lunes, 23 de junio de 2025

'MEMORIAS DE UN SIETEMESINO', UNA NOVELA EPISÓDICA Y HUMORÍSTICA DE PABLO PARELLADA, 'MELITÓN GONZÁLEZ', PUBLICADA EN 1919

 

MEMORIAS DE UN SIETEMESINO 


Narradas por su protagonista, don Claudio Béjar y Paredes, oficial de Infantería de la promoción de ‘los sietemesinos’, retirado del Ejército a petición propia.

Firmadas en noviembre de 1879 a cinco kilómetros de Málaga. 

 

Novela episódica y humorística, publicada en 1919.

Por don PABLO PARELLADA (“MELITÓN GONZÁLEZ”)

 

 

“Poco duraron mis estudios. Habíase encendido la guerra civil carlista. Faltaban oficiales y se dispuso que ascendiéramos a alféreces los que tan solo llevábamos siete meses en la Academia. Por eso nos llamaron la promoción de los sietemesinos[1]. He aquí por qué me adjetivo sietemesino en el título de este libro.”

Del capítulo X. CADETE Y ALFÉREZ, de esta novela.

 

PRESENTACIÓN

APRECIADO lector: soy Claudio Béjar, oficial retirado del Ejército a petición propia. Me presento a ti para tener el honor de estrechar tu mano y contarte lo siguiente:

Estando yo en activo servicio, salí con mi regimiento a un paseo militar. A media hora de la ciudad, un compañero me hizo observar una casita blanca situada a la izquierda y a cosa de unos quinientos metros de la carretera. “En aquella casita -me dijo mi compañero- vive un señor aislado de la sociedad, completamente solo; un misántropo. En la flor de su vida era un hombre sencillo, ingenuo, todo corazón y lleno de buena fe; pero fueron tales las contrariedades, decepciones y desengaños sufridos, que tomo aversión al género humano; compró esta casita, y en ella vive desde hace unos veinte años, dedicado a cuidar su huerta y sus pajarillos, sin tener noticias del mundo, no consentir que persona alguna se le acerque si no es un viejo criado que le trae los necesario de la ciudad.

Yo, mi querido lector, también sufrí crueles desengaños y padecí grandes amarguras; pero tuve la suerte de contar con las advertencias de un sabio consejero, tío carnal mío, el cual me enseñó a sobrellevar con resignación y paciencia las contrariedades de la vida; y como haciéndolo así nunca perdí la esperanza de ser feliz, por fin alcancé la mayor felicidad a que el hombre puede aspirar sobre la tierra. Así espero demostrártelo en el siguiente relato, en el cual encontrarás entrenamiento honesto, sin verdosidades. Si alguna palabra te pareciese poco aseada, perdón te pido por anticipado, y ten por seguro que no la escribí olvidándome del respeto que mereces, sino porque no pierda lo que de pintoresco necesita. Ten muy presente que esta novela es histórica en lo que se refiere a mis amores, pero es humorística y fantástica en lo tocante a los asuntos militares, engarzados en ella; todo son anécdotas que me fueron contadas en broma y jamás ocurrieron, con las del Pi con erre, blocaus blindado con pintura, la del General Longarilles, las deficiencias en los suministros, etc., etc. Todo lo que puse por entender que puede incitar a la risa precisamente por lo absurdo de que tales hechos hayan ocurrido.

Te desea todo género de bienandanzas y te saluda afectuosamente,

Claudio BÉJAR.

A cinco kilómetros de Málaga, Noviembre de 1879.[2] [3]


 

 

 

PRIMERA PARTE

---

I. MI PUEBLO

No diré el nombre del pueblo donde por vez primera vi la luz del sol, de la luna y las demás luces; pero pondré al lector en camino de averiguarlo, dándole materiales para que por el hilo saque el ovillo.

Como a todos los pueblos de la misma región española, al mío le cuelgan una anécdota insultante:

Cuentan que el tío Pedriles, vecino de mi pueblo, fue por primera vez a las fiestas de la capital y, a la vuelta, ponderó entre el vecindario lo mucho que se había divertido y, especialmente, el buen trato recibido en la posada en que fue a parar; posada que, según él, podía competir con la mejor fonda, puesta tan a la moderna estaba montada, que en ella ya no se usaba el anticuado y mísero candil de gancho con torcida y aceite de olivas, sino un aparato de nueva invención llamada quinqué, en el cual ardía petróleo o aceite mineral. Respecto de la comida también hizo extremadas alabanzas, mostrándose maravillado de un guiso suculento, nuevo para el tío Pedriles. Era este plato unos calabacines en cuyo interior no había pepitas, como en los cosechados en la comarca, sino una pasta muy rica y apetitosa, y muy parecida a la pasta esa de la que se hacen las albondiguillas.

La noticia corrió y se comentó entre el vecindario, y hasta llegó a tratarse y estudiarse en sesión del Ayuntamiento, donde, tomando en consideración que ni en el pueblo ni en ningún otro del término se cosechaban aquella clase de calabacines, pues solo se conocían los ordinarios, el alcalde propuso, los concejales aceptaron y el pueblo aplaudió con entusiasmo, que para fomento y mejora de la producción local agrícola se nombrase una comisión que marchase a la capital y recorriese el mundo entero, si necesario fuese, y no volviera al pueblo hasta haber encontrado simiente de calabacines rellenos, y, de paso, unas cuantas muestras de olivos de los que dan aceite mineral, olivos también desconocidos en el lugar.

A ésta se le llamó la Comisión de los calabacines, y cuéntase que todavía no ha regresado.

Ya tienes, amigo lector, un seguro y excelente medio de averiguar a cuál pueblo de España me refiero. Donde preguntes: “¿Ha vuelto la Comisión de los calabacines?” y te peguen un navajazo, te saquen del pueblo a pedradas o te arrastren, allí es.

De cuchufletas de esta índole no se libra pueblo alguno de la comarca Es un modo pintoresco de llamarse brutos los unos a los otros; y todos aciertan.

Por si no fuese de tu gusto verte perforado, apedreado o arrastrado por el populacho, te daré otros medios de venir en conocimiento del pueblo donde tuve la suerte de nacer.

Lugar eminentemente protector de las moscas, tiene sus callejas convertidas en vertederos, basureros, retretes, corrales, pocilgas y expoliarium[4] permanente de animales caseros fallecidos, todo en una pieza; callejas de cuyo barrido y saneamiento se encarga la Providencia si envía beneficiosa tormenta. Cuando ésta falta, y sopla el viento, el polvo levantado, azote del rostro, no es tierra sutil, sino todo género de inmundicias secas ya pulverizadas.

En verano, la desnudez de los niños pequeños, y aun mayorcitos, es completa en la vía pública, donde la piedra arrojadiza es el principal elemento de diversión infantil, cuando no es el desfloro de nidos, el destrozo de arbolado o la fruta del cercado ajeno.

El lenguaje es soez y grosero. No hay vocablo indecente que allí no se haya tomado por muletilla. Únicamente algunas mujeres, las más pudibundas, por aquello del buen parecer, atenúan lo mal sonante de ciertas palabras cambiándolas el sexo, y dicen, por ejemplo: moña en vez de moño, peineto en lugar de peineta y badaja por badajo.

Aman con religioso fervor a su santo patrón, sin perjuicio de echarle al pozo o al río si no les manda la lluvia en tiempo determinado y en la medida exacta que necesitan, y en su honor celebran la fiesta anual a salvajada libre, con toro impregnado de pez ardiendo; procesión con disparos de trabucos cargados hasta la boca y coplas alusivas al santo, como la muestra:

Glorioso santo patrono:

mándanos lluvia en seguía

pa coger buena cosecha,

u te pateamos las tripas.

Desconozco las costumbres del Rif[5], pero no deben ser muy distintas a las de mi pueblo.

Mi padre era el médico del lugar, cargo sumamente cómodo y tranquilo, pues el doctor sólo era llamado en casos muy extremos, acompañado del cura, cuando éste era ya el único necesario.

Para los demás casos, el vecindario tenía su terapéutica especial, legada de padres a hijos desde antiguas generaciones, contra la cual hubiese sido imprudencia temeraria rebelarse.

El reuma se curaba llevando una patata en el bolsillo; la insolación, colocando al paciente un puchero de agua hirviendo sobre la cabeza, la jaqueca, pegando una rodaja de pepino en cada sien a manera de cuernos rudimentarios; el tifus, con medio tomate o una cataplasma de tabaco y vinagre en el ombligo; toda suerte de heridas, con aceite de lagarto, saltamontes, alacranes y otros bichejos tenidos a la intemperie durante el invierno. De las roturas de miembros se encargaba un pastor, y de las demás enfermedades, un curandero que curaba de gracia por haber nacido a las doce en la noche de Navidad, y tener bajo la lengua una cruz que no podía enseñar sin peligro de perder su gracia curativa.

Sin los cuidados de mi madre, a la cual tuve la desgracia de no conocer, y en este ambiente de incultura, atraso y no poca maldad, se comprenderá que mi educación durante la niñez no podía ser muy recomendable: pendenciero, desvergonzado, siempre en competencia con los demás chicuelos para ver quién realizaba la mayor diablura.

En la plaza había una tienda de comestibles, cacharros, juguetes y objetos de escritorio, que, a su vez, era estanco. En comunicación con la tienda y en la planta baja estaba el casino, o sea una sala, con salida al corral en la que se servía café transparente y se jugaba al billar en mesa donde solían dormir las gallinas; a cambio de tiza, los jugadores, con la suela del taco, barrenaban las paredes.

El matrimonio dueño de este Tugurio-Palace, tenía una hija llamada Eulalia[6], de mi edad próximamente, de unos diez años; la niña más linda y mejor ataviada del pueblo.

Mostrábame Eulalia mucho interés y gran cariño, y de ello estaba yo contento y orgulloso; con cualquier pretexto me obsequiaba con algún dulce fósil de los de su tienda, a hurto de sus padres y con prohibición de contárselo a mis amigos. Pensando en la seriedad y buen juicio de una mujercita, me amonestaba cuando llegaba a su noticia alguna barrabasada de las mías, y me reprendía dulce y cariñosamente:

-¿Por qué eres así? No debías reunirte con esos otros. Si no eres bueno, me incomodaré contigo…

Recuerdo que estuve enfermo de bastante gravedad. Cuando desapareció la calentura y recobré mi lucidez, la criada de casa se acercó a mi cama para decirme con gran reserva, como si de un secreto de Estado se tratase.

-Bien se conoce que ya te sa pasao la calentura.

-¿Por qué?

-Porque ya no llamas a la Eulalia; mientras has tenido calentura no has parado de decir: “¡Eulalica, Eulalica!” Ya lo sabe ella.

-¿Quién se lo ha contado?

-Yo misma; pues si la pobrecica me pregunta por ti todos los días cuando paso por su casa. Y poco contenta que se puso al decirla yo que dentro de poco te levantarías de la cama…

Una tarde, durante mi convalecencia, sentado yo en el portal de mi casa, acudió Eulalia con su delantal lleno de cacharritos y, para entretenerme, los dispuso de diferentes maneras en los primeros peldaños de la escalera, mientras me decía:

-Esta es la cocina, éste es el comedor. Tú eras el padre; yo era la madre.

Cito esta niñería por ser el único recuerdo grato que todavía conservo de mi pueblo, después de abandonarlo para siempre, y porque nos hemos de volver de encontrar con Eulalia en el curso de este verídico relato.

 

---

 

II. A LA CIUDAD

 

En 1867 mi padre obtuvo una plaza de médico en la capital, y a ésta nos trasladamos en diligencia[7] envueltos en densa nube de polvo; sacudidos, en cada bache del camino, como por catapulta, y topando cada viajero con el suyo de enfrente.

Nos detuvimos en un parador[8] a cambiar el tiro[9] del coche. Entramos en la casa a humedecer nuestras secas fauces. A poco acercóse el dueño a mi padre y con gran misterio le dijo:

-¿Sabe usté a quién tengo recogido en casa, desde hace cuatro días, a mesa y mantel?

-¿A quién?

-A Carranza.

Personaje que no me era desconocido: no hacía mucho que había estado en mi pueblo, escondido en la tienda de comestibles de los padres de Eulalia, aunque, a decir verdad, lo sabíamos en el pueblo hasta los chicos.

-Dígale que salga -contestó mi padre sonriendo-; en la diligencia no viene guardia civil ni otra persona que pueda prenderle o delatarle.

Se presentó Carranza[10]. Frisaba los cuarenta años, de rostro enjuto, barba y cabello largos y descuidados; vestía traje de pana, borceguíes sin embetunar y flexible sombrero negro bastante deteriorado. En tiempos tuvo su pequeño taller de carpintería en la ciudad y lo cerró para dedicarse a conspirador perseguido.

-¿Qué hace usted aquí? -le preguntó mi padre.

-Pues ya ve usted, como siempre: huyendo de los que me persiguen.

Mi padre le pagó una copa, y Carranza nos echó un medio discurso. Ponía gran vehemencia en sus palabras y extremada fe en el próximo lanzamiento del grito y triunfo de la revolución consiguiente, y terminaba sus párrafos: “¡Ay del día en que el pueblo sepa lo que vale!”.

De lo que se le escapó después, y mi padre le sonsacó hábilmente, deduje que, desde el cierre de su carpintería, aquel mártir de sus ideas iba de pueblo en pueblo escondiéndose una semana aquí, diez días allá, en casa de los correligionarios de mejor provista despensa, como ya había hecho en la ciudad, y así pensaba continuar hasta que fuese llegado el trunfo de sus ideas redentoras.

Nos despedimos del apóstol Carranza continuamos el viaje.

A la caída de la tarde distinguimos la azulada silueta de la ciudad.

¡La ciudad! ¿Cómo eran las ciudades? Yo no había visto ninguna. Poco tardé en convencerme de que, salvo dos o tres calles del centro y unos pocos centenares de personas, todo lo demás era mi mismo pueblo: los mismos vocablos soeces, la misma incultura, igual suciedad y falta de urbanización y de policía urbana.

Convine con mi padre en que yo seguiría su misma carrera y fui matriculado en el Instituto, donde el profesor de latín nos aseguró que esta lengua muerta era el eje alrededor del cual giran todos los ramos del saber humano; germen de todo estudio o profesión; madre de todas las ciencias, y cimiento sustentador de las sociedades pretéritas, presentes y futuras.

No se me alcanzaba la relación que pudiera tener la declinación de musa muse y la conjugación de facio, facis, facere, feci, factum con la curación de las tercianas y del tifus; por eso me gustaba más corretear por las calles que leer en latín la historia de Epaminondas, cuyos hechos me importaban un bledo y yo tomaba a chunga, y aquello de Epaminondas filius Polimni fuit tebanus, yo lo traducía: Epaminondas hijo de un pollino y de un tábano.

Una de las muchas veces que hice novillos fue para presenciar cosa desconocida para mí: un besamanos[11] en la Capitanía General.

 

Desde media mañana me instalé con mi inseparable camarada y condiscípulo Lino Mollat, chico ligeramente cojo, listo como una ardilla, travieso como mico, hijo de un rico tahonero habitante en las afueras de la ciudad, y tan pigre[12] o más que yo, el tal Mollat.

Esta vez tenía justificación nuestra novillada: ni Luis ni yo sabíamos en qué consistía un besamanos, y considerábamos loable nuestro afán en saberlo.

Vimos llegar, sucesivamente, las banderas y estandartes de los regimientos de la guarnición, acompañados de las correspondientes escoltas, músicas charangas, bandas de tambores, cornetas y trompetas, armando un ruido ensordecedor. Después, un reguero de generales, jefes y oficiales de todas armas e institutos, de gran gala, que iban entrando en Capitanía. Altas personalidades civiles y eclesiásticas que al descender de sus coches motivaban comentarios entre los espectadores callejeros:

-¿Quién es ese de la faja verde?

-El gobernador civil.

-Qué joven es.

-Hoy estrena el uniforme: es la primera vez que se viste de gobernador.

-Ya se conoce.

-¿Por qué?

-Porque se ha puesto la faja a la aragonesa y con el lazo y borlas a la derecha. En cuanti que los oficiales le echen la vista encima se van a reír poco.

-Ahí vienen los concejales.

-Y los maceros; ¡qué viejos y qué flacos!

-Y los dos, patizambos.

-Ya podían hacerles unas pelucas nuevas y a la medida.

-Y que les ajustaran mejor.

-¡Vaya unas pintas!

-¡Rediez, qué peste a bencina!

-Las levitas de los concejales.

-¿Y esos de la sotana y birrete?

-No es sotana, tú, es toga; son los profesores de la Universidá.

-¿Y esas borlas que llevan encima del gorro?

-Son pa señalar lo que enseña ca uno: el rojo sinifica sangre, u séase Medecina; el verde hierba, que quié decir Agricultura.

-¿Y el amarillo?

-Tanto como eso, no sé; pero algo sinificará.

-¿Y esos otros maceros de negro?

-Vienen acompañando a los señores de la Audiencia, por si alguno se mete con el presidente u los magistrados, metele un mazazo en la cabeza.

-Oyes, tú, ¿qué es aquello blanco que bien en aquel coche?

-No sé…; calla, a ver; ya sé: cuatro maestrantes de la Orden de San Juan Nepomuceno.

-Llevan sombrero apuntao como los porteros de Palacio.

-Y capas de franela blanca.

-Y esos, ¿dónde están empleados?

-Que yo sepa, en nenguna parte.

-Bien; pero de algo servirán.

-También estoy inorante de eso. Lo hi preguntao muchas veces y, hasta la presente, nadie me ha sabido dar razón.

El no enterarnos allí mismo de cuál es la misión de los maestrantes de San Juan Nepomuceno sobre la tierra, nos contrarió bastante, pues Mollat y yo éramos amigos de oliscar en todo guiso y de saberlo todo menos las asignaturas del instituto.

 

Una de las músicas había terminado de tocar la marcha de Poliuto[13], y otra la sinfonía de Semíramis[14], cuando empezaron a salir de Capitanía los citados personajes y el público a desfilar

-Pero, ¿y el besamanos? -preguntamos nosotros.

-Ya se ha rematao -nos contestaron-; eso ha sido arriba, en el salón del Trono.

La noticia nos partió por el eje: habíamos perdido la mañana y la clase, sin poder averiguar cómo era un besamanos.

¿Qué demontres habían hecho aquellos señores allá arriba? ¿Sería alguna ceremonia parecida a la de Pilatos? Tal vez hicieron evoluciones al son de la marcha de Poliuto y sinfonía de Semíramis.

Diversión tuvimos y entretenimiento agradable con la profusión de rutilantes uniformes, polícromas condecoraciones, marcialidad de las tropas y bélicos acordes de músicas y charangas; pero nuestro objetivo no era éste, sino el de enterarnos al detalle de una ceremonia por nosotros desconocida y que, indudablemente, merecía ser vista. Habíamos oído decir que todos los actos de la milicia eran presididos por la Lógica y la Seriedad, y apoyados en este concepto, entendíamos que cuando se ponía en movimiento a toda la oficialidad de una guarnición y a todas las altas personalidades de una ciudad, y unos y otros, tan acicalados, lujosos y llenos de preseas, acudían a un regio salón, no iba a ser para una pampirulada[15], sino para algo grandioso, digno de ser conocido y admirado.

 

Al marchar una de aquellas músicas, me sentí arrastrado por sus notas y la seguí, procurando acompasar mis pasos con los de la tropa, hasta la puerta del cuartel.

Regresé a mi casa calculando lo mucho que en belleza ganaría mi persona dentro de uno de aquellos brillantes uniformes, y, a fuerza de cavilaciones y de comparar la carrera de médico con la de las armas, acabé por preferir ésta, y aunque nada dije a mi padre, hice el propósito de ser militar.

La Medicina, ya sabía yo en qué consistía; mientras que la milicia era un mundo desconocido para mí, y lo desconocido me atrajo siempre.

¡Mis sueños juveniles!: saber cómo era la vida de cuartel, las batallas… y, esto sobre todo, no morirme sin saber qué era un besamanos.

---

III. PRELUDIOS [A LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE DE 1868]

 

 

Antes de llegar a la Revolución de Septiembre[16] necesito presentarles cuatro nuevos personajes: Blanes, Mela, el Manguara y la Tía Pilatos.[17]

Blanes fue un jefe de policía activo, honrado y muy cumplidor de su deber. Se multiplicaba como si poseyera el don de la ubicuidad; parecía que la población disponía de diez o doce Blanes.

En las afueras era el terror de tahúres[18] de carteta[19], correhuela[20], chapas[21] y demás ingenios inventados por el hampa y la briba[22] para desplumar incautos. Perseguía sin descanso a todo género de malandrines inferiores y de los suburbios; a cuantos bigardos[23] holgazaneaban y vivían a la droga o del merodeo[24]; multaba sin compasión ni componendas a los vecinos infractores de las ordenanzas municipales, y llevaba detenido a quién él viese cometer algún acto indecoroso en público.

 

Los demás agentes, si bien estaban, oficialmente, a sus órdenes, particularmente estaban al servicio doméstico de los concejales, en cuyas casas ponían el cocido, fregaban los platos, cepillaban la ropa, lustraban los zapatos, incluso los de la concejala, y llevaban los niños a la escuela. Por lo que puede asegurarse que Blanes era el único encargado de la Policía y orden público, y de acarrear sobre sí todas las iras populares.

Yo le recuerdo en tres ocasiones dignas de anotarse:

Una: Había unos cuantos truhanes que se apostaban a la entrada de la población, y a todo forastero que llegaba de su pueblo con leña, vino o cualquier otro artículo para venderlo, le detenían saliéndole al paso, y unas veces con amañada palabrería le convencían, y otras, con veladas amenazas, le obligaban a pagarle el barato[25], o derecho de guapeza, a cambio de proporcionarle inmediato comprador, si no quería quedarse en la posada largo tiempo sin vender. Sobre este derecho de matonismo añadían el ajuste de la mercancía, que concertaban a precio mínimo para ser llevada donde habían de pagarla al máximo para quedarse ellos con la diferencia.

A estas gabelas añadían la exigencia de la chorrada[26], ñapa, contra o gallarín[27], o sea una pequeña parte de la carga con que proveer gratis sus despensas; más la convidada o alboroque[28] por cuenta de los forasteros en la taberna próxima.

Esto ocasionaba carestía en las subsistencias y continuos altercados entre aquellos rufianes y los pobres forasteros, saliendo a relucir las navajas como argumento final en muchas ocasiones.

Una tarde presentáronse varios carros de retama en la puerta Norte de la ciudad. Saliéronles al paso un tal Manguara y su sobrino, ambos vividores del trabajo ajeno; hicieron trato con los carreteros después de las consabidas amenazas; concertaron el precio en ocho; quedaron los carros en las afueras bajo la vigilancia de Manguara, mientras el sobrino entró en la ciudad en busca de quién pagar el género a diez, y encontrando comprador en el padre[29] de mi amigo Mollat, allá se trasladaron carros, leñeros, Manguara y su sobrino; y allí me encontraba yo. El tahonero[30] pagó a los carreteros la retama a diez; éstos entregaron a Manguara el dos de diferencia entre el diez que acababan de cobrar y el ocho que con Manguara convinieron. Negocio redondo.

Pero surgió Blanes como por encantamiento, deshizo lo hecho y puso el asunto en su término medio, justo y prudencial, pagando el tahonero la mercancía a nueve directamente a los leñeros, con lo cual quedaron estos beneficiados en uno, el tahonero en otro y los pillastres sin el fruto de su pillería. Un excelente servicio.

La expoliación de cuantos infelices vienen a vender a las ciudades fue cosa corriente en todo tiempo. En Madrid, redobla: Suele llegar forastero a vender una vaca, y tantos Manguaras le salen al paso desde la entrada de la coronada villa hasta desollar la res en el matadero, que muchas veces el vendedor regresa al pueblo con un saldo en contra.

Blanes se marchó después de amonestar a los dos tunantes y de amenazarles con severo castigo si reincidían.

Quedaron Manguara y el sobrino en medio de la carretera, doliéndose, en alta voz, de la falta de libertad individual; de la esclavitud en que al pueblo se le tenía; de los atropellos habidos con ellos y con cuantos como ellos precuraban ganarse un peazo de pan honradamente; y entremezclando los juramentos más atroces con las más requetecaracoleadas blasfemias.

Muy grabado se me quedó el final de la perorata de aquellos dos sujetos:

-Luego dicen que si se va a armar u no se va a armar la gorda…

-Demasiao tardamos en armarla.

-Siquiá sea esta misma noche pa coger a ese ladrón de Blanes y degollarlo.

-Y arrastrarlo.

Y como vieran que Blanes se había detenido a distancia y a la expectativa para que los leñadores no pudieran ser acometidos otra vez con el fin de sacarles Manguara y su sobrino lo que no pudieron antes, éstos desaparecieron rezongando y repitiendo sus promesas de venganza.

[La segunda:] Otra vez vi a Blanes llevar consigo detenidos a dos individuos no menores de veinticinco años. ¿Qué había sucedido? Caminaban aquellos dos sujetos por la acera de una calle céntrica, detrás de una señora, haciendo la gracia de irle pisando la cola del vestido, que entonces se llevaban con cola. La señora lo observó y, prudentemente, se pasó a la otra acera. Ellos la siguieron y no cejaron en la gracia hasta romperle el vestido por la cintura, y aún se permitieron algún concepto grosero ante la protesta de la agraviada. Llegó Blanes a tiempo y, enterado del suceso, agarró a los dos malnacidos y se los llevó a la prevención[31].

En el lugar de la ocurrencia quedó buen grupo de gente contemplando el hecho, poniéndose -naturalmente- de parte de aquellos dos infelices y culpando a la imprudente señora.

-¿Por qué tienen que llevarlos presos? ¿Qué daño han cometido? Total, pisarle la cola del vestido a una señora.

-La culpa es de ella. ¿Pa qué lleva la falda más larga de lo que es menester yendo por la calle?

-Y tanto; a ella es a quién debían llevar presa.

-Es que, además, ellos parece ser que a la señora la han dicho una mala expresión… Hay que ponerse en todo -interpuso uno.

-Si la han llamo una mala expresión, señal que ella habrá empezao por llamarles algo peor.

-¡Tiusté razón, tía Pilatos!

-Masiao que la tengo. ¿Ande sa visto, llevarse a esos dos infelices y dejar a la señora en libertad? Si aquí hubiera vergüenza a ese recondenao de Blanes ya le hubiéramos ajustao las cuentas. Miá también a mí: que porque mis chicos ensuciaban en la calle, me sacó una peseta de multa. ¿Pues dónde se van a ensuciar las pobres criaturas? Pero déjate estar, que como se arme la gorda, según dicen, se la tenemos jurá.

La tercera: Un matrimonio recién casado, forastero, y en viaje de luna de miel, detúvose en la ciudad. Ambos iban elegantemente ataviados. Por su aspecto revelaban ser personas muy finas y atildadas. Paráronse ante el escaparate de una joyería a contemplar los objetos expuestos. De un grupo de chicuelos cercano destacóse uno para realizar una atrevimiento: se colocó al lado del matrimonio y, después de pasarle revista ocular del modo más impertinente, fue haciendo paso lateral hasta colocarse entre la elegante pareja y el escaparate, y, teniéndolos detrás de sí, levantó ligeramente una pierna y dedicó a los de la luna de miel la acción peor sonante y más sucia que persona puede soltar en público, y escapó a correr, con gran regocijo suyo y de sus compinches cuando el caballero se revolvía indignado y levantaba el bastón para castigar su bellaquería cometida con él y con su esposa.

El chicuelo fue detenido por Blanes y éste se acercó al indignado matrimonio.

-¿Qué ha pasado? -preguntó el policía.

El caballero explicó lo ocurrido en medio de un corro de transeúntes formado en un instante.

Blanes se llevó al mozalbete a la prevención, donde le tuvo unas horas.

Como es consiguiente, los comentarios de la gente fueron favorables al detenido:

-¡Y se lo llevan a la prevención!

-No es pa tanto.

-¡Vaya, con los señoriticos esos! Pues cuando tengamos ganas. ¿Qué tenemos de hacer? ¿Querrán que nos inflemos como los globos?

Queda escrito: Blanes era una agente muy apropiado para aquellas poblaciones del extranjero donde se camina hacia la más perfecta civilización posible.

Otro personaje memorable: don Julián Mela, alcalde-corregidor, como entonces se llamaba el que reunía las atribuciones de gobernador civil y de alcalde. Fue un gobernante y un administrador modelo, pues dedicó todos sus afanes al engrandecimiento de la ciudad. Inició ensanches, abrió necesarias calles a través del antiguo laberinto de estrechas y tortuosas callejuelas. Realizó espléndida Exposición[32]. Durante su permanencia, la ciudad trabajaba, vivía; había salido de su marasmo.

 

---

 

IV. LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE [DE 1868]

 

Si era o no conveniente, yo no estaba en edad de medirlo, pero deseos tenía de que estallara la revolución para ver un espectáculo nuevo. Lo mismo le sucedía a mi amigo Mollat el cojuelo[33] de la panadería. Este me aseguraba que la gorda se armaría en breve, y se documentaba con alguna proclama revolucionara de las repartidas al mozo de pala y demás operarios de la tahona; proclamas redactadas en forma de letanía:

Ciudadanos:

El Gobierno nos roba.

Nos vende.

Nos traiciona.

Nos escupe.

Nos esclaviza.

No seáis esclavos.

Sed libres.

Todo es vuestro.

Nada es de los otros.

Arriba nosotros.

Abajo los demás.

Revolución es libertad.

Libertad es revolución.

¡A las armas!

 

Mas, ¡oh decepción! Amaneció un día en que la criada nos dio noticia de haber sido derrocada la Monarquía[34]. La revolución[35] estaba hecha sin que en la ciudad hubiese sonado un solo tiro, es decir, sin yo ver cómo era una revolución tal como me la hicieron concebir.

Mollat vino a buscarme, lleno de alegría:

-Anda, vístete vámonos a la calle. Ya verás, ya verás: hoy no tenemos clase. Nadie trabaja. Todos andan por ahí dando vivas y mueras, y armados hasta los dientes. A Carranza[36] le cogió la noticia escondido en la tocinería de Braulio. Se ha puesto muy majo, con polainas de cuero, escarapela en el sombrero, dos pistolones así de grandes en el cinturón y una corbata colorada, color de fuego.

-Ca -terció mi padre-, no es color de fuego, es color de apunten, nada más.

-Pero, bien -dije yo-, si todo está arreglado, ¿para qué tantas armas?

-Por un por si acaso: en un corro ha dicho Carranza que está esperando órdenes de Madrid. Vete a saber las órdenes que podrán darle. Ah, ¿no sabes? Así que se tuvo noticia de la revolución, fueron a matar al gobernador[37].

-¿Han matado al gobernador? -preguntó mi padre.

-No, señor; se conoce que le avisaron a tiempo, y cuando asaltaron la casa para matarlo, ya se había escapado.

-Pero esas gentes -continuó mi padre- ¿son imbéciles, perversas o están locas? ¡Un gobernador al que sólo beneficios debe la población! No tardarán en suspirar por otro don Julián Mela.

-También fueron en busca de Blanes[38], tampoco lo encontraron; creen que no ha salido de la población, y si lo cazan, pobre del él: lo escabechan.

-Harán muy mal -continuó mi padre-; digo de Blanes lo mismo de señor de Mela.

Oímos una música. Me vestí apresuradamente y a la calle. Mollat y yo nos unimos a una multitud precedida de charanga[39] tocando el himno de Riego[40].

De trecho en trecho contestábamos “Viva” sin saber qué, pues estábamos a la cola y no oíamos la invitación que se nos hacía desde la cabeza, y más de una vez contestamos “viva” cuando debimos contestar “muera”; pero daba los mismo: la cuestión era expandirse.

 

Así recorrimos la ciudad, parándonos en alguna tasca que otra. En una de esas paradas los músicos preguntaron al manifestante que parecía director de la función y estaba empinando la bota:

-Y a nosotros, ¿quién nos paga nuestro trabajo?

-Miá, qué pregunta: ¿quién os va a pagar? Nadie; aquí se sopla por la Libertá.

Y continuó bebiendo.

-Sí, pero una cosa es soplar de la bota y otra es soplar en el cornetín de pistón.

-Eso de que hoy no trabajemos más que los músicos, no pué ser -protestó el del trombón.

-Decís eso porque sois unos malos patriotas.

-Bien; pues si somos malos patriotas, nos vamos a casa y que sople el cierzo[41].

¡Qué hubieran dicho! ¿Marcharse a casa? De ningún modo.

-Si no tocáis os romperemos los instrumentos en la cabeza.

No hubo más remedio: los músicos continuaron soplando a la fuerza en nombre de la libertad individual.

Nos encontramos con el gran Carranza Se le obsequió con un “viva” a su persona. Él contestó quitándose el sombrero grave, con la majestad de un emperador romano. Se le invitó a que se uniera a la manifestación, y se negó porque iba a conferenciar con la junta local revolucionaria para tomar acuerdos; pero sospeché que era un pretexto para no mezclare con el populacho del cual ya se consideraba jefe absoluto, pues, al despedirse, y en tono de ordeno y mando, dijo:

-Esta tarde, a las dos, todo el mundo en la plaza de toros.

Allá fuimos. Sobre la mesa del toril estaba la mesa presidencial. Carranza actuó de presidente. Tomó la palabra. No sé si lo hizo bien o mal; las condiciones acústicas del local impedían que se le oyera. Nada se consiguió con gritarle “¡Que no se oye!” ¡Que grite más!” Como tan solo oíamos los “Yo…” “Yo…” con que empezaba los párrafos del discurso, y en los yo gastaba toda la poca energía de sus pulmones, nos largamos al teatro Euterpe, donde también se discurseaba.

Oímos hablar a un orador que más tarde fue concejal. También comenzaba los párrafos con “Yo…” “Yo…

Yo he pasado años perseguido y oculto como los cristianos en la catetumbas de Roma para no verme al bordo del precipio…

Yo he tenido que apurar el cáliz hasta las hélices para romper el circo vicioso en que estábamos…

Yo he contribuido a rasgar la tela de Penálope que tapaba los ojos al pueblo, al ojecto de que pudiera levantar sus ideales como ha conseguido lo cual que, si se me permite la frase, ha sido poner una piedra en Flandes…

Fue muy aplaudido y elogiado el discurso.

No faltaron oradores que hablaron sesudamente, con elocuencia y elevación de miras.

Un oyente pidió la palabra. Después de larga discusión entre el público y la presidencia sobre si se le había o no de conceder, el peticionario subió a la tribuna entre las protestas de muchos. Quiso empezar con “Pueblo soberano”; mas como la nerviosidad y azoramiento propios del caso le convirtieron en un tartamudo accidental, se enredó en “Pueblo so… so… so…

Una voz. -¡Sopas!

Y se armó la marimorena de la que escapamos corriendo Mollat y yo, pues no eran confites lo que allí se repartían.

No todo fue diversión en aquel día memorable.

Entrada la noche, cuando mi amigote y yo nos despedíamos, oímos tremendo vocerío.

 

Por extremo de la calle vimos desembocar una avalancha de hombres, mujeres y chicos ululando como cafres y con algunas antorchas cuyos resplandores ponían tintes siniestros en los rostros de aquellos energúmenos.

La calle era estrecha y gateamos por una reja, para no ser arrollados por aquella ola humana.

Quedamos horrorizados: arrastraban el inanimado cuerpo de Blanes.

 

De los primeros, venía la tía Pilatos[42] ostentando el quepis[43] del policía.

Manguara y su sobrino[44] tiraban de la cuerda atada a los pies del cadáver.

Yo no los puede distinguir, pero adiviné entre aquella chusma a todos los de la ralea del Manguara; a la cáfila[45] de mecheras[46], espigaderas[47], tusonas[48] y arañas[49] congéneres de la tía Pilatos; a los dos que rasgaron el vestido de la señora y la insultaron, por añadidura[50]; al gracioso mozalbete del escaparate de la joyería[51], y a tantos otros castigados por sus bellaquerías en la vía pública, y otros excesos.

También Blanes nos había detenido y multado a Mollat y a mí por alguna travesura de chicos, pero comprendíamos que fue merecido y Blanes había procedido en justicia.

Mollat y yo no pudimos contener un impulso de indignación y gritábamos:

-¡Cobardes! ¡Asesinos! ¡Canallas!

Afortunadamente, nuestras voces quedaron apagadas por las de aquella gentuza; si no, mal lo hubiéramos pasado.

---

V. EN CONTINUA FIESTA

Pocos días se pasaban sin que cojuelo Mollat[52] viniese a buscarme a primeras horas de la mañana, con la misma cantinela:

-Hoy tampoco hay clase. Nadie trabaja.

-¿Por qué?

-Esta tarde entre fulano.

Aquí el apellido de uno de los prohombres de la Revolución. El primero cuya llegada me anunció fue don Juan Prim[53], por el que sentíamos verdadera admiración.

-¡Ah, Prim! ¡El valiente!

-¡El héroe de África!

-¡Una gloria nacional! ¿A qué hora llega?

-De tres a cuatro

-Iremos a recibirle.

-Y a echarle una corona de laurel. Anda, vamos a buscar laurel.

Recorrimos huertas y jardines sin encontrar quien nos proporcionara laurel para la corona; pero Mollat y yo no nos apurábamos por tan poco: a falta del arbusto de la Victoria, y del estofado[54], convinimos en que el evónimo, no fijándose mucho, daba la sensación de laurel, y con evónimo[55] confeccionamos una corona no todo lo redonda que deseábamos. Aquel artefacto merecía una cinta de colores nacionales, mas eso costaba lo que no teníamos, y, en su defecto, la hermana de Mollat nos proporcionó una antigua cinta de color rosa pálido con lunares negros, que fue de un sombrero de señora.

Fuimos de los primeros en ver al famoso general[56]. Entró en carretela[57] descubierta, rodeada de uns catalans, ab fusell y barretina[58], cuyo mando tomó Carranza, que ya se había proporcionado un sable.

Arrojé la corona, que rebotó contra la capota del coche y desapareció entre la multitud.

¡Qué lástima de corona! Menos mal que Prim me vio arrojarla y hasta me quedé con la pretensión de que me había sonreído. El caudillo de África se hospedó en Capitanía General. El público se plantó delante del edificio pidiendo que saliera al balcón a perorar. Salió Prim al balcón y, con hábil retórica, nos convenció de que debíamos marcharnos a casa y dejarlo en paz.

Y a casa nos íbamos cuando me dijo Mollat:

-¡Mira, nuestra corona!

En efecto: en medio de un corro de admiradores estaba Carranza, que había diputado por suya nuestra corona y la llevaba puesta en bandolera.

Nos acercamos al corro para oír lo que decía aquel apóstol popular.

-Las últimas noticias son de que en Alcolea[59], las tropas de la Libertad hemos librado batalla con las del general Novaliches[60] afectas al trono, y las hemos derrotado. Hemos vencido en toda línea -.Y se despidió: -Voy a conferenciar con Prim.

También dejóse de trabajar los días en que hicieron sus respectivas entradas Serrano, Topete, Luis Blanch, Moriones, Pierrat y muchos más que vinieron a discursearnos empezando los párrafos con “Yo…”, excepción hecha de Castelar[61]. Éste nos habló desde el balcón de la Fonda de Nápoles. El fondista se surtía en casa de Mollat, y esto nos proporcionó un balcón encima del ocupado por el eminente tribuno.

El tema de su discurso fue: “Abajo las quintas.[62]

Conservo el periódico local que reprodujo aquella prédica, y de ella reproduzco a continuación el trozo en que mejor se demuestra la conveniencia de suprimir las quintas:

Las prepotentes páginas de la Historia, escritas por la vertiginosa carrera de los tiempos, destruyendo a su paso los altos muros y las quinientas torres de Antioquía; los jardines de Dafne, impregnados de paganismo junto a las abrasadoras arenas del Desierto, reveladoras de la unidad divina a los sacerdotes del espíritu; el rocío matinal que desciende de los aires sobre la verde hierba nacida entre las junturas de las piedras en los muros ciclópeos,; los cedros del Líbano, bendecidos por el profeta y que Alejandro usó para lecho donde debía juntar los dioses de Grecia con la ideas de Oriente; el beso de las tibias auras de luz del sol espléndido, y al eco de los arroyos parleros con el pipío de los nidos repletos entre los primaverales efluvios de la naturaleza; los emperadores de Asiria, dueños de las orillas del río hierático, recibiendo las inspiraciones irradiadas por los astros de cielo, y la ideas contenidas en misteriosos geroglíficos; el suicidio de Cleopatra para no verse atada al carro de su vencedor Augusto; la península del Sinaí son sus numerosos y religiosos recuerdos; Moisés, fundador de una democracia y de una república, admitiendo la única excepción de sus comunicaciones con el Eterno; las mariposas, meciéndose sobre las flores y sobre las hojas tiernas recién brotadas de las yemas, sobre los nidos cincelados en el follaje; las divinidades de Grecia y Roma aniquiladas por la mano hercúlea de las hordas del Septentrión: el torrente Cedrón, donde corrieron las lágrimas de David; la menuda lluvia disolviendo los terrenos cretáceos como se disolvió la Orden de los Templarios por las maquinaciones de los reyes; la incesante movilidad de los ríos, por la indestructible ley de la gravedad, para reconquistar en el proceloso mar su verdadero puesto, como conquistó Saladino a Jerusalén destruyendo la obra de Godofredo de Bouillon, después de derrotar a los francos en Tiberidades; la Naturaleza, inmóvil en medio del movimiento, invariable en medio de su variabilidad, sujeta a la muerte y eterna, difundida en la inmensidad del espacio y concretada al átomo incoercible e hipotético: desde los gases impalpables que se desvanecen, hasta las sólidas cordilleras de los Andes y del Himalaya donde la nieve blanquea las bocas de los volcanes; desde los infusorios y micro-organismos movidos por la circulación sanguínea de un ser infinitamente pequeño, hasta la nebulosa que lleva en germen orbes infinitos, y hasta la vía láctea, cuyo resplandor llega a nosotros después de millones de siglos. (Aplausos)[63]

Bajamos a la calle, donde oímos este diálogo:

-Vaya un pico. Eso es hablar.

-Sí que ha estao bien; no tiene más sino que yo me he quedao en ayunas de algunas cosas.

-Porque tú no tienes cabeza pa comprenderlo.

-Pues explícamelo tú. Vamos a ver: nos ha mentao por dos veces los nidos de los pájaros. ¿Qué tienen que ver los nidos con lo de Abajo las quintas? Nada.

-Tiene que ver, y mucho: en eso de los nidos está toda la cencia del descurso, pa que te enteres; al nido lo ha puesto como una comparanza con la familia; crecen los pájaros, saltan del nido, y a vivir, sin que nadie los meta en quintas. Y todo lo que ha dicho tiene su miga y su ajilimójili, no te creas, como lo que nos ha dicho de la Orden de los Templaos y el tiberio de los francos y demás; ahora, que tú eres un calabaza y no entiendes de finuras habladas, y lo que tienes que hacer, si has de seguir siendo un patriota, agarrarte a esta cláusula: ¿Te ha gustao lo que ha dicho, sí o no?

-Hombre… sí.

-Pues sa rematao la custión.

Al día siguiente, un periodiquito local empezó a asomar la oreja reaccionaria dedicando a Castelar esta décima:

Perdona si te echo flores,

incomparable tribuno;

eres el número uno

de todos los oradores;

mejor que de ruiseñores

cantando un alegre coro,

pero gobernar no esperes;

siempre serás lo que eres:

El canario más sonoro.

Todos estos personajes tuvieron el acierto de hacer su entrada en la ciudad en días laborales. Dando pretexto para la holganza, llegada de un personaje político, siempre se hace más agradable.

Los días festivos los dedicábamos a manifestarnos pidiendo la forma de Gobierno que aún no teníamos y cada cual deseaba. Celebramos las siguientes manifestaciones, a ninguna de las cuales faltamos Mollat y yo, y contestamos siempre a los vivas y mueras: Republicana federal, republicana unionista y republicana entreverada[64]; monárquica a secas y monárquica esparterista[65]; de estudiantes federales, de estudiantes unionistas, de estudiantes monárquicos a secas y de estudiantes esparteristas; de mujeres republicanas, y ¡qué sé yo cuántas más!

