o ISIDORITA, morena
de tipo clásico español, de unos veinticinco años, con unos ojazos descomunales
y brillantes, y de una conversación agradabilísima, es una joven que se intentó
comprometer con el teniente Claudio Béjar mediante la agencia matrimonial de Don
Félix Alemani, otro personaje secundario en varios capítulos de esta novela.
[295]
En esta segunda parte, tiene protagonismo en el capítulo VIII.
HERMINIA COLLANTES [UNA CÓMICA POR LAS CIRCUNSTANCIAS. EN SEVILLA] y los
dos que le siguen; el capitán Claudio Béjar se comprometió en matrimonio,
pospuesto por su prometida unos días por
tener unas representaciones pendientes de la joven ‘actriz inverecunda’, y
finalmente cancelado.
[296]
Lady Elsie, una
turista inglesa de turismo en Gran Canaria, con su madre. El teniente Claudio
le dio clases de gramática.
[297]
Quién redacta estas notas a pie de página sorprendido está de la omisión de un
recuerdo de Claudio Béjar / Pablo Parellada de EULALIA, la
niña de pueblo protagonista en varios capítulos de la primera parte de la
novela.
EULALIA: en el pueblo,
el matrimonio dueño de la tienda de comestibles tenía una hija llamada
Eulalia, de la edad de Claudio Béjar aproximadamente; la niña más linda y mejor
ataviada del pueblo, que le mostraba
mucho interés y gran cariño cuando la niñez.
En 1867 el doctor Béjar mudó con su hijo de diez años a la capital de la
provincia; cinco años después lo hicieron los padres de Eulalia con su hija,
cuando el capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO. Ambos adolescentes mantuvieron
amistad, y no llegó al romance porque a Claudio le paraban el aspecto y maneras
pueblerinas de Eulalia, y porque también le gustaba Mari ‘la Francesita’, un
año mayor que él. Cuando falleció el
padre de Claudio, al partir de viaje a Toledo con su tío el canónigo Exuperio
Béjar, Eulalia le regaló un escapulario; el oficial Claudio lo portó siempre
sobre sí, también en la campaña de Cuba. Cuando el teniente Béjar es repatriado
a la península en 1878, muy enfermo y tras la Paz de Zanjón, será reconocido
cuando agonizante por una monja de la Caridad, la Hermana Eulalia, en el
hospital de Santander donde lo ingresaron.
[298]
COPIO, COPIAS, COPIARE: Me escribió. No la contesté. Me volvió a escribir. Mi
contestación fué: «Estoy enfermo.» Recibí muchas cartas suyas interesándose por
mi salud, y, cansado ya de ser víctima de mis contemplaciones y miramientos con
las mujeres, apelé al recurso de mi amigo Ondítegui y puse a Elvira esta carta,
de la que más tarde hube de arrepentirme:
«Estimada Elvira: La enfermedad que he padecido puso
mi vida en grave peligro. Creyéndome llegado el término de mi existencia,
reclamé los auxilios de la Santa Religión. Recibidos éstos, una revelación
divina me hizo anhelar la paz y tranquilidad de la vida monástica y, firme en
mi propósito, cuando recibas ésta, habré cambiado el uniforme por el humilde
hábito de cartujo. Pido al cielo sobrelleves mi propósito con santa
resignación. Tu hermano en Jesucristo — Claudio.»
Elvira no me creyó y me envió una carta llena de
improperios. A mí, plin.
[299]
MÁS DE CUATRO: recordemos el capítulo
XII. DE SEVILLA A MADRID [UN VIAJE EN FFCC PARA ALCANZAR EL REGIMIENTO, Y
ENCUENTROS INESPERADOS CON DAMAS CONOCIDAS]:
“Callo el nombre de la estación, perteneciente a una
población de alguna importancia, pues cuanto en esta población me ocurrió,
suele repetirse en más de cuatro de las que figuran en la Guía de ferrocarriles
españoles, y no quiero colgarle a determinada población lo que a más de cuatro
comprende; mas, como en mi relato he de referirme a ella, la llamaré Más de
Cuatro para condensar en una lo que a más de cuatro corresponde.”