La de mujeres republicanas fue un choteo y una juerga muy divertida. Algunos jóvenes pedían que se repitiera.

Visitamos todos los círculos y casinos políticos, que eran muchos. Entre todos completaban la escala político-musical, desde el rojo sanguíneo hasta el azul celeste, y con diferencia casi imperceptible entre los ideales de cada uno y sus colaterales.

Un domingo se nos presentó y aprovechamos la ocasión de ver el Casino Carlista, improvisado en una modestísima casa de vecindad en los barrios bajos.

-Estamos instalados provisionalmente -nos dijo el que nos conducía-. En la sala de lectura hemos puesto un precioso retrato de don Carlos[66], regalado por mí.

-Ese retrato, ¿es ecuestre?- pregunté.

El acompañante quedó pensando un momento y contestó:

-Algo.

Entramos en el Círculo Carlista. Las alcobas y gabinetes estaban ocupados por mesas y sillas heterogéneas; allí se jugaba.

El mozo de pala y otro dependiente de la panadería de Mollat -que eran carlistas de abolengo- con otros dos jugaban al tute arrastrado, debajo de un cuadro de la Divina Pastora[67]; imagen que mejor estuviera de cara a la pared para no oír las blasfemias del que perdía.

Uno de los jugadores nos preguntó:

-¿Qué sois vosotros?

-Carlistas -contestamos.

La misma pregunta nos hicieron en el Casino Republicano y contestamos: “Republicanos”, y en el Monárquico: “Monárquicos”. Nosotros no queríamos discusión.

Así y todo, no pudimos evitarla en el Casino Republicano, donde nos objetó el preguntón:

-Es que no sirve decir: “Soy republicano”; hay que saber serlo.

Y dirigiéndose a Mollat, continuó:

-Pongo por caso: tu padre tiene un obrero que gana cuatro pesetas, es un suponer, y lo despide para tomar otro que gana tres. Eso no es ser buen republicano.

A lo que contestó Mollat:

-¿Y si el obrero que gana cuatro pesetas nos deja plantados porque en otra panadería le han ofrecido cinco? Tampoco eso será ser buen republicano.

-Déjalos -terció otro patriota-: no tienen edá pa reflesionar.

El periódico órgano de los revolucionarios tuvo la feliz iniciativa de abrir un concurso en busca de una letra adaptable al Himno de Riego y premiar la mejor y que fuese más fácil de aprender por la masa popular.

Mollat y yo, llevados del mejor deseo, pretendimos aspirar al premio. La musa mostróse rebelde, y como estaba de Dios que todo habíamos de meter la cuchara, terminamos por enviar al director del periódico esta carta:

 

“Estimado correligionario: los dos patriotas que suscribimos tenemos la satisfacción de enviarle la siguiente letra que hemos escrito para el Himno de Riego:

 

Tachín tatar tachín tachín

Tachín tatara tachín tachín

Tachín tatara tachín tachín

Tatara tatara tachín.

 

Etcétera.

Como puede usted observar, esta letra a falta de bellezas literarias y de frases patrióticas, tiene la gran ventaja de ser aprendida muy fácilmente, y a poco que se la varíe también es aplicable al Trágala[68], himno de Espartero, himno de Garibaldi, Marsellesa y demás himnos desenterrados, y hasta la Marcha Real si llegase el caso de tener que echar mano de ella.

Pancho y Mendrugo[69]

 

Fuimos contestados en el periódico:

 

“Para el concurso que estamos celebrando hemos recibido una letra estúpida y grotesca con la que pretenden burlarse del Himno de Riego dos maleducados sinvergüenzas que firman con los pseudónimos Pancho y Mendrugo.

Por toda contestación, reciban nuestro más profundo desprecio y sepan que agradecemos el envío, pues con él se delata la existencia de la negra mano de la reacción, la cual estamos dispuestos a descubrir y exterminar.”

 

Mollat y yo éramos la negra mano de la reacción; ¡quién lo había de pensar!

 

---

VI. LA BATALLA DEL PETARDO

 

Han pasado cinco años desde que salí de mi pueblo[70]. Estamos en época de la República[71].

Eulalia y sus padres habían venido a vivir a la ciudad. Me era muy grato pasar largas horas al lado de mi amiguita de la niñez, estudiando o figurando que estudiaba mientras ella hacía alguna labor casera, me bordaba un pañuelo o me confeccionaba una corbata de las de nudo hecho, aprovechando un retal rutilante. Muchas veces estuve a punto de desbordarme en franca relación amorosa, y siempre me contuvieron dos consideraciones: el aspecto y maneras pueblerinas de Eulalia y -esto principalmente- una gran cortedad que entonces yo tenía ante la mujer. Además, frente a la tahona de Mollat, en las afueras, vivía una francesita que me tenía trastornado. El padre de Mari -así se llamaba la francesita- era horticultor y amigo del mío.

Ella me guardaba las primeras flores del jardín y me obsequiaba con las primicias de los árboles frutales de la huerta. Yo no sabía a cuál quería más, si a Eulalia o a Mari[72], y de que las quería entrañablemente y ellas me correspondían, estábamos seguros, aun callándolo.

El anuncio del próximo desarme de los voluntarios de la Libertad[73] hacía temer días de luto, y ello nos tenía muy intrigados al cojuelo y a mí, pues sin él ni yo habíamos presenciado una revolución en debida forma.

Por fin se cumplió nuestro deseo. Una mañana aparecieron barricadas en las calles. No era prudente salir de casa, pero yo me escapé a la tahona de Mollat. En el camino me encontré con el mozo de pala y al otro panadero carlista armados de fusil.

-¿A dónde vais?

-A las barricadas.

-Pero vosotros, ¿no sois carlistas?

-Sí que lo somos; mi abuelo fue carlista, mi padre también, y yo, hasta morir.

-Entonces, ¿por qué vais a batiros a favor de la República?

-¿Qué más da?

Y se fueron a las barricadas.

 

Transcurrió la mañana sin novedad. Por la tarde pasé a visitar a la francesita. De cuatro a cinco de la tarde oímos los primeros disparos de cañón, después el fuego de la fusilería. Yo volví a casa de Mollat[74]. Éste y yo saltábamos de gozo. Ahora sí que íbamos a ver una revolución verdad. Fuerzas de infantería vinieron a colocarse en la puerta Sur de la ciudad para evitar que de los pueblos llegasen los muchos que se habían ofrecido venir en defensa de los milicianos. Todavía no han venido.

Nuestra decepción fue grande: la revolución se había armado, pero no la veíamos; la oíamos nada más. En aquel paseo de las afueras de la ciudad todo era paz y tranquilidad.

Llegada la noche, me quedé a dormir en el cuarto del cojuelo.

-¿Sabes cómo podríamos ver la revolución? -me dijo por lo bajo.

-¿Cómo?

-Saliendo a la carretera, ahora que es de noche oscura, y tirando un tiro al aire. Verías entonces qué manera de arrear a la tropa que está en la puerta Sur. ¿Vamos a hacerlo?

-¿Tenéis escopeta?

-Sí; pero mi padre la enterró ayer, por si acaso.

-Entonces, a dormir.

Y apagamos la luz.

Ni él ni yo pudimos conciliar el sueño escuchando los tiros lejanos que sonaban allá, en los barrios bajos.

-Oye -me dijo Mollat a más de media noche-, ahora me acuerdo que cuando deshollinábamos las chimeneas de los hornos, por Pascua de Resurrección, quedó pólvora[75]. Podríamos hacer un petardo; saltar por la ventana; ponerlo en medio de la carretera, darle fuego; a la cama otra vez, y adivina quién le dio.

Dicho y hecho: nos medio vestimos. Con gran sigilo recorrimos a tientas el obrador hasta llegar a un armario, de donde sacamos como una almorzada[76] de pólvora, que envolvimos en un papel, luego en otro y otro, atamos el envoltorio con bramante bien apretado, el cojuelo buscó unas alpargatas de los operarios, y, de un trozo de trencilla que de ellas arrancó, dispuso la mecha impregnada en pólvora y saliva, quedando el conjunto como de mano de un artificiero. Encendió mi camarada un pitillo, abrió una ventana y por ella se deslizó al exterior. Tardó en volver unos minutos que se me hicieron una eternidad. Volvió, entró y cerramos.

-¿Cómo has tardado tanto?

-Porque he ido a colocar el mandao más arriba, frente a la tienda de Fulano. Así, si ocurre algo le echarán la culpa a él.

El zambombazo no se hizo esperar. Inmediatamente fue contestado por las tropas que estaban a unos cuatrocientos metros, en la puerta de la ciudad. El fuego no cesó en toda la noche.

Nosotros, con la boca en la almohada para que la familia de Mollat no oyera nuestras carcajadas.

Al amanecer, la tropa reconoció la tahona y demás casas de la carretera, con grandes precauciones, y al mando un alférez joven, rubio, esbelto como un mimbre, que empuñaba un revólver, apoyada la culata en el pecho y dispuesto a pegarle un tiro a su propia sombra. Nada encontraron. El padre de Mollat les aseguró que él respondía de la tranquilidad del barrio. Llegó un capitán con gente de refuerzo. Después un comandante preguntó al alférez:

-¿Qué se ha encontrado?

-Nada, mi comandante; las fuerzas enemigas que anoche nos atacaron, han huido.

-¿Cuántos calculan ustedes que eran?

-Unos… doscientos.

-Bastantes más -añadió el capitán-; no bajarían de quinientos.

-¿Han tenido ustedes alguna baja?

-Sí, señor; un contuso.

-¿De bala?

-No, señor; con la oscuridad… tropezó con un árbol.

-Formulen ustedes una relación de los que más se hayan distinguido.

Pasado un tiempo, vimos al alferecito rubio con las insignias de teniente.

-A ese le hemos ascendido nosotros -me dijo Mollat.

Terminó la jornada con bajas en uno y otro bando, pues no fue broma todo, y los militares hicieron mucho más de lo que podían, dados los escasos elementos de los que disponían..

El mozo de pala y otro fueron los últimos en retirarse de la lucha.

Carranza, que era teniente coronel de milicianos, ¿qué hizo?

Ya lo refirió él mismo en la tahona de Mollat, donde fue a esconderse huyendo de la persecución.

-Sé que algunos me critican porque no estuve en las barricadas, y no tienen razón.

-Dicen que estuvo usted en la fábrica de galletas, a cuatro kilómetros de aquí.

-Sí, señor; allí estuve, a la retentiva[77], esperando que se incorporase los de los pueblos, y desde la fábrica, proteger la retirada de los nuestros si eran empujados hacia fuera de la ciudad.

Pasados algunos años supe que Carranza, perseguido siempre, fue a esconder a un pueblo cercano, coincidiendo con la época de la fruta; se pegó un atracón de higos[78] y cometió la imprudencia de tomar aguardiente encima de ellos. Esto le produjo un cólico cerrado que las llaves de la Ciencia no pudieron abrirlo, y murió. Como fue un mártir de sus ideas, se trasladaron los restos mortales de Carranza a la ciudad, y no se colocaron en el panteón de hombres ilustres por no haberlo; pero por suscripción popular se le erigió un pequeño mausoleo con este epitafio, en el cual alguien creyó ver una alusión al cólico cerrado[79]:

Carranza el ojo cerró;

con pistola, sable y lanza

la libertad defendió;

por la Libertad murió.

Imitemos a Carranza.

---

VII. HUÉRFANO

 

 

Mi tío, don Exuperio Béjar, canónigo y bibliotecario de la catedral de Toledo, vino presuroso tan pronto se enteró de la grave enfermedad de mi padre.

Hombres buenos he conocido, mejores que mi tío, ninguno. Desconozco las circunstancias exigidas para beatificar y aún canonizar a un siervo de Dios, pero presiento que el hermano de mi padre las reunía todas.

Escribiendo y aun en sus conversaciones más familiares era un purista: consideraba al idioma patrio como reliquia venerada, y pasaba mal rato cuando escuchaba o leía una palabra importada del extranjero o bastardeada.

-Señor, señor -decía- buharda es ventana que se levanta por encima del tejado de una casa, con su caballete cubierto de tejas, y sirve para dar luz al desván; bien está que su diminutivo sea buhardilla, pero no bohardilla, y menos guardilla, que es diminutivo de guardo. Ved, ved lo que dice este periódico: “Las paredes se han pintado de color uniforme.” No, no y mil veces no: uniforme significa forma única, igual forma, y dos trajes serán uniformes[80] si tienen la misma forma aunque el uno sea rojo y el otro verde. Y es que ignoramos la palabra castellana que indica la igualdad de color: isocre, sí, señor, isocre[81]; no está en el diccionario de la Academia de la lengua, pero debiera estar; tampoco está bivio, y es de sentir, pues en su defecto decidimos bifurcación para expresar el punto en que un camino se divide en dos; muy mal dicho, porque el prefijo bi significa dos, y furcación, horca u horquilla, y por ende bifurcación[82] quiere decir tanto como dos horquillas; y donde un camino se divide en dos, sólo se forma una horquilla; bien estará bifurcación cuando el camino se divida en tres; entonces sí se formarán dos horquillas; mas formándose una sola horquilla, yo siempre llamaré bivio[83] el punto en que la vía se divide en dos, pero no se bifurca.

En un anuncio leyó: “Tubos de calefacción a vapor o agua caliente”, y el oí decir: Ahí tiene usted; ocho palabras, pudiendo haber expresado el mismo concepto con una: caliductos[84], palabra netamente castellana, de las muchas que vamos olvidando. Todo sea por Dios.

Al perder a mi padre, el bueno de don Exuperio trajo a mi ánimo gran consuelo y resignación con sus santas palabras y savias advertencias; y como no heredé capital con que subvenir a mis necesidades, constituyóse desde luego en mi protector, en mi segundo padre.

Hicimos almoneda[85] de cuanto había en casa, y convinimos en trasladarnos a Toledo, donde, a expensas de mi tío, yo seguiría la carrera militar, ya que forzosamente había de serlo, pues Castelar[86], el predicador contra las quintas, decretó su célebre quinta sin redención[87].

Eulalia mostróse muy compungida al separarnos. Acompañada de sus padres, vino a despedirme a la estación y a traerme un escapulario[88] con la imagen de la santa[89] de su nombre.

También me despedí de la francesita. Esta despedida merece detallarse.

Mollat me acompañó. Antes de entrar en el jardín, me dijo.

-¿Estás decidido a declararte hoy?

-Sí… es decir, eso es cosa tan tremenda para mí que no sé si tendré valor.

-Pues tienes que atreverte o no vuelvas a mirarme la cara. Parece mentira: tú, el chico más atrevido de la población, el que se ha hecho célebre por sus diabluras, no te atreves a declararte a Mari. Aprende de mí, que me declaro a todas. Me calabacean, ¿y qué? Ayer tarde me declaré a Pepita Morales.

-¿A la sordomuda?

-Sí; estaba en el paseo sentada frente a mí; aproveché un momento en que me miraba; hice como que me arrancaba el corazón y se lo tiré.

-Y ella, ¿qué hizo?

-Contestarme que no.

-¿Con la cabeza?

-No, señalándome el forro de su abrigo que era de color calabaza.

-Te envidio, Luis. Yo llevo mucho tiempo acostándome con este propósito: “Mañana sí que de declaro; de mañana no paso.” Pero, ca[90]; me avergüenzan las frases amorosas, tengo que para mí sólo existen en el teatro y en las novelas. Temo decir alguna tontería, ponerme en ridículo.. Además no puedo ofrecerle una posición; no soy mas que un aspirante a cadete, y el tribunal examinador los mismo puede aprobarme que enseñarme el abrigo de Pepita Portales.

-Bueno; me has dado tu palabra de honor, de hombre, de declararte ahora mismo.

-Sí, te la he dado.

-Pues, adentro.

Y de un empujón me hizo entrar en el jardín.

Mari estaba planchando debajo del emparrado que servía de marquesina a su modesta y poética morada.

-Aquí tiene usted al futuro general, que se marcha a Toledo esta noche -dijo Mollat.

-¿Viene a despedirse?

-Ui -contestó el cojuelo-. ¿Cómo había de marcharse sin despedirse de vu?

-Hubiera sido imperdonable, sabiendo lo mucho que le apreciamos en esta casa, ¿verdad, Claudio?

-Es claro -tercié yo-; cómo había yo de marcharme así, sin despedirme y sin… naturalmente.

Mari entró en la casa a cambiar de plancha.

-¿Lo ves, amigo Luis? Ya estoy hecho un tarugo.

-¡Estúpido! ¡Una chica tan buena y tan hermosa, que de mirarla solamente se le quita a uno la respiración; que ha calabaceado a más de cuatro, a mí entre ellos, esperando que le digas “envido” para contestarte “órdago a la grande”! ¿Y tú eres el atrevido , al que nada se le pone por delante, el que quiere ser militar?

-Calla, que sale.

-Mari, quede con Dios -dijo Mollat con sonrisa picaresca y significativa-; aquí se queda usted con éste para que hable con usted, que… que ya es hora.

-¿Hora de qué? -preguntó Mari no queriendo darse por entendida.

-Hora de que… de que yo me vaya a clase, que van a dar las diez y media.

Mollat se marchó. Hubo un silencio que rompió Mari:

-Bien, Claudio, bien: con que, ¿a Toledo esta noche?

-Sí.

-¿A vestirte de uniforme?

-Esa es mi aspiración.

-Y… ¿para no volver?

-¿Quién sabe? Por eso no he querido marcharme sin decirte…

-¿El qué?

-Sin decirte… “Adiós”.

-¿Nada más que “Adiós”?

-Y… además…

No me atreví a seguir. Quedé mirando el suelo. Ella se acercó a mí, resuelta:

-Y, además, ¿qué? ¡Habla!

-Que… si quieres… puedes quedarte con la canaria de casa; no nos la pensamos llevar.

-¡La canaria!

-Es flauta[91], como el canario que te regalé el día de tu santo. Así tendrás

-Flauta y flauto; y si crían, flautines -dijo ella riendo.

Aquella risita acabó de azorarme. El canario a que yo me refería estaba ahí colgado y cantaba como un desesperado. Yo dije:

-¡Cómo canta el canario!

-Muchísimo y muy claro; no es como otros que yo conozco, que por mucho que se les acaricie y halague, en vez de cantar claro, cierran el pico por temor, o por cortedad, o por algún otro motivo que yo no acierto a explicarme. ¿Y tú, te lo explicas?

-Sí; que estarán en casa en época de mudar de pluma.

-Eso será: que van a cambiar de traje; a ponerse otro más nuevo y más vistoso…

Y volvió a entrar en la casa para cambiar la plancha[92].

Mollat había quedado atisbando en la carretera, y asomó a la puerta del jardín:

-¿Se lo has dicho?

-No; pero le ha faltado poco.

-Como no te declares, te chafo las narices, ¡melón!

-¡Vete, que me sale!

Escondióse Mollat. Salió Mari. Otro silencio que también se encargó ella de romper:

-¿No sabes? Gutiérrez se me declaró la semana pasada. Ya sabes quién digo: el concejal ese tan alto, mucho más alto que tú; por eso le dije que no. Y hoy he venido de la ciudad, con escolta: Anselmo, el del “Bazar H”, empeñado en casarse conmigo; también le he dicho que no, porque… es muy bajito; más bajo que tú…

 A pesar de aquella insinuación, sólo me atreví a decir:

-Pues bien, Mari; si algún día consigo tener una carrera, una posición, entonces…

No pude seguir. Ella vino hacia mí otra vez.

-Entonces, ¿qué? ¡Habla!

-Vendré… a haceros una visita para que sepas… que yo… no me olvido de mis buenas amistades.

Se puso seria, muy seria. Quedó un buen rato inmóvil, con la mano fija en la plancha. Al levantarla, había quemado la chambra[93] que estaba planchando. Yo, sin encontrar palabras ni momento para despedirme.

Se presentaron sus padres. Me despedí ceremoniosamente de los tres y salí a la carretera, donde Mollat, al enterarse de lo ocurrido, me dio de empujones y me zarandeó mientras decía:

-¡Estúpido! ¡Majadero! ¡Una chica que te quiere tanto!

Yo pretexté:

-Sí; pero tiene un año más que yo, y recuerdo haber leído, no sé dónde, que el esposo debe aventajar lo menos en diez años a la esposa, porque la vejez los alcance a los dos al mismo tiempo.

-Eso son pamplinas.

-Además, eso de casarse con una extranjera tiene sus peligros; yo desconozco el idioma francés: el día de mañana llega un compatriota suyo que no habla el castellano, y en mis propias narices se ponen a hablar, y lo mismo pueden hablar del tiempo que de otra cosa, sin enterarme; quita, quita…

Mas era lo cierto que me quedaba el escozor de no haberme declarado a la gentil francesita.[94]

---

VIII. DOS REYES DE ESPAÑA NO MENCIONADOS POR LA HISTORIA [EL CADETE TIRABEQUE Y EL LORO CACHIMBO]

 

Tomamos el tren que nos condujo de Madrid a Toledo. Frontero a mi tío venía un caballero de avanzada edad. Se apellidaba Deza, esto lo supimos por haberle nombrado así el amigo que le despidió en la estación de Madrid.

Mi tío, además de desenterrador de palabras olvidadas, era gran conocedor de apellidos y de sus genealogías, así como de sus significados, y quedábase muy satisfecho en pudiendo explicar que casi todos los apellidos españoles expresan algo, como Fajardo[95], pastel relleno de carne; Ortega[96], paloma silvestre, y Cavia[97], excavación hecha alrededor de un árbol para regarlo. Análogamente se expresaba con los nombres del Santoral: Canuto significa poderoso; Acacia es tanto como sencillez; Adán es señor; Blas quiere decir germen, etc.

 

Por eso, no habíamos llegado a la primera estación cuando don Exuperio dijo al referido viajero:

-Usted perdone, señor; he oído que se apellida usted Deza…

-Sí, señor; Dionisio Deza Roldán, coronel de Caballería, retirado, o sea de desecho, para servir a usted.[98]

-Muchas gracias; Exuperio Béjar, en la catedral de Toledo, me tiene a su disposición. Hice a usted esa pregunta porque su apellido me recuerda el de un notable teólogo español del siglo XV, don Diego Deza. Tal vez descienda usted de él.

-Es posible.

-Fueron muchos los Dezas notables: dos en el siglo XVI, Alfonso Deza, escritor, y el prelado don Pedro Deza; y en el siglo XVII tenemos a Rodrigo Deza, hombre de gran talento que ingresó en la Compañía de Jesús.

Y aquí continuó su análisis de los Deza, de qué punto de España son oriundos, cómo se ramificaron y cuál es el blasón que ostentan.

Lo mismo sucedió con el apellido Roldán, del cual el coronel ignoraba, y don Exuperio nos refirió, que su escudo está formado por un guerrero matando un dragón, y lleva lema: “El Roldán que la serpiente mató -con la princesa casó.

Ya enfrascados en el tema, enredáronse los apellidos, como las cerezas y salió a cuento el apellido de Melón, apellido ilustre -según mi tío-, oriundo de la provincia de León, si bien hay categorías dentro de los diferentes Melones, a juzgar por el escudo de uno de ellos, donde se lee: “El mejor de los melones de Valencia de Don Juan.

Enterado el coronel de mi vocación por la carrera de las armas, hizo de ella grandes elogios y de ella hablaron extensamente. Llegados al asunto de las academias militares, preguntóle mi tío cuál de ambos sistemas le parecía más conveniente: estar los alumnos internos o externos.

A lo cual el coronel Deza contestó:

-No sé qué contestarle: hay años en que parece más conveniente lo uno, y años en los que parece mejor lo otro. Eso depende unas veces de Cachimbo y otras de Tirabeque. Usted, que tan enterado está de nombres y apellidos, ¿no sabe quiénes son esos dos personajes?

-¿Cachimbo y Tirabeque? No recuerdo.

-Dos soberanos españoles no mencionados por la Historia.

-Espere usted: Cachimbo me suena de reyezuelo de tribu americana, y Tirabeque tiene sabor a rey de los antiguos guanches de Canarias.

-Pues no, señor; son dos soberanos netamente españoles, aunque en lo de Cachimbo[99] no anduvo usted desencaminado, porque en América nació. Voy a explicarme.

Ya saben ustedes que en *** existe una Academia militar.[100]

En un principio, estuvieron los alumnos internos; mas, por razones ignoradas por mí, se dispuso que estuvieran externos, a cuyo efecto salió una Real Orden con éste o parecido preámbulo: “Teniendo en consideración los inconvenientes del internado, así como las ventajas de que los alumnos estén externos…” Y los alumnos se fueron a vivir a fondas o casas de huéspedes[101]. Pasaron unos años y en una convocatoria obtuvo plaza un niñito hijo de un alto e influyente personaje de la corte; joven de cortos alcances, cerebro limitado y figura un tanto ridícula, al que sus compañeros de promoción habían dado en llamar Tirabeque[102]. El padre de este chico estaba lleno de zozobra pensando en que su hijo -jamás se había separado de las faldas de mamá- iba a vivir en  solo, fuera de la vigilancia paterna y expuesto a pervertirse; y corrió a ver a su amigo el ministro de la Guerra: -Ya ve usted, mi pobre chico, una criatura, un niño desconocedor del mundo y sus asechanzas, sin una persona que lo vigile, solo, en una casa de huéspedes. Comprenda usted que esto es muy doloroso para unos padres. Hemos pensado en trasladarnos a  con él, pero no nos es posible. Mi mujer está con un disgusto feroz… ¿No habría manera de que mi hijo estuviera interno?

-Sería una excepción, y eso no puede ser; todos los alumnos están externos.

-Pero podría dictarse una disposición para que estuviesen todos internos.

-Eso exigiría grandes obras de reforma en el edificio de la Academia[103], que costarían muchos miles de pesetas[104].

-¿Y qué? Ni del bolsillo de usted ni del mío han de salir.

-Hay otro inconveniente insuperable: el edificio de la Academia no es propiedad del Estado; y está terminantemente prohibido gastar fondos del Estado en edificios que no son suyos.

Las razones del ministro eran aplastantes, pero lo eran más las influencias del papá de Tirabeque; y hablando con este personaje político, tirando del otro y achuchando al de más allá, consiguió una Real Orden con este preámbulo: “Teniendo en consideración las ventajas del internado, así como los inconvenientes de que los alumnos estén externos…” Al mismo tiempo, en la Comandancia de Ingenieros se recibió la orden de que, con toda urgencia, se procediera a la ejecución de las obras necesarias para el internado en el edificio de la Academia. Todo ello con el fin de que el joven Tirabeque no fuese a una casa de huéspedes desde el punto y hora en que llegase a . Gran consternación produjo la nueva disposición entre las patronas de casas de huéspedes, y sus protestas de nada sirvieron a no contar con doña Serapia en el gremio. Era doña Serapia patrona de huéspedes vieja, solterona, y todos sus afectos estaban concentrados en un loro[105] llamado Cachimbo, heredado de su madre y su abuela, que también tuvieron huéspedes alumnos; y como el tal animalito estaba acostumbrado a las constantes caricias y obsequios de aquéllos y a las alegrías de la gente joven vestida de uniforme, al encontrarse falto de tan alegre ambiente, cerró el pico, púsose mantudo[106], y no hubo fuerza humana que le volviese a hacer decir: “Se da colorete.” “Se da colorete.”, cuando veía pasar una señorita, ni “Lorito real, saca la pata.”, cuando para eso era requerido. Muchas promociones habían pasado por casa de doña Serapia; a todos trató con solicitud maternal, y de ella guardaron agradecimiento. Algunos cadetes de los que fueron sus huéspedes habían ido ascendiendo y ocupaban ya altos puestos en la milicia. Doña Serapia se fue a Madrid y visitó a uno de aquellos elevados personajes que más cariño demostró al loro en otro tiempo, y, entre lágrimas y suspiros, le hizo saber que el animalito se encontraba al borde del sepulcro a consecuencia del internado y no ver a su lado aquellos uniformes juveniles que eran su alegría.

-Vamos, no llore usted, Serapia. ¡Caramba, sí que lo siento! ¡Pobre Cachimbo! -decía el alto personaje, antiguo huésped de doña Serapia.

-Se me muere, se me muere. Está en las últimas; ni chocolate quiso ayer. Yo no podré sobrevivir a su muerte. Ya ve usted, no tengo en el mundo más cariño que el suyo.

-Comprendo, comprendo su aflicción.

-Usted que es persona de tanta influencia, ¿no podría hacer que se revocase la orden del internado?

-Dificilillo es, para nada perdemos con probar: con esta tarjeta mía, en la que recomiendo el asunto con el mayor interés, vaya usted a ver al Excelentísimo señor general don Yago de Yangua.

-¡Ah, don Yago de Yangua! Le recuerdo, también le tuve de huéspede en casa, donde hizo toda la carrera. Precisamente el señor de Yangua fue quién a fuerza de paciencia le enseñó a Cachimbo a decir “Se da colorete.” “Se da colorete”. Se querían como si fuesen hermanos.

Doña Serapia corrió a ver al Excelentísimo señor general don Yago de Yangua y algunos más, y consiguió una nueva disposición para que el internado fuese únicamente para los alumnos de reciente ingreso, y en terminando éstos sus estudios -es decir, en saliendo Tirabeque a oficial- quedasen todos externos otra vez. La nueva Real Orden empezaba: “Teniendo en consideración los inconvenientes del internado, así como las ventajas de que los alumnos estén externos…” De modo que doña Serapia continuó con los alumnos de segundo y tercer año en su casa, y aún con los perdigones[107] del curso primero anterior, y la alegría volvió a revivir a Cachimbo. Así, pues, si bien las firmas de Cachimbo y Tirabeque no aparecieron al final de aquellas soberanas disposiciones, yo entiendo que, virtualmente, fueron ellos los firmantes, puesto que a Tirabeque y a Cachimbo se debían. Disposiciones cuyas minutas habrán sido conservadas para ir reproduciéndolas alternativamente, según que el influyente sea otro Cachimbo u otro Tirabeque. Por cierto -y esto fue lo más peregrino- que en premio de las obras proyectadas y ejecutadas con motivo del internado , por mi hermano, entonces comandante de Ingenieros de , ascendieron a general al coronel director de la Academia.

-¿Y a su hermano de usted, nada le dieron?

-Claro que sí: las gracias de Real Orden; algo es algo; menos le dieron cuando por unas obras de fortificación que ejecutó en el recinto de Melilla concedieron una gran cruz[108] al general gobernador de la Plaza.

-Y dirigiéndose a mí, continuó:

-Oiga usted, pollo: por lo que acabo de referir, no vaya usted a pensar que en la milicia se procede siempre así; nada de eso; el Ejército es lo mejor y lo más sano que nos queda, pero tiene sus defectillos como los tiene toda obra humana, y alguna vez que otra verá, si llega usted a vestir el honroso uniforme, que no se procede con la lógica y justicia deseable, y se resuelven los asuntos por el método que yo llamo de Ollendorf[109] por ser la lógica que este tratado contesta a las preguntas: “¿Tiene usted el paraguas” “No tengo el paraguas, pero tengo el bozal del perro.” Quiera Dios que alguna vez no sea usted víctima de este método, muy cómodo para cuantos no saben resolver con lógica y justicia.

 

---

IX. EN TOLEDO [TRAVESURAS Y EL EXAMEN DE INGRESO EN LA ACADEMIA DE INFANTERÍA]

 

¡Quién poseyera galanura de pluma y exuberancia de inspiración suficientes para cantar un himno a Toledo! La Imperial ciudad; la de históricos recuerdos; la Roma española; la preferida de poetas, artistas y demás espíritus soñadores y amantes de las Reliquias patrias.

He recorrido España entera. He vivido muchos años en algunas de sus ciudades. Toledo es la única que se me aparece cuando el sueño cierra mis párpados; entonces la veo y recorro con el alma: salgo de la Posada de la Sangre. Paso por debajo el arco del mismo nombre. Llego al Zocodover. Saludo al Alcázar. Subo por la calle de la Plata y contemplo sus antiguas y señoriales portades. Entro a recrearme en los encajes murales del salón de la Mesa. Me interno en el dédalo de callejas y pasadizos evocadores de románticas leyendas. Me extasío en los pintorescos detalles de las rejas: en los clavos, bisagras y llamadores de las puertas; en las tracerías de los campanarios mudéjares. Aquí unos azulejos árabes; allí, otros de Talavera. Me asomo a los patios de casas modestas, donde suelo hallar algún detalle interesante: un brocal de pozo con arabescos, un capitel estilo Renacimiento, medio embutido en la pared, un ajimez, unos canecillos, una gárgola, un inscripción gótica recién descubierta… Llego a San Juan de los Reyes; a la casa del Greco; a la Catedral, atlas de figuras corpóreas donde estudiar un curso completo de Arquitectura… y despierto realmente contristado por no encontrarme realmente ante tanta belleza.

No digáis que visteis Toledo si estuvisteis unas horas unos días, unas semanas… Para conocer y saborear cuanto atesora, se necesitan años.

En esta ciudad me despedí de travesuras, cometiendo las últimas mientras me preparaba para ingresar en la Academia [de Infantería].

Con motivo de ser el santo de otro canónigo llamado Agapito, confesor de las monjas de un convento, éstas le enviaron una gran fuente de natillas con una cenefa de grajea y el letrero “San Agapito” escrito con pasta de merengue. Una verdadera obra de arte.

La demandadera que las llevaba pasó por frente de casa en ocasión de que yo salía.

-¿Vive aquí don Agapito el canónigo? - me preguntó.

-Aquí vive. ¿Qué desea usted?

-Le traigo estas natillas de parte de las monjitas.

-Y ¿qué tal están?

-Todas, bien de salud, gracias a Dios.

-El cómo están las monjas de salud me importa un rábano; pregunto si están buenas las natillas.

Y así diciendo, como banderillero poniendo un par de frente, metí ambos índices en el centro de las natillas y me los llevé a la boca, habiendo dejado el “San Agapito” hecho un garabato indescifrable.

La vieja demandadera no pudo evitarlo, pues ambas manos tenía ocupadas, y más ocupara si tuviera, en sostener la fuente, que era de las grandes.

-¡Atrevido, sinvergüenza!- gritó la mujer-. ¡Meter los dedos en las natillas! ¿Con qué cara se las presento ahora a don Agapito?

-Con ésta- Contesté.

Y seguidamente chapucé ambas manos en la fuente y refroté las natillas en la cara de la demandadera. Ésta, para defenderse, dejó caer la fuente sobre el empedrado. Yo apreté a correr. La pobre mujer quedó gimoteando en medio de la calle y haciendo reflexiones acerca del disgusto de las monjas cuando se enterasen de lo ocurrido.

En Toledo había entonces una costumbre prohibida en algunas épocas por la autoridad eclesiástica: las quínolas[110].

Con motivo de la festividad de algún santo, las cofradías solían colocar una mesa en el vestíbulo de la iglesia, donde se rifaban aves, conejos, frutas, algún objeto de arte y también dinero en pasta. La rifa se hacía por medio de una baraja: cada postor, previo pago de una perra gorda[111], recibía tres cartas, y aquel de los jugadores cuyas cartas formaban una determinada combinación llamada quínola, tenía opción a llevarse algo de lo que se rifaba.

Dos amigotes y yo nos concertamos para hacer una que fuera sonada: llegamos, ya anochecido, al vestíbulo de una pequeña iglesia donde el sacristán, a la luz de dos velas, barajaba y repartía cartas a un buen número de puntos de ambos sexos. Con disimulo deslicé bajo la mesa un petardo con la mecha encendida; me coloqué junto al sacristán de la baraja y pedí cartas. Así que se oyó el estampido tiré del tapete, rodaron los candeleros, se apagaron las luces, quedó el vestíbulo a oscuras, al mismo tiempo que uno de mis compañeros de fechoría le metía una sonora bofetada al sacristán. Los tres emprendimos la fuga.

-¿Qué ha sido eso?- nos preguntó una vieja que iba hacia la iglesia aquella.

Y contestamos: -Un cura que ha perdido dos reales en las quínolas y se pegado un tiro.

La última: Pedí permiso para ir al teatro, y me fue concedido. El espectáculo era de prestidigitación. Al final, un taumaturgo italiano figuró cortar una cabeza y la colocó sobre una mesa. Después invitó al público a subir al escenario y tocar la cabeza para que los espectadores se convencieran de que era de carne y hueso y no de cartón ni de cera. Humana era, en efecto, pues el truco, ya entonces desacreditado, consistía en un hombre metido bajo la mesa y sacando la cabeza por un agujero. Formose una fila de gente que subía por un lado del escenario y bajaba por el otro. Nos llegó el turno a un amigo y a mí; mi compañero tocó con el dedo un carrillo de la cabeza; yo el otro, pero fue metiéndole un alfiler de los negros. El sujeto a quién la cabeza pertenecía soltó una interjección horrenda y se puso de pie con la mesa sobre los hombros. Se armó el cisco consiguiente. Por fortuna, la diablura cayó en gracia y el público se puso de nuestra parte, nos facilitó la fuga y celebró, una vez más, las cosas del sobrino de don Exuperio el canónigo.

Conocedor de estas chiquilladas, mi buen tío me amonestaba de continuo con dulzura y cariño.

 

Llegaron los exámenes de ingreso. Yo confiaba en obtener plaza, pues, travesuras aparte, no había dejado de estudiar. Yo era de los amarrados.[112]

Los aspirantes a ingreso en las Academias se clasifican a sí mismos en limpios o peces y amarrados o apistonados[113], según el grado de suficiencia. En el argot del aspirante y del cadete, limpio significa carencia de conocimientos, cerebro en que, como en el papel en blanco, nada se escribió todavía; amarrado, indica todo lo contrario. Unos y otros tienen características tan precisas que se les distingue antes de que abran boca en el examen.[114]

 

El limpio toma la papeleta que le cupo en suerte; marcha lentamente al encerado, donde la lee, vuelve a leer y de da más vueltas que un perro a un hueso. Por fin, alza la cabeza; mira al encerado y no le parece suficientemente limpio. Toma la esponja o bayeta y, frota que te frotarás, lo deja bruñido. Empieza a escribir, con muy buena letra, el cálculo a la altura de su nariz. Borra el rengloncito escrito y lo vuelve a escribir con mejor letra, si cabe. El limpio es extremadamente pulcro: ninguna línea recta queda hecha de primera intención; la traza despacio, la borra, la vuelve a trazar más larga, más corta, más ancha, más delgada o con otra inclinación. Se le viene a las mientes el inevitable batacazo, el disgusto a sus padres, la vergüenza de presentarse sin el uniforme ante la novia, el limpio desmaya: descansa sobre una pierna; tiene metida la mano izquierda en el bolsillo del pantalón; rasca con el índice el yeso, que conserva entre los otros dedos de la derecha, mientras mira las partículas que desprende. La silueta del limpio recuerda al pájaro enfermo, al sauce. De su inmovilidad le saca la voz de uno de los examinadores:

-Señor de Tal. ¿se siente usted indispuesto? ¿Quiere sentarse un rato y meditar mientras descansa?

-No… no recuerdo esta teoría- contesta el examinando.

-Puede usted retirarse.

 

El amarrado ya es muy distinto: en un periquete se entera del contenido de la papeleta. Sin fijarse en las nebulosas del negro encerado, empieza a escribir el cálculo arriba, muy arriba, para lo cual estira su cuerpo cuanto puede y hasta se pone de puntillas. Ya le falta poco para rellenar la pizarra. Se arrodilla en el suelo. ¿Qué le importa si el traje se ensucia? Se levanta con yeso en los labios, rodillas, manos y cejas y, encarándose con el tribunal, dice con aire de triunfo:

-Me falta encerado.

-Bien; puede usted ir explicando lo que tiene puesto.

 

El amarrado empieza a explicar y llama la atención de los vocales, que le escuchan complacientes de ver un chiquitín que desarrolla el binomio de Newton en una edad en que sólo se concibe el desarrollo del cordel para bailar la peonza.

-Muy bien, muy bien- me dijeron los examinadores.

Respiré con toda la fuerza de mis pulmones; me engallé y acabé por contestar con cierta familiaridad científica, como de igual a igual.

Hasta tres veces dijéronme: “Puede usted retirarse” sin oírlo yo: tan engolfado me encontraba con Euler, Descartes y Pitágoras.

Salí de clase, tiré el sombrero por el aire y mis compañeros me estrujaron con sus efusiones.

¡Qué alegría la de don Exuperio!

-Toma, toma, hijo mío: esta tarde debes obsequiar a tus amigos con horchata y barquillos.

 

Y me dio tres pesetas.

 

X. CADETE. ALFÉREZ

 

Me vestí de cadete. Tuve que aguantar la novatada.

-Novato: para dentro de una semana téngame copiados estos apuntes.

Esta novatada se consideraba de buena ley, aunque al antiguo le ahorrase trabajo o las pesetas que le habría cobrado un copista.

-Novato: escriba y remita una carta de declaración a Fulanita de Tal, y me presentará usted la contestación.

Con esta novatada puse en ridículo a una señorita de la localidad. También se consideraba de las de buena ley la falta de respeto a una señorita.

-Novato: ¡qué cara de bestia tiene usted!

No ser de muy buen gusto para ser dirigida a una persona a quién se habla por primera vez.

-Novato: se va usted a beber ahora mismo estos cuatro vasos de agua.

Si algún novato se rebelaba contra estas novatadas de buena ley y a ellas oponía resistencia, buscábase un antiguo de talla y fuerzas superiores, un luchador de ventaja, para que vapuleara al rebelde; y, de no haberle con seguridades de victoria, reuníanse con el mismo fin una masa de maniobra compuesta de unos cuantos antiguos para sopapear al novato. También esto era de buena ley.

Algunos padres de familia llevaron quejas al director y de nada sirvieron. Muchos profesores opinaban que la novatada era práctica conveniente para estrechar lazos de amistad y compañerismo.

-Sopórtalo con resignación y paciencia- me aconsejó mi tío-, pues son compañeros y con ellos habrás de convivir; pero te aconsejo, querido Claudio, que cuando seas antiguo no uses de igual derecho: no des novatadas. No puedo admitir que la amistad y el compañerismo se fomenten con la grosería, el insulto y la falta de urbanidad, son con todo lo contrario. La opinión sustentada por algunos profesores acerca de la novatada, es inadmisible por lo falsa, pero es cómoda, muy cómoda, pues, tumbándose en ella, no han de molestarse en perseguir y castigar costumbre tan lamentable. Pon, pues, gran atención a lo que te digo y graba estas palabras en tu memoria: el diccionario de la Lengua define de este modo la palabra novatada: “Vejamen y molestias que los alumnos de ciertos colegios y academias causan a sus compañeros de nuevo ingreso”. Esta definición es deficiente; la verdadera es esta otra: “Vejamen y molestias que los reclusos en las penitenciarías causan a los delincuentes de nuevo ingreso”; pues has de saber que esta costumbre innoble y ruin es originaria de las cárceles y de los presidiarios, y, por lo tanto, no ha de mirarse desde el punto de vista material, sino a través del prisma moral. Hazlo así: medita si es decoroso que, quienes como tú, ostentan un apellido honrado y visten ese uniforme, practiquen una costumbre inventada y seguida por los seres más degradados de la sociedad.

 

Poco duraron mis estudios. Habíase encendido la guerra civil carlista[115]. Faltaban oficiales y se dispuso que ascendiéramos a alféreces los que tan solo llevábamos siete meses en la Academia. Por eso nos llamaron la promoción de los sietemesinos. He aquí por qué me adjetivo sietemesino en el título de este libro.

En aquellos siete meses no sufrí un arresto ni una reprensión. Perdonen mi inmodestia, pero creo que fui un alumno ejemplar por mi aplicación[116], formalidad y respeto a mis superiores. Mis pasadas travesuras habían sido propias de una edad irreflexiva, y como si con ellas hubiera arrojado los demonios del cuerpo, quedé un hombrecito serio amante de mi carrera y dispuesto a dar mi vida por la Patria.

 

Un tanto temeroso estaba yo de la escasez de estudios impuesta por las circunstancias, pero mi tío me animó:

-En la biblioteca de la Catedral tenemos las Ordenanzas Militares de Pedro Gallo, y en ellas dice textualmente: “El oficial de Ingenieros y Artillería deberá conocer las cuatro reglas de sumar, restar, multiplicar y dividir, y no le vendrá mal saber algo de raíz cuadrada.” Tú sabes bastante más, y menos matemáticas supieron Epaminondas, el César, y el gran Alejandro; conque, no te apures; con tu buen deseo y amor al estudio, que no debes dejar, y con el ejemplo de los superiores, podrás llenar cumplidamente tus obligaciones y demostrar que un sietemesino puede comportarse como el mejor de los oficiales.

Recibí carta de Eulalia:

Apreciable Claudio: He sabido que has ascendido a oficial, lo cual me ha alegrado mucho y recibe mi enhorabuena y de mis padres que también se alegran mucho. Mucho me alegraría que te mandasen a esta guarnición y nos volveríamos a ver, a ver si te mandan y sentiría mucho que te mandasen a la guerra. Si te mandan a la guerra no dejes de ponerte el escapulario que te di, y no te mandan también. Expresiones de mis padres y a tu señor tío, y de ésta tu buena amiga de la infancia que los es, -Eulalia.

Eulalia, mi primera visión de amor, pero una chica de pueblo… y yo, un oficial.

También me escribió la francesita, mas no fue para darme la enhorabuena:

Estimado amigo Claudio: acabo de ser solicitada para casarme[117]. He pedido una semana para pensar mi respuesta definitiva. Antes de darla, te ruego que con toda franqueza me digas tu opinión acerca de lo que debo contestar. Hará lo que tú me digas. De tu caballerosidad espero que guardes el secreto de esta carta. Tu afma. amiga que tanto te quiere,-Mari.

El resumen de mi contestación debía ser: “Cásate y sé feliz”, mas esto era un desaire y había de hacerse en forma lo menos molesta posible, con habilidad, con política; yo estaba poco ducho en malabarismos retóricos: confié el asunto a mi tío, y como él estaba acostumbrado a secretos de confesión, no tuve inconveniente en contarle mis continuas visitas a Mari, mis paseos con ella por el jardín, y el gran cariño que nos profesábamos.

Don Exuperio me dictó lo que yo quería decir y no sabía expresar, dorando hábilmente la píldora.

-Sírvate de lección- me dijo-. No te acerques mucho a una mujer hermosa si no te quieres quedar enredado y prendido entre sus trenzas que cuelgan a manera de rizos El medio más seguro de no ser herido por el amor, es huir de él.

Guardé con gran cuidado la cartita[118] de Mari. Era un recuerdo que halagaba mi amor propio: de mi voluntad dependió el que se casara o no con el otro.

Mi tío contaba con valiosas influencias: en Toledo había hecho amistad con jefes que ascendieron a generales y con otros muchos personajes cuando vinieron a visitar la Imperial ciudad, pues casi todos trajeron recomendación para que el ilustrado bibliotecario de la Catedral le sirviera de Cicerone. Quiso aprovechar estas influencias para procurarme un buen destino, y no fiándose de cartas, tomamos el tren y nos trasladamos a Madrid.

 

A nuestro departamento[119] subió el ex coronel Deza[120], a quién ya conocen ustedes. Venía malhumorado. No le faltaba razón, según nos explicó:

-Por no estar ocioso, por ocuparme en algo útil, vine a Toledo a poner, como puse, una fábrica de fósforos en la que daba de comer a cuarenta y tres operarios, entre hombres y mujeres. ¡Cuarenta y tres enemigos! Cuarenta y tres ratones que se me llevaban hasta el algodón de las cerillas y el cartón de hacer las cajas. He cerrado la fábrica. Una y no más.

-¿Y no le alcanza a usted la nueva ley de retiros para coroneles?

-No, señor.

-Es una lástima, pues tengo entendido que se retiran con un sueldo opíparo, casi doble que el de usted.

-Así es; pero esa ley es un traje hecho a la medida y sólo les encaja a los coroneles que se hayan retirado en el mes de marzo de este año [1873]; a los que nos hemos retirado antes y a los que se retiren después, ni agua.

-Extraño, me parece.

-No debe extrañarle. Recuerde lo que le conté de Cachimbo y Tirabeque en el otro viaje que hicimos juntos. Esa ley se debe a la conveniencia particular del coronel Tirabeque[121] que iba a retirarse precisamente en marzo de este año.

-¿Tanto puede Tirabeque?

-Ya lo creo; como que ha sido del [Regimiento] Fijo de Madrid toda su vida: mejor dicho, del [Regimiento] Fijo de Constantinopla, porque esto es Turquía[122] pura.

-¿Y qué justificación dan a tamaño desafuero?

-Cuantas usted quiera le darán; justificaciones basadas en argucias y sutilezas sin consistencia y parecidas a ésta: “Si la ley sólo beneficia a los coroneles retirados en Marzo de 1873, es porque teniendo en consideración que el mes de Marzo está dedicado a Marte, dios de la guerra, y observando que 1873 dividido por los cinco mandamientos de la Iglesia, da de resto 3, que son las personas de la Santísima Trinidad, se ha hecho esta singular excepción con el mes de Marzo de este año para patentizar la íntima unión que existe entre el Ejército nacional y la Santa Madre Iglesia, procurando de este modo restar partidarios a la causa carlista[123]. Aquí todo se explica; todo baile tiene su música; todo intríngulis su pastora; cada conveniencia particular, su tranquilo para defenderla, y es perder el tiempo revolverse en contra. ¿Sabe usted quién fue Fray Pedro de Valls[124]?

-Ya lo creo: un escritor de la Orden de los Capuchinos, que floreció a principios del siglo pasado, y escribió una sátira titulada “Mandúcome frumen[125].

-Pues recuerde aquella redondilla de esa sátira:[126]

En cuestiones de criterio

huelga toda discusión;

siempre tiene la razón

el que está en el Ministerio

Y como Tirabeque estaba en el Ministerio, él se lo guisó y él se lo comió.

-¿Y cómo pudo Tirabeque pasarse toda la vida en Madrid?

-Creándole, para él solo, un destino especial e innecesario.

-Carape, carape[127]; no acierto a comprender eso del destino innecesario.

-Es muy fácil.

---

XI. CÓMO SE INVENTÓ UN DESTINO (ESPECIAL E INNECESARIO)

 

Cuando Tirabeque[128] terminó sus estudios en la Academia, el general jefe de la Sección del Ministerio [de la Guerra] agarró unos papeles y con ellos se presentó al Ministro:

-Mi general: sería conveniente que se tomara alguna medida para evitar que los papeles de los archivos y de las oficinas continuasen siendo roídos por los ratones. Acabo de pedir unos antecedentes; me han traído estos documentos, y vea usted el estado lamentable en que se encuentran, roídos casi por la mitad.

-¿Por qué no pone usted queso envenenado?

-Eso es peligroso, y no da resultado más que los primeros días; en seguida se conoce que corre la voz entre los ratones y no lo tocan.

-Pues, ratoneras.

- Sucede lo mismo; conocen muy pronto el engaño.

-Entonces, gatos.

-Eso es lo más eficaz, desde luego; pero, dadas las grandes dimensiones de este edificio y sus numerosos archivos y oficinas, serán precisos muchos gatos y, sobre todo, una persona inteligente que se dedique a su cuidado y se encargue de administrar los fondos necesarios para la reposición, alimentación y demás cuidados que tan crecido número de gatos requiere. El asunto parece baladí, pero es importantísimo; ya ve usted, se trata de la conservación de los documentos del Ministerio…

-Los documentos del Ministerio, ¿qué duda cabe de que es cosa de mucha importancia?

-Tan es así, que yo había pensado proponer a usted la creación de un nuevo destino en la plantilla del Ministerio.

-¿Cuál destino?

-El de un oficial que se encargase exclusivamente de tan importante y delicado servicio, con algunos individuos a sus órdenes; así tendríamos a quién hacer responsable de toda roedura ratonil en los documentos.

 

Lo de la responsabilidad terminó de convencer al Ministro, y se creó la plaza de oficial interventor de gatos del Ministerio de la Guerra para Tirabeque.

Ascendió Tirabeque a capitán, y acto seguido salió en el Diario Oficial una disposición elevando a la categoría de capitán la plaza de interventor de gatos para el Ministerio, la cual seguiría ocupando el mismo Tirabeque que, en justicia, lo merecía, pues desempeñaba el cargo a maravilla y se había revelado como gran especialista en el asunto. Igualmente se procedió cuando Tirabeque ascendió a comandante, y para que la categoría de jefe guardara relación con la importancia del cargo, se dio a este más amplitud nombrando a Tirabeque inspector, no solamente de los gatos de Ministerio, sino también de cuantos gatos hubiese en los cuarteles y Centros militares de la Corte. Debo hacer constar que el comandante Tirabeque trabajaba con fe y sin descanso; había hecho un estudio concienzudo de todas las razas de gatos, de las costumbres de éstos, de sus enfermedades y medios para curarlas y prevenirlas, reproducción de la especie, lo mismo en Enero que los demás meses del año, y objetos a los que los morrongos muestran preferencia para jugar.

 

Así fue tirando Tirabeque hasta llegar a coronel. Entonces se dispuso un Negociado especial con un comandante, dos capitanes y cuatro oficiales a las órdenes de Tirabeque.

Todo esto era indispensable para el servicio, pues anexa a este Negociado había una escuela adonde se hacía venir de provincias, incluso de Baleares y Canarias, dos o tres soldados de cada regimiento a instruirse en la manera de cortar la cordilla[129], dar de comer y beber a los gatos, y demás cuidados que éstos necesitan, cosa que solamente en Madrid y bajo la dirección de Tirabeque podía enseñarse a la perfección.

Debo advertirle que en este Negociado nadie estaba ocioso; se trabajaba, y mucho; allí se llevaba una estadística minuciosa de los gatos: nombre, edad, color del pelo, raza, fecha en que hicieron su primera caza, número de ratones cazados, y circunstancias especiales de cada minino, para lo cual se ordenó que en todos los regimientos y Centros militares de España enviasen a este Negociado una relación mensual, otra trimestral y otra anual, con todos los datos necesarios. Yo quedé encantado una vez que visité a Tirabeque en su oficina: estaban terminando la confección de un mapa de España, donde las diferentes intensidades de las aguadas de carmín indicaban la mayor o menor producción de gatos en las diversas regiones. Una labor tremenda. Por las paredes tenía usted fotografías de Mizifuf, Zapirón, Zapaquilda y demás celebridades gatunas, y gráficos murales indicadores de cómo habían ido disminuyendo los ratones en los edificios militares desde la fundación del Negociado hasta la fecha.

Entonces me enteré de un detalle muy curioso, que yo desconocía y Tirabeque había descubierto: estudiando los gatos, observó y comprobó que todo gato cuyo pelo es de grandes manchas, bien definidas, amarillas, negras y blancas, no es gato, sino gata. Esto le valió una cruz pensionada.

-Y ese Negociado, ¿continúa?

-No, señor; al pasar Tirabeque a la situación de retirado, se suprimió, alegando que ahora, con el empleo de los foxterriers, ya no hacen falta los gatos.

-Ahora lo que está indicado es la creación de un negociado de foxterriers.

-No diré que no lo creen: cuando salga de las Academias otro Tirabeque.

---

 

XII. EN EL REGIMIENTO DE SOBREDA

 

 

De nada me sirvieron las amistades de mi tío[130]. Los mejores destinos ya habían sido adjudicados. Me fue ofrecido ir a un regimiento de guarnición en Sobreda[131], destino que le pareció bien a don Exuperio por estar aquel regimiento mandado por su íntimo amigo el coronel don Sebastián Botifueros.

 No puse muy buen gesto, porque Sobreda es una población muy mediana y alejada de Madrid; pero los jefes y oficiales de la sección me salieron al paso, asegurándome que yo debía considerarme muy satisfecho y afortunado con ir a Sobreda, porque si bien era una población tristona y sin vida, en cambio tenía muy buenos alrededores; que me envidiaban el destino, y yo procedería muy cuerdamente aceptándolo en el acto, pues había muchos golosos que lo ambicionaban; lo habían pedido interponiendo grandes influencias, y estaba expuesto a quedarme sin aquella breva.

Me mostré agradecido a tanta bondad y acepté el destino, hacia el que partí a los pocos días.

Mi tío me entregó una tarjeta para su amigo el coronel y otra para el obispo de Sobreda. Mientras me abrazaba en su despedida, me dijo:

-Nada te aconsejo, querido Claudio: si fuiste travieso, hoy eres un chico formal, y sé que en toda ocasión te portarás como cristiano y como caballero.

Llegué a Sobreda; fui a presentarme al coronel y el entregué la tarjeta de don Exuperio.

-Mi tío me ha encargado que le salude en su nombre y entregue a usía[132] esta tarjeta.

-¡Hombre!, ¡de don Exuperio Béjar! ¿Tío de usted?

-Sí, señor.

-Puede usted dejar el tratamiento. Pero, oiga, oiga: su tío de usted no tiene que besarme el anillo; esta tarjeta no es para mí.

-Usted perdone -contesté azorado-; es para el señor obispo. He confundido las tarjetas…

Y entregué la que al coronel iba dirigida. Este me estrechó la mano efusivamente; me ponderó cuánto apreciaba a don Exuperio, y me ofreció un cigarrillo, que fumé mientras explicaba lo mucho que el bueno de mi tío había hecho por mí.

-Le advierto -me dijo el coronel- que en este cuartel tenemos pabellones para los jefes y para los oficiales que estén casados.

Y añadió riendo:

-De modo que, si usted está casado, ya lo sabe.

-No señor -contesté familiarmente, ya que la broma del coronel me daba cierta confianza-; eso de casarme de alférez no lo hace más que un majadero.

-Oiga usted -replicó el coronel, poniéndose grave-, yo me casé de alférez y no me tengo por un majadero.

-Perdone, mi coronel; yo ignoraba… pero, no hay regla sin excepción…; después de todo… si bien se mira… hizo usted perfectamente, porque… preferible es casarse de alférez a cometer la majadería de casarse de coronel y hecho un carcamal.

-Señor oficial: si le han contado a usted que hace una semana me he casado en segundas nupcias, no tolero que lo califique de majadería.

-Le aseguro, mi coronel, que yo no sabía.. que nadie me ha contado… yo le ruego… que me dispense…

-¡Bien, bien!, lo creo; pero ya que usted es sobrino de don Exuperio, le recomiendo que esto le sirva de escarmiento, y le aconsejo que en lo sucesivo se abstenga de emitir opiniones delante de personas cuyos antecedentes y circunstancias desconozca; porque es imprudente hablar de gibosos, en una concurrencia, sin tener la seguridad de que no hay giboso alguno en ella ni en las familias de los presentes.

 

Me despidió muy amable, al parecer:

-Vaya con Dios, y además de jefe considéreme como buen amigo y compañero.[133]

Del despacho del coronel salí hondamente preocupado. Referí el caso a mis compañeros en el cuarto de banderas y rieron de lo lindo.

-Has metido la pata.

-Las cuatro.

-Hace una semana, con motivo de su boda, recibió el coronel una cencerrada mayúscula, y se malicia que nosotros tomamos parte.

-Seguramente ha creído que lo dicho por ti ha sido a sabiendas.

-No fue a sabiendas, se lo juro a ustedes.

-Con mal pie entra usted en el regimiento, pollo[134] -me dijo el comandante que estaba de jefe de cuartel.

 

Al día siguiente hice mi primer servicio de semana. Los compañeros me informaron del modo de hacerla, pues, si bien me lo enseñaron en la Academia, hay pequeños detalles que varían de un regimiento a otro:

-Ten especial cuidado -me dijeron- de que en la revista presenten todos los soldados los dos pares de calcetines reglamentarios, pues procuran evitarlo, sobre todo cuando está de oficial de semana algún oficial nuevo, como tú.

-¿Cuántos pares de calcetines son los reglamentarios? – pregunté.

-Cuatro: un par puesto, otro en la lavandera y dos en revista.

Subí al dormitorio de mi compañía vi que entre las prendas puestas en revista no había calcetines.

-¿Y los calcetines? -pregunté al sargento.

-No tienen calcetines, mi alférez.

-¡Cómo que no tienen calcetines1 ¡A mí qué me va usted a contar!

En ese momento se presentó el capitán en el dormitorio y le di parte:

-Novedades: entre las prendas puestas en revista faltan los calcetines.

-¿Los calcetines?

-Sí, señor.

-¿Quién le ha dicho a usted que los calcetines son prenda de reglamento?

-Mis compañeros.

-Se han guaseado[135] de usted. ¿Y usted se lo ha creído?

-Sí, señor, me lo he creído; ¿por qué no?

-Pero, ¿en qué cabeza cabe que los calcetines sean prenda reglamentaria?

-En la mía, mi capitán: yo no concibo que los soldados lleven guantes y no lleven calcetines; y entiendo que los calcetines debían ser prenda reglamentaria con preferencia a los guantes; y encuentro una anomalía que una persona con guantes blancos no lleve calcetines.

-No siga usted por ese camino, porque eso es murmurar de lo dispuesto por la superioridad y no puedo consentirlo.[136]

Mis compañeros se rieron de mí. Me habían dado la novatada. Paciencia. Yo seguí opinando que los calcetines son preferibles a los guantes.

Mis compañeros se rieron de mí. Me habían dado la novatada. Paciencia. Yo seguí opinando que los calcetines son preferibles a los guantes.

Para dentro de tres semanas después de mi incorporación se preparaban grandes fiestas para celebrar el centenario de la creación del Regimiento. Uno de los festejos había de ser la lidia y muerte de dos becerretes por los oficiales. Como se habían más aspirantes a matadores que reses figuraban en el programa, se procedió a la votación de los que formarían las cuadrillas, así como de las señoritas presidentas, por ser también muchas las indicadas y distintas las opiniones.

En la casa de huéspedes donde nos alojábamos cuatro oficiales, estábamos de sobremesa cuando trajeron recado de que fuésemos al cuartel para proceder a la elección de cuadrillas y presidentas.

Mis tres camaradas de hospedaje escribieron sus papeletas, y yo la mía, con los nombres de las presidentas y diestros que ellos preferían.

Llegamos al cuarto de banderas, donde reinaba alegría y buen humor.

Invitamos al coronel para que se encargara de recibir los votos y de hacer el escrutinio, y tuvo la complacencia de aceptar la comisión en medio de nuestros aplausos.

El coronel fue recibiendo las papeletas dobladas. Yo tiré de cartera y entregué la mía. Reunidos todos se empezó el escrutinio, y el capitán secretario fue tomando nota.

El coronel detúvose en una papeleta que no leyó en alta voz como había hecho con las anteriores. Su semblante, hasta entonces risueño, adquirió un gesto dramático. Guardose la papeleta, se levantó y dijo al teniente coronel:

-Continúe usted.

Y tomó la puerta.

Todos nos miramos mutuamente como conviniendo en que algo extraordinario le ocurría a nuestro primer jefe.

A poco rato entró un ordenanza[137] y dijo al teniente coronel:

-De parte del señor coronel que suba usted.

El comandante continuó el escrutinio:

-Algo ocurre -comentamos.

-El coronel se ha llevado una de las papeletas…

-Milagro será -dijo el comandante- que en esa papeleta no se hayan permitido ustedes alguna broma de dudoso gusto.

-No, señor -protestamos todos.

Volvió el ordenanza y me dijo:

-De parte del señor teniente coronel que pase usted a su despacho.

Allá me fui. Pedí permiso. Entré. El teniente coronel cerró la puerta con llave. Quedose mirándome fijamente, atravesándome con su mirada:

-¿Usted sabe lo que ha hecho, señor oficial?

-Mi teniente coronel, no comprendo…

-Vea usted la papeleta que ha entregado al coronel.

Era la carta de Mari[138]; la carta que por pueril vanidad conservé dobladita en mi cartera:

-Aquí dice -continuó el jefe-: “Estimado amigo Claudio”, y entre la oficialidad no hay más Claudio que usted.

-Es verdad, yo he sido quién ha entregado esa carta por una equivocación que lamento; la papeleta es ésta que traje en la cartera, y confundí la papeleta con la carta.

-¡Buena la ha hecho usted!

-Yo creo que eso no tiene nada de particular.

-Es que no sabe usted lo más importante: la “Mari” que firma esta carta es la actual esposa del coronel.[139]

-¿La esposa del coronel?

-Sí, señor; calcule el horrendo disgusto de esa pobre señora después de haberle mostrado esta carta[140] su esposo. Ha sembrado usted la discordia en un matrimonio feliz. Y como ya en la presentación se permitió usted censurar el casamiento del coronel, éste sospecha que aquello y esto fue intencionado.

Tembloroso, creo que hasta con calentura, referí al teniente coronel la historia de mis amores platónicos con la francesita. Le juré, bajo mi palabra de honor y de caballero, y hasta por mi fe de cristiano, que todo fue debido a la fatalidad, a mi torpeza, y estaba dispuesto a dar al coronel cuantas explicaciones y satisfacciones fuesen necesarias y me exigiese.

-Le creo a usted -me dijo el teniente coronel-. Cuando usted me acaba de manifestar se lo trasladaré al coronel, y espero que estas explicaciones le satisfagan; pero, comprenda que, después de esto, la situación de usted en este regimiento ha de ser muy violenta, y lo mismo la del coronel. Yo, en el caso de usted…, piénselo.

-Sé lo que debo hacer, mi teniente coronel.

Corrí a mi casa [de huéspedes] y escribí a mi tío contándoselo todo y rogándole que escribiera a sus amigos del Ministerio para que, inmediatamente, me destinasen[141] a cualquier parte, al fin del mundo.

El tiempo transcurrido hasta verme destinado se me hizo eterno. Los compañeros me abrasaban con sus bromas, y mi tormento era mayor, pues de ellas no salían bien parados el primer jefe y su esposa.

Fui destinado al otro extremo de la península.

En mi despedida del teniente coronel, éste me dijo que el coronel me dispensaba de la presentación de despedida. ¡Cuánto se lo agradecí!

 

---

XIII. A OTRO REGIMIENTO [EN PANDOLFA]

 

Llegué a Pandolfa -llamémosla así-, población de mi nuevo destino. Capital de la Enésima Región, donde a los pocos días de llegar tuve ocasión -tan deseada por mí- de asistir a un besamanos[142].

 

El día antes, en el cuarto de banderas, leímos la orden de la Plaza para mañana. Empezaba: “Con el plausible motivo de ser mañana el cumpleaños de…” Yo objeté:

-Plausible significa digno o merecedor de aplauso, y no me parece ni digno ni merecedor de aplauso el que una persona cumpla un año más, por muy elevada que esté y muy egregia que sea.

-Siempre se ha puesto así: plausible -me respondió un comandante-, y así está bien.

-Perdone usted, mi comandante; pero yo entiendo que no.

-Pues, ¿cómo cree usted que debe ponerse?

-“Con el fausto motivo.”

Siguió una corta discusión acerca de si debía escribirse fausto o plausible, y di la polémica por terminada cuando el comandante me replicó:

-Veo que es usted amigo de poner peros a lo que hacen los superiores…[143]

Me volvió la espalda, fuese a conversar con otros y no sé si, pero me pareció oír la palabra sietemesino[144].

Fuimos al besamanos[145]. Como en el primero que presencié en la calle, reuniéronse delante de Capitanía general músicas, bandas, banderas, escuadras de batidores, de gastadores, etc., etc., y mucho público.

La recepción de autoridades civiles se verificó media hora antes de la nuestra. En el vestíbulo de Capitanía nos reunimos mientras tanto los generales, jefes y oficiales, de gran gala. Vimos pasar y subir a los señores de la Audiencia, Universidad, Gobierno Civil y Arzobispo con sus familiares, pero no vi maestrantes. Dijéronme que en aquella población no los había. ¡Qué lástima!

Llegó nuestro turno. Subimos al salón del Trono y nos colocamos en tres filas a derecha e izquierda. Ya que estuvimos colocados, el capitán general separóse de junto al trono y vino a dar vuelta por el salón y pasando por delante de nosotros en silencio y haciendo alguna que otra reverencia. Únicamente se detuvo ante el coronel de mi regimiento. Yo estaba detrás y pude oír el corto diálogo iniciado por el general:

-¿Cómo sigue su señora?

-Está bastante mejor.

-¿Le sajaron ya el divieso?[146]

-Sí, señor; ya ha quedado muy bien.

-Vaya, me alegro.

-Muchas gracias, mi general.

El general terminó de dar la vuelta al salón sin decir más a nadie. Se colocó otra vez junto al trono; nos hizo una reverencia, a la cual correspondimos con otra, y desfilamos a nuestros respectivos domicilios.

Ya quedé tranquilo. Ya había satisfecho mi curiosidad. Ya sabía yo en qué consistía un besamanos; por qué se vistieron de gran gala y removieron autoridades, generales, jefes, oficiales, músicas, bandas, gastadores, batidores, maceros y demás: para que el capitán general le preguntase a mi coronel por el divieso de la señora.

teniente Pepe Ondítegui, compañero mío de hospedaje, y gran enredador, se encontraba algo delicado y no había concurrido a la recepción del divieso. Su enfermedad, sin embargo, no le impidió divertirse.

Frente a nuestra casa de huéspedes vivía un señor agente de negocios, el cual tenía una hija, como de veinte años, ni bonita ni fea, ni alta ni baja, ni elegante ni cursi, ni rubia ni morena, sino trigueña: una chica neutra. A su casa venía, casi a diario, una amiga suya, y ambas se pasaban largos ratos en el balcón. Yo apenas me había fijado en ellas.

Cuando llegué a casa, después del besamanos, me dijo Ondítegui:

-Que sea enhorabuena.

-¿Por qué?

-Porque ya tienes novia.

-¿Cómo, que tengo novia?

-La vecina de ahí enfrente.

-¿La vecina de enfrente?

-Sí; por el asistente[147] he enviado una carta de declaración a la vecina y su amiga; en la misma carta nos declaramos tú y yo; y como ignoro cómo se llaman, he firmado así: “José Ondítegui, que se dirige a la del vestido azul. Claudio Béjar, que se dirige a la del vestido blanco.”

-Eres un sandio; y has hecho muy mal en disponer de mi nombre. Créeme que lo siento; si esa chica lo toma en serio y me contesta que sí, ¿qué hago yo? ¿Voy a confesarle que no me gusta, que no la quiero, que todo ha sido una gansada tuya? ¡Pobre chica! Sería sangriento, una crueldad.

-Nos contestarán mandándonos a paseo. ¿Cómo van a tomar en serio una carta de declaración escrita mancomunadamente?

-Aunque en broma la tomen, me molesta: siempre me tendrán por otro zascandil como tú.

Anochecido, tuvimos contestación por separado. Leocadia, la del vestido azul, la de Ondítegui, contestó que sí. La del vestido blanco me contestó:

“Muy señor mío: no me es posible aceptar las relaciones que me propone. Le agradeceré que no insista ni se vuelva a acordar de mí. Cipriana Méndez.”

Las calabazas recibidas eran formidables, aplastantes, pero me alegré; maldita la gracia que me hubiera hecho verme en relaciones amorosas con una chica que más bien me disgustaba. Sin embargo, mi amor propio no dejó de resentirse: yo tenía una carrera; mi figura, sin ser un dechado, no era despreciable, y la posición del padre de Cipriana, así como la belleza de ésta, no eran para que mi vecina aspirase a la mano de un magnate.

Aquella misma noche, y con motivo de la festividad del día, en el Casino principal se celebró un baile al cual asistí.

Los jóvenes superábamos, en número, a las chicas, y andábamos a la rebatiña por encontrar pareja con quién bailar. Yo formaba parte de la comisión receptora de damas, en lo alto de la escalera de entrada, y en presentándose una señorita en el vestíbulo, bajábamos corriendo y en montón a ofrecerles el brazo y comprometerle bailes.

Presentóse Cipriana con su mamá; todos corrimos hacia ella, si bien yo me quedé en segundo término, temeroso de verme desairado por segunda vez, mas no fue así: Cipriana apartó a los más próximos, por entre ellos vino a tomar mi brazo, subimos la escalera y penetramos en el salón.

La mamá subió sola, y sola entró en la sala detrás de nosotros. Acosar a la hija, ofreciéndola el brazo, cando se presenta en la escalera del casino, y a la mamá que la electrocute un rayo, suelen hacerlo con bastante frecuencia los jóvenes nombrados de comisión de recepción de damas.

Por creerla cortesía, a la cual yo estaba obligado, pregunté a Cipriana si aceptaba a bailar algún baile conmigo. Yo esperaba otras calabazas, pero no hubo tal; me contestó muy amable y sonriente:

-Los que usted quiera.

Quedé perplejo. ¿Cómo habiéndome obsequiado con tremendas calabazas, se mostraba tan complaciente y afectuosa a las pocas horas? Misterios; el corazón de la mujer es un arcano impenetrable, filosofaba yo.

Bailamos un vals corrido, un vértigo que entonces estaba de moda y solía acabarse de bruces contra alguna mamá de las que estaban sentadas.

Después paseamos en silencia por el salón. Yo no sabía de qué hablarle a mi pareja. Sólo se me ocurría decirle: “Valiente par de calabazas me ha largado usted, señorita”. Pero al decirle esto, aunque con lenguaje más eufémico, hubiera tenido que mostrarme dolido de las calabazas, siquiera por galantería, y era la verdad que yo las había recibido con gran contento.

Yo esperaba que, terminado el vals y dadas un par de vueltas por el salón, Cipriana se sentara con su mamá; nada de eso: con un aplomo y una serenidad a toda prueba, me dijo:

-Supongo que habrá usted recibido mi carta.

-Sí; y ya comprenderá cuanto he sentido su contestación.

No había de decirle que me alegraba del no; hubiera sido una grosería.

Ella continuó:

-Bien, pues dé usted la carta por no recibida: mi papá se enteró de la de usted; dijo que aquello era una burla y me obligó a contestar en la forma que lo hice. Pero yo no creo que usted pretendiese burlarse de mí.

-De ninguna manera.

-Desde el primer momento mi deseo fue contestarle aceptando las relaciones.

-Muchas gracias.

-Por lo tanto, dé usted por recibido el .

-¡No sabe usted lo feliz que me hace…!

¿Qué otra cosa podía yo contestarle.

Fui su pareja casi toda la noche, y ya me empezaron a señalar como el novio de Cipriana.

Me despedí de ella ante su mamá, que todo lo observó con visible complacencia; convinimos en escribirnos, en vernos en paseo y en hablarnos a hurto de su papá hasta que se convenciese de mi formalidad.

Me fui a dormir maldiciendo de Pepe Ondítegui y de la hora en que se le ocurrió buscarme aquella situación.

Antes de acostarme, entré en el cuarto de Ondítegui. Encendí la luz, y le zarandeé hasta despertarle.

-¿Eh? ¿Qué hay?

-Bien me has reventado, so morral, bien, bien, bien.

Le conté de pe a pa todo lo sucedido en el baile.

-¿Qué le digo yo ahora a Cipriana?

-La mandas a paseo.

-Eso haré; pero he de estudiar la manera de no quedar como un cochero; disgustarla lo menos posible; buscaré una excusa, una fórmula; pero eso es difícil, ¿de qué fórmula me valgo?

-De la mía.

-¿De la tuya?

-Sí; de la que yo me he valido para romper hoy mismo con Leocadia, la del vestido azul: una fórmula infalible, convincente y de las que dejan a una chica tranquila y sin molestia alguna.

-A ver, dime.

-La he puesto una carta acusándole recibo de la suya y diciéndole que le agradezco con toda mi alma la contestación que me ha dado; que la amo, que la idolatro -coba pura-, pero que, de pronto, me he sentido inspirado por una revelación divina y he determinado dejar la carrera de las armas, por la cual no siento vocación; pedir la separación del servicio y meterme fraile.

-¿Eso le has dicho?

-Sí; haz tu lo mismo con Cipriana: di que te has sentido arrastrado por mi decisión; que te atrae la vida monástica y quieres seguir mi ejemplo.

-Los hay frescos, pero como tú ni el polo Norte. Lo que has hecho es una charranada que yo me guardaré de imitar.

-Tú sí que estás fresco; si con las mujeres te andas en contemplaciones y miramientos, serás un desgraciado.

-Sí, señor; la mujer merece todos mis respetos y consideraciones; porque la mujer, según dice don Severo Catalina…

-Bueno, bueno; déjame dormir, o te tiro una bota.

Se arropó mejor, dio un resoplido y volvióse del otro lado.

---

XIV. UNA REVISTA MINUCIOSA [DEL GENERAL GOBERNADOR MILITAR]

 

Tan pronto como el nuevo y recién llegado general gobernador [militar] se posesionó del mando, anunció a los coroneles una visita a los respectivos cuarteles; una especie de revista de inspección con el objeto de estudiar minuciosa y detenidamente los alojamientos de la tropa y proponer a la Superioridad aquellas reformas que él considerase más necesarias.

Según es práctica, tuvo la atención de anunciar su visita para dentro de unos días, y así los jefes de los Cuerpos tendrían tiempo de disponerlo todo en el mejor estado de presentación posible.

Mi cuartel se revolvió de arriba abajo. Se encalaron las paredes y se les pintó un zócalo, piel de tigre, con ocre y almagre terminado en una franja azul. Se repelló, se pintaron puertas y ventanas, se frotó, se fregó, se baldeó, se sacudió, se limpió, y a fuerza de andar de cabeza jefes, oficiales, clases y tropa durante dos semanas, dejamos retocado, perfilado bruñido y con apariencia de bueno, un vetusto edificio que había sido convento.

Nota: durante mis años de militar observé que todo cuartel con nombre de santo es viejo y malo.[148]

 

Mientras en los preparativos mencionados se invertía buena parte de los fondos del regimiento, yo consideraba improcedente el disfrazar y ocultar las deficiencias de un cuartel cuando ha de ser visitado por una alta personalidad; y entendía que más práctico y ventajoso fuera dejar al descubierto deficiencias y defectos que, siendo vistos por la personalidad visitante, había más probabilidades de que se nos proporcionaran mejores alojamientos. Pero detuve todo comentario, pues en el regimiento ya empezaban a tenerme como murmurador[149] y hasta poco militar, por haber sostenido que la tropa debía ir a misa sin armas, donde para nada las necesitaba.

También indiqué la conveniencia de sustituir el ros[150] por otro cubrecabezas más práctico y menos incómodo. A ello me contestaron:

-Esa prenda debe respetarse, porque estuvo en la victoriosa campaña de África[151].

-Por esa regla -contesté a un superior- debiéramos seguir vistiendo la trusa[152], porque estuvo en la victoriosa batalla de San Quintín.[153]

 

Otras consideraciones hice; de todas se me burlaron; mas pasados algunos años las modificaciones indicadas por mí las vi realizadas.

Hubo un detalle que no pudo remediarse para la revista de inspección: los cristales rotos; faltaban muchos; el coste de reposición era elevado pero se tuvo la buena idea de tener todas las ventanas abiertas de par en par durante la visita del general -ya que la estación lo permitía-, y con esta artimaña pasaría desapercibida la falta.

Llegó el día de la revista. Yo estaba de guardia. Este servicio me fue reservado por la Fatalidad siempre que ocurría algo extraordinario.

Antes de presentarse el general a pasarnos revista, mis compañeros se la pasaron a él. Les oí decir que se apellidaba Longarilles y era de la promoción de los graciosos. Éste era el calificativo que se daba a los alféreces de gracia, niños que por obra y gracia de una soberana gracia, estando todavía en las faldas de su mamá, ceñían la espada de oficial sin haber pasado por colegio militar alguno y sin más estudio que El amigo de los niños.

Esta noticia me produjo un gran consuelo, pues yo era de la promoción de los siete meses[154], y habiendo llegado a generales muchos oficiales de la promoción de los graciosos o promoción de los cero meses, yo podría llegar a general con más sólida base.

Todos los allí presentes convinimos en la gran ventaja que reportaría el adoptar la gracia como único procedimiento para ascender a oficial, pues de este modo podría evitarse el gasto y la molestia de las academias militares.

Llegó el general Longarilles; joven, fino, atildado. Formé la guardia. Me ordenó romper filas y entró en el cuarto de banderas, que estaba inmediato a la puerta de la calle.

Teníamos en el cuartel un precioso setter al que llamábamos Mahomet, y era el cuarto de banderas su lugar de preferencia. Así que entró el general, acercósele el perro meneando la cola, se puso de pie y le colocó las manos sobre la levita.

-¡Quita de ahí! -gritó el coronel al perro, dándole con el bastón-. ¡Ordenanza! Llévese al perro.

-No; déjele estar -contestó el general mientras acariciaba al setter-. Si a mí me encantan los perros. Es un setter, ¿verdad?

-Sí, señor; un setter.

-Qué hermoso es, y qué cariñoso.

-Mucho; cuando fuimos de maniobras el año pasado, pernoctamos en Castrovera, y al amanecer del día siguiente, al salir del pueblo, nos siguió este perro y no hubo manera de hacerle volver por más pedradas que le tiramos; se agazapó en la cuneta del camino como diciendo: “Mátenme, pero yo no vuelvo al pueblo; yo quiero ir con ustedes.” Y lo notable es que a la salida de cualquier pueblo siempre vamos perseguidos de tres o cuatro perros.

-Sí, señor -continuó el general-; lo tengo observado, verdaderamente es un fenómeno de psicología perruna que no he sabido explicarme ese afecto, ese cariño que los perros toman a la tropa, y no puede achacarse al rancho de los soldados que hayan podido darle en los pueblos, porque ya ve usted, este setter es de buena casa, donde comería manjares exquisitos. Así es que yo, reflexionando sobre el particular, he llegado a sospechar que el perro, si deja a su amo por seguir tras de la tropa, es porque su instinto le dice: “Esos del pantalón encarnado no viven la vida en los estrechos límites de un villorrio como éste, sino una vida más amplia, en un ambiente de más vastos, de más extensos horizontes.” Y el perro, que es de naturaleza aventurera, se siente atraído por esa vida desconocida para él, y echa detrás de la tropa. Esta es la cuestión. That is the question.

-Piensa usted muy acertadamente, mi general; no había dado yo en ello.

El general tiró de petaca, ofreció pitillos a los presentes y continuó:

-Yo quiero mucho a los perros porque hay que fijarse en el instinto de estos animales, mejor dicho, en su inteligencia y en los grandes servicios que pueden prestar a la Humanidad en general y al Ejército en particular. En Inglaterra tienen ustedes una Academia de perros para el Ejército.

-No sabía…

-Pues, sí, señor; allí se hace una selección de razas y una clasificación de aptitudes. Hay raza apropiada para la conducción de cartuchos a las avanzadas; otras, para llevar partes; otras, para buscar heridos después de una batalla; en fin, una cosa notable; y para acostumbrarles mejor, toda esa instrucción se les da en un campo de tiro entre los estampidos de los cañones. Yo tuve ocasión de visitar esa Academia, y quedé maravillado ante la prodigiosa inteligencia de aquellos perros.

-Este nuestro conoce los toques de trompeta tan bien como los pueda conocer el soldado más veterano. No ha visto usted perro más inteligente.

-Mire usted, coronel; tocante a inteligencia de perros, he visto lo más asombroso que se puede ver: estuve yo en Francia cuando la última Exposición universal[155], y un tal mesié Louis Lesfleures, señor inmensamente rico, muy amigo mío, me convidó a almorzar un soberbio château de su propiedad, situado a unas dos leguas de París. Llegué con alguna anticipación a la hora del dejouner, y mesié Lesfleures me dijo: -Va usted a presenciar una cosa que ha de epatarle; tengo un perro que todos los días va a París y me trae el vino para el almuerzo. Llamó a un garsón; hizo que le trajera el perro favorito; el colocó al perro una cesta en la boca, y dentro de la cesta una tarjeta de mesié Lesfleures, dirigida al dueño de un almacén de vinos, con este escrito: “Cinco botellas de vino Château Saint Julien.” Salió el perro corriendo en dirección a París, esperamos su vuelta. Mientras tanto, mesié Lesfleures me enseñó la finca; recorrimos el lago, las caballerizas… etc. Vuelve el perro; mi amigo le quita la cesta y ve que sólo ha traído tres botellas; no le extrañó; pues tres botellas eran lo que, de ordinario, le iba a buscar el perro. Cuelga mi amigo la cesta, y el animalito empieza a ladrar y dar saltos como si quisiera cogerla otra vez. “Pues, señor -dijo mesié Lesfleures-, algo raro le pasa a este bicho.” Le vuelve a poner la cesta en la boca, y el perro sale en dirección a París otra vez. “Vamos a seguirle”, dice mi amigo. Le seguimos y a mitad de camino el perro se separa de la carretera; echa campo a traviesa; se para junto a unas matas; nos mira; nos acercamos, y nos encontramos con que allí, escondidas entre las matas, se había dejado las otras dos botellas porque no podía con las cinco. ¿Qué les parece a ustedes?

-Asombroso, mi general.

-Pues oigan ustedes un caso más estupendo.

Pero al irnos a contar el otros caso más estupendo, miró al reloj del cuarto de banderas.

-¡Caramba! ¿Va adelantado ese reloj?

-No, señor, va con el meridiano[156].

-Pues me marcho. Hablando hablando se me ha pasado el tiempo y tengo que ir a visitar el cuartel de Caballería. Quede con Dios, coronel. Tengo las mejores noticias de este regimiento, y creo innecesario que yo vea nada, pues supongo que todo estará en perfecto estado. Ponga usted en la orden de mañana que he visto con gran satisfacción el estado de policía en todas las dependencias del cuartel, así como el vestuario de la tropa y excelente conservación del armamento, por todo lo cual felicito a usted; felicitación que hará usted extensiva a los jefes, oficiales, clases y soldados a sus órdenes.

-Muchas gracias, mi general.

Y se marchó el nuevo gobernador militar sin haber visto más que el cuarto de banderas, donde, reunidos después, convinimos en que el nuevo gobernador militar era un señor muy agradable, simpático, erudito y ameno.

En estas alabanzas estábamos cuando el teniente Ondítegui se presentó en la puerta de una habitación inmediata, destinada a comedor de oficiales, y mostrándonos una botella de vino que traía en alto, preguntó:

-¿Conocen ustedes esta botella?

-No.

-Es una de las que trajo de París el perro de mesié Lesfleures.

Aquella revista tuvo su segunda parte. Nunca segundas partes fueron buenas y tampoco lo fue ésta:

Una vez despedido el general, nuestro primer jefe dijo al teniente coronel:

-¡Qué lástima! Tan bien como habíamos quedado en la revista, y la hemos echado a perder por un detalle tonto: al salir el general, en la misma puerta del cuartel, ha visto en el suelo una cosa… poco le ha faltado para pisarla. Nada me ha dicho; ya sabe usted lo considerado y tolerante que es, pero por eso mismo, por su tolerancia y consideración, estamos más obligados. Averigüe y proceda.

El teniente coronel llamó al jefe de cuartel:

-Francamente; es muy de lamentar que después de cuando hemos trabajado todos, de lo bien que estaba todo dispuesto… dígale usted algo al capitán de día.

El capitán acudió al llamamiento del comandante.

-Mire usted, Jiménez, en lo sucesivo ponga usted un poquito más de cuidado en la vigilancia de la limpieza del cuartel.

El capitán llamó al abanderado:

-No estoy dispuesto a sufrir de mis superiores amonestaciones por culpa de usted. Es la última vez que se lo digo, o tomaré una providencia.

El abanderado llamó al cabo de limpieza:

-Como me vuelvan a chillar por culpa de usted, lo meto a usted en el calabozo hasta que se pudra. ¿Ha visto usted lo que hay en la puerta del cuartel?

El cabo llamó a un individuo de los de limpieza:

-¡A barrer eso! No siento más sino que esté prohibido pegar; ahora mismo te partía la cara, so gorrino.

Oí chillar a Mohamet. Salí al vestíbulo y vi al individuo de limpieza dándole escobazos.

-¿Por qué pegas al perro?

-Mi alférez, porque él es el que ha hecho eso.

En efecto, Mohamet había sido.