[300]
Donde Cristo dio las tres voces: Locución adverbial, En un lugar lejano, de
difícil acceso y remoto.
Ámbito: España. Sinónimos: donde el diablo perdió el
poncho (Argentina, Chile, Perú, Uruguay), donde Cristo perdió la sandalia, en
el quinto pino (España). Etimología: De origen bíblico, en referencia a las
tres veces en las que el demonio tentó a Jesucristo en el desierto (Mateo 4,
1-11).
[301]
Siendo Emilio Castelar el Presidente del Poder Ejecutivo de la República
Española. El inicio de las sesiones parlamentarias el 2 de enero de 1874 hizo
prever que la mayoría federal sería hostil a Castelar. Este solicitó a la
cámara una ampliación de los poderes concedidos y presentó una moción de
confianza que se votó la madrugada entre el 2 y el 3 de enero. Castelar perdió
la votación 120 contra 100 y se comenzó a negociar el nombramiento del federal
moderado antiesclavista Eduardo Palanca.[12] Sin embargo, durante la votación
parlamentaria el
capitán general de Madrid, Manuel Pavía, ocupó las calles de la capital con
sus tropas y se dirigió al palacio de las Cortes. Castelar, aún presidente,
destituyó a Pavía, pero este hizo entrar a los soldados al salón de plenos
entre disparos disolviendo la sesión por la fuerza. El general ofreció a
Castelar un gobierno de alianza con el conservador Cánovas y el radical Martos,
opción que este rechazó. Al fin los republicanos unitarios, los conservadores y
los radicales se unieron en un gabinete presidido por el general Serrano.
[302]
Emilio Castelar y
Ripoll (Cádiz, 7 de septiembre de 1832-San Pedro del Pinatar, 25 de mayo de
1899) fue un político, historiador, periodista y escritor español, presidente
del Poder Ejecutivo de la Primera República entre 1873 y 1874.
[303]
Golpe de
Estado de Pavía. El golpe de Estado de Pavía, o simplemente golpe de Pavía,
fue un golpe de Estado que se produjo en España el 3 de enero de 1874, durante
la Primera República y que estuvo encabezado por el general Manuel Pavía,
capitán general de Castilla la Nueva cuya jurisdicción incluía Madrid.
Consistió en la ocupación del edificio del Congreso de los Diputados por
guardias civiles y soldados que desalojaron del mismo a los diputados cuando se
estaba procediendo a la votación de un nuevo presidente del poder ejecutivo de
la República en sustitución de Emilio Castelar que acababa de perder la moción
de censura presentada por Francisco Pi y Margall, Estanislao Figueras y Nicolás
Salmerón, líderes del sector del Partido Republicano Federal opuesto a la
política «fuera de la órbita republicana» del republicano federal derechista
Castelar. Precisamente el objetivo del golpe era impedir que Castelar fuera
desalojado del gobierno, aunque como este tras el golpe no aceptó seguir en el
poder por medios antidemocráticos, el general Pavía tuvo que reunir a los
partidos contrarios a la república federal que decidieron poner al frente del
gobierno nacional que promovía Pavía al líder del conservador Partido
Constitucional, el general Francisco Serrano.
[306]
CHANGA.
Del gallegoport. changa. f. coloq. Trato, trueque o negocio de
poca importancia. Hacer una changa. Sin.: trato, negocio, trueque.
[307]
En la PRESENTACIÓN
de esta novela, las MEMORIAS DE UN
SIETEMESINO, narradas por su protagonista, don Claudio Béjar y Paredes,
oficial de Infantería de la promoción de ‘los sietemesinos’, retirado del
Ejército a petición propia, consta que fueron firmadas en noviembre de 1879 a
cinco kilómetros de Málaga. En consecuencia, debieron ser escritas en los siete
meses posteriores a la boda con Aurora.