Recapacité. En la Milicia la falta es tanto mayor cuanto mayor es la graduación del que la comete, y si en cuanto al castigo sucede lo contrario, así es lógico que sea, pues cuanto mayor es la graduación, menos castigo necesita para darse por sentido y castigado.

 

El general Longarilles llegó al cuartel de Caballería y no pasó del patio; donde los jefes le recibieron les habló de los magníficos caballos que él había montado en el extranjero; embebido de esta conversación llegó la hora de la función vermú en el teatro, y marchóse del cuartel sin haber visto ni un dormitorio, ni una cuadra, ni un caballo, ni más soldados que los de la guardia de prevención.

 

---

XV. EL CICLÓN

 

Cuando yo estaba de guardia, recibía carta de Cipriana, a veces dos y, muchos días, postre del suyo. Sus cartas eran extensas, cruzadas y llenas de amorosas trenzas. Yo contestaba lacónico, pretextando que el servicio de guardia no me permitía más.

En una de aquellas cartas me comunicó que sus padres se habían convencido de mi formalidad y no ponían inconveniente en que a mi novia me acercase cuando con su mamá saliese de paseo.

Era preciso poner fin a situación tan molesta para mí.

De nada servía dejar de acudir a lugares donde conveníamos, ni estar a su lado largo tiempo sin dirigirle la palabra, visiblemente aburrido, tarareando y fijándome mucho en otras chicas: pasaba por todo. Mis silencios tarareos solía interrumpirlos con un “¿Me quieres mucho?” Yo contestaba “” en un tono equivalente a lo contrario.

Durante uno de esos idilios silenciosos, y estando en el paseo con la mamá, Cipriana y yo, pasó el teniente Ondítegui por delante de nosotros y nos saludó con una sonrisa socarrona.

-¡El canalla, el sinvergüenza! -exclamó la mamá, al ver pasar a Ondítegui-; estar en relaciones con la pobre Leocadia y escribirla que se iba a meter fraile. Una chica tan bonísima, dejarla plantada y con el equipo de boda casi hecho.

-¿El equipo de boda?

-Sí, señor; el equipo de boda.

-Señora, no es defender a mi amigo, pero, eso del equipo de boda hecho, perdone si le digo que no puede ser: Ondítegui se declaró por la mañana y las relaciones terminaron el mismo día al anochecer.

-No importa: usted verá constantemente a las chicas haciendo alguna labor en el balcón, detrás de los visillos; ellas se lo callan, pero muchas de esas labores las dejan sin marcar con iniciales; las van guardando, y con ellas preparan su equipo de boda, y Leocadia, que es muy mañosa y dispuesta, tiene casi completo su equipo que no le llega ni con mucho al de mi hija, pero es magnífico. Parece mentira, usted, tan serio, tan formal y tan caballero, que sea amigo de ese trasto de Ondítegui.

Por lo que se explicó la mamá, todo joven que deja plantada a su novia es con el equipo de boda dispuesto.

Me molestaba la idea de adquirir la fama de Ondítegui, y continué por algún tiempo dejándome arrastrar por situación tan desagradable, hasta que la Providencia vino en mi auxilio:

Como ya indiqué, en mi cuartel teníamos gran número de cristales rotos. Lo mismo sucedía en los demás cuarteles, en Capitanía General y en el Gobierno Militar.

Permítaseme una digresión necesaria: Con los cristales de los edificios militares pasa una cosa muy célebre: así como a los zapatos de la tropa se les asigna una duración de seis meses, análogamente al ros, al capote, al pantalón, a las monturas y a cuantos Cuerpos y dependencias tienen a su cargo, se les asigna reglamentariamente un tiempo de duración, excepto a los cristales de los edificios. Un jefe de Cuerpo[157] o dependencia no puede poner en las cuentas: “Tanto por reposición de cristales”, pues los cristales están considerados como eternos, oficialmente. Cervantes escribió: “Las cosas humanas no son eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin[158]; pero se le olvidó añadir: “excepción hecha de los cristales en los edificios militares”.

A toda rotura de un cristal sigue la persecución del responsable para pasarle el cargo, pero hay infinidad de casos en que no es posible, en justicia, dar con el pagano; y hoy un cristal roto de una pedrada desde la calle, y otro mañana por un gato que saltó y dio contra una escoba y la escoba contra el cristal, los cristales rotos acaban por sumar cientos.

Mas como todo tiene remedio en el mundo si no es la muerte, remedio se procuró encontrar para reponer los cristales sin recurrir a los fondos de los regimientos, de Capitanía y de Gobierno militar, sino largando el mochuelo al Material de Ingenieros.

Reuniéronse autoridades y coroneles y convinieron en formar un expediente en Capitanía, otro en Gobierno militar y otro en cada cuartel, declarando, con las formalidades de ritual, que a las dos horas, once minutos y tres segundos de la madrugada del día 14 del presente año, se había declarado un furioso ciclón que duró seis minutos y rompió tantos cristales, a pesar de estar echadas las fallebas de las ventanas cerradas, y puestas las retenidas en las abiertas, según las declaraciones del coronel, jefe de cuartel, capitán de día, oficial de guardia y soldados imaginarias en los cuarteles; y del capitán general, gobernador militar, oficiales de servicio y ordenanzas de los respectivos edificios.

Instruyéronse los expedientes, y debiendo en ellos aparecer también los testimonios de dos vecinos paisanos, en el expediente de mi cuartel firmaron, después de jurar decir verdad y hecha la señal de la cruz, dos provisionistas del regimiento: el de las patatas y el de la carne.

Casi es ocioso decir que yo estaba de guardia[159] precisamente en la fecha del supuesto ciclón.

 Fui llamado por el capitán ayudante. Me presentó el expediente instruido por él, y me dijo, como la cosa más natural:

-Firme usted aquí.

-¿Dónde?

-Aquí, en el expediente.

-¿Qué expediente es éste? -pregunté, pues era la primera noticia que yo tenía.

-El del ciclón.

-¿Qué ciclón?

-El desencadenado en la madrugada del 14 de Marzo, estando usted de guardia, y rompió los cristales que faltan en el cuartel. Ya está la declaración del coronel, jefe de semana, capitán de día y demás; sólo falta la firma de usted para dar el expediente por concluso y enviarlo a la superior resolución. Firme: aquí.

-Debo advertirle a usted, mi capitán, que en la madrugada que usted cita no hubo ningún ciclón, sino calma completa.

-Ya lo sé; esto no es más que una fórmula para salir del paso evitarnos pagar los cristales con fondos del regimiento. Firme usted.

-Mi capitán, yo… francamente…

-¡Ah!, pero, ¿es que no va usted a firmar?

-Usted me perdone, pero me es muy violento firmar bajo mi palabra de honor una declaración falsa.

-Me parece muy bien, y a mí me sucedería lo mismo si se tratase de cualquier otro asunto; pero éste es diferente: aquí se trata de un formulismo que no va en perjuicio de nadie, sólo es para beneficiar al regimiento; plan acordado entre todos nosotros, hasta con la aquiescencia y beneplácito del capitán general; valor entendido; de modo que… haga usted el favor de firmar.

-Lo siento mucho, mi capitán, pero mi conciencia no lo permite.

-Quiere decirse que se niega usted a firmar…

-Sí, señor.

-Pues me ha reventado usted; ahora tendré que empezar un nuevo expediente poniendo que el ciclón se desencadenó en la madrugada del 13 o la del 15, y lo mismo tendrán que hacer los otros cuarteles, en Capitanía y en el Gobierno Militar. Nos ha hecho usted un flaco servicio con su puritanismo. Vaya usted bendito de Dios.

No tardé en ser llamado por el coronel.

-El capitán ayudante me ha informado de la decisión de usted; decisión que yo respeto; así, pues, no le llamo para rogarle que firme el expediente; le llamo para advertirle que su actitud es exagerada. ¿Usted ha visto cómo hemos firmado los demás?

-Sí, señor.

-Y, sin embargo, tenemos del honor un concepto tan elevado como pueda tenerlo el que más. Es usted muy joven; cuando lleve más tiempo de servicio y, sobre todo, si llega usted a mandar un regimiento, verá que existe un artículo todavía ignorado por usted: el artículo “hacerse cargo de las cosas”, artículo no escrito y de cual es preciso valerse en muchas ocasiones para solucionar deficiencias u olvidos en las leyes y en los reglamentos, y a este artículo nos hemos atenido al poner nuestra firma en el expediente.

-Entonces, si a usted le parece, firmaré.

-No, no; de ningún modo; ya le he dicho que respeto su decisión, y sepa que no me causado ninguna contrariedad. Puede usted retirarse.

En el cuarto de banderas había gran revuelo. Se comentaba y discutía acaloradamente mi comportamiento.

En este regimiento, como en algunos otros, teníamos un teniente cuya opinión solía prevalecer en todo, o por lo menos, así lo intentaba. Era el encargado de analizar los actos ajenos y ponerles nota: una especie de fiel contraste , cargo que, entre los oficiales de un regimiento, no suele apropiárselo el más cumplidor de sus obligaciones. Este opinó en contra de mi actitud, me tildó de díscolo, perturbador y mal compañero, y propuso que me expulsaran del regimiento o, por lo menos, se me hiciera el vacío.

Sabedor de esto el coronel -que era un excelente jefe- les llamó al orden y les previno que mi actitud, si bien exagerada, era digna de todo respeto.

Sin embargo, yo ya no era bien mirado[160]; se me tenía por díscolo y temía represalias, si no del coronel, de algún otro, escribí a mi buen tío refiriéndole lo ocurrido y mostrándole mi deseo de ser destinado a la campaña del Norte[161] o, mejor todavía, a la de Cuba[162].

A esta isla fui destinado.

 

Mucho lloró Cipriana al enterarse.

-Voy a campaña -le dije-; si en mucho tiempo no recibes noticias mías, no te extrañe: allá, en la manigua, no hay vías de comunicación, ni telégrafo, ni nada; pasarán meses, tal vez años sin carta mía, y ¿quién sabe?, probablemente no volveré, porque, ya ves tú: el vómito, las calenturas, los constantes peligros…; por eso yo, a fin de no perjudicarte en tu porvenir con un casamiento tan problemático y a tan larga fecha como el mío, para darte una prueba más de mi cariño, casi me atrevería a proponerte que diésemos por terminadas nuestras relaciones.

No le convencieron mis argumentos a Cipriana, y quedamos en continuar y escribirnos, después de subrayarle que si en el plazo de un año no tenía carta me diese por fallecido.

Antes de embarcar, fui a despedirme de don Exuperio.

En el mismo departamento del tren que me llevó a Madrid subió un capitán de Ingenieros, secretario del comandante general de Ingenieros de la Región, tipo escuálido, imberbe por constitución física, gran miopía, hablar pausado, vocecita de enfermo convaleciente y con aspecto de seminarista.

Entramos en conversación.

-¿Ha sido usted destinado al ejército de Cuba?

-Sí, señor.

-¿Ha pedido usted ir voluntario?

-Sí, señor, a petición propia; pero, hasta cierto punto, obligado por las circunstancias.

Le referí lo ocurrido en el expediente de los cristales, y me mostré un tanto pesaroso de no haberlo firmado en vista de las atinadas observaciones de mi coronel.

-No; no se arrepienta usted de lo hecho. ¡Qué bien hizo usted en no firmar!¡Si supiera usted cómo acabaron aquellos expedientes! ¿Qué? ¿No se lo han contado?

-No, señor.

-Oiga, oiga: Formaron otros expedientes demostrativos de un ciclón habido el día 15 en vez del 14; el capitán general los pasó a la Comandancia[163] [de Ingenieros] para que mi general los informase: “Ya ve usted -me dijo mi general-, no tendremos más remedio que pagar esto; son muchos los que afirman el desencadenamiento de un ciclón, yo no soy más que uno, y de nada servirá el informe mío en contra.” “Mi general -contesté-: su informe prevalecerá si me deja usted hacer a mí.” En efecto, puse una comunicación al Padre prior del convento de franceses que tenemos en Pandolfa, y divinamente.

-¿Y cómo lo arregló el Padre prior?

-Verá usted: en ese convento tienen un magnífico observatorio astronómico y nos enviaron una relación de los vientos reinantes durante aquel mes, y en ella figuraba la madrugada del día 15 con “ligera brisa”; pusimos copia de aquella relación en cada uno de los expedientes: en Capitanía general ya no se atrevieron a enviarlos a Madrid para la superior aprobación; los archivaron, y ellos son una prueba documentada de que usted procedió muy cuerdamente al no querer firmar el suyo.

---

XVI. NIÑA GALA

 

En el vapor Francisco Pérez, y en primera de primera, venía también a Cuba, desde España[164], una familia cubana: don Capriano Basusa, rico hacendado de San Miguel de Nuevitas[165], con gran cadena de oro en competencia con las del barco; su esposa doña Melania , con un reflector en cada oreja, y su hija Gala, de diez y seis años y de desarrollo físico como de algunos más; una chiquilla encantadora, ideal, que sorbía los sesos  a cuantos jóvenes íbamos en el vapor.

A esta familia acompañaba la negra Jacoba, nodriza que fue de Galita, y, en la actualidad, su ama seca e inseparable consejera.

Pronto observé la preferencia que Niña Gala tenía por mí, y la simpatía con que Jacoba me miraba.

Mis largas y continuas pláticas con la cubanita, sentados sobre cubierta, eran vistas por sus padres y a ellas no se oponían, pues Gala era el único fruto de aquel matrimonio, en ella se miraban, y la niña mandaba y disponía y sólo atendía los consejos de Jacoba. Quiere decir que la negra era el soberano de aquella familia, amaba entrañablemente a su niña, y se conoce que vio en mí el futuro y pintiparado[166] esposo para Galita.

La simpatía de Jacoba por mí era debida, seguramente, a que en mi primera conversación yo la llamé señorita Jacoba; ella me lo agradeció confiándole a Niña Gala que yo era un español muy atento, muy bien educado y muy lindo, y que a pesar de ser patón tenía el pie chiquito[167] y bien conformado.

Patones[168] nos llamaban a los españoles en Cuba.

Una tarde íbamos a sentarnos los tres en el centro de la cubierta.

-No, no; aquí no -dijo Jacoba-; mejor es pegaditos a la barandilla del barco y mirando hasia la mar, para que no vengan moscones a interrumpir a ustede.

Trasladamos las butacas de mimbre y como indicó Jacoba nos colocamos: Niña Gala en medio; Jacoba, entretenida con su labor.

-¿No había usted visitado nunca España, Galita?

-No, señor; ni mis papás tampoco. Hemos hecho un viaje de recreo para conoserla no más.

-¿Y qué le ha parecido?

-Me gusta más mi país.

-He oído decir que es muy hermoso.

-Muchísimo; ya verá usted: aquello es un vergel, un paraíso, un suelo ubérrimo, uberrísimo; allí nadamos en oro:

 

Cuba es un jardín de flores,

en Cuba todo se ensierra;[169]

 

no crea que le superlativo en demasía; usted lo verá.

-No conozco aquella isla, pero tengo ya motivo sobrado para presentir que cuanto allí nace es muy hermoso.

-Mire, mire qué galante -intervino la negra-. Y mire con cuánta delicadesa y habilidensia supo llamar hermosa a Niña Gala para no darla rubor.

Yo fui quién se ruborizó al oír a Jacoba.

-Muchas grasias -me agradeció Galita, dirigiéndome una mirada tropical, y continuó:

-Sabe expresarse; se conose que estudió Literatura. ¿Le gusta la poesía?

-Ya lo creo; mucho.

-Pues ya verá; en mi país casi todos son poetas y saben versar, hasta los mulatos y los morenos, y contamos con poetas de gran inspirasión, como Edilberto Banderas, Filomeno Varaona y Panchito Merengue, que superan a Espronseda, a Sorrilla y a Bécquer. ¿Usted no leyó poesías de Banderas, Varaona y Merengue?

-No… recuerdo; me parece que sí.

-Óigame una de Edilberto Banderas. ¡Lindísima!:

 

Por lo que va y lo que trusa

lo mismo aquí que en Lisboa,

yo soy de Guanabacoa

y escribo con mucha musa;

la guayaba es inconcusa;

el que cuestiona, discute;

se hacen telas con el yute;

es digestable la piña,

y la cara de mi niña

relambumbia y repercute.

 

-Sí que es cosa linda y de pensamientos muy profundos.

-¿Le agradó? Yo le daré una apuntasión de ella si así lo desea.

-Sí, sí; hará el favor de darme una copia.

-Pues óigame esta otra de Filomeno Varaona; una que me escribió despidiéndose para siempre porque lo desairé en sus pretensiones.

-¿En sus pretensiones amorosas quizá?

-Sí, señor; me requirió de amores, pero yo no quise aseptarle; a Jacoba tampoco le satisfasía.

-A ver, esa despedida poética de Filomeno Varaona.

-Hase llorar; mire:

 

Mi corazón se transida

por tus desdenes pertrechos

en holocausto deshechos

con el amor que se anida;

si el tuyo no se expansida

y en mí no se desmorona,

apuraré la corona del sentimentismo

pulcro inflingiéndome el sepulcro

Filomeno, Varaona.

 

-Sí que hace llorar esa décima[170].

-Es una guajira, como la anterior. ¿Sabe qué son guajiras?

-¿Guajiras? No.

-Désimas para cantarlas.

-¿Y bailarlas?

-No; lo que allá bailamos es el dansón. ¿Sabe qué es el dansón?

-Sí; la habanera, que llamamos en España.

-No me diga; la habanera española es el dansón cubano echado a perder. No puede usted inferir los malos ratos que pasé en España cuando quisiéronme obsequiar con habaneras. Lueguito de comer iremos al piano y tocaré y cantaré un dansón clásico con poesía de Panchito Merengue para que oiga y compare.

-¿Usted no baila el dansón? - Me preguntó Jacoba.

-No; ni lo conozco; sólo sé que es un baile…

-Sabroso; mire- continuó la negra-. Si encontramos a bordo quien lo toque, Niña Gala le enseñará a bailarlo.

-Con mucho gusto lo aprenderé.

-Pero mire que no se aprende fásil, y harán falta varias lecsiones.

-¿Tan difícil es?

-Tiene complicaciones -continuó Galita- y diferentes partes: el chiquitito abajo, el cangrejito, el cambrán y otras muchas más que son, como si dijéramos, las diferentes partes de la asignatura.

Niña Gala y yo continuamos conversando de los cambiantes colores del mar, de la brisa, de la estela del barco, de los reflejos del sol poniente, de la bruma, del horizonte… nada de particular y, sin embargo, procurábamos no ser escuchados por Jacoba; hablábamos muy bajito y muy cerca para oírnos; y, cuando nada se nos ocurría, nos mirábamos y sonreíamos.

La campana nos llamó al comedor.

Terminada la comida, pasamos donde estaba el piano, y Niña Gala tocó y cantó un danzón con poesía de Panchito Merengue.

Siento no recordar más que este trozo, pues la letra, como verán ustedes, es una preciosidad:

 

Yo no quiero que me pague la quinsena,

no tengo almuerso,

no tengo sena.

Yo no quiero que me pague la quinsena

porque me sobra con el café.

Tengo yo un par de muchachas

que se las regalo a usté,

pues no se ven las cucarachas

por la paré.

 

El resto de la velada la pasó Gala enseñando a tocar el danzón[171] en el piano a otra señorita para empezar nuestras lecciones coreográficas al día siguiente. Yo, escuchando a un señor Busquets, comerciante catalán establecido en la Habana:

-¡Oh!; los catalanes an todas las épuques hemos sido muy garreros y amigos de d’avanturas, y si no, lea ustet la Historia: los almugáraves catalanes llegaron hasta Gresia, atravesando toda l’Auropa, y eso que entonces no ni había de ferrocarriles; vea ustet la historia dels Mosos d’Escuadra y dels Sumaténs, y de aquellos que fueron con Prim a la guerra d’África; y a mí ma consta, de modo indubitabla, que’l primero que consiguió subir a la torra de Maladof cuando el asalto, fue un catalán con barratina, sí, señó. Y ya verá, ya, lo bien que se baten los voluntarios catalanes que vinieron a Cuba. Yo astaba en Barsalona cuando se urganisaron; furmaron an un sitio que se llama Atarasanas,  al janaral Córduba diriquió la palabra a los tres batallones; sa ma cadaron muy impresas las palabras que les va a desir: “¿Estáis contentos?” Todos cuntastaron: “¡Sí!” Y cuntinuó’l janaral: “Eso quiero yo. Allí tendréis quefes que os cuidarán como padres; allí ancontraréis ufisiales que os tratarán como hermanos.” Atsetra. Yo bien an un mismo vapor que ellos; y no quiera ustet saber al rasibimiento que se les hiso al dasfilar por la calles de la Habana: flores, tabaco, dinero; no piense que es acsacarasion: hubo mumento que se tuvieron que parar parque la calle se obstrucsionó con ramos de flores y cacas de sigarros puros. ¡Oh!, un franasí, un antusiasmo indascriptibla.

Las lecciones de danzón duraron todo el resto de la travesía, pues si bien Galita me dio por aprobado con buena nota, érame muy grato el cangrejito, el chiquito bajo y, muy especialmente, el cambrán, y no deseaba perfeccionarme hasta el doctorado.

Estas lecciones tuvieron una interrupción: Galita se constipó y guardó cama un día.

La negra Jacoba subió a cubierta y me dijo:

-¿No sabe? Niña Gala está enfermita.

-¿Qué le pasa?

-Se conose que anoche bailando con usted se sofocó y sudó mucho; después tomó relente sobre cubierta, sin parar en sofocasión ni sudasión, y hoy quedándose en el lecho.

-¿No será nada grave?...

-Felismente, no; la ha visto don doctor y dice que está fluxioná. Ho no podrá usted bailar el dansón con ella ni conversar. Comprendo que usted lo sentirá ponderativamente.

-Muchísimo.

-Ella también lo siente; le es muy grato conversar con usté.

-Y a mí; no sabe usted, señorita Jacoba, cuánto daría yo por hablar hoy con ella, pero ya comprendo que no es posible, y menos estando sus papás en el mismo camarote.

-Cierto; pero cuando los papás vayan al comedor, Niña Gala quedará sola conmigo.

-Sí; pero cuando los papás estén comiendo, yo también estaré en el comedor.

-No coma cuando todos; pretexte indisposición; pida extraordinarios entre horas y páguelos.

-Es verdad.

-Váyase a su propio camarote; escóndase y acuéstese, como indispuesto; a las horas de comer y de almorzar aguaite y mire en el comedor y, en estando allí los papás, véngase al camarote nuestro; yo estaré a la puerta.

-Muy bien; así lo haré. Y muchas gracias, señorita Jacoba.

-Quede con Dios. Y mire: no me vuelvan a bailar el dansón con cangrejito ni cambrán, que eso produce mucha sofocasión y sudasión: ya se lo previne a Niña Gala. Adió, don Claudio.

Cuando esto ocurría, ya Galita y yo nos habíamos jurado amor eterno.

Fue la noche anterior; después de la lección de baile salimos del saloncillo del piano y nos sentamos a tomar el fresco sobre cubierta: de esto me acuerdo muy bien. Lo que no recuerdo ni me expliqué nunca es cómo habiendo empezado nuestra conversación haciendo comparaciones entre la bondad de las frutas españolas y las cubanas, derivamos a las ideas y ramificamos los conceptos hasta meternos en ese laberinto que sólo tiene el amor como única salida. Ni sé, a decir verdad si fue Galita o fui yo el primero en decir: “Te amo”, o lo dijimos ambos a la vez.

Tiene razón mi tío[172]: No te acerques mucho a una mujer hermosa si no quieres quedar enredado y prendido entre sus trenzas, que cuelgan a manera de rizos.

Los rizos de Galita eran muy atrayentes y seductores; por la boca tan pequeña de aquella criatura salían frases muy grandes, muy agradables para mí, y en las que yo no había ni soñado.

Aproveché la estancia de sus papás en el comedor durante el almuerzo y corrí al camarote de la cubanita.

A la puerta me esperaba Jacoba, y me dijo, en voz mu baja:

-Mire, Niño Claudio; mi niña pasó en desvelo la noche y ahoritica está durmiendo tranquila; no me la despierte ni embulle; entre sigiloso y de puntitas, y contémplela no mas; ya platicará con ella a la hora de comer.

Largo rato estuve contemplando, extasiado, aquella hermosa cabecita dormida, mientras Jacoba me repetía al oído:

-Linda, ¿verdá? Usté es su primer amor; yo se lo garanto.

A la hora de comer volví a visitar el camarote. Jacoba me salió al encuentro en el pasillo:

-Mi niña se incorporó y vistióse muy arropada para recibirle. Hablarán ustedes a la puerta del camarote. No le parese bien que usté entre ni que la vea en el lecho; mire si es prudente Niña Gala.

¿Dónde había leído aquella niña o quién le habría dicho los bellos pensamientos[173] que me recitaba y yo escuché embelesado?

Decíame: “Amor es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulse amargura, una deleitable dolensia, un alegre tormento, una blanda muerte. Amar es encontrar la propia felisidad en la felisidad del que amamos. En ustede, los hombres, el amor es un episodio de su vida; para nosotras, es la vida entera.

Se me hizo muy corta la travesía. En ella discurrieron horas muy agradables para mí.

---

XVII. EN CAMPAÑA

 

Después de un par de semanas de permanencia en la Habana, Gala con su familia se marchó a San Miguel de Nuevitas.

Jacoba nos proporcionó ocasiones de hablarnos muchas veces, y de despedirnos; despedida larga, cariñosísima, en la que Gala mostró profundo pesar por nuestra separación. Yo también lo sentí sinceramente; notaba que con Gala se marchaba mi alegría, un pedazo de mi vida.

-No puedes imaginarte, Galita de mi alma, cuánto me apena tu partida y el pensar en la distancia que va a separarnos.

-¿Distansia, dises? Ninguna. Dos que se aman, siempre están serquita, porque para el pensamiento no hay distansias. Piensa constante en mí como yo pensaré en ti, y continuaremos juntos. ¿Pensarás siempre en mí?

-Siempre

-Mira que te propongo, amor mío: las noches de luna y la contemplaré a las dies en punto; contémplala tú a la misma hora, y el astro de la noche será nuestro intermediario, como espejo donde se conjuntan tu imagen y la mía.

-Así lo haré.

-Nos escribiremos diariamente, pero júrame que pondrás todos los medios posibles para venir a verme a San Miguel de Nuevitas.

-Te lo juro.

-Toma mi retrato; me lo hise chiquito para que puedas llevarlo en tu cartera, sobre tu corazón. Mira la dedicatoria:

-“A Claudio, mi único y eterno amor.” Yo te enviaré el mío en cuanto me los traigan de casa del fotógrafo.

También me despedí de Jacoba, que juntó las manos y me suplicó:

-Por Dios y por la Virgen del Amor Hermoso, Niño Claudio; no me olvide usté a Niña Gala; si no, se morirá de pena, y yo también.

Me destinaron a un batallón que estaba acabándose de organizar en la Habana, y con el cual salí a campaña.

Lo mandaba el teniente coronel don Nicasio Urbía, muy expeditivo y de resoluciones prontas.

Antes de salir se le hizo presente que la acémilas que habíamos de llevar para conducir municiones, alimentos y equipajes eran jóvenes y no estaban fogueadas, grave inconveniente, pues no estando acostumbradas al ruido de los disparos , a los primeros podían darnos un disgusto. Le propusieron foguearlas todos los días que nos faltaban para emprender la marcha, pero él lo solucionó más fácilmente y de una sola vez: mando encerrar las mulas y su caballo, que también estaba sin foguear, en una gran casamata de un castillo de la Habana, y largar una descarga metiendo los fusiles por la aspilleras de dicho local.

Se cumplió la orden. La descarga produjo dentro de la casamata una horrible trapatiesta de coces, mordiscos, saltos, carreras; ¡el delirio! Hubo que dar la puntilla al caballo, que resultó perniquebrado, y a seis mulas por idéntica avería. Para nuestro teniente coronel no había dificultades.

En el primer encuentro que tuvimos con los insurrectos, ocupé con mi sección una pequeña altura en el flanco derecho; allí estuvimos haciendo fuego largo rato hasta agotar las municiones. Esperándolas estábamos cuando llegó el teniente coronel:

-Señor oficial, ¿qué hace esa sección sin disparar? ¡Fuego!

-Se nos han acabado los cartuchos.

-No importa; ¡fuego, fuego!

En otra ocasión se nos acabaron los víveres. Llegó la hora de comer, hicimos alto y mandó a tocar [el cornetín de órdenes] a rancho.

-Mi teniente coronel -le advirtieron-, no han llegado los acemileros con los víveres, y no hay nada que comer.

-No importa; que toquen a rancho.

Algunos soldados entretuvieron el hambre chupando un poco de caña de azúcar. Terminado el refrigerio, un negro que venía con nosotros dijo:

-Ya comimos. Aquí al chupal se le llama comel.

Aquella noche nos acostamos extenuados. La tropa sólo había chupado caña por todo alimento. A media noche se la despertó para dar a cada soldado dos castañas pilongas[174].

Siempre ignoré el objetivo militar que se nos tenía encomendado. Sospecho que también lo ignoraba nuestro jefe, así como ignoraban, probablemente, el suyo cuantos jefes mandaban columna o guerrilla. A cada jefe se le asignaba una zona donde operar, y allá se iba, como va el cazador a un determinado coto, sin plan ni concierto, a lo que saliere, dejándolo todo a su criterio, capricho y no pocas veces las extravagancias de algunos.

Por eso las muchas penalidades y privaciones sobrellevadas son sólida disciplina y patriótica resignación, y el valor y heroísmo de que dimos pruebas tan continuas y patentes, de nada práctico sirvieron.

Salíamos del pueblo B; llegábamos al pueblo C; volvíamos a B; tornábamos a C, y así un mes, dos, tres… Los soldados se daban cuenta de la falta de finalidad de nuestros trabajos, y menos mal que, por única protesta, se limitaban a alguna cuchufleta que cantaban mientras bailaban el tango:

 

De Cácarajícara a Cácarajúcaro,

de Cácarajúcaro a Cácarajícara

así no se acaba

la campaña pícara.

 

Mi correspondencia con Galita continuaba sin interrupción, y en ella habíamos apurado ya todo el repertorio de frases tiernas y amorosas.

Según una orden recibida, la gente del teniente coronel Urbía abandonamos la zona de B y C para irnos a reunir con las fuerzas mandadas por el brigadier don Félix Escande: Antes de partir, el señor de Urbía dispuso que se quedase un destacamento de ocho hombres en el campo, solos, entre los poblados de B y C. Le hicimos presente el peligro que correrían aquellos hombres, y nos contestó:

-Que se metan en un blocaus.[175]

-No hay materiales ni herramientas, ni personal para construirlo.

-Se hace de cualquier manera, sea como sea; en seguida, antes de dos horas ha de estar hecho.

-Aquí hemos encontrado unas pocas tablas de pino.

-Sobra con eso; se clavan de punta en el suelo, y ya está.

-Es que no tienen más que un centímetro de espesor: eso lo pasa una pedrada.

-Se blindan con chapa de acero.

-No hay chapa de acero ni de hierro

-Se pintan las tablas de negro; desde lejos parecerán blindadas. No pongan ustedes dificultades.

Anticipo que, a los pocos días, fueron macheteados por los insurrectos aquellos ocho hombres metidos en el blocaus[176] tipo Urbía.[177]

 

Por el camino encontramos una guerrilla compuesta de voluntarios, catalanes en su mayor parte. Estos se alistaron en Barcelona para el tiempo que durase la guerra. Llevaban ya cinco años de campaña. Los pocos que quedaban vivos tenían más de fiera que de seres humanos, y les importaba muy poco de una vida tan pródiga en penalidades.[178]

En aquella jornada nos llovió, si puede llamarse llover al no caer agua a gotas ni a hilos, sino a sábanas y mantas, según las gastan las nubes en aquella isla.

Tan pronto se presintió el aguacero los voluntarios se desnudaron por completo, metieron el traje de rayadillo, hecha apretada pelota, dentro del sombrero piji, y éste bajo el sobaco. De este modo quedaba el traje seco para cuando el chubasco terminase.

Marchábamos por la manigua, bajo aquel diluvio, abatidos y silenciosos, cuando oí la voz de un voluntario catalán que desde la vanguardia gritaba a sus compañeros:

-¿Estáis contentos?

-¡Sí! -contestaron los demás voluntarios.

Y continuó el otro:

-Eso quiero yo: Allí tendréis jefes que os cuidarán como padres; allí encontraréis oficiales que os tratarán como hermanos…

No se les había olvidado lo que el General Córdoba (1) les dijo en las Atarazanas.

(1)Creo que fue el general Córdoba; no tengo seguridad.

Estos diálogos entre los de la vanguardia y retaguardia eran bastante frecuentes:

-¡Pep!

-¿Qué vols?

-¿Cuán s’acaba la campaña de Cuba?

-Cuan te clavin una bala al cap.

Cada frase de estos diálogos iba adornada con alguna interjección rabiosa, refinada y candente. A pesar de la desesperación de aquellos infelices, así que llegamos a un poblado, se vistieron y, alegres y retozones, formaron corro, improvisaron un orfeón y rompieron a cantar:

 

Tres butifarras

grasas, grasas, grasas,

tres llangunisas

frisas, frisas, frisas;

tres cunills de la barba d’or

que cuatre son los peus del porch.

 

A los dos días nos reunimos con el brigadier Escande.

-Mi brigadier -dio parte el teniente coronel Umbría-, he dejado los poblados B y C convenientemente vigilados por un destacamento de ocho hombres dentro de un blocaus.

El brigadier Escande es una figura magna que merece capítulo aparte.

---

XVIII. EL BRIGADIER DON FÉLIX ESCANDE

 

Si hubo en el mundo hombres arrojados y de valor temerario, ninguno le sobrepujó al brigadier Escande. Gozaba en el combate, y el mal humor y la nostalgia le deprimían el ánimo  sin pasaban unos días sin encontrar insurrectos con quienes andar a tiros.

Pero el brigadier Escande tenía cosas, y éstas le retrasaron mucho los ascensos. Era un hombre que hablaba en guasa y obraba muy en serio, y en la milicia conviene hablar muy en serio, aunque se cometan ridiculeces.

Cuando le encontramos en el pueblo de M, pidió un oficial que le sirviera de ayudante interino, pues el suyo efectivo había quedado enfermo de cólera en otra población.

-A ver si me proporcionan ustedes un oficial que sepa poca ciencia; cuanto menos ciencia, mejor; no quiero científicos a mi lado.

Y considerándome mi teniente coronel como el menos científico, por ser yo sietemesino[179], me dio un caballo, y pasé a las inmediatas órdenes del brigadier.

Yo no había montado nunca a caballo. Se lo hice presente al teniente coronel, sin acordarme de que para este señor no había dificultades.

-¿Y qué que no haya usted montado nunca? Para saber montar a caballo no hace falta saber montar.

Aquella misma tarde se presentó un oficial de Estado Mayor destinado a la columna de Escande. Pasé recado al brigadier:

-¡Hombre! Me mandan un científico; que pase.

Entró el oficial.

-He tenido el honor de ser destinado a las órdenes de vuecencia, y vengo a presentarme.

-Muy bien. ¿Hace mucho tiempo que salió usted de la Academia?

-Acabo de salir y de ser destinado a esta isla.

-Perfectamente. Usted sabrá mucha Geografía.

-Creo saber la suficiente.

-Sabrá usted donde está el río Misisipí.

-Sí, señor.

-Y la cordillera del Himalaya.

-También.

-Pues, yo no; ni me hace falta, porque allí no hemos de ir a hacer la guerra. ¿Sabe usted donde está el Potrerillo de Guayo?

-No, señor.

-Pues eso es lo que yo necesito que usted sepa, porque mañana al amanecer salimos para ese Potrerillo, donde espero encontrarme con la partida del cabecilla Vicente García. Hace unos días le envié una carta diciéndole que si tiene vergüenza me espere mañana en el Potrerillo de Guayo. Con que, vaya usted enterándose de dónde cae ese potrerillo[180].

El oficial salió un tanto mal impresionado. Escande pasó el día refunfuñando:

-Ya tenemos un científico en la columna; ahora sí que todo va a salir como una seda.

A la madrugada siguiente, la columna formó en una explanada frente a la casa donde se alojaba Escande. Este, a pie, pasó minuciosa revista. Quedé absorto al ver, a la cabeza de las tropas, doce mujeres alineadas. ¿Serían barraganas como las que llevaban los antiguos ejércitos?

-Hola -dijo el brigadier al llegar frente a ellas-, mis doce apóstoles.

No eran mujeres, sino doce jovencitos mulatos disfrazados de mujer y que servían de espías al brigadier Escande. Éste se encaró con uno de ellos:

-Tú, mamarracho; ¿a quién vas a engañar con esos pechos?; ¿dónde has visto glándulas mamarias con esquinas?; ¿qué te has puesto dentro?

-Papé.

-¿Papel? Eso no se imita con papel, sino con dos pelotitas de estopa o de algodón en rama bien redondeaditas.

Después le dijo al capitán de un escuadrón:

-Vengo observando desde hace tiempo que tiene usted muy flacos los caballos de su escuadrón, señor capitán. ¿Se puede saber en qué consiste que los de usted estén flacos y los demás gordos?

-No sé, mi brigadier; los ha visto el profesor veterinario; he probado a darles un sin fin de cosas, y no encuentro modo de engordarlos.

-¿Ha probado usted a darles de comer?

El capitán se calló.

Montamos a caballo. Escande dijo en alta voz

-Esta tarde espero encontrarme con Vicente García,  vamos a batir el cobre bien, pero bien. Si hay entre vosotros algún enfermo o algún mamarracho que tenga miedo, que dé un paso al frente.

Nadie se movió. Después, dirigiéndose a una Virgen cogida a los insurrectos y que como trofeo tenía colocada sobre la puerta de su casa, dijo:

-Oye: si encuentro a Vicente García te prometo dos velas de a libra. Si no lo encuentro, te quedas a oscuras.

Y rompimos la marcha.

Llegó la hora de hacer alto para comer y dar de beber al ganado, mas para detenernos precisaba un sitio donde hubiese agua, y no se veía agua por ninguna parte. La falta de tan preciado líquido no hubiese sido inconveniente, a ser el jefe de la columna el teniente coronel Urbía, pues hubiera ordenado dar aguardiente a mulas y caballos o untarles el morro con barro del que pisábamos en abundancia.

El oficial de guerrilla en vanguardia mandó noticia de  haber encontrado un pozo, pero no podía precisar si contenía agua suficiente para todo el ganado.

-¡Quién se apura por eso! -dijo Escande-. Aquí tenemos un científico[181] que podrá medirla.

Y dirigiéndose al de Estado Mayor:

-Adelántese a ver ese pozo, y si tiene agua suficiente haremos alto.

Continuamos andando hasta el lugar del pozo, donde el oficial de Estado Mayor informó:

-Mi brigadier, he cubicado el agua y hay más que suficiente para todo el ganado.

-Pues, alto -ordenó Escande.

No había bebido la mitad del ganado cuando trajeron noticia de que se había acabado el agua.

-No es posible. Que venga el de Estado Mayor -contestó el brigadier.

Vino el oficial, muy apurado:

-Perdone mi brigadier; con el afán de terminar pronto el cálculo, he confundido pi con erre.

(1)Para los que no lo sepan: Se calcula el volumen de un pozo cilíndrico, recto, de base circular, con esta multiplicación: HxRxRX3,14. Siendo H la altura; R el radio de la circunferencia del pozo; 3,14… una cantidad constante que suele indicarse con la letra griega pi.

 

-¡Pero, hombre! ¡Confundir a pi con erre! ¿A quién se le ocurre confundir a pi con erre? Comprendo que confundiera a Pi con Salmerón, pero ¡con erre!

Con gran júbilo del brigadier, uno de los apóstoles vino a decirnos que Vicente García marchaba hacia el Potrerillo de Guayo.

Fue el combate más reñido y más serio a que yo asistí. Bien se batió mi columna. Bravura admirable la de todos. Desde aquel día mi admiración por el brigadier Escande rayó en veneración.

Mi caballo me pegó el gran batacazo, salió corriendo y no lo volvimos a ver.

El enemigo inició la retirada.

-¡Chaquetean, chaquetean![182] -oí gritar a los nuestros.

-¡Adelante!

-¡Andavan, ma casun boñ! ¡Andavan, ma ca casun breu! -rugían los catalanes.

Las guerrillas montadas completaron el éxito persiguiendo al enemigo en retirada.

Escande resoplaba satisfecho y nos decía.

-Miren ustedes: yo no me fío nunca de las noticias que me traen referentes a las bajas del enemigo; viene uno: “Yo he visto dos muertos”. Viene otro: “Yo he visto otros dos”, y son los mismos que vio el primero. Por eso mando traer los muertos a mi presencia.

Así se hizo, y una vez perfectamente alineados los cadáveres, el brigadier fuélos contando.

Los guerrilleros montados trajeron algunos prisioneros. Uno de los guerrilleros dijo señalando a una de los prisioneros:

-Mi brigadier: este mulato es Froilán Esteban Roca, que perteneció a esta columna y hace dos meses desertó y se pasó al enemigo.

-Es falsedá, mi brigadiel, que yo no soy ese Froilán, y lo puedo testificar.

Desertor y traidor tenía pena de vida.

-Que venga alguno que lo reconozca -ordenó Escande.

Se acercaron unos cuantos de la columna y reconocieron en aquel mulato al desertor Froilán Esteban Roca; así acabó por confesarlo él mismo.

Otro general hubiera ordenado: “Que lo fusilen”; Escande, ya he dicho que hasta lo más serio lo decía en broma; y para ordenar que lo fusilasen dijo al desertor:

-Alíneate con los muertos.

Aquella ejecución, aunque merecida, fue lo que más me emocionó aquel día. El brigadier lo notó y me dijo:

-No hay más remedio que ser así. Hoy uno, mañana dos; en lo que llevo de campaña tengo fusilados unas docenas entre traidores y desertores. Gracias a este ten con ten voy saliendo adelante.

No pude menos de reírme al oír lo del ten con ten[183].

Acampábamos al raso con mucha frecuencia, y en llegando la hora decía el brigadier:

-A dormir todo el mundo; el que tenga miedo que se ponga de centinela.

Una mañana entré en su tienda. No se había levantado. Noté que estaba enfermo.

Durante la campaña había visto yo muchos casos de cólera, y comprendí que ésta era la enfermedad de Escande.

-¿Se encuentra usted enfermo, mi brigadier?

-Algo; poca cosa.

-Voy a llamar al médico.

-¡No! No le diga usted nada al médico. Ya le he dicho a usted que esto mío es poca cosa.

-Sin embargo, a veces la enfermedad más leve puede complicarse, y más aquí, donde estamos amenazados por el paludismo, vómito negro[184] y…

-Y cólera, hombre, y cólera; dígalo usted de una vez. Ya sé que lo que tengo es el cólera.[185]

-Por eso iba a buscar al médico.

-¡No! Que nadie sepa que estoy con el cólera; que no se entere el médico, o estamos perdidos. En cuanto el médico me tomase por su cuenta, tendría que obedecerle yo a él; ya no sería yo el jefe de la columna, lo sería el doctor. Además, yo no quiero científicos cerca de mí. Ya ve usted lo que hacen los científicos: confundir pi con erre; me expondría a que el doctor me confundiese el pi con erre y me enviase al otro barrio. ¿Quiere hacer usted el favor de darme el Aide memorie?

El Aide memorie[186] era el caneco de ginebra.

Ello es que, enfermo y todo, montó a caballo y curó.

Después de batirnos muchas veces y de verme recompensado con el grado de teniente[187] y dos cruces rojas -por la acción del Potrerillo no me dieron nada-, recibí la agradable noticia de que marchábamos a San Miguel de Nuevitas.

Iba a ver a Niña Gala, a mi adorada Galita.

 

---

XIX. EN SAN MIGUEL DE NUEVITAS

 

¡Oh, mi entrada en San Miguel de Nuevitas![188] A caballo, a la cabeza de la columna, cerca del brigadier, por entre dos filas de muchedumbre popular. Notas de cornetas y clarines. Sol espléndido. Mi novia en el balcón, saludándome con su manecita, sonriéndome amorosa. Yo daba por bien empleadas todas las penalidades sufridas y aun las que me esperaban.

-¿Quién es esa niña que le saluda a usted tan afectuosa? – me preguntó Escande.

-Mi novia, mi brigadier.

-Le felicito por su buen gusto. Vaya un encanto de chiquilla. Ahora mismo se apea  usted y entrega el caballo a un ordenanza; corra a hablar con su novia, y por hoy, queda relevado de todo servicio.

-Muchas gracias; me apearé en el sitio donde haga alto la columna.

-No, señor; aquí mismo. Obedezca usted.

-Bien, bien.

-Y de mi parte, le ofrece usted a su novia todos mis respetos.

Galita me esperó en una ventana del piso bajo. Nuestro diálogo fue un desbordamiento de frases amorosas, entremezcladas son sentencias que ella se traía aprendidas de memoria:

“Tener el amor ausente es llevar la muerte en el alma; volverle a ver es revivir.” “La ausencia es la piedra de toque para contrastar el verdadero amor.”

-Mire, mi Claudio: confié nuestro amor a mis papás, y ellos se muestran propicios a que seas presentado en mi casa esta misma tarde, mas no como prometido, sino como amigo, por ahora.

-Me parece muy bien. ¿Y quién me va a presentar?

-Un señor muy amigo nuestro: don Procopio Fernández, un señor que sabe mucho, un verdadero sabio y médico muy afamado.

Me dio la dirección donde habitaba don Procopio y fui a visitarle, aunque la presentación a los padres de Gala no acababa de satisfacerme: siempre -desde el vapor- los vi observándome analíticamente, con seriedad y altivez un tanto molestas.

Recibióme don Procopio con suma cortesía. Vistióse larga levita negra, pantalón blanco y sombrero jipi. Salimos hacia casa de Galita.

Era un señor entre mulato y negro. En la manera de expresarse demostraba tener gran cultura; no había exagerado Galita al adjetivarle sabio. Por el camino le pregunté:

-¿Usted es doctor en Medicina?

-El doctorado no lo cursé paladinamente[189], ni tampoco la licenciatura; yo nunca estudié Medisina ni la echo en falta ni detrimento, pues ejerso por la Homepatía, o sea la Terapeútica microscópica.

Luego continuó:

-Va usted a entroncar con una familia muy pudiente: el papá de Niña Gala posesiona un gran ingenio[190], muchas fincas y gana el oro a raudales.

 

En la presentación que hizo de mí a los padres de Gala se excedió a sí mismo:

-Mi señora doña Melancia; mi señor y amigo don Capranio; mi señorita Niña Gala; hoy me exalta el inédito honor y el superlativo emolumento de presensiarles al, aquí presente, belígero don Claudio Béjar, oficial de rutilosos servicios bélicos, en el cual se superponen, compenetran y distienden el intensivo de una ilustrasión y caballerosidad emotiva a la ebúrnea[191] triangulasión de un sentimiento dinámico, evolutivo y metódico que, seguramente, le hará alcansar las más altas graderías en le hermeneútica sedante de la carrera donde su apellido se escalafona. Yo espero y congratulo que esta presentasión se cristalise en la gema ponderatriz de una amistad perpetrante y jamás descoyuntivada por intestinidades ni diferensiasiones mesopotámicas,  por ello me permisiono ofresionarles mi anticipado parabién.

Como se ve, don Procopio era un precursor de algunos escritores actuales.

Los papás, graves y ceremoniosos, tendiéronme la mano, y don Procopio marchó a ver a sus enfermos.

Mi visita fue muy corta y de cumplido. Doña Melancia se limitó a preguntarme: “¿Le agrada nuestro país?” “¿Le agrada este clima?”

Y don Capranio: “¿Está contento con su carrera?” “¿Lleva usted mucho tiempo en el servicio de las armas?” Preguntas hechas con la misma gravedad y en igual tono que un juez me hubiera preguntado: “¿Ha sido usted encausado alguna vez?”

Con la misma gravedad me dijo don Capranio al despedirnos:

-Comemos a las sinco y media. Esperamos que mañana nos honre en la mesa.

Ya en la calle, hablé con Gala por la ventana. Le hice presente la violencia que me causaba asistir a la comida después de observar la tiesura con que sus padres me habían recibido.

-Es su carácter; despreocúpate de ello; no dejes de venir y probarás el bienmesabe: un postre que haré en tu obsequio.

Hubiera sido un desaire a Galita no ir a probar el bienmesabe.

De casa de Galita marché a reiterarle mi agradecimiento al brigadier por su bondad.

De hablar con Escande acababa de salir un capitán muy joven.

-¿Sabe usted quién es ese? -me preguntó el brigadier.

-No, señor.

-El hijo del general S.S.; acaban de ascenderle a capitán por la acción del Potrerillo del Guayo.

-Si ese oficial no estuvo en esa acción…

-Ya lo sé. Por aquella acción lo propuse a usted para una recompensa, y se la han birlado. Es usted un caso del método Ollendorf:[192]

-¿Le dieron a usted el empleo de teniente por lo de Potrerillo? -No, señor; pero han hecho capitán al hijo del general S.S.

 

Llegó en esto un jefe de Ingenieros, íntimo amigo de Escande. Me marché de la antesala, desde donde escuché, sin pretenderlo, algunos trozos de diálogo que hablaron a gritos. Decía Escande:

-Yo no he dado jamás un parte en falso no amañado, te lo juro, Paco, porque hasta los muertos hechos al enemigo los cuento por mí mismo. Y ahí tienes a XX.; ya lo tengo delante de mí. ¿Ves que lo han ascendido por la acción de K.? Pues a mí me consta, por dos de mis apóstoles, que no hubo tal acción ni tales carneros.

-¿Y XX. dio parte de esa acción?

-Con la mayor frescura. Y a ese nos lo hemos de ver ministro de la Guerra, con el tiempo. Un embustero, un farsante; hará carrera.

-Sí; recibí orden de construiros unos cuarteles provisionales de madera. Contesté que no tenía madera ni clavazón, y me mandaron un oficio diciéndome lo de siempre: “Supla usted con su celo la falta de clavazón y de madera.”

-¿Supla usted con su celo?

-Es lo que contestan cuando estoy falto de elementos para construir cualquier cosa; lo mismo si se trata de una línea férrea que de una instalación telegráfica: “Supla usted con su celo.”

-Que es como si te contestaran: “sople usted con su c…”

Comí en casa de Galita. Una comida espléndida.

Partió la columna. Había de quedar una sección destacada en San Miguel de Nuevitas y el brigadier tuvo la atención de que fuese la mía para que yo continuase al lado de Niña Gala.

Un atardecer, después de larga conversación amorosa, me dijo la cubanita:

-Necesito haserte una confidensia. Yo sé que eres un caballero y sabrás guardar el secreto de lo que voy a confiarte. Mira, Claudio mío; mis papás acsedieron gustosos a tu presentasión en casa; mas, para dar asentimiento a la continuasión de nuestros amores exigen de ti una condisión, y espero que acsederás a ella, puesto que me amas con toda tu alma.

-Así es.

-Pues bien; nosotros, como es natural, simpatizamos con la iusurrecsión. Mi papá la protege, y para fomentarla y sostenerla continúa contribuyendo con muchos pesos.

-¿Y qué es lo que exige de mí? -pregunté sobresaltado.

-Que pidas la separasión del Ejérsito  te pases a nuestro bando.

-¡Qué dices, Gala! ¿Has medido bien el alcance de tu proposición?

-¡Sí, lo medí!

-Y si me niego a semejante desatino, ¿dejarás de amarme?

-A ello me veré obligada, a pesar mío.

-Entonces, ¿por qué me juraste amor tantas veces?

-Porque esparansaba converserte.

-Eso, jamás; ni lo sueñes.

-En todo caso, considera que eres enemigo nuestro…

-¡Basta! Si yo accediera a la infamia que me propones, no sería digno ni de la mujer más pervertida y despreciable. Di a tus padres que soy un hombre de honor y con más vergüenza que ellos.

Sin decir más, tomé la puerta, corrí a mi casa. Deseaba estar solo. Necesitaba llora, y lloré largo rato. Me sentí escalofriado, enfermo. Me acosté. Dije a mi asistente que llamase a un médico, encargándole mucho que no fuese don Procopio Fernández.

---

XX. ENFERMO

 

Mi enfermedad requería cuidados. Estaba atacado por un fuerte paludismo[193] que me impedía ocuparme en los asuntos del servicio. Me di de baja.

Vino un oficial a relevarme, y cumpliendo las órdenes recibidas me trasladaron a un hospital provisional, de barracones de madera, instalado en las inmediaciones del poblado C, donde yo había de estar más atendido.

Largo tiempo estuve en este hospital con otros muchos enfermos, sin conseguir vernos limpios de la calentura que nos abrasaba  consumía, a pesar de administrarnos quinina y más quinina[194], que no era amarga, como tenía entendido.

Si yo poseyera conocimientos científicos más profundos, hubiese podido explicarme las reacciones químicas que la diferencia de latitud y el clima de Cuba determinaban en la quinina para transformarla en dulce; pero yo no sabía lo suficiente para explicármelo; yo era un sietemesino.

El médico que me visitaba mostrábase indignado de la insuficiencia del local y de haber metido en éste muchos más enfermos de los que la Ciencia aconsejaba, y, sobre todo, de la falta de elementos para atender debidamente a los enfermos, a los cuales -según le oí decir- día hubo en que se les dio caldo de sardinas por no disponer de otra cosa.[195]

Refirióme también un caso peregrino: Aquel hospital provisional fue proyectado para 300 enfermos, únicos que había. Pudo construirse allí mismo, pues materiales y personal tenían para ello; pero, por razones inexplicables, se construyó en la Habana y se remitió al lugar de emplazamiento, en piezas sueltas: un rompecabezas empaquetado. Desde la Habana se envió por ferrocarril hasta A. En A se metió en un barco que lo llevó al puerto de B, donde se desembarcó aquella balumba. De C salió una columna con multitud de carretas, atravesando media isla en busca de aquel maderamen[196].

Se montó el hospital para los 300 enfermos existentes; mas como la ida y la vuelta en busca del maderamen llevó muchos días por lugares insalubres, los expedicionarios volvieron con el maderamen y con 200 enfermos más; y el problema de alojar debidamente a todos quedó sin resolver.

-¡Esto es un escándalo! ¡Esto es vergonzoso! -protestaba el médico.

Si la fiebre no me tuviera tan postrado, y le hubiese contestado:

-Supla usted con su celo, hombre; supla usted con su celo.

Corrieron rumores de paz, que fueron acentuándose hasta recibir la noticia de haberse firmado la paz del Zanjón[197], en la cual se reconocieron empleos de coroneles y de generales a varios insurrectos que contra nosotros habían combatido. Sacaron más que yo.

Supe, también, que el brigadier Escande había armado un escándalo por no habérseme agraciado con motivo de la acción del Potrerillo, y sin duda le atendieron, pues me vi con el empleo de teniente efectivo cuando, todavía con fiebre, me llevaron en brazos al vapor que me repatrió junto con otros muchos enfermos.

Hice la travesía amodorrado y sin dejar el lecho[198]. No recuerdo, ni me di cuenta de mi traslado desde el vapor a un hospital de Santander[199], donde permanecí postradísimo en la cama número 2, ignoro cuántos días.

Algunas veces recobraba el oído, único sentido que solía recobrar de cuando en cuando.

En una de esas ocasiones percibí un diálogo cerca de mi cama. Eran dos sanitarios que conferenciaban acerca de la gravedad de mi estado.

-Está mucho peor que ayer, éste la diña. ¿Le has dado lo recetado por el médico?

-Sí; seis gramos de quinina.

-¿Seis gramos de quinina? ¡Qué barbaridad!

-Lo que dice aquí, en el cuaderno, que se le dé al número 2.

-No puede ser. A ver el cuaderno.

-Mira.

-¡Animal! Si aquí pone: “Dos gramos de quinina al número seis”.

-Es verdad: me he confundido y le he dado seis gramos de quinina al dos. La metí.

-Pues lo has matado; así, sencillamente.

Yo escuché aquél diálogo sin fuerzas para moverme; los párpados, cerrados, no obedecían a mi voluntad de abrirlos. Era un cadáver que oía, y, sin embargo, no sé por qué, aquella sentencia de muerte me hizo concebir esperanzas de vivir.

Nuevamente quedé sin sentido. No sé cuánto tiempo hubo pasado cuando otra vez oí hablar a los dos sanitarios.

-Oye, tú: el dos parece que reacciona; sí; el pulso está mejor…

-Pues nos va a reventar, si revive.

-¿Porqué?

-Porque ya lo habíamos puesto como fallecido, y, si revive, vamos a tener que rehacer los estados que ya teníamos terminados.

Aquello sí que me puso en temor. Estaba viendo que me enterraban vivo por evitarse el rehacer los estados. Y yo, sin fuerzas ni para protestar.

Una voz femenina, dulce como melodía celeste, intervino en el diálogo; voz alentadora de fe, inundadora de esperanza. Oí que pronunciaba mi nombre varias veces. “No me muero; ya no me muero”, pensé.

Una noche desperté de mi letargo. A la escasa luz de la sala distinguí a mi lado una mujer sentada. Era una Hermana de la Caridad. Las amplias tocas sombreábanla el rostro.

-Gracias al Señor, ya está usted fuera de peligro -me dijo-. Ayer escribí a su tío, el señor Canónigo de Toledo; supongo que vendrá.

-¿Cómo ha sabido usted que tengo un tío canónigo y reside en Toledo?

-Porque sé quién es usted.

-¿Sabe usted quién soy?

-Sí: Claudio Béjar.

-Ah, sí; se lo han dicho a usted en la Dirección del hospital.

-No, señor.

-¿Entonces…?

-Le he reconocido a usted por este escapulario de Santa Eulalia que tiene colgado a la cabecera de la cama.

-¿Por el escapulario?

-El que yo le di a usted cuando marchó a Toledo.

-¡Eulalia! -exclamé- ¡Tú! ¡Eulalia, mi buena amiga Eulalia! ¡Mi compañera de la niñez![200]

No volví a verla en mi sala. Tal vez estuve demasiado expresivo con ella, porque desde aquel día me vi asistido por otra Hermana, a la que pregunté:

-¿Y la Hermana que me asistió ayer?

-Pidió ser destinada a otra sala, pero encargándome que le asistiera a usted con la mayor solicitud.

Así lo cumplió la nueva Hermana. Para distraerme contábame vidas de santos y cuentos infantiles. También me confió que era huérfana de padres; su padre fue militar, y no quedándole a ella sino una mezquina pensión de orfandad, insuficiente para las más apremiantes necesidades de la vida, había tomado el hábito de la Caridad.

-Yo tenía entendido -le dije- que el Gobierno había aumentado los sueldos y las pensiones.

-Nada más los sueldos de los que están en activo, sobre todo de los generales, que han sido aumentados en miles de pesetas. No hubo una voz caritativa que pidiera el aumento de unos céntimos en las pensiones de cinco duros mensuales a que están atendidas algunas viudas y huérfanas. Es natural: las viudas y los huérfanos nos somos de temer: no podemos sublevarnos contra las instituciones.[201]

Mi tío púsose en camino tan pronto recibió la carta de Eulalia. No me abandonó un momento, y así que en el hospital me dieron de alta trabajó y me consiguió dos meses de licencia [por enfermo] para que me repusiera en Toledo.

 

No quise marchar a la imperial ciudad sin despedirme de Eulalia y prometerla continuar llevando siempre su escapulario.

Los cuidados de mi tío, los aires de los cigarrales de Toledo y alguna perdiz estofada en la célebre casa de Granullaque[202], me dejaron completamente restablecido y útil para el servicio.

 

---


 

SEGUNDA PARTE

 

I.LA HIJA DE LOS VIZCONDES DE LODAIN

 

Me presenté en el Gobierno Militar de Pamplona, población a donde fui destinado.

¿Recuerdan ustedes al teniente coronel Urbía?[203] Este era el general gobernador; el de las ocho víctimas en el blocaus de su invención; el de “¡fuego!” sin municiones; el que fogueó a las acémilas dentro de una casamata; el de saber montar [a caballo] sin saber; el que tocaba a rancho sin haberlo; el de las disposiciones de cartuchera en el cañón; había ascendido a general. Merecía serlo.

Si alguna vez se pusieron en duda sus aptitudes, oí decir:

-Otros ascendieron son menos y sin salir de Madrid; hay quién ciñó la faja de general sin más reconocida aptitud que saber tocar el piano o ser peritísimo jugador de tresillo.

 

El general me reconoció en seguida. Recordamos cuánto habíamos trabajado en Cuba. Tuve buen cuidado de no recordarle aquellas repentinas disposiciones suyas, y menos lo del blocaus blindado con pintura negra.

Díjome que todos los jueves tenían en su casa reunión y baile, a los cual me invitó, y yo prometí asistir.

Si entonces me  hubieras visto, estimado lector, convinieras conmigo en que, lejos de ser un Adonis o un Narciso, yo era un tipo vulgar con tendencia a fealdad más que a belleza, y doy gracias a Dios de que no me hiciera guapo ni mucho menos. A pesar de esto, mientras permanecí soltero, me vi solicitado por el bello sexo como ellas saben hacerlo: de modo indirecto, hábilmente y sin menoscabo de su decoro y dignidad, esto es, iniciándose en forma sutil, imperceptible, tejiendo guirnaldas de nardos y violetas en que enredarnos. ¿Y quién no se deja enredar en lazos tan seductores?[204]

Esto me ocurrió con Irene, la hija de los vizcondes de Lodain, a la cual conocí en las reuniones del general Urbía; una niña de dieciocho años, candorosa, sin experiencia del amor, sin malicia alguna.

Bailé con Irene; bailaba primorosamente; yo tampoco me daba malas trazas y con nuestra habilidad coreográfica, poníamos el mingo en la reunión. En los intermedios buscaba mi compañía para que yo le contara episodios de la guerra de Cuba que ella escuchaba muy atenta y con marcado interés. Hasta le refería la historia de mis desdichados amores con Niña Gala. Este fue el episodio que más le interesó, y ya no hubo noche en que no derivase la conversación hacia él y me lo hiciese referir nuevamente con sus detalles más mínimos. Y como al tratar de este asunto hablábamos de mis pasados amores con la cubanita; y como, según muy acertada máxima de filósofos hablar de amor es hacerlo, los repetidos relatos de mis amores en Cuba y las observaciones y comentarios  hechos por Irene acerca de ellos, fueron las guirnaldas de nardos y violetas que esta niña supo tejer para cautivarme y enloquecerme.

En la primera reunión fui presentado a todas las familias concurrentes. Pronto los padres de Irene, lo mismo que su hermano Floro, se percataron de mi inteligencia con la chica. Los padres no se dieron por enterados y continuaron tratándome como si tales amores no existieran. No así el joven Floro, hermano de Irene, el cual, desde que sospechó mis amores con su hermanita, mirábame huraño y rehusaba toda conversación conmigo.

A Martínez, comandante[205] de mi regimiento, procedente de la clase de tropa, hombre llano y muy simpático, se le caía la baba de verme en amores con Irene. Una noche me agarró del brazo, me sacó de la antesala, y me dijo:

-Mire usted, Béjar: como ya soy un viejo, gozo lo indecible cuando veo un joven enamorado, como usted, hablando con su novia; yo, por una parejita que se quiere tanto como ustedes dos, soy capaz de todo, sin darme ni pizca de reparo. Recuerdo haber visto en el teatro una función en que un caballero muy valiente y muy finchado[206], de los de capa y espada, se pone en cuatro patas para que un joven enamorado se le suba a las costillas y dé un beso a su novia, una tal Rosana, que está en el balcón. Bueno; pues yo sería capaz de hacer lo propio. Digo esto al tanto de este paso que voy a advertirle a usted que Floro, el hermano de Irene, le está a usted poniendo chinitas en el camino; quiero decir que hace los posibles para que los padres de la chica se opongan a estas relaciones.

-¿Por qué motivo?

-A eso voy; tocante a los padres, las relaciones de usted, ni fu ni fa: neutrales; porque ha de saber usted que, aunque son títulos, ese título es de los que el Papa hace una carretada en un paternostri; las pocas fincas que les quedan las van malvendiendo y tururú, Manuela; de modo que en cuanto a dinero, adiós, que te vaya bien. Floro, de usted para mí, es un señorito sin carrera ni profesión; no es más que un maestrante de la Orden de San Cerení del Monte[207], que es como quién tiene un tío en Alcalá, que ni es tío ni es ; y me presumo que se le ha metido entre ceja y ceja vivir a expensas de su hermana, que es muy requetebonita, casándola con un ricachón de aquí. Bueno; yo he hablado con la chica; la he metido los dedos en la boca y me ha confesado que está por usted hasta los tuétanos. ¿Usted está decidido a casarse con ella?

-Sí, señor; así se lo he prometido y así lo cumpliré.

-Pues, se acabó la comisión; se casarán ustedes por encima del hijo del Sol, y si el Floro ese cerda y hay que darle cuatro morradas, se le dan, y a vivir. Cuente usted conmigo para todo lo que se tercie, y no dé usted un paso sin contar conmigo; yo sé de matemáticas, pero el año que viene me dan el retiro por cumplir la edad; tengo experiencia, y más sabe el diablo por viejo que por diablo.

Estas reuniones crónicas suelen acabar de mala manera.

Un asiduo concurrente a las veladas aquellas era el presidente de la Audiencia, el cual estaba viudo y sin más familia que una hijastra de bastante edad, pero, como era solterona, se reunía y alternaba con las jóvenes solteras.

A la puerta de la sala, y a fin de hacerlo todo con arreglo a las prescripciones de la etiqueta, se tenía colocado un soldado ordenanza, convenientemente instruido, encargado de anunciar a los concurrentes a medida que íbamos llegando. El hombre desempeñaba su cometido a la perfección, pues ya en su cuartel había sido cuartelero de la puerta[208] en el dormitorio de su compañía y estaba entrenado en dar las voces de “Compañía, el capitán", “Compañía, el coronel”.

Presentóse en la antesala el presidente de la Audiencia con su hijastra.

-¿A quién tengo el honor de anunciar? - preguntó el ordenanza.

-Al presidente de la Audiencia.

Y el ordenanza voceó:

-¡El señor presidente de la Audiencia y su señora!

Contuvimos la risa. La hijastra se molestó de oírse anunciar como esposa de su padrastro, y fue en queja a la señora de la casa.

-Demasiado sé que no soy ninguna joven, pero usted comprenderá mi disgusto al verme anunciada casada siendo soltera.

-Tiene usted muchísima razón; dispense usted la torpeza de ese ordenanza; será reprendido y, para el jueves próximo, yo le prometo a usted que será anunciada como es debido.

El ordenanza fue amonestado, y advertido de que la reclamante era una señorita soltera, hijastra del presidente de la Audiencia, y no una señora casada, y que como señorita debía anunciarla.

Llegó el jueves siguiente. Presentóse el presidente y su hijastra. Todos estábamos pendientes de cómo serían anunciados. El ordenanza[209] voceó:

-¡El señor presidente de la Audiencia y su señorita!

Algunos no pudimos contener la risa.

Por más que el general y su esposa se deshicieron en explicaciones y excusas, el presidente y su hijastra no volvieron.

 

Otro señor que no solía faltar a las reuniones era un rico propietario con su mujer y dos hijas. Este señor estaba calvo como plato de porcelana y usaba peluca. Comentábase que usaba tres: una de pelo muy corto, como recién salido de cortárselo en la peluquería; otra de pelo un poco más largo, y la tercera con pelo de mayor longitud. Alternaba las tres pelucas, mínima, media y máxima, para figurar que el pelo era natural e iba creciendo y que, al llegar al máximo crecimiento tolerable, se lo cortaba.

Teníamos un capitán que tocaba muy bien el piano, buen músico y regular compositor de bailables. Una noche le aplaudimos y celebramos un vals-polka compuesto por él.

-Precioso; muy bonito -dijo el señor calvo desde su asiento-. ¿Piensa usted editar ese vals-polka?

-Sí, señor; ya está en la litografía.[210]

-¿Y qué título piensa usted ponerle?

-“Las tres pelucas.”

Hubo un silencio de tirantez: aquel señor comprendió que lo de las tres pelucas era tomarle el pelo, y no volvió a las reuniones.

Y como rara era la noche en que no surgía un incidente desagradable, los señores de la casa dieron por terminadas las soirées, con gran sentimiento de Irene y mío, pues ello nos privaba de hablarnos los jueves, única ocasión que teníamos de hacerlo.

No había que pensar en ser presentado en casa de Irene; desde que terminaron las reuniones en casa del general, sus padres estaban más serios y tiesos conmigo. Algunas veces hablábamos Irene y yo por el balcón; momentos, nada más, pues sus padres y hermano estaban ojo avizor para impedirlo.

Nos escribíamos por medio de su doncella y mi asistente[211], que habían hecho muy buenas migas; cartas rebosantes de amor eran las de Irene, tanto o más que las mías. Yo estaba contento y bendecía mi suerte de haber encontrado una chica que amaba con verdadera pasión, y estaba dispuesta a despreciar a otro con más bienes de fortuna que yo: el ricachón del que me habló el comandante Martínez.

Estaba yo de guardia cuando llegó mi asistente con el almuerzo y me entregó la anhelada carta que mi adorada Irene me escribía diariamente. Como en todas las suyas, me hacía mil protestas de amor, y además me ponía este párrafo:

Yo me consideraré muy dichosa y mi felicidad será completa si llegas a ser mi esposo; mas esto, comprenderás que es cosa muy seria, debo meditarlo mucho y muy despacio, y no dejarme arrastrar locamente por el gran amor que te profeso. Así, pues, antes de dar un paso más en nuestras relaciones, es necesario que, franca y sinceramente, me digas cuánto aportas al matrimonio.

-Quedé anonadado. La pregunta era bien trasparente: Irene deseaba ser mi esposa si yo aportaba al matrimonio algo más que mi paga.

Terminada de leer la carta, entró el comandante Martínez y le di parte:

-No hay novedad en el cuartel.

Y volviéndome a mi asistente:

-Llévate todo eso.

-¿No almuerza usted, señorito?

-¿Qué le pasa a usted? -me preguntó el comandante.

-Lea usted esta carta que acabo de recibir.

Terminado que hubo la lectura, decía el comandante cogiéndose la cabeza con ambas manos:

-¡Señores! ¡Señores! Aunque me lo hubiesen jurado no hubiera creído semejante frescura, tan grande atrevimiento en una señorita “¡Cuánto aportas al matrimonio! Vaya una preguntita la que le hace a usted esa… esa…

No encontraba adjetivo bastante contundente, y continuó:

-¡Y eso lo escribe la hija de un título! ¡Y en papel timbrado con el escudo de su padre! ¡Vaya una nobleza de cuerno! Por supuesto que, con esa preguntita, la niña se ha quitado la careta, y debe usted de alegrarse. Olvídela, pues no merece más que el desprecio; conque no se me ponga usted triste, y almuerce.

-Imposible; acabo de sufrir un desencanto, un golpe terrible, cruel. No sé qué hacer. ¿Qué le parece que debo hacer, mi comandante?

-Lo primero, contestar ahora mismo a esa carta como se merece; tome usted papel y pluma. No; en papel de cartas, no; en papel de barbas.

-¡En papel de barbas!

-Sí, señor; esa frase “cuánto aportas” es de curial, de leguleyo, y hay que contestarla de oficio; sí, señor, de oficio.[212]

-Me parece un poco fuerte…

-¡Qué fuerte ni qué calabazas! ¿Ella se ha reído de usted? Pues ahora nos vamos a reír de ella, y pata. Doble usted el papel por la mitad. Así. Ponga, arriba del todo: “Señorita.” Ahora, el oficio: “En contestación a la pregunta que se digna hacerme en su respetable escrito, fecha de hoy, relativo a cuánto aporto al matrimonio además de mi reducido sueldo de teniente…” El cuánto aporto, subrayado. “… debo informarla que sólo aporto una cantidad negativa, pues carezco de bienes de fortuna y tengo contraídas muchas deudas.” Punto y aparte. “Lo que tengo el honor de poner en el superior conocimiento de vuecencia, cuya vida guarde Dios muchos años.” Fecha y firma. Y, ahora, abajo y a todo lo ancho del papel: “Excelentísima señorita Irene, Hija de los excelentísimos señores vizcondes de Lodain.” Póngale sobre del mismo papel, pegado con obleas[213] de las encarnadas; y Finisterre. ¡Ordenanza! Escapado: lleve usted este pliego donde dice el sobre, y lo entrega sin esperar contestación. ¡Aire!

-Lo malo será que los padres de Irene cojan mi contestación y se enteren…

-Mejor; así verán quién es su hija y que de usted no se ríe nadie. “¡Cuánto aportas!” ¡Vaya una preguntita: “Cuánto aportas”!

 

El comandante Martínez fue la trompeta de la Fama, y no perdió ocasión de pregonar aquella frasecita, y de poner a Irene, a su familia y al blasón de la nobleza de ésta como palo de gallinero; mas esto no era suficiente para satisfacción de mi amor propio ultrajado ni para ponerme a cubierto de hablillas y de que todos me miraran como pretendiente desairado por plebeyo. Esto me molestaba grandemente; escribí a mi tío, para que otra vez me cambiaran de destino, y fui destinado a Las Palmas de Gran Canaria.

 

---

II. AL PASAR POR MADRID

 

De paso para Málaga, donde debía embarcar, me detuve una semana en Madrid.[214]

En la calle del Arenal me encontré a Ondítegui[215] ascendido a capitán.

-¿No sabes? -me dijo-. Estoy casado y contentísimo de mi suerte, pues conseguí mi ideal: casarme con una mujer enamorada de mí antes que yo de ella. La conocí en Santander el verano pasado. Yo no había reparado cuán interesada estaba por mí; pero un señor con quien hice amistad unos días antes, un tal don Matías Zarandona, un señor de edad, muy simpático, me lo hizo observar. Una noche se empeñó en convidarme al teatro. Allá nos fuimos, y por el camino me iba diciendo: -Yo tengo de la mujer un concepto elevadísimo: la venero. En el mundo no hay más que dos cosas perfectas: la mujer y la rosa. Las mujeres son como el oro, que muchos hablan mal de él y todos lo desean. La mujer ha nacido para ser la conservadora de la paz y la felicidad doméstica, como las antiguas vestales lo eran del fuego sagrado. La mayor perfección es amar; el amor es el saludo de los ángeles a los astros. En el primer intermedio me dijo: -Usted es un joven de talento y buen observador, pero tiene pocos años y todavía no hace observaciones microscópicas, como hago yo por experiencia. Yo, mi querido amigo, cuando estoy en una concurrencia como ésta, tengo por deporte fijarme en las señoritas y estudiar a qué hombre mira cada una con preferencia y disimulo, y acabo por saber de qué jóvenes están enamoradas respectivamente. Esto me divierte sobremanera desde que enviudé por segunda vez y me di de baja en escarceos amorosos; y yo acabo de observar que aquella señorita de aquel palco, la del vestido color salmón, no le quita a usted la vista desde que hemos entrado.

Así era, en efecto. El mismo don Matías Zarandona buscó quien me presentase a los tíos con quienes vivía aquella señorita huérfana de padres: a los tres meses nos casamos; soy feliz, y bendigo a la Providencia que, sin saber cómo, me hizo amigo de don Matías Zarandona.

-¿Y qué te trae por Madrid?

-¡Ah! Un invento mío. Me he metido a inventor, no hay más remedio: como se han terminado la campaña carlista y la de Cuba, estamos en la época de procurarnos ascensos por medio de inventos, escribiendo libros y Memorias o haciendo cualquier cosa que, aun cuando no sea de utilidad, revele aplicación, laboriosidad y amor al servicio[216]. Te recomiendo hagas lo mismo si no quieres verte a la cola del escalafón[217]. Ya ves, a Pérez le han dado el grado de capitán por un pañuelo para la tropa, donde ha estampado el escudo de España y, alrededor, toda clase de calzado llevado por los ejércitos[218], desde la abarca[219] fenicia hasta la moderna alpargata española[220]; a Gómez, el empleo de comandante por arreglar los papeles de un archivo en el Ministerio; a López, el empleo de teniente coronel por su fusil cafetera lavativa; más de doscientos grados y empleos por otros tantos telémetros, incluso el telémetro flauta; y por centenares de modelos de ollas para rancho y de camas para la tropa; y por libros, no digamos “El arado y la bayoneta”, “La transpiración cutánea del soldado”, “La trayectoria del proyectil en el planeta Venus”. En fin, hasta los artículos del recluta[221] con viñetas para que se entiendan mejor. Total: hay que hacer algo. Tú que tienes pujos de poeta, ¿por qué no escribes los artículos del recluta en aleluyas? Tendrías un éxito:

El quinto[222] recién llegado

a una escuadra es destinado.

De su cabo aprenderá

lo que este le enseñará.

En oyendo tocar “Diana”

sacudirá la galbana[223].

 

Y con la influencia de tu tío el canónigo, te valdría un gradito o tal vez el empleo inmediato.

-¿Y tú que has inventado?

-La cachiporra topográfica. No dejes de verla: está en el Ministerio, donde la tienen a informe.

Quedé en ir a ver el invento de Ondítegui, y nos despedimos.

En la casa de huéspedes donde fui a parar comía a  mi lado un caballero de edad avanzada, llamado Félix Alemani, y desde el primer día buscó mi conversación y mi amistad por la circunstancia de conocer mucho, de oídas, a mi tío el canónigo, al cual tributaba grandes elogios.

-Su tío de usted es un santo varón, un modelo de sacerdotes, un verdadero sabio. ¡Ah! Si hubiera justicia en España, su tío de usted hace años que sería obispo, por lo  menos.

Y refiriéndose a mí:

-No necesito enterarme de los hechos de armas en que tomó usted parte, mi querido amigo; me sobra con saber que operó a las órdenes del general Escande, el más templado, el más valiente de nuestros generales, para deducir que se batió usted muchas veces, y bravamente cual cumple a un militar pundonoroso; pero como en este desdichado país no se premia el verdadero mérito, hoy es usted teniente, mereciéndose ser capitán o comandante.

Ya el primer día se empeñó en convidarme al teatro, y acepté.

En uno de los entreactos saludó a un matrimonio que, con una hermana de la esposa, estaba tres filas más atrás de la nuestra. Cuando volvió a mi lado me dijo:

-Es un matrimonio felicísimo. La señorita que está con ellos es Isidorita, la cuñada; como es huérfana, vive con ellos; si viera usted que chica tan buena, tan simpática y tan instruida…; a mí me gusta echar algún párrafo con ella porque me encanta su talento. Por cierto que me ha preguntado quién era usted; se lo he dicho, haciendo de usted los elogios que usted se merece, y, no sé, ella es muy prudente, está muy bien educada y nada me ha indicado; pero se me figura que se ha quedado con ganas de que lo presente a usted.

Don Félix Alemani me presentó al matrimonio y a Isidorita, morena de tipo clásico español, de unos veinticinco años, con unos ojazos descomunales y brillantes, y de una conversación agradabilísima, en la cual pronto nos enfrascamos, y al empezar el acto siguiente, a instancias del señor de Alemani, ocupé la butaca del esposo, junto a Isidorita, y el esposo fuese a ocupar la mía al lado de mi improvisado amigo, a fin de que la chica y yo no interrumpiéramos nuestra discusión[224] acerca de la Literatura contemporánea.

En las demás noches que permanecí en la corte se repitieron mis conferencias con Isidorita, en distintos teatros, para todos los cuales el señor de Alemani disponía de localidades que las Empresas le regalaban en atención al cargo que desempañaba en el Gobierno civil, según me dijo.

Isidorita opinaba con gran acierto  buen sentido en todo cuanto tratábamos. Me convencí de que era un cerebro excepcional, así de que nos amábamos, y en mi última noche de conversación la confesé mi amor. Ella me contestó con sencillez e ingenuidad:

-Sería ridículo contestarle “Lo pensaré”: ésta es la costumbre; pero desde la primera noche que nos hablamos, los dos comprendimos que nos amábamos; así, pues, marche usted a Canarias llevándose la seguridad de que es correspondido.

-Me hace usted feliz. Mañana me voy a Málaga; antes iré a despedirme de ustedes, a su casa. Nos escribiremos con frecuencia.

-Todos los días.

Al marcharme a casa con el señor de Alemani le confié mis amores con Isidorita y mi deseo de casarme con ella, por lo cual me felicitó efusivamente, asegurándome que no había de encontrar esposa mejor; y, ya en la puerta de mi cuarto de la casa de huéspedes, me dijo en tono sentencioso:

-Yo tengo de la mujer un concepto elevadísimo: la venero. En el mundo no hay más que dos cosas perfectas: la mujer y la rosa. Las mujeres son como el oro, que muchos hablan mal de él y todos lo desean. La mujer ha nacido para ser la conservadora de la paz y la felicidad doméstica, como las antiguas vestales lo eran del fuego sagrado. La mayor perfección es amar; el amor es el saludo de los ángeles a los astros.

Me acosté pensando en aquellas tan bonitas frases del señor de Alemani, frases que me parecía haberlas oído otra vez y no podía yo precisar dónde; pero al apagar la luz y concentrar mi imaginación sobre la misma idea, recordé las palabras que otro señor, aquel don Matías Zarandona, amigo de Ondítegui, le había dicho a éste en Santander: eran las mismas, idénticas. No me explicaba  yo aquella coincidencia. Dormí intranquilo. Una sospecha mortificó mi sueño. A la mañana siguiente llamé a la patrona:

-Oiga usted, señora; ¿quién es ese señor Alemani? Creo ver en él un hombre misterioso, y me tiene escamado.

-Lo mismo me sucedió a mí en un principio, y más cuando supe que cada mes, o así, muda de hospedaje y se cambia de nombre. No vaya a ser algún criminal, me dije; con que entré en averiguaciones y resulta que… -pero por Dios, no me descubra usted, señorito-, resulta que es agente de una Agencia Matrimonial, pero no de esas agencias donde emparejan a los hombres y a las mujeres sin conocerse y como si fueran bestias; verá usted lo que hacen: Va allí una señorita que le corre prisa el casarse; este señor, que ahora se llama Alemani, u otro de los agentes, busca un joven fácil de enamoriscarse y que tenga cara de primo, le da coba, lo presenta a la sujeta, y si hay changa, es decir, si se casan, el agente tiene un tanto por ciento de lo que cobra la agencia por el arreglo.

Visto: yo, para el señor de Alemani, era fácil de enamorar y tenía cara de primo; Isidorita había encargado un marido a la Agencia, o quizá el encargo fuese hecho por el cuñado para zafarse de la cuñada.

Pregunté por el señor de Alemani, con intención de decirle cuatro frescas; pero el agente matrimonial se había marchado muy temprano, dejándome una tarjeta en la cual me decía que un asunto urgente le obligaba a salir urgentemente para Bilbao.

Como es consiguiente, no fui a despedirme de Isidorita. Todo había terminado entre ella y yo. ¡Otro desengaño!

 

Me llegué al Ministerio a ver el invento de Ondítegui.[225] Allí estaba el inventor y me hizo explicación minuciosa del invento, merecedor de recompensa, porque no es poco ingenio meter dentro de un gran bastón o cachiporra todos los objetos y aparatos necesarios para levantar planos en campaña. Claro está que el bastón no era macizo: la caña estaba formada por un tubo de palastro como el de las estufas, y el puño semejaba un puchero de regulares dimensiones; dentro del tubo y del puño se encerraba una brújula, una cinta métrica, un telémetro, un heliógrafo, un trípode hecho con tres varillas de paraguas, papel, lápiz, goma y una porción de cosas más. Había de llevarse al hombro. Se desarmaba en menos de media hora y se volvía a armar en poco más de una si se había tenido cuidado de ir recogiendo el sinfín de tornillos en una espuerta. Además, tenía la ventaja de poderse meter en la cachiporra topográfica cuantos aparatos fuesen menester: todo se reducía a aumentar el diámetro del tubo y el volumen de puño. Algunos meses después, estando yo en Canarias, supe que, por la cachiporra topográfica, la habían dado a Ondítegui el grado de comandante. De lo que no volví a saber ni se habló más fue del invento.

Felicité al inventor y, al separarnos, le pregunté:

-Aquel señor amigo tuyo a quién conociste en Santander, que se llama Matías Zarandona, ¿es un señor como de cincuenta años, todo afeitado, de ojos azules y saltones?...

-Sí.

-¿Alto y delgado, de hablar pausado y meloso, siempre con la sonrisa en los labios?

-El mismo, el mismo. ¿Qué, le conoces?

-Sí; me lo presentaron hace unos días.

-Caramba, desearía verle y darle un abrazo. ¿Dónde está?

-No le busques; está en Bilbao.

El señor Zarandona y el señor Alemani eran una misma persona. No quise decírselo a Ondítegui: hubiera sido una crueldad; le dejé ignorante de que había sido casado por encargo a una Agencia Matrimonial.

---

III. EN MÁLAGA

 

Muchos viajeros íbamos en el tren[226] que me llevó a Málaga. Tuve que meterme en un departamento de primera, cuyos ocho asientos iban ocupados siete por un matrimonio, tres niños y dos niñas; una de éstas, la mayor, era muy bonita y no tendría más allá de quince años. Al lado de ésta me senté, pues era el único asiento desocupado.

 

A la mamá le entró una especie de hormigueo así que vio a un joven oficial sentado al lado de la chica y un largo viaje en perspectiva. No sabía cómo componérselas para cambiar a su hija de asiento sin llamar mi atención ni manifestar violencia de que la chica estuviese a mi lado. Con fingida naturalidad decía la mamá:

-Adriana, ¿no estarías mejor de espalda a la máquina?

-Voy bien aquí.

-Anda, Pepito, ponte donde está Adriana.

Pepito: -¡No quierooo!

-Adriana, tan cerca de la ventanilla y de frente a la máquina, te puede entrar alguna mota de carbón en los ojos; pásate aquí.

-No, mamá; si llevo puesto el velo del sombrero.

Yo me encontraba muy a gusto al lado de Adriana; era bien patente que lo mismo le sucedía a ella respecto de mí, y lo digo sin jactancia: hasta para los cuerpos inertes existe la afinidad química, ley de atracción que determina las combinaciones de sus átomos; esto, en lo infinitamente pequeño; en la inmensidad del Universo, la atracción de los astros, y, en lo humano, la atracción que Adriana y yo sentimos al vernos. Afinidad química, atracción universal, simpatía entre un chico y una chica: todo es lo mismo.

La mamá insistió varias veces inútilmente. Yo, haciéndome el distraído, pero molestado por la actitud de aquella señora, y tan impertinente se puso que me vengué.

Llegó el revisor y con voz fuerte y sonora, para ser bien oído por todos, le pregunté:

-Diga usted, revisor: ¿hay algún asiento desocupado en otro departamento?

-Sí, señor; en el departamento inmediato; pero no conseguirá usted ir más ancho, porque van siete y, en llegando usted, serán ustedes ocho, lo mismo que aquí.

-No me importa; deseo cambiar de departamento así que paremos en la estación próxima. ¿Quiere usted hacerme el favor de llevarse mi gorra de cuartel y ponerla de señal en el asiento desocupado?

-Sí, señor.

-Muchísimas gracias.

El papá dirigió una mirada de reconvención a su esposa. Ésta enrojeció de vergüenza. El revisor se marchó sonriendo. Adriana se mordió el labio inferior y bajó la vista. Yo me reí por dentro.

Llegamos a la próxima estación; tomé mi manta de viaje y, sin decir palabra, me cambié de departamento.

Uno de los nuevos compañeros de viaje, al enterarse de que yo iba a Málaga, me recomendó que no dejase de ver el cementerio de los ingleses por ser cosa digna de verse[227], y así lo hice, como se verá más adelante.

¡Quién me había de decir que mi visita al cementerio aquel me ocasionaría el suceso más trascendental de mi vida!

 

Llegué a Málaga en época de Carnaval, cuando faltaban dos días para embarcarme.

Uniformado en traje de marcha, fui a presentarme al gobernador militar, el cual tenía de ayudante a un hijo suyo, capitán de Infantería.

-No sé si papá querrá recibirle -me dijo el ayudante-, porque nos vamos corriendo a un paseo militar[228] con la Guarnición: mientras paso recado, vaya usted apuntándose en el libro de las presentaciones.

Y entró en el despacho, de donde salió a poco.

-Puede usted pasar.

Entré en el despacho de Su Excelencia e hice mi presentación, que fue contestada así:

-Ese ros[229] que usted lleva no es de reglamento[230]; es de los que llamamos de pega, y además tiene menos altura que la reglamentaria. ¿De dónde viene usted?

-De Pamplona.

-¿Y en aquella guarnición les permitían llevar esa birria?

-No, señor.

-Pues mientras usted esté en Málaga póngase otro ros; yo no consiento prendas antirreglamentarias a nadie, a nadie absolutamente; ya lo sabe usted. Puede retirarse.

Salí del despacho y dije al ayudante:

-Mi capitán: usted perdonará si, equivocadamente, tomé su ros en vez del mío.

-No tiene nada de particular; como los dos están con funda negra…

-Por cierto que me ha costado una chillería del papá de usted; porque el ros de usted no es de reglamento y me ha dicho que es una birria intolerable.

-Si mi ros es de reglamento o deja de serlo, eso no es cuenta de usted, y no consiento que un inferior me lo eche en cara, y menos que me lo califique de birria.

-No hago sino repetir lo dicho por el general…

-Pero el repetírmelo a mí es una impertinencia. Vaya usted con Dios.

Dos chillerías[231] sin comerlo ni beberlo.

 

En la calle me encontré con Andoaga, compañero mío de promoción. ¡Qué alegría la de Andoaga al hallarse conmigo! Me abrazó, me zarandeó y se constituyó en mi Mentor hasta que fuese llegada la hora de despedirme en el barco.

En cada promoción suele haber un cadete o dos que se erigen en superhombres sobre todos los demás; su criterio es el que prevalece; sus determinaciones, las que imperan; sus consejos, seguidos; sus disposiciones, acatadas, y es calificado de mal compañero aquel de los suyos que no les hace donación de la propia voluntad o pone el menor reparo a cuanto le ocurre al cadete dictador.

Este era Andoaga: el dictador de los de mi promoción; el sabedor de todo; don Blas Punto Redondo[232]. Él no había estado en Canarias, pero al saber que aquél era el lugar de mi destino, me describió aquellas islas, carácter de los habitantes, usos y costumbres, como si allí hubiese vivido durante muchos años; y al referirle yo lo ocurrido con el ros del ayudante del general, me culpó a mí por haberme allanado a inscribirme en el libro de las presentaciones, pues esto es obligación de los ayudantes y no del oficial presentado, y no habiendo tenido yo que escribir, hubiese conservado el ros en la mano, y evitado, así, la contingencia de equivocarlo con el del ayudante de su papá.

Aún me propuse volver al Gobierno Militar a decirle al general que aquella birria de ros era de sus señor hijo, pero no me atreví.

 

Visité cuanto de notable había en Málaga. A todo me acompañaba Andoaga, excepto al cementerio de los ingleses, por parecerle de mala pata entrar allí en época de Carnaval, y aun intentó disuadirme de mi propósito.

Entré solo en el cementerio. En verdad, era digno de ser visitado, y no porque contuviese bellas esculturas que admirar, como en el de Génova y otras necrópolis famosas por sus obras de arte, sino por ser un sitio de aspecto agradable y poético, sin esos detalles macabros que hacen nuestros cementerios lugares tétricos, lúgubres y repulsivos. Vi un jardín ameno, no con flores de muerto y cipreses semejando fantasmas, sino flores, plantas y arbustos exquisitos sobre un suelo ondulado, formando vericuetos, por los cuales iba encontrando sepulturas semiocultas entre el ramaje. Un lugar atrayente. Mientras la población se entregaba al bullicio y los placeres del Carnaval, una atracción misteriosa me retenía en aquel ambiente de paz y de ensueño, donde permanecí hasta la caída de la tarde.

 

Anochecido, llegué a la fonda. Subí a mi cuarto a dejar espada y ros y bajé al comedor, donde me esperaba Andoaga, al que yo había convidado a comer conmigo.

Un camarero me entregó una carta con el sobre en blanco.

-Acaban de traer esta carta para usted.

-¿Cómo sabe que es para mí, si el sobre está en blanco?

-Porque una señora de edad, que la ha traído, venía detrás de usted, y ha dicho al portero: “Para ese señor oficial que acaba de entrar; ese que ahora sube por la escalera.”

La carta decía así:

Señor oficial: No deje de ir esta noche al baile de máscaras del Casino N. Fácil le será proporcionarse una tarjeta de favor, por ser forastero. Vaya usted, se lo suplico por lo que más quiera, y allí sabrá quién es la autora de esta carta.

Una alma dolorida

Siempre tuve para mí que los anónimos proceden de gente ruin y miserable: por esa razón no hice caso de éste y hasta determiné no confiárselo a Andoaga.

Nos sentamos a la mesa y me dijo mi camarada[233]:

-Esta noche me acompañarás al baile del Casino N. He pedido una tarjeta de favor para ti como forastero.

-No; estás muy equivocado si piensas que voy a acompañarte al baile.

-¿Por qué?

-Porque de mí no te burlas tú.

-Poco a poco, amigo Béjar; yo no me burlo de ti.

-Vaya, no tengo ganas de broma. Ahora comprendo que tú eres el autor de esta carta; no lo niegues.

Y se la manifesté.

-Te juro y te doy mi palabra de honor de que yo he escrito esta carta, y de que es la primera noticia que de ella tengo.

-Entonces, ¿quién me ha escrito, si en Málaga no conozco a nadie más que a ti?

-¿Yo qué sé?

-Indudablemente, yo debo tener cara de primo cuando me envían esta carta para burlarse de mí.

-¿Quién sabe? La letra es de mujer, y el papel, perfumado.

-Sí, estamos en la tierra de la guasa, y en Carnaval, por añadidura; y yo esta noche no salgo de la fonda, y me acuesto para que el autor de la carta vea el caso que de ella hice.

-¿Y no vienes al baile?

-No, señor.

-¿Y si, por casualidad, la carta fuese de una mujer bonita?

-Estoy cansado de ser juguete de las mujeres, y aunque supiese que la carta es de una mujer hermosa enamorada de mí, yo no voy al baile.

-Eso es, seguramente, lo que se propuso el autor o autora del anónimo: que no vayas al baile; ya lo ha conseguido, no se reirá poco al ver que no vas; y hasta quizá lo achaque a cobardía.

Tantas razones me dio Andoaga, que me convención y el acompañé al Casino N.

 

Entramos en el salón, repleto ya de bulliciosas máscaras. Mi entrada produjo algún revuelo; muchas miradas se fijaron en mí, y observé cuchicheos y comentarios acerca de mi persona. Yo era un forastero, y a esto lo achaqué para tranquilizarme.

Andoaga me propuso presentarme señoritas para que bailara, y me opuse. Me encontraba malhumorado, lleno de preocupación por inquirir cuál sería el detalle o detalles de mi rostro, que me daban aspecto de inocente, de primo, y me senté, mustio y pensativo, mientras Andoaga bailaba a destajo y la concurrencia seguía fijándose en mí de un modo insistente.

Al verme blanco de todas las miradas hice intención de marcharme, cuando ante mí se detuvieron tres máscaras de capuchones de raso negro con ribetes blancos. Una de ellas se acercó y me dijo:

-Muy aburrido estás, oficial.

-Mucho; no te lo puedes imaginar.

-¿No bailas?

-No sé bailar.

-Si quieres podemos pasear -me dijo con voz dulce y natural.

Dudé un momento. El recuerdo de la carta anónima me tenía escamado. Al observar mi indecisión preguntó la mascarita:

-¿Serás capaz de desairarme?

-No, no; de ningún modo.

Ofrecí mi brazo a la mascarita, que dejó a sus compañeras, y empecé a pasear con ella por el salón.

Ella inició el diálogo:

-Me sorprende que un joven como tú venga al baile sin saber bailar.

-No pensaba venir, pero ha mediado una circunstancia y me he creído obligado.

-¿Tal vez una carta en que te lo suplicaban?

-¿Por qué me haces esa pregunta?

-Porque soy el alma dolorida firmante de la carta.

-¿Tú?

-Sí, yo; te habrá extrañado…

-No; desde luego comprendí que se trataba de una broma de Carnaval.

-No se trata de una broma, sino de una cosa bien triste.

Dejó escapar un suspiro; me miró fijamente, y noté que su brazo temblaba sobre el mío. La máscara continuó:

-Yo no he querido más que a un hombre al cual amé con locura y tuve la desgracia de perder; y tú eres su vivo retrato; por eso te escribí: para tener el consuelo de hablarte, pues me parece estar hablando con él.

-¿Tanto me parezco?

-No es posible mayor parecido: su misma voz, sus mismos ademanes, su misma sonrisa… ¿No me crees?

-No; tú eres una vieja que se ha propuesto divertirse a costa mía.

-Soy joven, y bien joven.

-Entonces eres la criada de esas dos máscaras con quienes ibas.

-Espera un momento.

Quitóse un guante y me mostró una mano tersa, finísima y delicada.

-Dime si esta mano es de vieja o de criada.

-Es verdad que tienes una mano lindísima.

-Ya van a bailar. Sentémonos y te convenceré de que es cierto cuanto te digo.

Nos sentamos y la previne:

-Mira, mascarita: yo no tengo la obligación de guardar consideraciones a quien desconozco y tales cosas me dice detrás de una careta; si quieres que te escuche déjame ver tu cara.

-Me pides un imposible.

-Un momento nada más.

-No puede ser.

-Entonces te dejo; no estoy dispuesto a pasarme la noche dando oídos a la conversación de alguna fea.

-Espera; me levantaré el antifaz un instante sin que nadie lo observe.

Se acercó a mí; levantó y bajó rápidamente el antifaz. Fue un relámpago. Quedé deslumbrado por aquella momentánea y hermosa visión. Mi asombro fue grande, pues aquella linda carita más tenía de niña que de mujer. Cegado por hermosura tan extremada, exclamé:

-Habla; dime cuanto quieras: miente, búrlate de mí; todo debe consentirse a una mujer tan hermosa como tú.

-Ni me burlo de ti ni te engaño: cuanto voy a confiarte es verdad, y tú mismo lo puedes comprobar esta noche. Escucha.

 

---

IV. ¡POBRE AURORITA!

 

La mascarita lanzó un profundo suspiro y habló así:

-Desde muy niña viví con mis padres frente a una fábrica de alcoholes propiedad de un señor inglés, míster Brighton, el cual tenía un hijo llamado Miguel, que desde muy pequeño ya trabajaba en la industria de su padre[234]. Mi familia, bastante modesta, intimó con aquella familia acaudalada, y Miguel y yo nos amamos desde que nos vimos, con ese amor infantil no declarado, pero comprendido y verdadero. A mí siempre me admiró aquel niño por su amor al trabajo y por la seriedad con que procedía y razonaba; no tendría cumplidos quince años, cuando un joven de la localidad se casó con una vieja fea, pero rica; al enterarse Miguel, se indignó y me dijo: “En España abundan los jóvenes distinguidos, pundonorosos y nobles, tan cuidadosos de su honor, que son capaces de desafiarse por una pequeñez y, sin embargo, cometen la villanía, la bajeza de casarse por el dinero y llevar a una mujer monstruosamente fea colgada del brazo, sin avergonzarse de que, al pasar, todos le señalen con el dedo, y digan: Mirad: ese joven tan pundonoroso, tan caballero y de apellido tan ilustre, ha cometido la indignidad de convertir en mercantilismo un acto tan sagrado como el del matrimonio; el acto que debe conducirnos al cielo, a ese joven le ha conducido a la despensa.” “Los que así proceden, son degenerados, cobardes, porque no tienen valor suficiente para casarse con una pobre por cariño y trabajar y luchar por la vida como es obligación de los hombres.” “Yo me consideraría deshonrado viéndome mantenido por mi esposa.” “Yo quiero casarme por amor, nada más que por amor.” Y cogiéndome de una mano, continuó con gran vehemencia: “Yo sólo aspiro a una mujer como tú: virtud y belleza, nada más; si pensaste que yo pudiera casarme con una inglesa, te equivocaste: yo busco en España mi felicidad de amor.” “Dios ha dado las almas rubias a mi patria para consolarnos de la falta de sol.” “Yo soy un alma rubia y no quiero casarme con otra alma rubia, pues un acorde musical no se hace con la misma nota, no se pinta un cuadro con un solo color; a una alma rubia hace falta un alma morena; esa alma morena eres tú, y, si me correspondes, haremos acorde amoroso y cuadro de poesía.” Su padre y los míos veían con agrado aquellos amores, sobre todo míster Brighton, el padre de Miguel, que me quería y trataba como a una hija, y se empeñó en casarnos en cuanto yo cumplí dieciséis años, pues decía que el casarse no es cosa de viejos, sino de jóvenes. Llegó el día de mi felicidad y de mi desgracia: hace cuatro meses nos casamos por la mañana, sin boato alguno, en el mismo viaje en que habíamos de emprender nuestro viaje de novios. Desde la iglesia nos acompañaron a la estación; subimos al tren y partimos en dirección a Madrid. Poco duró nuestro viaje: en el trayecto de Pizarras a Alora sufrimos un choque terrible con otro tren; no puedo precisar los detalles de la catástrofe; no los recuerdo porque perdí el conocimiento; al recobrarlo, me encontré rodeada de gente desconocida en la estación de Pizarras. Pregunté por Miguel; me contestaron que estaba herido y había sido llevado a Málaga, pero me engañaban: mi pobre Miguel había muerto del choque. Considere usted mi angustia, mi dolor inmenso. Míster Brighton vino a buscarme y, desde entonces, vivo con él y una señora de compañía que puso a mi disposición: suplicó a mis padres que viviese yo en su casa, pues esto le consolaría de la pérdida de su hijo. Cuatro meses he permanecido sin salir de casa, creyendo morir de pena. Hoy he salido por primera vez, para ir a plantar unas flores en la tumba de mi pobre Miguel, y a rezarle; y, al levantar mis ojos pidiendo a la Virgen consuelo a mi dolor, como si el cielo me hubiese escuchado y atendido, te apareciste tú, y el corazón quiso salírseme del pecho, pareciéndome ver a mi esposo redivivo. Te seguimos a distancia mi señora de compañía y yo. Te sentaste en la Alameda a ver las máscaras.

-Exacto.

-Mi señora de compañía quedó vigilándote mientras yo corría a casa a escribirte la carta que dicha señora te llevó siguiéndote hasta la fonda. No pienses mal de mí; no me guió otro deseo que el de hablar un rato contigo y hacerme la ilusión de que estoy al lado de mi adorado Miguel; ya ves que niñería.

Me pareció que lloraba o, por lo menos, sabía fingirlo muy bien.

-¿Y dónde ha leído usted ese cuento? -pregunté.

-En ninguna parte.

-Pues, te felicito por tu inventiva.

-No es invento: es un pedazo de mi vida. ¿No me crees?

-Ni jota.

-¿No estuviste en el cementerio de los ingleses esta tarde?

-Sí, estuve.

-Allí estaba yo y te vi.

-O, por lo menos, me viste entrar o salir, o te lo han contado y aprovechas para tomarme el pelo.

-¿No has observado, no observas cómo te miran todos desde que apareciste en este salón?

-Sí; lo he observado, y te confieso que me preocupa y me tiene con cierta escama.

-Así que entraste, todos dijeron: “Brighton, es el propio Miguel Brighton.”

-Caramba, caramba; me lo vas a hacer creer.

-Para desvanecer tu desconfianza, haz una cosa: me acompañas al tocador y, mientras estoy allí, preguntas a cualquiera persona del salón porqué te miran tanto; verás como te dicen que por tu gran parecido con Miguel Brighton, pero no digas a nadie quién soy; ¡qué se diría de mí: venir al baile a los cuatro meses de viuda! Confío en tu caballerosidad.

Acompañé a mi máscara al tocador. Volví al salón. No necesité preguntar: Andoaga vino a mi encuentro.

-¡Chico, qué suerte tienes! Esta noche has dado el golpe; no se habla más que de ti en el baile: eres, según dicen, el fiel retrato de un tal Miguel Brighton, hijo de un inglés fabricante de alcoholes, que murió en un choque de trenes la misma mañana de su boda, al emprender el viaje de novios. Y es más: la máscara con quién acabo de bailar, sospecha que esa con quién estabas sentado y hablando era la viudita en cuestión.

-Oye, Andoaga: todo esto, ¿no es un plan para burlaros de mí?

-No, Béjar; tu amistad te da derecho a gastarte una broma de buena ley, pero no a que en ella tomen parte cuantas personas hay en este salón.

-Y  tú, ¿conoces a esa viudita?

-No, pero dicen que es una mujer preciosa, que estuvo a punto de volverse loca al verse soltera, casada y viuda en menos de dos horas.

-¿Y su nombre?

-Aurora. ¿Es la que estaba contigo, verdad?

-Sí; pero, por Dios, no lo digas a nadie.

-Eres el tío de la suerte.

Volví al tocador en busca de mi máscara.

-No me había usted engañado, Aurora.

-Ya le han dicho mi nombre…

-Sí; y perdone si puse en duda cuanto me dijo.

Nos sentamos otra vez, y tuve la abnegación de dejarme contemplar toda la noche por aquellos hermosos ojos, y dar conversación a mi pareja, ya que con esto hacía una obra de caridad; consolar al triste; y hasta hubiera rezado por el difunto si a ello me hubiese invitado Aurora, por la que yo sentía una compasión grandísima.

Terminada la fiesta, nos despedimos y me dijo:

-Adiós; que tenga usted feliz viaje. Probablemente, ya no nos volveremos a ver…

-Y aunque nos viésemos; yo no podré reconocerla; la he visto un instante no más, y sólo pude apreciar que es usted muy hermosa; ha sido una crueldad lo que ha hecho usted conmigo; déjeme ver su cara otro momento…

Accedió a mi petición y me estrechó la mano efusivamente, mientras me decía:

-Voy a pedirle el último favor: no me siga usted hasta mi casa; se lo suplico.

-Pierda usted cuidado: no la seguiré.

La viudita reunióse con sus compañeras y despareció.

-¿En qué habéis quedado? -me preguntó Andoaga.

-En nada absolutamente.

Y le confié ce por be cuanto hablé con Aurorita.

-¿Y te ha prohibido que la siguieras?

-Sí.

-¿Y tú la has obedecido?

-Naturalmente.

-Eres un inocente, un mentacato. Eso es lo que ella deseaba: que la siguieras y averiguases su domicilio; por si tú no te acordabas de hacerlo, ella te lo ha recordado. Yo conozco muy bien a las mujeres porque he leído a Balzac, a Voltaire y a Juan Jacobo Rousseau. Esa mujer se ha enamorado de ti perdidamente…

-Sí; pero es muy triste verse amado por retruque, en la persona de otro, con la mirada puesta en mí y el pensamiento en el difunto.

-¿Qué te importa? El hecho es que tu tipo es el soñado por ella y que te ama. Corre, a ver si la encontramos.

-No; le prometí no seguirla, y yo soy esclavo de lo que prometo.

---

V. PACO LAÍNEZ

 

Al día siguiente, después de almorzar, Andoaga vino a la fonda. Como cosa propia le dolía que la aventura de la viudita conmigo tuviese término.

-Es una lástima que te embarques esta tarde; tú serías feliz mitigando la infelicidad de esa desdichada que llora la pérdida de su idolatrado esposo, muerto antes de llegar al tálamo. Encuentro en todo esto una ternura ideal, una interesante poesía.

-También a mí me ha interesado sobremanera, y me he pasado buena parte de la noche pensando en Aurora; recordando aquella carita de virgen, aquel semblante hermoso y dolorido que, a pesar de haberlo admirado dos solos instantes, se me quedó fotografiado[235] en el alma.

-Sientes compasión infinita por Aurora; como yo.

-Algo más que compasión.

-¿Te has enamorado de ella?

-Sí; te lo confieso.

-Lo suponía y me alegro; por eso no he querido venir sin indagar detalles de la familia de Aurora: mi íntimo amigo Paco Laínez me ha enterado de que Aurora es rica: su suegro la deja heredera de la fábrica de alcoholes y de algunas fincas más; una fortuna que, si te casas con la viudita, te permitirá enviar la carrera a paseo.

-Eso, jamás. Tengo mucho cariño al uniforme.

-Ya comprenderás que para enterarme de esto, he tenido que confiarle a Paco Laínez lo ocurrido anoche.

-Lo siento.

-No temas ni pases cuidado: es un excelente amigo y me ha jurado guardar el secreto. Tú lo que debes hacer es no marcharte sin ver a Aurora.

-Imposible; faltan dos horas para embarcar.

-Le pones una carta.

Me pareció muy bien, pues era lo que yo deseaba hacer; y escribí una carta diciendo a la viudita que la amaba tanto como pudiera haberla amado su malogrado esposo, o más.

Nos echamos a la calle en busca de quién nos diera la dirección de míster Brighton, en cuya casa habitaba Aurora.

En la puerta de la fonda nos encontramos con Paco Laínez que venía en busca de Andoaga.

Era el malagueño Paco Laínez un buen mozo de unos treinta años, simpático y decididor; no se le conocía profesión ni carrera; estaba muy bien relacionado, y así que era presentado a cualquiera, encontraba modo de hablar de las yeguas de vientre, los cochinos, los borregos, las vacas y los pastos de su dehesa; y todo esto debía ser verdad, pues al encontrarnos con él, vestía chaqueta con coderas, pantalones con cachirulo, sombrero cordobés y todo lo demás necesario y clásico para montar en una jaca de campo y marchar a visitar su hacienda.

Al serme presentado por Andoaga, se mostró muy afectuoso, y me dijo:

-Mire uté: yo soy muy amigo de mis amigos, y basta con que sea uté compañero de Andoaga, y ademá forastero, para que yo le apresie y considere como uno de mi mejore amigo. Lo que siento y me da fatiga es que se  marche uté tan pronto, porque tendría mucho gusto en llevarle un día a almorsar a mi dehesa; este año se me ha dao medianamente; no tengo má que treinta y dó yeguas de vientre, cuatrosientos cochino, seisientos borregos y sincuenta vacas; pero no estoy descontento de los pastos y demás. Aquí, el amigo Andoaga, le he ofresío llevarlo también un día.

-Hombre, sí; hace más de un año que me lo estás ofreciendo.

-Es que quiero llevarte cuando hayan parío la yeguas pa que veas los potrillos.

-Oye, Laínez: nos vas a decir dónde vive míster Brighton.

-¿Aurorita, la viuda de Miguelillo Brighton?

-Es lo mismo.

-Pues, a eso vengo; como que ya estaba yo tirando pa la dehesa y lo he dejao ná má que por eso. Bueno; vamo a tomano unos chatitos ahí a la vera, y mientras tanto les diré a utede lo que hay del asunto, porque la cosa tiene su mijita que explicar.

Nos llevó a un colmado inmediato, pidió unas copas de vino blanco, y me dijo:

-Ya le he dicho a uté que yo soy muy amigo de mis amigos; eso é; pues bien, ha llegao el momento de explicarle a uté lo de anoche, antes de que las cosas sigan adelante; eso é: Aurorita perdió a su marido, como uté ya sabe; y uté se parese a su marido como una gota de agua a otra gota de agua; todo eto é la chipé, pero vamos al caso: Yo ayer tarde al volvé de mi dehesa, dio la casualidá de que le vi a uté salir der sementerio de lo inglese y, la verdá, me extrañó que en una tarde de Carnavá, cuando tó er mundo se está divirtiendo, un ofisial joven como uté saliera de un sitio tan triste; y ademá me fijé en lo mucho que se parese uté a Miguelillo Brighton, tanto, que si no hubiese uté ido de uniforme, hubiera creído que era el propio Miguelillo que había resutiao y se iba a ver las mácaras. Me fuí a casa de una familia amiga, y utede me dispensarán si no digo cuál, porque prometí cállalo. Conté que lo había visto a uté salir der sementerio y su paresío extraordinario con el marido de Aurora; y a las dos niñas de la casa y a su mamá, que son las más guasonas de Málaga, se les antojó dale a uté una bromita de Carnavá; y Rosarito, la má pequeña, que é de la misma piel de Barrabá, fue la que le escribió la cartita y la encargada de jalealo a uté en el baile hasiéndose pasá por la viudita; eso é; ya sé que Rosarito hiso muy bien la comedia, porque é una chiquilla muy lista, pero sepa uté que Aurorita ni ha salío de su casa desde que murió su esposo, ni saldrá en mucho tiempo, y hasta se dise que piensa meterse en un convento; eso é. Yo pensaba callame, y ahora me iba pa la dehesa cuando de pronto he reflexionao aserca de que ha confiao aquí el amigo Andoaga, he dejao la jaca en la cuadra y me he dicho: voy corriendo a desengañá a ese joven ofisial, no sea que siga la cosa adelante, pue yo no pudo consentí que a un amigo de mi amigo le pongan en ridículo; eso é; porque una broma ya sabemos que es una broma, pero las bromas tienen su límite, ¿é verdá o é mentira? Con que ya sabe uté lo que hay; en tocante a mí, cuente uté con que nadie ha de saber una palabra de lo de anoche; por mi salú.

-Muchas gracias.

-Pue ya ve tú si no llego a vení; selebro haber dao ete paso, ya ve tú si aquí el amigo manda la carta, el diguto que se lleva la viudita, la metedura de pata del amigo y la risita de Rosarito y de su familia y de tó Málaga que se hubiera enterao. Vaya otro chatito.

-No, gracias; no bebo más.

-Me parece que la broma le ha hecho a uté pupa; le veo a uté aplanuti.

-No me duele la broma de su amiga Rosarito, sino el recordar que he querido a varias mujeres; en cada amor he sufrido un desengaño, y acabaré por tener callosidades en el corazón y no volveré a mirar a ninguna mujer.

-Harás mal -replicó Andoaga-; si hubieses leído a Mantegazza[236], como he leído yo, sabrías que la mujer es adorable siempre, y que sus pequeños defectos y debilidades la hacen más atractiva y seductora; y no debe juzgarse a todas por el modo de ser de  una.

-Lo que han dicho aquí el amigo Andoaga está muy bien y es la chipenda.

Andoaga y su amigo ya no se separaron de mí hasta dejarme a bordo de mi camarote a bordo del trasatlántico Celedonio Gómez. Paco Laínez pagó el gasto del colmado, y el bote que nos condujo a bordo con mi equipaje; él subió mi maleta y la colocó en mi camarote; él me recomendó al segundo de a bordo, a quién conocía. No he visto hombre más atento y cariñoso que Paco Laínez. Sobre cubierta estuvo dándome consejos contra el mareo, hasta el momento de levar anclas; se despidió de mí con iguales transportes de afecto que si hubiésemos sido íntimos amigos de toda la vida, y me hizo prometer que si a mi regreso de Canarias desembarcaba en Málaga, le buscaría para tener el gusto de almorzar en su dehesa.

 

Partió el vapor. Me asomé a una borda para dar el último adiós a Andoaga y a Paco Laínez, que me gritaba desde el bote:

-¡Adiós, amigo! ¡Buen viaje y que no coja uté polvo por el camino! Verá uté qué bonitas son las mujeres canarias, con un cabello negro como una chimenea, y unos ojos que no caben en ese trasatlántico. ¡Adiós! ¡Buen viaje!

 

---

VI. EN LAS PALMAS DE GRAN CANARIA

 

Fui a presentarme al gobernador militar.[237]

Antes de la presentación, me enteré minuciosamente del nombre de Su Excelencia, edad, naturaleza, estado, número de hijos, Arma de su procedencia y demás circunstancias personales, a fin de prevenirme contra cualquier qui pro quo[238] en el caso de verme obligado a hablar, y, aun en este caso, estaba decidido a hacerlo discretamente, con las menos palabras posibles: tan escamado estaba yo de las presentaciones. El comandante de Artillería, ayudante[239] de Su Excelencia, me preguntó:

-¿Ha venido en ese barco algún otro oficial?

-No, señor; yo solo, que sepa.

Asomó a la puerta del despacho y anunció:

-Mi general: el teniente que llegó ayer noche en el Celedonio Gómez.

-Que pase en seguida:

Entré. El general se levantó, se colocó delante de la mesa de su despacho y antes de terminar mi oración de ritual, me atajó en esta forma:

-Señor oficial: con su señor tío me unen antiguos y verdaderos lazos de amistad. Amistad que jamás eché en olvido. Olvido que tampoco tuvo él según se desprende de su última carta. Carta que me anuncia la llegada de su sobrino en el vapor Celedonio Gómez, y a la vez me habla de la desdichada y deplorable conducta de usted. Usted, señor oficial, ha seguido una conducta que deja mucho que desear, pues conozco algunos de sus hechos. Hechos reprensibles por los cuales su señor tío me suplica que no le pierda a usted de vista y, si necesario fuese, le aplique la Ordenanza[240] en todo su rigor. Rigor que yo estoy dispuesto a emplear con usted, si bien abrigo la esperanza de que no será necesario, pues yo espero que usted reflexionará y sabrá modificar, mejorándola, su detestable conducta. Conducta que seguirá sujetándose a la que exige el prestigio del uniforme y el apellido que usted lleva.

-Mi general, yo…

-No he terminado. Hasta aquí he hablado como general y superior. Ahora habla el amigo: en esta casa, que es la suya desde este momento, se almuerza a la una, y siempre que usted quiera honrarnos en mi mesa tiene un cubierto.

Y dándome un cachete amistoso, me despidió sonriente:

-Vaya usted con Dios, buena pieza.

Saludé y salí al antedespacho. Mi tío[241], por su larga permanencia en Toledo, tenía muchos amigos militares y, por lo tanto, no me extrañaba aquella amistad con el general; lo que sí me preocupaba es que el bueno de don Exuperio diese tanta importancia a mis diabluras de chico, y más todavía me contristaba que no las hubiese olvidado después del tiempo transcurrido y de haberme yo formalizado tan radicalmente. Aquella carta delatora de hechos infantiles era inconcebible en persona tan bondadosa como mi tío el Canónigo.

El ayudante me miró sonriente y me confió:

-Esté usted tranquilo; volverá usted a la península tan pronto varíe de conducta; es lo convenido con su tío de usted.

-Pero si yo no hice nada particular; niñerías propias de la edad.

-Niñerías, ¿eh? Cuénteme, cuénteme; ¿cómo se las arregló usted para llevarse una mujer a un antepalco del Real, durante un baile, remangarla las faldas con camisa y todo, atárselas por encima de la cabeza y sacarla de este modo de la sala?

-¿Yo?

-Sí, señor; creo que se armó un escándalo tremendo, y no la desatan pronto se asfixia la individua.

-No, señor; eso es una calumnia; yo no he pisado jamás el teatro Real.

-Sí, hombre, sí; hará unos veinte días.

-Hace veinte días estaba yo en Pamplona, que es donde estaba destinado.

-¿No estaba usted destinado en Madrid?

-No, señor; ni lo estuve nunca.

-¿No se llama usted José Urzainqui?

-No, señor; me llamo Claudio Béjar y Paredes.

-¿No es usted sobrino del general Urzainqui, actual subsecretario del Ministerio de la Guerra?

-No tengo más tío que un canónigo de Toledo.

-¿No ha venido el teniente Urzainqui con usted en el Celedonio Gómez?

-No, señor.

-Espere usted.

El ayudante entró precipitadamente en el despacho del general y le enteró de que yo no era el sobrino del general Urzainqui, cuyas eran la carta y recomendación recibidas, y a través de la  mampara escuché:

-¿De manera que el teniente Urzainqui no ha embarcado?

-No, señor.

-Ese punto[242] se ha quedado a pasar los Carnavales en Málaga. ¡Y yo que le he chillado al otro!

-No sabe usted con qué disgusto está.

-Dígale usted que pase.

Volví al despacho de Su Excelencia[243] y, con la misma gravedad de antes, me dijo:

-Señor oficial: ya habrá usted comprendido que todo ha sido una equivocación. Equivocación debida a un quid pro quo. Quid pro quo[244] del cual es responsable mi ayudante. Por lo tanto, de cuanto le dije acerca de la conducta de usted, de la amistad con su tío y del rigor de la Ordenanza, no hay nada de lo dicho. Puede usted retirarse.

-A la orden de Vuecencia.

-¡Ah!; y lo del cubierto en mi mesa, tampoco hay nada de lo dicho.

 

Tomé el mando de mi compañía[245], porque el capitán[246] no se había incorporado desde que a Canarias lo destinaron, pues siendo de los del Fijo de Madrid, consiguió quedarse en comisión en la corte por tiempo indefinido.

Me arranché[247] en república de solteros con cuatro oficiales de mi regimiento y el jefe de Artillería don Justo Salvi, al cual se le admitió interinamente llegaba su familia de la Península.

Durante el almuerzo del primer día se presentó un cabo[248] con el libro de la orden y el servicio de Plaza para el siguiente:

-Oiga usted, cabo -dijo Salvi-; aquí hay una equivocación: mañana me toca a mí el servicio de reconocimiento de provisiones, me han saltado el turno, y han nombrado al siguiente; adviértalo.

-No es equivocación, mi teniente coronel; es que el general gobernador ha dado orden de que no se le vuelva a nombrar a usted para este servicio.

Después de marcharse el cabo dijo el teniente coronel, riendo:

-Me han relevado de reconocimiento de provisiones.

-Pues, ¿y eso?

-No sé; el primer día que hice ese servicio llegué a la Administración a la hora debida; no había nadie más que un ordenanza, y me presentó un pan y el libro de actas para que yo firmase el “conforme” de que todos los panes de la hornada tenían el peso exacto y eran de buena calidad. Me negué. Hice reunirse a la Junta de reconocimiento, como está mandado. Vinieron corriendo el oficial de Administración y el médico, sorprendidos de que se les obligara a cumplir lo dispuesto. Hice pesar los panes de la  hornada uno por uno: al que no le faltaban treinta, le faltaban cincuenta, sesenta y hasta ochenta gramos. Di parte por escrito al general gobernador; éste me suplicó que retirase el parte, pues había de ser suficiente la providencia que pensaba tomar. Cuando me nombraron de reconocimiento de provisiones por segunda vez se repitió la escena; volví a dar parte por escrito y a retirarlo, asegurándome el general que iba a tomar una providencia eficaz. Puede que la providencia tomada se ésta: no volverme a nombrar de reconocimiento de provisiones.

 

Ya advertí que todo suceso extraordinario ocurría estando yo de guardia; mi primera estaba haciendo en las Palmas, cuando observé que el cielo tomaba un tinte ligeramente verdoso, el sol brillaba menos que de costumbre y el paisaje presentaba un aspecto sombrío. Salí a la calle y, poco a poco, noté en la boca un malestar como si en ella tuviese tierra. Me miré el uniforme, y estaba cubierto de un polvillo sutil y terroso.

-Es lluvia de arena, mi teniente[249] -me dijo el sargento[250], que era natural de la isla.

Lluvia de arena era, en efecto. Este curioso fenómeno se observa algunas veces en aquel archipiélago; es una arena finísima, como harina, transportada por el viento y a gran altura desde África. Hacía muchos años que no se había repetido. Parecióme llegado el caso de guarecer al centinela en la garita, y en ella le ordené cobijarse.

No opinó del mismo modo el comandante, que llegó al poco tiempo, y me dijo:

-En las Ordenanzas está escrito que el centinela se meterá en la garita en caso de lluvia. Yo entiendo por lluvia el llover, y por llover, caer agua de las nubes. Este es el verdadero espíritu de la Ordenanza, pues nadie ha visto llover en seco. ¡Que salga el centinela de la garita!

Más tarde llegó el coronel:

-Oiga usted, Béjar: ¿cómo no se ha mandado usted que el centinela se meta en la garita?

-Mi coronel, ya se me había ocurrido; pero dice el comandante Estévez que caer arena no es llover.

-Ya lo creo que lo es: llover es caer sobre uno con abundancia alguna cosa, sea agua, arena, vino o mostaza o lo que fuere; y éste es el verdadero espíritu de la Ordenanza. ¡Que se meta el centinela en la garita!

Llegó la noticia al gobernador militar de que, en mi regimiento, el centinela de la puerta principal estaba metido en la garita; y el general, no considerando lluvia al meteoro aquél, ordenó que el oficial de guardia fuese arrestado a su casa así se hiciese entrega de la guardia.

Mi coronel corrió a ver al general, ante el que me defendió, asumiendo para sí toda responsabilidad, y el arresto quedó sin efecto; y después de la larga discusión entre ambos acerca de si el caer arena del desierto en abundancia debía considerarse como llover, quedaron en que era un caso opinable, no previsto en las Ordenanzas y merecedor de ser consultado a la superioridad.

Respecto de tan importante asunto se dividieron los pareceres de la oficialidad y se discutió acalorada y formidablemente durante una semana, mientras yo pensaba: “Los elementos esperaban mi primera guardia para enviarnos la lluvia de arena: es mucha pata la mía.

---

VII. LADY ELSIE

En Las Palmas de Gran Canaria[251] todo es suave y dulce: los tomates y las patatas son de lo más exquisito que se conoce, con piel lisa, sin rugosidades; las cebollas no pican; no hay en toda la isla un solo bicho venenoso; no hacen falta pararrayos, pues los chubascos no van acompañados de exhalaciones; los canarios son atentos, amables, e ignoran lo que es el flamenquismo y la chulería; las canarias son de una bondad adorable y se expresan melosamente; el clima es ideal.

Los ingleses — personas que saben distinguir — consideran una suerte el poder venir a pasar unos meses en este paraíso. Como esto no está al alcance de todas las fortunas, tienen constituidas sociedades en las que cada asociado abona una pequeña cantidad mensual; de tiempo en tiempo, se hace un sorteo entre los socios y, a los agraciados, se les pagan todos los gastos de viaje y estancia en Canarias, hospedándose en alguno de los hoteles ingleses de primer orden allí existentes y que, además de elegantes hospederías, son centros de honesta diversión.

A uno de estos hoteles fui a comer un día. Terminada la comida, retiraron las mesitas del amplio comedor y empezó el baile en el que tomaron parte jóvenes y viejos sin darse reposo.

El dueño del hotel, correctamente vestido de frac, se acercó a mí:

Caballero oficial, si usted desea bailar, le presentaré a algunas de estas señoritas.

Y me presentó a dos o tres con las que bailé. Una de ellas me gustó sobremanera. Llevaba dos pequeños lunares postizos de terciopelo negro pegados, uno en la cara y otro en el descote, que realzaban la blancura de su cutis nacarino. Bailando conmigo se le cayó el del descote y, con gran despreocupación, sacó una cajita de lunares de diferentes tamaños, tomó uno, pasó su lengüecita por el dorso del lunar y se lo pegó donde el otro estuvo, como la cosa más natural del mundo.

Lástima no poder entendernos, pues la inglesita era recién llegada y de español sólo sabía decir y no, y yo, de su idioma no conocía más que yes, verigüel, olray, eslipin car y vater clos; pero supo entenderme cuando le dije que ella bailaba olray y que tenía una cara muy verigüel.

En uno de los descansos me indicó que la esperase. Subió la escalera corriendo, remangándose la falda algo más de lo necesario para no pisársela, y a poco, bajó de su cuarto un librito de conversación, inglés-español. Nos sentamos y, con aquel librito, nos entendimos perfectamente; quedamos en que ella se llamaba Elsie, yo Claudio Béjar, y en que yo volvería al día siguiente al hotel para ser presentado a su mamá.

No falté a la hora convenida del día siguiente. Elsie y su mamá me recibieron en el hall del hotel. En la presentación, la mamá se limitó a hacerme una ceremoniosa reverencia.

Elsie y yo nos sentamos a una mesita donde tenía preparada una gramática castellana para que yo le fuese aleccionando; y así lo hice muy gustoso, alternando las lecciones de gramática con frases castellanas que yo le decía y ella aprendía de viva voz, hasta llegada la hora del té con que me obsequiaron.

Durante un par de meses continuaron mis visitas a Elsie, y era recibido cada vez con más afecto. Casi siempre me tenía preparada alguna duda para que yo se la explicase, y eran muy acertadas y muy naturales las que se le ocurrían: «Por qué decimos a sabiendas y no decimos a ignorandas.» «Por qué se dice montar a caballo y no se dice montar a burro.» «Si la sílaba on puesta al final de un substantivo, indica aumento, un ramo grande debía llamarse un Ramón, y de la persona que está pasando un gran rato, debía decirse que está pasando un ratón[252]

Algunas veces puse por tema de nuestras lecciones, frases amorosas e intencionadas; mas ella, a pesar de ser muy lista, no se dio por avisada. También tuvimos lecciones al aire libre, escuela práctica, paseando los dos solos por la carretera del puerto, por la orilla del mar o sentados en las dunas frente a éste; horas plácidas que yo aproveché para decirle:

Elsie; pocos días faltan para que usted regrese a Inglaterra: esto me tiene muy contristado, pues yo la amo a usted.

Estas frases y otras parecidas me las hacía repetir hasta aprendérselas de memoria y procurando pronunciarlas como yo, pues las tomaba por temas de nuestras lecciones prácticas; y en acentuando yo que no se trataba de temas, sino de la pasión que por ella sentía, esquivaba la respuesta preguntándome el nombre español de algún objeto.

Dos días antes de marcharse le dije muy seriamente:

Amiga Elsie: lo que voy a decirle no es tema para nuestras lecciones, que doy por terminadas; antes de separarnos, quiero que me conteste si está dispuesta a corresponder al amor que la profeso.

¡Oh, mi buen amigo, mi simpático amigo Claudio!; bien comprendí que sus frases amorosas no eran temas para perfeccionarme en el castellano; si a ellas no contesté fue porque érame muy doloroso desengañarle; pero ya que me lo exige, sepa que yo correspondería a su pasión si mi amor no fuese de otro desde hace tiempo.

¿Ama usted a otro?

Sí; estoy prometida a Howard Buckley, oficial de la Marina inglesa, con el cual me casaré en llegando a mi país.

Otra ilusión muerta.

El día de la partida acompañé hasta el vapor a la mamá y a la inglesita, y regalé a ésta una canastilla de flores.

Al despedirnos, Elsie me dijo, estrechándome la mano efusivamente:

Además de marcharme muy agradecida a la amabilidad y a la paciencia con que me ha enseñado el castellano de viva voz, guardaré un gratísimo recuerdo del amigo Claudio.

Yo también de usted, amiga Elsie; he pasado horas muy felices a su lado.

Le escribiré participándole mi boda.

No, Elsie; eso, no; se lo suplico.

Bajé al bote, donde permanecí hasta que se perdió de vista el vapor. Sobre cubierta agitó sus alas, largo rato, una palomita blanca: era el pañuelito de Elsie que me daba el último adiós.

 

*

*  *

Estuve en Las Palmas hasta ser ascendido a capitán y destinado a Sevilla. Durante ese tiempo vi dos cosas dignas de recordación:

 

a) Del capitán general — residente en Tenerife — se recibió orden de que en el plazo de una semana nos presentásemos uniformados de rayadillo como el usado en Cuba durante la primera insurrección. Los jefes y oficiales corrimos a casa del sastre. No había manos suficientes para terminar tanto uniforme en aquel breve plazo. Yo le había suplicado a mi sastre que no dejase de traerme el uniforme de rayadillo la noche antes de la fecha señalada, mas no lo hizo. Fui a su casa; aporreé la puerta; salió a la ventana y me dijo:

Descuide, cristiano; estamos de vela y trabajaremos toda la noche; mañana a primera hora tendrá el uniforme.

Mire usted que a las diez entro de guardia.

Antes de esa hora lo tendrá.

El sastre cumplió su palabra. Me fui al cuartel vestido de rayadillo, y allí supe que se había recibido orden del capitán general prohibiendo el traje de rayadillo.

 

b) Habíase declarado la guerra entre Rusia y Turquía [253]. Con tal motivo, se ordenó que de la península viniesen dos regimientos de infantería a Las Palmas.

Para prevenirse contra la falta de subsistencias en caso de ser bloqueados por los rusos o por los turcos, se ordenó a la Administración militar hacer grandes compras.

Estando de sobremesa en nuestra república, vino a despedirse un oficial de Administración, muy querido y apreciado por todos, el cual nos participó que había sido destinado a Cádiz sin haberlo solicitado, y que en su lugar, venía otro oficial al cual le correspondería hacer aquellas grandes compras.

Realizadas éstas, y llegados los dos regimientos, se nos ordenó que, para los ranchos de la tropa [254], nos proveyésemos de lo comprado y almacenado por la Administración; mas, siendo los géneros de ésta mucho más caros que los que se vendían en las tiendas, los jefes de Compañía, con todo el respeto debido, reclamamos ante el coronel. Este hizo lo mismo ante el gobernador militar, basándose en que, según el Reglamento para el servicio interior de los Cuerpos, las Juntas económicas de éstos son las únicas encargadas de estudiar y señalar los almacenes o tiendas donde con viene proveerse; pero el general gobernador contestó que eso de los Reglamentos y las Reales órdenes no reza con los generales, y que, en llegando a esta categoría, podían disponer a su antojo.

Es de suponer que éste fuese un criterio de ocasión y muy particularmente de aquel señor.

Acatamos la orden comprando a diario una pequeña cantidad de lo caro en la Administración, y el resto, de lo barato, en las tiendas particulares; de este modo cumplimos lo ordenado y, al mismo tiempo, procuramos la más económica inversión de los haberes del soldado, como dispone la Ordenanza.

 

Procediendo igualmente los demás regimientos, las grandes compras hechas se consumían muy lentamente y entraron en putrefacción; el vecindario se quejó del mal olor; intervino el Ayuntamiento, y la mayor parte de lo comprado en previsión de que turcos o rusos nos bloquearan, fue quemado por higiene pública.

El fuego es un gran purificador.

 

---

 

VIII. HERMINIA COLLANTES

 

Hacía una semana que yo había llegado a Sevilla.

Salí del cuartel en dirección a mi casa.

En una callejuela vi un mocete sentado sobre un baúl mundo; cerca del mocete, una señora y una señorita ataviadas con lo más modesto e indispensable para tener derecho a ser clasificadas como señora y señorita. Llevaban en las manos algunos pequeños bártulos propios para viaje.

Como la calleja era de las más estrechas de Sevilla, las dos mujeres hubieron de moverse para dejarme paso; me fijé en la señora y reconocí en ella a doña Severa, esposa de uno de los clientes que mi padre tenía en la capital de mi pueblo, cuando yo estudiaba en el Instituto.

El gesto de ambas mujeres era mezcla de contrariedad y de tristeza que contrastaba con el buen humor del mocete, el cual, sentado sobre el baúl, canturreaba:

Tu mare.. .

dice que come pescao

y lo que come es potaje.

Volví sobre mis pasos y dije a la señora:

Usted perdone; si mal no recuerdo, usted es la esposa del señor de Collantes.

Servidora de usted.

Yo, para servir a ustedes, soy hijo del doctor Béjar, el médico que tenían ustedes.

¡Ah!, ¿usted es hijo del doctor Béjar?

Sí, señora. Las he visto aquí paradas; supongo que vienen ustedes de viaje; y si de algo puedo servirlas, estoy a su disposición.

Muchas gracias. El cielo le envía a usted.

Pues, ¿qué les pasa?

Que hemos estado en dos casas de huéspedes y no nos han querido admitir.

¿No tenían sitio para ustedes?

Sí , tenían; pero como somos cómicas, no nos admiten si no responde alguna persona por nosotras. Ahora pensábamos ir a casa del empresario para que saliese fiador. ¿Le parece a usted, qué situación, la nuestra?

Por lo visto, pertenecen ustedes a la Compañía de José Alberite, que debuta mañana con el Tenorio.[255]

Sí, señor; pero mi hija nada más.

Pues, nada; no se apuren ustedes: vénganse a la casa de huéspedes donde yo estoy, y responderé por ustedes si la patrona exige fiador.

No sabe usted cuánto se lo agradecemos.

Echamos a andar.

Herminia, la hija de aquella señora, era una jovencita cuya palidez, pronunciadas ojeras y mirada triste la hacían muy interesante.

Por el camino, la mamá fue contándome sus cuitas:

Ya ve usted, al morir mi esposo quedamos solas en el Mundo, y sin recursos. Gracias a que Herminia tiene alguna disposición para las tablas, y este verano, cuando pasó por allá la Compañía de José Alberite, a fuerza de recomendaciones, pudimos conseguir un puesto para mi hija.

¿Esta es la primera turné que hacen ustedes?

La primera, sí, señor; lo sensible es que no sea la última.

¿Tan mal les va a ustedes?

Malísimamente: ni Herminia ni yo podemos acostumbrarnos a esta vida de teatro, porque ya sabe usted que estamos acostumbradas a tratar con otra clase de personas; pero ¿qué le vamos a hacer? Paciencia; las circunstancias nos obligan.

Menos mal que van ustedes con un buen director, José Alberite, una eminencia; además, tengo entendido que es muy buena persona...

Regular nada más: tiene a su esposa, con dos hijos, medio abandonados en Madrid, hace muchos años, y él gastando y triunfando como un duque.

Yo tenía entendido que su esposa era La Bertóldez, la primera actriz de la Compañía.

Eso creen muchos, porque paran en la misma fonda y se visten en su mismo cuarto en el teatro; pero La Bertóldez no es la esposa de Alberite.

Herminia estaba violenta oyendo a su mamá.

Para atajar a la señora, pregunté a Herminia:

¿Ha tomado usted parte en muchas obras?

Sí, señor; he trabajado ya en Murcia y en Cartagena, pero en papeles de poca importancia; y aunque muchas personas entendidas me aseguran que tengo madera de primera actriz, ni ambiciono serlo, ni creo que podré acostumbrarme a esas miserias e intrigas de bastidores. La necesidad me obliga, pero yo no he nacido para esto.

La Humanidad es muy egoísta — continuó la mamá — , y el egoísmo del teatro es de un refinamiento tal que a ningún otro se parece: ya ve usted, La Bertóldez, gordota como está y hecha un vejestorio, pues tiene sus cuarenta cumplidos, no cede su papel de doña Inés a ninguna de las jóvenes de la Compañía; y usted la verá hacer una novicia que está para profesar, cuando para lo que está es para salir de su cuidado de un momento para otro.

En todas las compañías pasa algo de eso.

Como en ésta, en ninguna: ni La Bertóldez ni Alberite consienten que alguno de sus compañeros tenga un éxito, y desgraciado del que se gane un aplauso, porque me le ponen la proa o lo echan a la calle. En Murcia les llevaron una obra de un autor local, de un periodista que les daba bombos; hubo que estrenarla, naturalmente; en el reparto había dos papeles de dama, importantes y de lucimiento los dos; pues, amigo mío, obligaron al autor a que de los dos personajes hiciera uno solo para La Bertóldez; y claro está, como las dos damas figuraban ser dos rivales enamoradas del galán, al quedar reducidas a una sola, desapareció el argumento, la obra se convirtió en un ciempiés y fue al foso; pero La Bertóldez consiguió su objeto: que no se luciera también otra. Pues, en Cartagena, no quiera usted saber: se le metió en la cabeza debutar con un papel de niña tobillera, con las patazas que ella tiene; una visión; la medio zumbaron, pero ella todo lo da por bien empleado mientras otra no se luzca.

¿Van a estar ustedes mucho tiempo en Sevilla?

Toda la temporada de invierno.

¿De qué hace usted en el Tenorio, señorita?

Doblo: hago la Lucía y la Tornera.

Tendré el gusto de ir a aplaudirla.

Llegamos a la casa de huéspedes, donde presenté a las forasteras.

La patrona se encampanó un tanto al enterarse de que eran del teatro, pero, con mi fianza, fueron admitidas en un cuartito interior.

En la misma casa de huéspedes se alojaba el capitán Salaverri, compañero mío de promoción, y ayudante del Capitán general.

Al sentarnos a la mesa para almorzar, le dije a mi compañero:

Tenemos dos huéspedes nuevos: la actriz Herminia Collantes y su madre; verás qué chiquilla más hermosa. ¡Me dan una lástima! Ya ves tú: han estado en una posición muy desahogada, son personas muy finas y muy bien educadas, y ahora tienen que andar por los escenarios haciendo comedias.

Yo me hubiese alegrado de almorzar al lado de Herminia o, por lo menos, tenerla sentada delante de mí, en el comedor, y contemplarla; pero observé que el número de cubiertos era el mismo de los días anteriores. Pregunté a la patrona:

¿No almuerzan esa señorita y su mamá?

Sí, señor.

¿Cómo no ha puesto usted cubiertos para ellas?

Quieren comer solas en su cuarto.

¿Lo ves? — dije a Salaverri — ; les es violento comer en mesa redonda, con gente desconocida. Solamente con esto demuestran que son unas verdaderas señoras.

De acuerdo: el comer es un acto que sólo deberíamos realizar junios personas de la familia o de una gran intimidad; y día ha de llegar en que se considere indecoroso el comer en una misma mesa personas que se ven por primera vez o se tratan con cumplido.

La patrona aprovechó la ocasión de colocar un frutero en la mesa, para decirme al oído:

No pueden pagar lo que usted; por eso comen aparte las pobrecitas.

Aquella noticia me amargó el almuerzo.

Salaverri y yo hubiésemos sentido gran bienestar aliviando, a medida de nuestros escasos recursos, la situación de aquellas dos infelices; mas, ¿cómo hacerlo sin excitar su sonrojo?

Por la tarde, Salaverri y yo nos colamos en el teatro y, desde la obscuridad de una platea proscenio, presenciamos el ensayo.

La Bertóldez estaba sentada, a un lado del escenario; repantigada en un sillón; apoyados los pies en una pequeña alfombra; en la mano tenía un ejemplar arrollado, a manera de cetro.

Daba la sensación de una soberana en el trono.

Los actores y actrices, según iban llegando, se acercaban a saludarla y a interesarse por la salud de su directora; a rendirle vasallaje.

Los jovenzuelos de la Compañía ronroneaban alrededor de Herminia, la más joven y más hermosa de las actrices; a ella dedicaban ingeniosos donaires y chistes de los que ella no se reía, y la hacían blanco de atenciones y galanterías que escuchaba con marcada indiferencia.

Terminado el ensayo, un galancete con botines salió con Herminia y su madre, con intención de acompañarlas. Nos acercamos mi compañero y yo. Herminia despidió discretamente al de los botines, y yo la acompañé a casa mientras Salaverri me complacía formando pareja con la mamá.

Este acompañamiento se repitió al día siguiente, y en ambos Herminia continuó doliéndose de verse obligada a tratar con aquellas gentes, y más con José Alberite, por el cual sentía verdadera repugnancia.

---

 

IX. ENTRE COMEDIANTES

 

Amigo Salaverri: esta noche debuta la Compañía de Alberite. Yo quisiera ir todas las noches al teatro, pero mi erario no lo permite.[256]

No te apures; todas las noches vendrás conmigo a la platea del capitán general: sólo tendremos que pagar la pesetilla de entrada a palco.

¿A la platea del capitán general?

Sí; el general, como está de luto, no va al teatro.

¿Y cómo hace la primada de abonarse estando de luto?

No está abonado: todas las Empresas le tienen destinado un palco en cada teatro.

¡Ah!, no sabía yo que los capitanes generales tenían ese derecho.

Te diré: como tener derecho, no lo tienen; sólo tienen derecho a que se les reserve un palco hasta determinada hora del día, pero pagándolo.

¿Y los pagan?

Algunos suelen pagarlos; otros se hacen el longui, como este general que tenemos. Es una consideración que le tienen las Empresas; la misma consideración tienen con el gobernador civil, que tampoco paga su palco; como tampoco pagan sus localidades el gobernador militar, el administrador de Hacienda, los concejales, y un sin fin de personalidades que vienen de gorra al teatro, con sus familias; y los domingos, a las funciones de tarde, envían a la nodriza, las criadas y los niños.

¿Y eso te parece correcto?

¿Por qué no? Es una costumbre inveterada: ponte a la entrada del teatro; verás cuántos señorones pasan con sus familias, por delante de los porteros, sin presentar la

entrada y sin decir más que «Buenas noches». Todo el que veas entrar diciendo: «Buenas noches» forma parte del tifus oficial.

Comprendo que los funcionarios civiles procedan de ese modo, pues ni suelen afinar tanto como nosotros en delicadezas de ese género ni tienen, como tenemos nosotros, un Reglamento donde taxativamente se prohíba admitir dádivas ni realizar granjería alguna por razón del cargo que se ejerce; y me es doloroso ver a iodo un señor general revestido de autoridad admitiendo lo que a los inferiores se nos prohíbe.

Pues, ahí verás.

Fuimos a ver el Don Juan Tenorio con que debutaba la Compañía «Bertóldez-Alberite». [257]

La platea del capitán general estaba desocupada; como el cubierto del Comendador.

Entramos en ella.

En el primer acto el don Luis tuvo una equivocación garrafal:

DON JUAN

Puede ser.

DON LUIS

Vos lo decís.

DON JUAN

¿No os fiáis?

DON LUIS

No.

DON JUAN

Yo tampoco.

DON LUIS

Pues no hagamos más el coco;

Yo soy don Juan.[258]

 

Alberite, que hacía el don Juan, quedó un instante suspenso, y a punto estuvo de contestar:

«Yo, don Luis»; mas, se rehízo y enmendó:

DON JUAN

Perdonad: don Juan, soy yo.

DON LUIS

Es verdad: yo soy don Luis.

 

No hace falta describir el choteo del público, deseoso de más equivocaciones ya que éstas son la salsa de tan manoseada obra.

Todo fue como una seda, hasta la intervención del don Diego:

 

DON DIEGO

No puedo más escucharte,

vil don Juan, porque recelo

que hay algún río en el cielo

preparado a liquidarte.[259]

 

Durante el entreacto, entramos en el escenario, donde Alberite, hecho una Furia del Averno, por las equivocaciones habidas en el primer acto, increpaba a todos sus súbditos con las frases más soeces y los ditirambos más groseros, sin respeto a sexo ni edades.

Al que me vuelva a soltar otro camelo en escena, lo pongo de patas en la calle. ¡Esto es una Compañía de tronchos! La culpa me tengo yo y me está bien empleado; por atender a recomendaciones, tengo en la Compañía tarugos que no hablan y actrices que deberían estar en su casita haciendo toquillas para las tiendas.

Herminia temblaba. Era bien patente que lo de las actrices admitidas por recomendación lo había dicho mirándola a ella.

Procuré animar a Herminia, inútilmente; se le saltaban las lágrimas.

Cuando, en su papel de Lucía, se asomó a la reja, estaba la pobre Herminia azorada, con gran excitación nerviosa. Su escena con don Juan fue una desdicha:

DON JUAN

Doña Ana Pantoja, y

quiero ver a tu señora.

LUCÍA

¿Sabéis que casa doña Ana?

DON JUAN

Sí, mañana.

LUCÍA

¿Y ha de ser tan infiel ya?

DON JUAN

Sí será.

LUCÍA

Pues, ¿no es de don Luis García?[260]

DON JUAN

Ca, otro día.

(Por lo bajo a Herminia.) ¡Animal!

LUCÍA

¡Bah! Y ¿quién abre este bolsillo?[261]

D O N JU A N

Otro bolsillo.[262]

Y, en voz baja, lanzó una blasfemia de las de carretero borracho.

No pararon ahí las desdichas de Herminia: al salir vestida de Tornera, y pasar por junto a Alberite que estaba entre cajas, oyó decir a éste:

Ahí va doña Camelos.

No es, pues, de extrañar que la escena con la Abadesa se recitara en esta forma:

A B A D E S A

¿Qué hay? Decid.

T O R N E R A

Un doble anciano

quiere hablaros.[263]

A B A D E S A

Es en vano.

T O R N E R A

Dice que es de Carabaña

caballero; que sus faros

le autorizan a este peso

y que la urgencia del queso

le obliga al instante a hablaros.[264]

Volvimos al escenario. Mientras Herminia se cambiaba de vestido, la Estatua del Comendador nos invitó a pasar a su cuarto, donde estuvimos fumando un pitillo y comentando los camelos de aquella representación.

No les extrañe — nos dijo aquel viejo actor— : el Tenorio tiene el inconveniente de saberse demasiado de memoria; por eso decimos sus versos antes de pensarlos, y de ahí las equivocaciones. Para evitarlas, yo, a pesar de sabérmelo como el Padrenuestro, no digo frase sin antes oiría del apuntador. Esto no lo saben los principiantes, y menos esa niña que ha hecho la Tornera; la pobre obraría muy cuerdamente dejando el teatro, porque Dios no la llama por el camino del Arte; y es lástima, porque su figurita es una monería y su cara una divinidad.

¿Cree usted que no sirve?

Es una equivocada y será una de tantas víctimas del teatro. Miren ustedes: en mis treinta y cinco años de actor, he observado que hay fres clases de actrices: Las verdaderas; de éstas hay pocas; llegan a la cumbre por sus propios merecimientos artísticos y sin ayuda de nadie. Las inverecundas; éstas son las actrices mediocres, pero bonitas, que consiguen ocupar puestos preeminentes siendo hoy la concubina de este empresario, mañana la de aquel primer actor; en el pecado llevan la penitencia, pues, al salirles las primeras arrugas, son abandonadas por sus protectores y descienden a primeras actrices en Compañías que no pasan de Soria, Teruel y Badajoz, y no en época de feria. Y, por último: Las víctimas, esto es, las que no pudieron llegar a la cumbre por falta de aptitudes o por sobra de honradez; éstas son la generalidad.

El porvenir de Herminia me interesaba; Salaverri trataba algo a Pepe Alberite; me introdujo en el cuarto de éste para presentármelo e interceder por ella.

Hecha la presentación, Alberite, con ampulosas y rebuscadas frases, tono campanudo y actitud dramática, conceptuó a Herminia como lo había hecho la Estatua del Comendador.

Verdaderamente, era una desgracia el estar a las órdenes de Pepe Alberite: farfantón, endiosado, soberbio y procaz con los humildes, orgulloso, fatuo; sentía [gran admiración por sí mismo y estaba enamorado de su físico a pesar de que los cincuenta años le habían abultado el abdomen, conservaba la dentadura a fuerza de postizos y empastes, sus ojos lacrimeaban, y su cara y cuello presentaban huellas de enfermedades pegadizas; pero, con sus ternos llamativos, corbatas rutilantes y abrigos de moda inverosímil, todavía llamaba la atención por la calle.

Entró en el cuarto La Bertóldez y, sin parar en nosotros, disparó al primer actor, refiriéndose a Herminia:

Pepe: esa niña es un tiro; hay que darle pasaporte cuanto antes.

Desde luego; en eso estoy, pero ya esperaremos a terminar esta temporada.

¿Y por qué no ahora mismo?

Porque estamos faltos de personal.

Continuó el desacuerdo: La Bertóldez emperrada en despedir a Herminia aquella misma noche; Alberite en que convenía esperar a que llegase otra actriz de Madrid.

Como la polémica iba tomando caracteres dramáticos, mi compañero y yo creímos prudente despedirnos.

Yo me sentía invadido de un sentimiento de lástima y de simpatía por Herminia desde que la conocí, y una de las noches que la acompañé desde el teatro a casa, le dije:

Herminia: he oído decir a usted repetidas veces que detesta esta vida de teatro.

Mucho; no lo sabe usted bien.

De modo que si se le presentase ocasión de abandonarla, para siempre, por otra más tranquila y apropiada al modo de ser de usted...

Dejaría el teatro inmediatamente; pero no tendré tanta suerte...

¿Por qué no? Usted es merecedora de todo: de encontrar un hombre a quien unirse en matrimonio y la retire de la escena para siempre.

Ese es el único ideal con que sueño.

La realización de ese sueño puede ser un hombre que la ame a usted como la amo yo, Herminia, se lo juro. Para lo que usted se merece, poco soy, pero se lo ofrezco con toda mi alma y estoy dispuesto a que nos casemos lo antes posible; viviremos modestamente, como exige mi paga de capitán, pero viviremos felices, en paz, y lejos de ese ambiente de bastidores donde sólo espinas le esperan a usted.

¡Espinas solamente! Tiene usted razón.

Bien; ¿y qué me contesta usted, Herminia?

Por de pronto, le agradezco que se haya fijado en mí. En cuanto a la contestación... espere unos días; déjeme pensarlo...

¿Puedo acariciar alguna esperanza? ¿Sí?

¿Por qué no? — contestóme risueña y con visible alegría.

Las mujeres saben decir de infinidad de maneras; hasta diciendo no; y Herminia con su pregunta, supo decirme que correspondía a mi pasión.

Me acosté saboreando dos grandes satisfacciones: mi amor correspondido y la obra de caridad que realizaba casándome con Herminia.

---

 

X. LA COLLANTES

 

A la mamá de Herminia parecióle muy bien mi propuesto casamiento con su hija y que ésta se retirase del teatro definitivamente; mas, su cariño de madre no debía reconocer, en público, el fracaso de Herminia por falta de aptitudes, y propalaba que la retirada de la escena obedecía al mal trato de Alberite influenciado por la envidia de La Bertóldez, la cual impedía que a Herminia se le diesen papeles con que ésta pudiera lucirse y a ella desbancarla.

Enteré a mi tío Exuperio[265] de la angustiosa situación de Herminia y su madre, describiendo, al propio tiempo, las bellas cualidades de ambas, y ponderándole mi anhelo de casarme con la chica.

Contestóme el canónigo aplaudiendo mi propósito, pues con esta resolución satisfacía yo mi enamoramiento y libraba a Herminia de una vida de azares y peligros.

Pedí los papeles para casarme. La mamá pidió también los de su hija.

Todos los documentos necesarios estaban ya en Sevilla; podíamos casarnos desde luego, pero, a instancias de Herminia y de su madre, aplazamos la boda.

Hasta cierto punto, estaba justificado el aplazamiento: faltaban veinte días para terminar la temporada de teatro; Alberile había tenido la consideración de no despedir a Herminia a pesar de haber llegado de Madrid otra actriz para substituirla; lo correcto era corresponder a esa consideración continuando en la Compañía hasta que ésta saliera para Córdoba dentro de veinte días. Herminia y su mamá eran dos personas bien educadas y como tales debían portarse, y más teniendo presente que en las últimas obras representadas recayeron en Herminia papeles de alguna importancia.

Para nuestro nido de amor encontré un pisito casi en los suburbios; vivienda muy reducida, lo justo para el matrimonio y la mamá; y fui viendo y apalabrando algunos muebles; yo contaba con diez pagas retrasadas, que de Cuba acababa de cobrar, y dos mil pesetas que mi tío me envió para poner la casa.

Herminia vino con su madre a ver el pisito, y parecióles bien, más a la chica que a la madre en la cual sorprendí un mohín de disgusto al ver la falta de luz y escasas dimensiones del dormitorio a ella destinado.

Las oí hablar del traje blanco, velo y flores de azahar. Insinué alguna objeción contra este gasto superfluo y, para nosotros, excesivo; mas hube de batirme en retirada al protestar la mamá que su hija debía casarse como se había casado su madre y con arreglo a lo que exigía su condición; y me di por derrotado ante las miradas de Herminia, forzosamente vencedoras por lo amorosas y tímidas.

Diez funciones faltaban para terminar la temporada y casarnos, cuando una mañana, al volver del cuartel, tuve con Herminia y su madre la escena siguiente:

Mamá. — ¿Sabe usted quién ha venido a visitarnos?

Herminia. — No puedes figurártelo.

Yo. — ¿Quién?

Herminia. — Pepe Alberite.

Yo. — ¿Pepe Alberite? ¿Y a qué obedece esa visita?

Mamá. — A . . . un acto de cortesía.

Yo. — Fuere por lo que fuere, unas señoras decentes no deben recibir en su cuarto la visita de un sujeto como ese.

Herminia. — No, Claudio; no le hemos recibido en nuestro cuarto, sino aquí, en el comedor.

Yo. — Es igual: quien le haya visto entrar o salir de esta casa no sabe en qué habitación le han recibido ustedes.

Herminia. — ¿Qué íbamos a hacer? La patrona nos pasó recado de que en el comedor había un caballero que necesitaba hablar con nosotras; salimos y nos encontramos con Alberite. Si yo llego a sospechar que era él, te aseguro que no salgo.

Mamá . — Mi primera intención, al verle, fue despedirle con cualquier pretexto; pero me le encontré tan humilde y acongojado que me cortó la acción.

Herminia. — Parecía otro, completamente.

Yo. — Pero, bien; ¿puedo saber a qué diablos ha venido?

Herminia. — No te alteres, Claudio: ha venido a realizar una acción noble.

Yo. — ¡Noble! ¿Alberite, una acción noble?

Herminia. — No lo dudes. Muy angustiado nos ha dicho: «Señoras mías: vengo, única y exclusivamente, a felicitar a ustedes por el próximo enlace de Herminia con el simpático y valeroso capitán señor de Béjar, gloria de nuestro Ejército y, además, a jurarles bajo mi palabra de honor y por el recuerdo de mi santa madre, que esté en gloria, que me encuentro pesaroso, avergonzado y arrepentido de mi comportamiento con Herminia. Sí, amigas mías: reconozco que en algunos momentos, por la índole ingrata y especial de mi cargo de primer actor y director, me dejé arrastrar por impetuosidades de mi carácter irreflexivo; proferí denuestos inmerecidos contra Herminia, faltando, estúpido de mí, a la consideración que merece y al respeto a que tiene derecho indiscutible una señorita de su ilustre apellido y esmerada educación. Esto, bien lo sabe Dios, no es vana palabrería; es sincera manifestación, ingenua, espontánea y desinteresada surgida del fondo de mi alma. Ruego a ustedes, suplico a ustedes que me perdonen y que me honren considerándome como un verdadero amigo e incondicional servidor. A los pies de ustedes

Mamá. — No dijo más; y se marchó que se le caían las lágrimas.

Herminia. — Si hubieses estado presente te hubiera dado lástima.

Yo. — Mucho me extraña esa humillación en un hombre tan soberbio y orgulloso; bien pudiera ser una comiquería de Alberite que sabe decir eso y mucho más sin sentirlo.

Herminia. — Opino como tú.

Mamá . — Fingida o no fingida, siempre es una atención tenida con nosotras y hay que agradecérsela.

*

*  *

Aquella noche tuvimos en el teatro un entreacto muy largo: La Bertóldez estaba con un tremendo síncope y no encontraban modo de volverla en sí. Al pasar yo hacia el cuarto de Herminia oí los chillidos de la accidentada; me acerqué al grupo formado a la puerta del cuarto de La Bertóldez; allí estaba Salaverri que me informó:

— Alberite acaba de tener un violento altercado con su prójima, a consecuencia de haberle dado a Herminia un papel que la otra reclama como suyo y a título de primera actriz, con muchísima razón; parece ser que Alberite ha replicado que La Bertóldez está ya muy avanzada, el público se pitorrea al verla en ese estado, y debe quedarse en casa hasta salir de su paso. Se han puesto como dos fieras; un escándalo tremendo.

Corrí al cuarto de Herminia y me la encontré muy entusiasmada estudiando el papel causante del patatús de La Bertóldez.

Yo. — Herminia: ¿es cierto que te han repartido un papel de primera actriz?

Herminia. — (Muy contenta.) Sí; un papel precioso.

Mamá. — Y de mucho lucimiento.

Herminia. — Un papel en que voy a salir

vestida en traje de sociedad, muy elegante, muy elegante.

Yo. — Y faltando pocos días para dejar el teatro, ¿vas a hacer ese gasto?

Mamá . — Sí, porque durante esos días, mi hija será la primera actriz y le suben el sueldo: ocho duros.

Yo. — Herminia: yo te suplico que te dejes de ilusiones y no aceptes eso.

Mamá . — Tiene que aceptarlo a la fuerza: La Bertóldez ya no está para salir a escena.

Herminia. — ¿Cómo quieres que deje colgada a esta gente?

Yo. — Que se encargue otra de las actrices de ese papel.

Herminia. — Eso le he dicho yo a Alberite, pero él jura y perjura que no hay en la Compañía otra actriz de mejores disposiciones que yo; y tanto ha insistido.. .

Y o .— ¿Estás loca, Herminia? ¡Que tú tienes disposiciones para el teatro! ¿Y te lo has creído? Recuerda las atrocidades que soltaste en el Tenorio.

Mamá . — Aquello fue . . . por lo que fue.

Herminia. — Dice Alberite que él tuvo la culpa por haberme puesto nerviosa diciéndome inconveniencias cuando yo iba a salir a escena. El pobre casi se ha puesto de rodillas, y me ha dicho: «Por Dios, Herminia; sálvame, por lo que más quieras; si tú no sustituyes a la primera actriz, yo me pego un tiro.» Ponte en mi caso.

Yo. — ¿Y has permitido que te llame de tú?

Herminia. — No le he dado importancia, porque eso es costumbre suya con todas las actrices Jóvenes.

 

Herminia actuó de primera actriz interinamente. Una clac[266] reforzada por Alberite, y el público, siempre indulgente con una hermosa joven principiante, amañaron un éxito que repercutió en la Prensa.

Hija y madre, rebosantes de satisfacción, me leyeron las alabanzas que los periódicos dedicaban a Herminia Collantes; la mayoría hablaban de la hermosura de la actriz más que de sus méritos artísticos. Uno de los críticos se excedía en sus optimistas apreciaciones al escribir: «La Collantes es naciente estrella que aparece en el cielo del arte dramático para deslumbrarnos con sus fulgores y eclipsar mortecinas luces de oíros astros moribundos que caminan rápidamente hacia el ocaso

Un semanario festivo publicó esta cruel grosería:

«A la Collantes dan bombo

críticos de bastidores;

también bombo consiguió,

y no flojo, La Bertóldez.»

El crítico de los astros moribundos era amigo inseparable de Alberite; La Bertóldez, achacando a éste la inspiración de aquella indirecta, rompió con él y se despidió de la Compañía. Alberite no deseaba otra cosa.

*

*  *

Herminia. — Nos mudamos de casa.

Mamá. — Vamos a una fonda de las mejores.

Yo. — ¿Cómo es eso?

Herminia. — Yo lo siento mucho, pero nos lo exige la Empresa.

Mamá. — Aunque sólo quedan nueve funciones, dice la Empresa que una primera actriz de la categoría de Herminia no debe vivir en una modesta casa de huéspedes, pues eso va en desdoro de la Compañía.

Y se fueron a la fonda.

Ya sólo faltaban dos días para que la Compañía se marchase. Gracias a Dios, pensaba yo; pero Salaverri vino a darme una amarga noticia: se estaba ensayando una obra, que había de estrenarse para debutar en Córdoba, y, en ella, Herminia desempeñaba el principal papel.

¡Oh! No era posible; aquella noticia sería un invento de los cómicos.

Corrí a la fonda donde se alojaban las dos mujeres. Cuando yo subía a su cuarto, bajaba Alberite la escalera, orondo, finchado, rebosante de satisfacción. Hizo intento de saludarme: esquivé su saludo.

Llamé a la puerta. Abrieron. Entré.

Herminia, ¿es verdad que vas a estrenar una obra en Córdoba?

Por toda contestación, bajó los ojos, dejóse caer en, una butaca, ocultó el rostro con las manos, y rompió a llorar o hizo como que lloraba.

Yo continué:

Si por un momento te deslumbró el puesto de primera actriz, yo te lo perdono; pero reflexiona con calma, vuelve en ti, querida Herminia, y no mates mis ilusiones prefiriendo el ruido de los aplausos a mis amorosas palabras. ¿No me dijiste que aborrecías la vida del teatro? ¿No me has jurado amor? ¿No me

has ofrecido ser mi esposa? Contesta. . . ¡Contéstame! — grité procurando separar sus manos del rostro.

Intervino la madre:

No la mortifique usted más. ¿No ve usted con qué pena está la pobre?

Es que yo tengo derecho a que se me conteste, y no me marcharé de aquí sin contestación.

Es muy sencillo: nos vamos a Córdoba y después a América con la Compañía que, desde pasado mañana, se llamará «Compañía Collantes- Alberite».

De manera que . . . ¿Herminia?

Es la substituta de La Bertóldez. Ea; ya está usted contestado.

¡La substituta de La Bertóldez! ¿Herminia la substituta de La Bertóldez? ¿Y no se muere usted antes de proferir semejante insulto contra su hija?

No, señor; estoy viva y con mucha salud, a Dios gracias.

Herminia: ¿es verdad lo que tu madre acaba de decir de ti?

Sin quitarse las manos de la cara, Herminia contestó afirmativamente con un ligero movimiento de cabeza.

Está bien; en este instante siento estar bien educado, porque la educación me impide decir a ustedes cuanto merecen.

Herminia se había echado de bruces sobre el respaldo del asiento, más bien en actitud de dormir que de llorar. Me acerqué a ella, y dije:

No llores, desgraciada; guarda esas lágrimas para cuando Alberite te pegue un puntapié y te abandone, como acaba de hacerlo con la otra.

Tomé la puerta; bajé la escalera, agarrándome al pasamano. Llevaba el alma dolorida y conturbada de penosa emoción.

 

Escribí a mi tío la maldad de Herminia, y me contestó: «Perdónala; probablemente, Herminia es una buena muchacha; pero, el ambiente de la escena es enloquecedor, y la consecución de un primer puesto suele estar por encima del amor y de las conveniencias sociales

 

---

 

XI. ELVIRA ROMERALES

 

Olvidé a Herminia mucho antes de lo que yo pensara, pues ni odio ni amor sentía por ella, sino desprecio.

Huérfano, sin una persona al lado en quien depositar mi cariño, en su defecto, compré unos canarios; mas, yo necesitaba verme correspondido, e ignoraba si lo era por aquellos pajarillos.

Nuevamente me sentí herido por el revoltoso bebé de las flechas[267]:

En el segundo piso de una casa, sita en lo más céntrico de Sevilla, habitaba un señor Romerales con su esposa y dos hijas casaderas.

Me petó una de ellas. Paseé la calle. Una tarde que la chica estaba en el balcón, me colé en la portería y pregunté a la portera:

¿Sería usted tan amable que me dijera el nombre de esa señorita que está en el balcón del segundo?

Hijo mío, no se lo puedo desir a uté, porque ayer mismitamente echaron a los otros porteros y entramo nosotros, y ésta es la hora en que todavía no sé cómo se llaman los vesinos; no sé más sino que el señor del segundo se llama Romerale; pero ahí baja la donsella de esos señores y ella le podrá desir.

La doncella se allanó a ver cuál de sus dos señoritas estaba en el balcón y a decirme su nombre muy en breve, pues sólo iba a un recado a la tienda de enfrente.

Esperé en la portería. Volvió la doncella y me informó:

La que está en el balcón es la señorita Elvira. Son dos hermanas; la otra se llama Leonor y está para casarse con un joven de Almodóvar del Río, donde el señor de Romerales, padre de esas dos señoritas, tiene muy buenas fincas.

Como es consiguiente, gratifiqué a portera y doncella y ambas se mostraron propicias a facilitar aquellos amores incipientes.

Ya no estaba la chica en el balcón cuando salí a la calle. Marché a mi casa y escribí una carta de tonos vehementes y apasionados a Elvira Romerales.

Elvira recibió la carta con gran contento, según después supe, y, si bien su contestación no fue un sí completo, en sus frases se veía la s y parte de la i.

Cruzamos dos o tres cartas más. Quedamos en hablarnos de noche por el balcón. Así lo hicimos dos noches. Yo estaba encantado del talento y discreción con que Elvira supo decirme que correspondía a mi amor. Además me permitió que, desde el día siguiente, de diez a once de la mañana, hora en que su papá no estaba en casa, subiese a hablar con ella a través de la mirilla de la puerta. Subí y ¡oh, contrariedad! Elvira me dijo:

Voy a darte una mala noticia, Claudio: dentro de dos semanas se casa mi hermana Leonor en Almodóvar del Río y allá nos vamos a vivir.

Lo siento muy de veras, pero eso no impedirá que yo siga amándote.

Y yo también, Claudio. No dejaremos de escribirnos ni un solo día, ¿verdad?

Te lo prometo.

¿Vendrás a verme a Almodóvar?

Siempre que pueda.

Allí buscaremos quien te presente a mis papás.

No deseo otra cosa.

Espérame abajo en el portal; voy a salir un momento con la doncella y nos acompañarás. ¿Quieres?

Encantado.

Esperé en el portal. A poco, bajaron la doncella y Elvira. Ésta me dijo:

Aunque te he dicho que puedes acompañarnos, no te acerques mientras nos puedan ver desde los balcones de casa.

Y salió a la calle después de dirigirme una amorosa sonrisa, a la que me fue imposible corresponder: no era aquélla la señorita de quien yo estaba enamorado; era de su hermana Leonor. Elvira no me gustaba; no podía enamorar a nadie.

Inmediatamente comprendí lo que había ocurrido; la que estaba en el balcón cuando yo entré en el portal a preguntar a la portera, era Leonor: la que estaba en el balcón cuando salió la doncella, era Elvira. Se conoce que, mientras estuve en el portal hablando con la portera y la doncella, se metió Leonor y salió su hermana.

¿Qué hacer? Determiné confesar a Elvira la equivocación. Con este propósito apresuré el paso para alcanzarla, pero por el camino recordé que dentro de dos semanas se marchaba a Almodóvar con su familia; así, pues, lo mejor era aguantar aquellos catorce días; la ausencia se encargaría de poner fin a nuestras relaciones, y yo me ahorraría la violencia de confesar a Elvira la equivocación sufrida y de herir su amor propio.

En uno de estos catorce días llegó el nuevo Capitán general. Yo ya le conocía: el general Longarilles, aquél procedente de la promoción de los graciosos que nos pasó revista al regimiento desde el cuarto de banderas.[268]

Tomada posesión del mando, visitó los cuarteles, mejor dicho, los patios de los cuarteles, donde, por disposición suya, se le recibió con la tropa formada y las filas abiertas para pasar lentamente por entre ellas, pues su visita, según dijo y repitió, tenía por único objeto el que la tropa se fijase bien en sus rasgos fisonómicos y le conociera y saludase yendo de paisano.

Yo lo que quiero es que me conozcan — repetía — ; que se fijen bien en mí; y usted, Coronel, aleccione bien a la tropa de cómo son los galones y las escarapelas de los cocheros de mi coche para que los centinelas den la voz de «a formar» tan pronto como los vean.

Así se hará. Lo malo es que, a lo mejor, dudan porque suelen confundir el coche de Vuecencia con el del Gobernador civil y otros con galones y escarapelas parecidas.

Ya convendremos en una señal que harán los cocheros con la fusta desde lejos cuando sea mi coche; y en otra señal, cuando el coche vaya de vacío o vaya en él la nodriza.

Una tarde estaba yo en un gabinete del Casino. En el salón, y junto a la puerta de dicho gabinete, estaban de tertulia varios jefes de Cuerpo de la Guarnición, comentando lo que por la mañana les había dicho el general Longarilles.

Hube de oírlos sin pretenderlo:

No habrá más remedio; quien manda, manda: se empeña el General en que cada Cuerpo tenga su himno para que lo canten los soldados.

Dice que eso ha dado un excelente resultado en Alemania, pues gracias a los himnos, el Ejército alemán gana todas las batallas.

Menos las que pierde.

De manera que tendremos que buscar un poeta que nos haga los cantables.

Y un músico para que se encargue de ponerles la música.

Yo le hice presente al General que la letra para un himno no se le puede encargar a un cualquiera: se trata de una cosa seria y ha de procurarse una letra escrita por firma acreditada.

Y eso ha de pagarse bien, pues nadie trabaja de balde.

Naturalmente; pero ¿cómo pongo yo en la cuenta de gastos del regimiento «Tanto a Fulano de Tal por unos versos para el himno del regimiento», si no me lo aprobarán?

Eso mismo le advertí al General, pero ya me dio la solución; me dijo: «Usted manda un regimiento de Caballería; tendrá algunos caballos enfermos; pues bien: va usted beneficiando la cebada que no coman esos caballos y, con el importe, paga usted los versos del himnoDe manera que ya tengo el problema resuelto: pagaré al poeta con cebada.

Para mí, hay otro problema más peliagudo: los versos de ustedes, al fin y al cabo, son para fuerzas combatientes, y al poeta le será fácil escribir un himno de esos de:

A la lid, a la lid,

descendientes del Cid;

pero, ¿me quieren ustedes decir qué himno me van a componer a mí para los Sanitarios?

Sí, hombre; es muy fácil; yo le escribo a usted la letra de balde:

Marchemos, sanitarios,

alegres y contentos

con los medicamentos

recetas del doctor;

de grip y de entripados,

de granos y postemas,

con píldoras y enemas

curaremos el dolor.

Y usted, para sus obreros de Administración militar, no se apure, que también les haré letra apropiada:

Somos los obreros

que al soldado dan,

tierno y bien cocido,

pan, pan, pan, pan, pan.

Usted lo toma a broma — oí decir a mi coronel, que formaba parte de la tertulia — ; pero yo, no; ya he pensado en quién me compondrá la letra para el himno de mi regimiento.

¿Quién?

El capitán Béjar; tengo entendido que es algo poeta.

Se tenía de mí una idea equivocada; yo nunca fui poeta y, si de ello estuve algo inficionado, procuré ocultarlo desde que leí esta máxima del filósofo Epicteto:

«Los poetas son como los ruiseñores: cantan bien, pero son ignorantes.»

Y más cuando en un semanario madrileño leí:

«El que cante un poeta con primor

no revela talento, no, señor:

de una manera igual,

por no decir mejor,

entre la fronda canta el ruiseñor

y es un animal.»

El coronel me llamó a su despacho y me pidió que escribiese el himno, basándome en los hechos heroicos del regimiento en la campaña de África del 1860.

Mi coronel: eso es para mí una empresa superior a mis fuerzas; desde hace días presentía que se me iba a dar este encargo; he pensado mucho en ello y me doy por fracasado, pues no he conseguido encontrar consonante en África ni en Rif como no sea pif.

En cambio, en Marruecos tiene usted rebecos, zuecos, flecos y Huecos.

Ya pensé en ellos, pero no se pueden aplicar, porque rebecos no sé si los hay en el Rif.

Se puede preguntar.

Los zuecos no es calzado que usase la tropa ni los moros durante aquella campaña; las flecos no sé dónde meterlos; y lluecos no los hay, sino lluecas.

Nada, nada; usted me escribe el himno, aunque sea diciendo:

«Los hombres de Marruecos

están por dentro huecos»;

y, en último caso, prescinde usted de la historia del regimiento, y escriba lo que le dicte su inspiración.

No hubo más remedio, y escribí esto:

«Luce el alba sus destellos;

hacia arriba sale el sol;

tocan diana en Paracuellos,

en Madrid y en Castropol.

Despierta, soldado,

despierta ligero,

que ya el cuartelero

te viene a llamar;

al loque de diana

se lava el soldado

y ropa y calzado

se pone a limpiar.

De Marruecos, terror,

empuñando el fusil,

con frenético ardor,

mata moros, dos mil.»

Enterado de este eructo poético, el pitorreo de mis compañeros fue formidable. Sin embargo, con el chinchín que le puso el músico mayor del regimiento, el estruendo de cornetas y tambores, y no fijándose en la letra, hacía buen efecto; y en una función nocturna donde se cantó adornado de cohetes y bengalas, fui felicitado, y aun hubo quien opinó que por peores himnos se habían concedido cruces del mérito militar a músicos y poetas paisanos.

Marchó Elvira a Almodóvar. Al despedirla en la estación, me presentó a su familia, inopinadamente. Lo sentí.

Me escribió. No la contesté. Me volvió a escribir. Mi contestación fue: «Estoy enfermo.» Recibí muchas cartas suyas interesándose por mi salud, y, cansado ya de ser víctima de mis contemplaciones y miramientos con las mujeres, apelé al recurso de mi amigo Ondítegui[269] y puse a Elvira esta carta, de la que más tarde hube de arrepentirme:

«Estimada Elvira: La enfermedad que he padecido puso mi vida en grave peligro. Creyéndome llegado el término de mi existencia, reclamé los auxilios de la Santa Religión. Recibidos éstos, una revelación divina me hizo anhelar la paz y tranquilidad de la vida monástica y, firme en mi propósito, cuando recibas ésta, habré cambiado el uniforme por el humilde hábito de cartujo. Pido al cielo sobrelleves mi propósito con santa resignación. Tu hermano en Jesucristo — Claudio

Elvira no me creyó y me envió una carta llena de improperios. A mí, plin.[270]

También escribí a mi tío una extensa carta refiriéndole cuán desgraciado era yo en todo lo que ponía mano. Aquel santo varón me contestó:

«Ten presente, mi querido Claudio, que sólo debes preocuparte de aquellas contrariedades que afectan a tu honor; las demás considéralas adversidades, y por ellas da gracias a Dios, pues la Adversidad es gran maestra de la vida, porque es enseñanza y sus golpes, aunque amargos, nunca son estériles; y llévalos con paciencia, que es señal de sabiduría y preferible al valor. Tú eres bueno y, tarde o temprano, llegarás a ser feliz, porque la Felicidad es hermana inseparable de la Virtud

Meditando estaba yo acerca de estas sabias advertencias cuando entró mi asistente y me dijo:

Señorito, nos vamos a Madrid.

¿Que nos vamos a Madrid?

Sí, señor; con el regimiento. Me lo ha dicho el asistente del coronel: que trasladan el regimiento a Madrid.

Mi asistente estaba en lo cierto. Con actividad febril se dispuso todo para la marcha. Como de costumbre, el mayor trabajo recayó sobre mí, pues yo era el capitán de almacén, y no descansé ni dormí en cuarenta y ocho horas, empaquetando, encajonando y trasladándolo todo a la estación para no quedarme rezagado y poderme marchar en el mismo tren que el regimiento.

Llegó el regimiento a la estación, ya de noche. Yo estaba fatigadísimo, muerto de cansancio y de sueño; dos noches sin dormir, y me esperaba un viaje largo y molesto, pues en el coche de los oficiales íbamos al completo, y éstos ya habían empezado sus bromas acerca del himno compuesto por mí y de la belleza de mi novia Elvira.

Mi asistente[271] me llamó aparte y, sin que nadie se enterase, me advirtió que en la cola del tren había un coche de primera, desocupado, donde podría ir yo solo y con toda comodidad.

¡Qué alegría! Poco faltó para darle un abrazo a mi asistente. Metíme en aquel magnífico coche; me quité espada, ros, revólver y botas; hice almohada de mi manta de viaje; me acosté tan ricamente, y pronto quedé profundamente dormido.

Tales eran mi cansancio y necesidad de dormir, que pasé durmiendo toda la noche.

Desperté ya de día y noté que el tren marchaba con gran lentitud.

Me levanté y asomé a la ventanilla. Unos hombres iban empujando el coche por una vía de maniobra.

¿Qué hacen ustedes? — les pregunté.

Llevar este coche donde nos han mandao.

¿En qué estación estamos?

En cuál vamo a etar? En la de siempre: en Sevilla.

¿En Sevilla? No puede ser.

Pue etaremo en Córdoba, si a ulé le párese.

¿Y el tren en que salió mi regimiento?

Ya debe etar serquita de Madrí, si no ha descarrilao.

Pero, este coche, ¿no formaba parte del tren?

Sí , señó, y no señó; quiere desirse que este coche estaba a la cola, pero se desenganchó al ir a salir el tren porque se vió que tenía un muelle roto. ¿Se entera uté?

Mi desesperación fue grande. ¡Qué diría mi coronel! ¡Qué de cuchufletas no se les ocurrirían a mis compañeros! Hubo momento en que pensé en mi revólver; gracias a los recientes consejos de mi tío no hice un disparate, y determiné presentarme al gobernador militar, confesarle franca y noblemente mi imprevisión, y acatar resignado la reprimenda o el castigo a que yo me hubiese hecho acreedor.

 

---

 

XII. DE SEVILLA A MADRID

 

Para que en todo me acompañara mi mala estrella, estaba de gobernador militar interino un coronel de la guarnición, rígido, implacable, de un carácter tremendo.

Llegué al Gobierno militar; hablé con el Mayor de plaza; éste pasó recado y, al salir del despacho, me previno:

Ande usted con cuidado, porque el gobernador interino no sé qué disgusto ha tenido hoy con su cuñada y está de un humor como si hubiese comido tigre.

Entré temblando en el despacho y expliqué al coronel lo sucedido mostrándome pesaroso de mi torpeza y pidiendo mil perdones.

Contra lo que yo esperaba fui recibido con gran amabilidad por aquel señor; ni una palabra, ni el menor asomo de reconvención; al  contrario: el coronel me consoló diciendo que eso le pasaba a cualquiera, y yo debía estar tranquilo y sin cuidado, pues él telegrafiaría al jefe de mi regimiento y también le escribiría suplicándole que diese el caso por no sucedido; y acabó:

Usted se marcha, sin falta, esta misma tarde, con un pasaporte[272] que yo le facilitaré, y aquí no ha pasado nada.[273]

Muchas gracias, mi coronel; no sé cómo expresarle mi agradecimiento.

Nada tiene que agradecerme; esto y mucho más merece un capitán como usted, cumplidor de sus deberes, entendido y pundonoroso.

Salí del despacho reflexionando: «¡Cuánto nos equivocamos al juzgar a las personas! Todos propalan que este coronel tiene un carácter insoportable y, ahí tiene usted, no he visto señor más considerado, atento, fino y cariñoso que este gobernador interino; mi propio tío Exuperio no hubiese hecho más por mí

Coloqué mi maletín y manta de viaje en el tren y, después de haberme bien cerciorado de que aquél era el fren de Madrid y de que el coche donde coloqué la maleta estaba enganchado y en perfecto estado de servicio, páseme a pasear por el andén.

Vi entrar una señorita elegantemente indumentada de viaje y acompañada de una señora de edad. La joven me miró de modo insistente.

Algo rápido dijo a la señora con quien iba. Ambas me miraron y cuchichearon. Era bien notorio que hablaban de mí. Me fijé en la joven y me pareció recordar su carita de querube y aquella naricita ligeramente aguileña entre ojos centelleantes.

Subieron a un reservado de señoras. La chica se asomó a la ventanilla. Pasé y repasé varias veces por delante. En una de mis pasadas la linda viajera sonrió de modo casi imperceptible.

Visto: era una antigua conocida.

Hice intención de saludarla y me contuve indeciso.

Ella me hizo una inclinación de cabeza como correspondiendo a mi intención más que a mi saludo iniciado. Me acerqué:

Usted perdone; creo recordarla a usted y no acierto de dónde.

De Málaga.[274]

Es verdad: de un baile en un Casino de Málaga, hace dos años, por Carnaval.[275]

Exacto.

Iba usted de dominó de raso negro.

Con ribetillos blancos.

¿Va usted muy lejos?

A Madrid.

Yo también.

Se me presentaba un viaje entretenido al lado de Rosarito, aquella mascarita que me embromó en Málaga; era muy hermosa. ¿Por qué no perdonarla si, después de todo, me hizo pasar una noche deliciosa?

¿Van ustedes solas en este departamento?

Hasta ahora, sí.

Si su mamá y usted no tuviesen inconveniente, yo tendría mucho gusto en acompañarlas un rato.

No es mi mamá la señora con quien voy; es señora de compañía. Por nosotras no hay inconveniente en que nos acompañe, mientras no suba alguna otra señora, si se lo permite el revisor.

Muchas gracias. Vuelvo en seguida.

Hablé con el revisor, el cual, enterado de la conformidad de Rosarito y su señora de compañía, tuvo conmigo la condescendencia apetecida.

Mas he aquí que, al separarme del revisor, se presentó en el andén el coronel gobernador militar interino, de paisano y del brazo de su cuñada, una sesentona escandalosamente gruesa; un fenómeno de feria.

Buenas tardes, capitán — me dijo el coronel—; aprovechando la feliz casualidad de marchar usted a Madrid, y confiando en su amabilidad, me permito rogarle que acompañe a mi cuñada hasta la corte y la atienda durante el viaje, pues necesita ir con una persona de confianza que cuide de ella.

Con mucho gusto, mi coronel.

No es que esté delicada de salud, pero le sienta muy mal el traqueteo del tren y se marea horriblemente.

Sí , señor— continuó la señora cetáceo— , solamente de pensarlo ya vengo mareada. Mire usted: para mí, un viaje es una verdadera enfermedad, un martirio, y más que por mí, lo siento por las personas que me acompañan, pues reconozco que soy una calamidad insoportable.

Por Dios, señora, no diga usted eso; estoy a su disposición incondicionalmente.

No puede usted imaginarse cuánto se lo agradezco, capitán — dijo el coronel — , porque me ahorra usted un viaje a Madrid.

La cuñada fue izada, más que subida, al departamento donde yo tenía mi maleta, y, seguidamente, fueron llegando cajas de sombreros, maletines, líos, cesto, jaula y demás impedimenta que caracteriza el viajar a la española.

El coronel, al ver a su cufiada ya en el tren, lanzó un resoplido de satisfacción, como diciendo: «Ahí queda eso

Yo hubiese ido a advertir a Rosarito este contratiempo, pero en la estación dieron la señal de salida cuando todavía estaba yo colocando, superponiendo y adosando los bártulos de la monstruosa viajera.

Partió el tren. Antes de llegar a Brenes[276], ya mi compañera de viaje había devuelto cuanto en su estómago almacenaba, y no era poco; y así continuó todo el camino. Fiel a la misión que se me encomendó, yo le daba con frecuencia agua, aguardiente, limón y otras prevenciones que en abundancia y contra el mareo traía la señora; y le preparaba de continuo alimento para que las arcadas no le cogieran con el estómago vacío. En cada estación donde el tiempo de parada lo permitía, hube de bajarla a pasear del brazo, y a otros menesteres, y volverla a meter en el tren, trabajosamente, como a colchón por ventanillo escaso.

Su angustia y mareo no le impidieron contarme que hacía seis meses había enviudado; y practicar conmigo la muy bonita costumbre española de colocarme minuciosamente toda la enfermedad del difunto, desde los primeros síntomas hasta ser llevado al cementerio; y, por si esto no fuese bastante agradable y entretenido, me confió que había quedado sin sucesión en su matrimonio a consecuencia de un aborto cuyos detalles me explicó y tuve que escuchar con resignación.

Ya se habrán explicado ustedes por qué un señor de tan mal carácter como el gobernador militar interino, estuvo atento y amable conmigo: para endosarme a su cuñada.

Mi calvario de viaje tuvo un paréntesis: en Posadas[277] subieron a nuestro departamento dos señoras y éstas se brindaron a cuidar de la cuñada mientras yo iba a hablar un rato con Rosarito.

Perdonen si no he venido antes: el gobernador militar de Sevilla me ha reventado encajándome la comisión de acompañar a su cuñada hasta Madrid.

Ya le hemos visto a usted paseando con ella por el andén.

Menos mal que han subido dos señoras que van a Córdoba y, hasta allí, haré a ustedes compañía.

Permítame le presente a mi madrina doña Petra de Arlanzón.

Muy señora mía. Tanto gusto ...

Y volviéndome a Rosarito:

¿Se acuerda usted de aquel baile de Carnaval en Málaga?

¿No me he de acordar?

Fue una niñada, un capricho que no pudimos quitárselo de la cabeza; se empeñó en ir al baile para hablar con usted y la tuve que acompañar.

Después lo pensé mejor, y créame usted que me arrepentí de haber ido. ¡Qué habrá usted pensado de mí!

Nada, Rosarito; una bromita de Carnaval y nada más.

¿Cómo, Rosarito? ¿Ha olvidado usted cómo me llamo?

¿No se llama usted Rosarito?

No, señor; Aurora.

Pero, Rosarito, ¿todavía tiene usted ganas de broma? Ya no estamos en Carnaval.[278]

¿Qué está usted diciendo?

Que es usted una actriz admirable. Bien se burló usted de mí en el Casino de Málaga.

No, señor; yo no me burlé de usted.

Es inútil que quiera usted continuar la güasita; al día siguiente, por la mañana, me enteraron de todo.

¿Le enteraron de todo?

Sí, un joven de Málaga llamado Paco Laínez: ¿le conoce usted?

Ya lo creo, por desgracia; ¿quién no conoce en Málaga a Paco Laínez? ¿Y qué le dijo a usted Paco Laínez?

Lo que usted ya sabe.

Cuénteme, a ver.

Bien; la regalaré a usted el oído refiriéndole lo que sabe mejor que yo: La tarde de aquella noche de Carnaval, al volver Paco Laínez de su dehesa...

Un momento: ¿Paco Laínez le dijo que era propietario de una dehesa?

.

Primer embuste.

Y que tenía una jaca preciosa y seiscientos cochinos... y...

Y con él, seiscientos uno. Todo eso que le contó es mentira: ni Paco Laínez tiene dehesa, ni jaca, ni borregos, ni cochinos.

No tiene más que unos zafones y una chaqueta con coderas para presumir de ganadero — añadió doña Petra.

Bien, sea como fuere; Laínez me vió salir del cementerio de los ingleses; fue a casa de una familia amiga suya; a la mamá y a las dos niñas de esa familia les contó mi extraordinario parecido con el difunto Miguel Brigthon; y como, según me aseguró, las tres son las más guasonas de Málaga, se les antojó tomarme el pelo, y Rosarito, que es usted, fue la encargada de escribirme la carta y de darme la noche en el Casino, fingiéndose la viuda de Miguel Brigthon. Con que ya lo sabe usted, Rosarito.

¡Y dale con Rosarito! Le he dicho a usted que me llamo Aurora, y soy la viuda de Miguel Brigthon.

¿Es posible?

Vamos despacio, amigo mío: ¿Cuándo Laínez le contó a usted ese cuento chino, sabía él lo ocurrido a usted en el baile?

Sí , se lo había confiado un amigo mío: el teniente Andoaga.

¿y usted tuvo la candidez de creer cuanto Paco Laínez le dijo?

¿Por qué no, Rosarito?

Haga usted el favor de no volverme a llamar Rosarito; se lo suplico.

Pero, ¿es posible que insista usted en aquella comedia?

Comedia fue cuanto le dijo a usted Paco Laínez. Sepa usted que ese trasto, desde que enviudé, pretendió casarse conmigo; no cesó de pasearme la calle y de asediarme a cartas. Enterado de lo ocurrido en el baile, y creyendo ver en usted un rival, un obstáculo a sus inútiles pretensiones, inventó la patraña de la Rosarito para evitar que pensara usted en mí si por mí se había interesado.

Puede usted creerlo, señor capitán— afirmó doña Petra — ; lo dicho por Aurora es la pura verdad: ella es la viuda de Miguel Brigthon, y yo, una de las máscaras que la acompañamos al baile vestidas de dominó negro con ribetes blancos, ¿recuerda usted?

Como si lo estuviese viendo...

¿Se ha convencido usted? — me preguntó Aurora.

Convencido; ahora comprendo la argucia de aquel trapalón de Paco Laínez. Aseguro a ustedes que si un día me lo encuentro he de cruzarle la cara.

Déjelo; es un desdichado. Y usted olvide lo del baile y no lo achaque a ligereza mía, sino a una ceguera, a un arrebato de amor por mi desventurado Miguel. Después reflexioné y comprendí que hice mal.

Doña Petra afirmó:

No sabe usted la impresión que le causó a Aurora verle a usted en el cementerio precisamente la tarde en que salió de casa por primera vez desde que ocurrió el triste accidente del tren; creímos que se nos volvía loca, y no hubo manera de hacerla desistir de la cartita, que yo misma llevé, y de ir al baile del Casino.

Quisiera hacer a usted una pregunta, Aurora, pero temo ser indiscreto.

Voy a contestarle sin necesidad que me pregunte: Sí, señor; continúo viuda.

¿Y cómo adivinó usted la pregunta?

Porque es la que me hacen todos.

Se comprende: una viuda tan joven y tan bonita como usted, tendrá muchos pretendientes.

Algunos, pero sigo luchando con el recuerdo de mi pobre Miguel.

Y clavó sus hermosos ojos en mí. Palpitó mi corazón con violencia. El destino me colocaba otra vez junto a la mujer enamorada de mí y, aunque fuese en representación de otro, éste ya no existía y ella merecía ser amada.

Me hizo saber que había perdido a sus padres y a su suegro, míster Brigthon, y vivía con doña Petra, madrina suya, a la cual consideraba como a una segunda madre.

La presencia de esta señora que alternaba en la conversación, detuvo el que yo declarase mi amor a Aurora y el deseo vehemente de casarme cuanto antes; pero continué allí esperando ocasión propicia para decirle a Aurora el afecto que por ella sentía.

¿Piensan ustedes estar mucho tiempo en Madrid?

No sabemos; eso depende de cómo se presenten nuestros asuntos.

Si en algo puedo ser útil...

Estoy en tratos para traspasar la fábrica de alcoholes de Málaga; ahora la tengo en manos de un administrador, y ya sabe usted lo que son los administradores.

Administrador que administra y enfermo que enjuaga, algo traga.

Usted lo ha dicho — convino doña Petra.

Si conseguimos traspasar la fábrica, tal vez me decida a fijar mi residencia en la corte.

¡Cuánto me alegraría, Aurorita, si se quedase usted en Madrid!

Veremos a ver.

Hubo un largo silencio durante el cual nuestros ojos se dijeron pensamientos adorables. Nos habíamos comprendido.

El tren detúvose en una estación. Se abrió la portezuela.

¡Malo! — dije yo — ; si vienen señoras, tendré que ahuecar.

Tal vez no tengan inconveniente en que venga usted un rato más con nosotras; diremos que es usted un pariente nuestro.

Estábamos en Almodóvar del Río[279]. Al pie de la portezuela aparecieron una mamá[280] con sus dos hijas: Leonor y Elvira, la fea Elvira, la novia que tuve en Sevilla. ¡Horror!

Abrí la portezuela opuesta y, sin despedirme de Aurora ni de su madrina, salté del coche y me fui a cuidar de la cuñada del coronel.

No sé, pero, al saltar del coche, me pareció oír a la mamá de Elvira, que decía: «¡El fraile!»

En Córdoba bajaron las otras señoras que en Posadas subieron, y quedé otra vez a solas con la voluminosa cuñada. Esta, medio tumbada, dormía y roncaba sibilante.

Corrí la pantalla de la luz del techo y el departamento quedó casi a obscuras. Me tumbé a la larga, cerré los ojos e hice examen de conciencia, diciéndome a mí mismo: «Vamos a ver, Claudio; tú te has portado siempre correctamente, pero con Elvira diste un mal paso y se te fue la burra al sembrado; la carta que le escribiste dando por terminados nuestros amores por haberte metido a fraile de la Trapa[281], fue una gatada propia de un fresco, como tu amigo Ondítegui[282], pero no de una persona de tu formalidad y de tu respeto con el bello sexo. Debiste desengañar a Elvira franca y lealmente y, si por mal entendida consideración no lo hiciste desde el primer momento, obligación tenías de hacerlo en tu última carta sin unir, como uniste, la burla al desengaño. Hoy, esta falta de corrección acaba de separarte del lado de Aurora, quitándote ocasión de declararle tu amor y de averiguar cuál será su paradero en Madrid. Ella y Elvira te han visto salir del coche, como lo hiciera un malhechor fugitivo; lo probable será que comenten tu huida, la viudita llegue a conocer tu mal comportamiento con Elvira, y forme de ti un concepto desdichado. Arrepiéntete de aquella carta escrita en mal hora, pues no hay falta ni aun pecado que con el arrepentimiento no se borre, y ello sírvate de escarmiento; y ten presente que cuanto malo se hace en esta vida es arma de dos filos y contra nosotros vuelve el más temible y peligroso[283]

Y, haciéndome estas reflexiones, quedé profundamente dormido.

Los primeros albores de la mañana iluminaban el horizonte; el paisaje empezaba a tomar forma y color cuando fui despertado por la señora cuñada:

Tengo un gran desconsuelo en el estómago. ¿Sabe usted en qué estación podré bajar a tomar algo caliente que me entone?

No sé; voy a mirarlo en la Guía de ferrocarriles.

La Guía la llevaba yo en el maletín que, con mi manta de viaje, puse en la rejilla. Busqué el maletín; el maletín no estaba: me lo habían robado.

¿Le han robado el maletín?

Por lo visto, mientras estábamos dormidos, pues cuando volví del otro coche metí la Guía en el maletín; lo recuerdo bien.

¡Jesús, qué maldición de viajes! También me lo robaron a mí hace un año entre Pozaldez y Medina del Campo; y a estas señoras que han bajado en Córdoba, según me han contado, hace cosa de un mes también les robaron un maletín entre Manzanares y Alcázar de San Juan. Se conoce que el robo de maletines en los trenes es nuestro pan de cada día, mejor dicho: nuestro pan de cada noche.

Pero, digo yo: A los rateros de tren, ¿quién les informa durante el viaje de los departamentos donde hay viajeros durmiendo y maletines fáciles de quitar?

Alguno que esté bien enterado.

Naturalmente; pero, ¿quién es?

Ese es el busilis que convendría poner en claro.

En la estación siguiente bajé a dar parte del robo.

Callo el nombre de la estación, perteneciente a una población de alguna importancia, pues cuanto en esta población me ocurrió, suele repetirse en más de cuatro de las que figuran en la Guía de ferrocarriles españoles, y no quiero colgarle a determinada población lo que a más de cuatro comprende; mas, como en mi relato he de referirme a ella, la llamaré Más de Cuatro para condensar en una lo que a más de cuatro corresponde.

Entré en el despacho del jefe de estación, donde concurrieron la pareja de la Guardia civil, el conductor del tren, y un sujeto chiquitín, enclenque y con cara de aguilucho hambriento que dijo ser el inspector de Policía de Más de Cuatro, el cual anotó mi nombre, el de mi regimiento y los objetos contenidos en el maletín, mostrándome tanto sentimiento por el percance como si él fuese el propietario del maletín, y más todavía porque en aquel mismo trayecto venía repitiéndose el robo de maletines con una frecuencia que le tenía desesperado.

Vaya usted tranquilo — me despidió el inspector — ; yo también he servido en la Milicia y estuve en el Norte y, basta que sea usted militar, yo le prometo buscar su maletín y encontrarlo, así esté metido bajo siete estados de tierra.

 

Llegamos a Madrid. La obesa cuñada me rogó que la acompañase del brazo a su domicilio, pues el andar a pie la sentaría como mano de santo contra el mareo que aún le duraba.

Doña Petra y Aurora salieron de la estación juntas con Leonor, Elvira y su mamá. Esto me escamó y no sin motivo, como se verá más adelante.

Completé mi cometido dejando a la colosal cuñada en su tercer piso, con entresuelo, al final del barrio de Argüelles.

---

XIII. CECÉ

 

Estuve en la Central de Correos, en la de Telégrafos y en la de Teléfonos para averiguar el paradero de Aurora; no lo conseguí.

Recorrí espectáculos y paseos públicos; monté en todos los tranvías; pregunté en varias fondas: no pude dar con ella.

Por fin, una mañana, yendo yo al frente de mi compañía y marchando al compás de la música, a relevar la guardia de Palacio, la vi con su madrina. Las hice una ligera inclinación de cabeza; lo único que me permitía mi situación en aquel momento. No fui contestado.

Sin duda no se fijaron en mí.

Una tarde, estando de guardia en el Ministerio de la Guerra, pasaron por la misma acera; me vieron y, al ir a saludarlas, esquivaron mi saludo.

Ya no había duda: Aurora me había retirado su amistad. ¿Por qué motivo? Tal vez por lo que Elvira le contara de mí: que yo había cometido la cocherada de dejarla con la canastilla hecha. Pero ¿qué le importaba a Aurora de aquellos no sentidos amores míos? O quizá Aurora, arrepentida y avergonzada, para borrar todo rastro de aquella noche de Carnaval, me negaba hasta el saludo. Mas, siendo así, ¿cómo estuvo tan afectuosa conmigo en el tren? ¿A qué achacar cambio tan repentino? ¿Tendría Aurora algún nuevo amor? ¿Sería yo un estorbo para el preferido pretendiente? Sí, esto, esto debía ser. Sin duda yo tenía un rival...

Por primera vez sentí la tortura de los celos y levanté en mi alma tempestades de imaginaciones y sospechas sin haber razón ni prudencia que las sujetara.

Yo necesitaba hablar con Aurora.

Telegrafié a Málaga, a mi compañero Andoaga[284]: «Averigua fábrica alcoholes Brigthon y telegrafía paradero Madrid Aurora.»

Andoaga cumplió el encargo y me telegrafió el nombre de la fonda donde se hospedaba Aurora y su señora de compañía.

Corrí a la fonda. Pregunté por las dos forasteras. Aquella mañana se habían marchado a Málaga.

Escribí extensa carta certificada a doña Aurora Castillo, viuda de Brigthon, fábrica de alcoholes. Málaga.»

Aurora recibió mi carta según comprobé en la Central de Correos, pero no se dignó contestarme.

Estaba visto: entre Aurora y yo todo había terminado.

De cuantas decepciones amorosas sufrí, ninguna como ésta me produjo tan honda pena.

Yo leí, no sé dónde, que las heridas del corazón se curan o, por lo menos, se hacen llevaderas por medio de una ilusión nueva que tienda una piel rosácea sobre la roja cicatriz, pero ya me encontraba vencido y sin alientos para buscar esa nueva ilusión.

Una profunda melancolía invadió mi espíritu.

 

Para sacarme de ella, un amigo me presentó en casa del Barón de Orbi, señor rico y espléndido; tanto a éste como a su esposa les gustaba gozar de la vida, y, en las noches de los martes y viernes — días en que no iban al teatro — tenían en su casa gran diversión: se hacía música, se recitaban versos, se solucionaban acertijos y hasta se hacía gimnasia de salón; de todo menos bailar, pues allí no acudía señorita alguna. Se reía de lo lindo, especialmente después de la opípara cena con que se obsequiaba a la concurrencia, compuesta de unos pocos amigos íntimos. Todas las noches cantaba el Barón, su esposa le acompañaba al piano, y nuestro incondicional aplauso les hacía felices.

 

Una noche llegué algo tarde. Entré en la sala. Estaban bailando. No había más que una señorita que bailase; los caballeros formaban corro; ella tomaba uno por pareja, daba unos saltos con él, le dejaba, tomaba otro, y así sucesivamente, con gran algazara de todos.

No me dio tiempo a saludar: tan pronto aparecí en la puerta de la sala, dio un empellón a su pareja, se agarró a mí y, quieras que no, tuve que bailar con ella y, en habiendo saltado unos compases, me tendió la mano; dijo «muchas gracias» y fue a bailar con otro.

¡Qué simpática! ¡Qué agradable! — escuchaba yo decir.

Da gusto tratar con una chica así.

Esta Cecé tiene para todos.

Respira distinción.

Una chica a la moderna.

Era Cecé delgadísima, y a gala tenía mostrarlo, pues usaba falda de vuelo mínimo, muy pegada al cuerpo, y se adivinaba escasa ropa bajo la falda; joven, más tenía de fea que de bonita, pero, a falta de hermosura, se hacía muy simpática por lo dicharachera, saltarina y enredadora.

Su hermano, con quien venía a casa del Barón, la reprendía muchas veces sus atrevimientos. La contestación era «vete a paseo» o algo más pintoresco.

La segunda vez que vino a la reunión me propuso una partida de tute mano a mano; le gané los dos primeros juegos, agarró las cartas, me las tiró a la cara y se levantó llamándome antipático.

 

Yo estaba en débito con los señores de la casa: todos los contertulios se desvivían por traer entretenimientos menos yo. Había que hacer algo.

Llevábamos una temporada de subidas y caídas de Gobiernos que duraban un mes, una semana, dos días; el actual estaba en crisis.[285] Aproveché la actualidad de la crisis para hacer unos versos alusivos y leerlos en casa del Barón.

La noche que los llevé, la Baronesa me presentó a su hermano don Juan de Begonia, recién llegado a Madrid; señor bien nutrido, de barba recortada y larga y flamante levita.

El anuncio de la lectura de mis versos fue recibido con general regocijo. Sentáronse. Me coloqué en el centro de la sala. Se hizo silencio. Leí:

LA NEGRA NACIÓN

Existe una nación — cuál es no digo

ni es necesario hacerlo —

situada al norte del Mediterráneo

y al sur del Pirineo.

Yo la llamo nación, por llamarle algo,

pues, en su fértil suelo

otros seres vivientes no se han visto

sino mirlos y cuervos

de ambición desmedida, y que, tomando

de nosotros ejemplo,

para estar igualmente que los hombres,

nombraron su Gobierno:

ocho ministros, con su presidente,

un Senado, un Congreso

y los gobernadores de provincias

con magníficos sueldos.

Cuando los gobernantes ocuparon

sus respectivos puestos,

quejáronse las aves gobernadas

y amotinóse el pueblo.

¿Por qué motivo? Porque pretendían

que el color del Gobierno

fuese blanco — el emblema de pureza —

y no de color negro.

Procuraron, con otras elecciones,

un Gabinete nuevo

y eran negro», lo mismo que los otros,

los que al Poder subieron.

Desde hace siglos, esas negras aves

a que yo me refiero,

continúan, tenaces, aferradas

al ridículo empeño

de tener Gabinetes níveos, blancos,

sin poder obtenerlos,

pues no hay en la nación que yo les digo

más que pájaros negros.

¡Qué gran insensatez, si alguno espera

que el próximo Gobierno

ha de ser como el campo de la nieve!

Suba Juan, suba Pedro,

el color de pureza es una utopía

en la nación de mirlos y de cuervos.

 

Mis versos eran ramploncillos, pero reflejaban el ambiente de escepticismo reinante en aquella época; fueron elogiados por la concurrencia, sobre todo por don Juan de Begonia, hermano de la Baronesa, y me felicitó por ellos.

A las tres de la madrugada terminó la reunión y nos fuimos a casa.

Cecé y yo marchábamos buen trecho delante del grupo en que iba su hermano. La noche era fría. Por la calle apenas encontrábamos a nadie.

De pronto y sin venir a cuento, Cecé soltó una carcajada.

¿De qué se ríe usted?

Es usted el mismísimo demonio.

¿Yo? ¿Por qué?

Le tenía yo a usted por un joven algo apocado, pero veo que es usted muy atrevido; más vale así.

¿Por qué dice usted eso?

Se necesita atrevimiento para hacer lo que ha hecho usted esta noche.

Pues ¿qué hice yo?

Leer esos versos en casa del Barón.

¿Qué tienen de particular?

Casi nada: el hermano de la Baronesa ha sido Gobernador civil de Tarragona y de Zaragoza durante Gobiernos anteriores, y ayer llegó a Madrid porque está indicado para ministro dentro de pocos días.

¡Qué me dice usted!

Lo que oye.

Caramba, lo siento; yo no sabía nada de eso. Menos mal que en mis versos callo la nación a que aludo.

Dice usted que está entre el Mediterráneo y el Pirineo; ¿le parece a usted poco?

Bien, pero hablo en general, sin referirme a persona determinada.

¿Cómo que no? «Suba Juan, suba Pedro»; y el hermano de la Baronesa se llama Juan.

¡Es verdad! No había caído en ello. . .

Ha metido usted la patita, pero que muy bien.

Y soltó otra carcajada.

El caso es que don Juan Begonia no se ha incomodado por mis versos, porque me felicitó por ellos y me estrechó la mano.

Farsa. ¿No ve usted que es un industrial de la Política?

Acabábamos de atravesar la plaza de los Mostenses y de dar vuelta a una esquina. A tanta distancia venía el hermano de Cecé y sus amigos, que me detuve y dije a ésta:

Vamos a esperarlos...

No, señor; no tenemos por qué esperarlos, y si no que no sean latas parándose cada dos pasos. Siga usted adelante.

Mire usted que vamos a perderlos de vista.

Ellos tendrán la culpa, si nos perdemos.

Sí, pero...

Con el frío que hace, no es cosa de pararnos ni de andar despacio, sino de correr. ¿Vamos a dar una carrera para entrar en calor? Ande usted: a ver quién llega antes al final de la calle.

Y echó a correr, ligera como una corza. Quedé un momento indeciso; yo no debía dejarla sola; salí corriendo tras de Cecé. Llegó al extremo de la calle, dobló la esquina, se metió por otra calle, luego, por otra... en fin, que nos encontramos solos y sin saber la dirección que necesitábamos tomar para ir a casa de Cecé o encontrar al hermano de ella con sus amigos.

¿Ve usted, Cecé, qué compromiso?

No haga usted caso; hay que ser así.

Un sereno nos orientó. Llegamos a casa de Cecé. Su hermano esperaba en la puerta; frenético, rabioso, echó a Cecé gran reprimenda, y aunque nada me dijo a mí, marché a mi casa muy apesadumbrado. Comprendí que lo prudente era no volver a casa del Barón: por lo de los versos y por lo peligroso que era el ser amigo de Cecé.

---

XIV. LA TERTULIA DE DON JOSÉ

 

Era don José un viejo solterón, coronel de Infantería, retirado y habilitado de los generales en situación de cuartel. Vivía con doña Sixta, anciana de bastante ilustración y talento, que así cuidaba de la casa como ayudaba en los asuntos de la Habilitación. Todas las noches congregábanse en casa del coronel habilitado algunos compañeros suyos, de armas, casi todos retirados.

Huyendo yo de concurrencias donde hubiese peligros de chicas jóvenes que me encalabrinasen de nuevo, fui a dar en la tertulia de don José, gran amigo de mi tío Exuperio[286], pero de nada me sirvió: el Amor es inseparable de la juventud, y como nuestra propia sombra nos sigue.

Una noche, doña Sixta estaba más contenta y expansiva que de costumbre. El general Escande[287], que era uno de los asiduos concurrentes, le preguntó:

¿Con que la hermana de usted viene a vivir a Madrid?

Sí, señor.

¿Sola o con la viudita?

Con la viudita, que por fin ha conseguido traspasar la fábrica de alcoholes.

¿De Málaga? — pregunté.

Sí , de Málaga — respondió doña Sixta —. ¿Acaso conoce usted a Aurora?

No; no señora.. . es que. . . no sé dónde he oído hablar de una fábrica de alcoholes que estaba a la venta en Málaga; no recuerdo el nombre; me parece que dijeron «de la viuda de. . . de Milton».

Brigthon.

Eso es, Brigthon.

Los veteranos se enfrascaron en discusión acerca de si existe o no existe alguna disposición que prohíba afeitarse el bigote a los militares. Unos opinaban que todo buen militar debe llevar bigote.

Pero, ¿qué tiene que ver la peluquería con la guerra? — gritaba el general Escande, que llevaba el bigote afeitado — . Nadie tiene derecho a disponer de la cara de los demás. ¿Acaso el bigote influye en el éxito de las batallas? Julio César, los generales Castaños, Ricardos, Wellington, Napoleón Bonaparte y muchos más, no llevaban bigote, y no me negarán ustedes que fueron excelentes militares. Puesto el asunto a discusión, yo votaría que en el Ejército se suprimiese el bigote, porque es una porquería, como dijo muy bien cierto escritor:

No cabe ninguna duda

que el bigote, señor conde,

es el basurero donde

vuestra nariz estornuda.

Mientras continuaba esta peliaguda polémica, díjome doña Sixta confidencialmente:

¡Si viera usted qué bonita es la viudita de Brigthon!. . .

— ¿Sí?

Preciosa; y además dueña de una fortuna muy saneada; sólo por la fábrica de alcoholes le han dado veinticinco mil duros.

— ¡Caramba, caramba! . . .

Usted que está en estado de merecer, ahí tiene una buena proporción: Aurorita.

Callé.

Cuando llegue a Madrid, ya se la presentaré  a usted.

¡No, por Dios; no me la presente usted, ni le diga que me conoce!

Pues ¿y eso? ¡Si es tan buena chica! Yo le aseguro que le encantará.

No hubo más remedio: confié a doña Sixta absolutamente todo cuanto con Aurora me había ocurrido, desde aquella noche de Carnaval[288]; mis sospechas de que Elvira Romerales hubiese influido en el ánimo de Aurora contándole mi mal comportamiento y lo de la carta de «Fray Claudio»[289]; y, por último, mis desdichados amores con Mari[290], Cipriana[291], Niña Gala[292], Irene[293], Isidora[294], Herminia[295] y la inglesita Elsie[296], y que desesperado, al recordarlos[297], escribí a Elvira aquella carta de mis pecados[298]. Y terminé:

Créame usted, señora; he amado con exceso; he sido mártir del respeto y veneración que por las mujeres he sentido; me han engañado, se han burlado de mí, y he decidido poner término a mis sufrimientos, echando siete llaves a mi corazón.

Doña Sixta, después de escuchar mi relato con suma atención, me dijo:

Todo está perfectamente explicado: ha de saber usted que Elvira Romerales es prima hermana de Aurora.

¿Elvira, prima de Aurora?

Sí; y como las mujeres o amamos o aborrecemos, Elvira le contó horrores de usted para que le odiase; también, como si lo viera.

Y lo ha conseguido: Aurora me odia.

A medias nada más; por lo que usted me ha contado, Aurora le ama a usted.

¿Que Aurora me ama?

Con toda su alma.

¿En qué funda esa afirmación?

En que las mujeres tenemos ojos de lince para comprender a las demás. Lo que sucede es que ella ahora está indecisa, contrariada, por la serie de disparates y exageraciones que Elvira le habrá colgado a usted; pero esa indecisión romperá en favor del amigo Béjar si atiende usted y sigue mi consejo.

Se lo agradezco, señora, pero es inútil; ya le he dicho que cerré mi corazón con siete llaves.

¡Con siete llaves! ¡Cuán equivocado está usted si tal cree, amigo Béjar! Los que, como usted, han amado con exceso a las mujeres, tienen por castigo quererlas siempre y cada vez más; por lo tanto, créame a mí: antes de caer en un nuevo amor inseguro, es preferible que insista en el de Aurora, la cual sólo espera que usted le dé explicaciones y se sincere ante ella; y en refiriéndole usted lealmente todos sus pasados amores y los crueles desengaños de que fue víctima por haber tenido tan grandes consideraciones con las mujeres, ella le admirará, como yo le admiro, encontrará justificado el rompimiento de usted con Elvira y hasta la carta que escribió en un momento de arrebato.

Esa es una opinión de usted; tal vez Aurora opina lo contrario.

Opina lo mismo que yo, tengo la seguridad.

¿Por qué?

Porque las mujeres, en asuntos de amor, diferimos muy poco unas de otras.

¿Y cree usted que me perdonará lo hecho con su prima?

Le perdonará, no lo dude, porque ella comprenderá el estado de ánimo de usted al escribir aquella carta; y comprenderlo todo, es perdonarlo todo. Además, para las almas grandes, para una chica tan buena como Aurora, el perdonar es una de las mayores delicias, y ella, que es un ángel de bondad, le perdonará; y esas siete llaves con que usted se engaña, no serán de hierro sino de cera, y las verá derretirse con una mirada de Aurorita. Hable usted con ella; siga mi consejo.

No me atrevo: he perdido toda esperanza.

Eso, nunca; antes pierda usted la vida que la esperanza, pues si con la esperanza no recobra el bien deseado, le hará feliz mientras lo espere.

Doña Sixta se expresaba con la convicción de una clarividente; como si estuviese leyendo en el pensamiento de Aurora; con sus sabias advertencias consiguió ganar mi voluntad, y me ofreció interponer sus buenos oficios empezando por escribir a la viudita para disponerla en mi favor y que yo hallase el terreno allanado y el ánimo de Aurora proclive a la reconciliación cuando llegase a Madrid.

 

Terminó la tertulia con esta disertación del general Escande:

Así como la historia de la Tierra tuvo la época de los diluvios, del reno, del mamut, de la piedra, del bronce y del hierro, análogamente, la Milicia ha tenido diferentes épocas caracterizadas por caprichos, equivocaciones, chifladuras y, pocas veces, aciertos. Yo he conocido algunas de estas épocas. Época del frote: obligábase al soldado a bruñir el cañón de su fusil con el pulpejo de la mano hasta dejarlo reluciente como un espejo; esta operación, hecha de continuo, desgastaba el cañón del fusil que adelgazaba y reventaba al dispararlo. Época de los chinescos: era de gran efecto y daba idea del excelente espíritu de un regimiento, el que, al hacer el manejo del fusil, sonasen todos como chinescos, ¡chin! ¡chin! ¡chin!; para conseguirlo, dejábase la baqueta sin introducir del todo y se aflojaban los tornillos de las abrazaderas. Época del culero: no sé quién tuvo la desdichada idea de modificar el pantalón de la tropa haciéndole una abertura detrás, como lo usan los chicos en algunos pueblos, para que el soldado pudiese salir de un aprieto sin necesidad de quitarse cinturón ni mochila. Época de Iturzaeta: se cayó en la cuenta de que, permaneciendo el soldado ocho años en filas, era intolerable que volviese a su pueblo tan analfabeto como del pueblo salió; se ordenó que en todo regimiento hubiese escuela de primeras letras y que las planas escritas por los soldados se enviasen mensualmente al Ministerio para ver los progresos; vino el pugilato entre los regimientos, y en el Ministerio estaban maravillados al ver las planas firmadas por los Juan Pérez, José Gómez y Francisco Fernández con una letra como el mismo Iturzaeta la trazara, pero casi todas ellas estaban escritas por los dos o tres sargentos pendolistas con que cada regimiento contaba. Época del pantalón blanco: ni al que asó la manteca se le pudo ocurrir ponerle pantalón blanco al soldado y obligarle a plancharlo en frío con cuchara de palo. Cuéntase de algún capitán, excesivamente extremado en la perfección de uniformidad, que hacía alinear a los soldados llevando puestos los pantalones recién planchados; dos sargentos tomaban una cuerda, la ponían horizontal, bien tirante, a dos cuartas del suelo y tocando a las piernas de la tropa; en el punto de contacto se hacía la señal por donde los pantalones habían de doblarse, y así los dobleces quedaban perfectamente alineados en toda formación. Época de la escama: el gobernador militar hacía frecuentes visitas nocturnas a los cuarteles. En el regimiento A decía al coronel: «Tengo absoluta confianza en la lealtad de este regimiento y en su incondicional adhesión al Gobierno constituido, pero no la tengo en la del regimiento B que está en el cuartel inmediato; así, pues, vigílenlo ustedes, por lo que pudiera ocurrir.» De allí, el gobernador militar marchaba al cuartel del regimiento B, y le decía al coronel: «Tengo absoluta confianza en la lealtad de este regimiento y en su incondicional adhesión al Gobierno constituido, pero no la tengo en la del regimiento A que está en el cuartel inmediato; así, pues, vigílenlo ustedes, por lo que pudiera ocurrir.»

Y ahora, ¿en qué época le parece a usted que estamos, general?

En la época de la trayectoria: hoy, para dar en el blanco, teóricamente, se necesitan más estudios y fórmulas matemáticas que para ser ingeniero naval. No sé cómo se las componen los moros para tirar con tanta precisión ignorando, como ignoran, hasta la existencia de la ecuación de la trayectoria en el vacío.

---

XV. PARECIÓ EL MALETÍN 

 

Por los trámites reglamentarios fui citado por el juez de Más de Cuatro para prestar declaración en las actuaciones seguidas por el robo del maletín.[299]

Eran las siete de la mañana cuando bajé del tren en la estación de Más de Cuatro. La hora no era apropiada para ir al Juzgado, y como hacía un frío glacial, creí prudente quedarme en la estación algún tiempo. Entré a calentarme en la sala de espera. Había chimenea, pero sin fuego ni indicios de haberlo habido. Según le oí refunfuñar a otro viajero, el carbón que la Compañía tenía asignado para la sala de espera, el jefe de estación de Más de Cuatro lo gastaba en su cocina y chimenea particulares.

Marché a la población a pie. Pregunté por una fonda y en ella me acosté hasta las diez, hora en que fui a presentarme al jefe de la Zona, comandante militar de la población.

Habitaba este señor en las afueras y hube de soportar la ida y la vuelta por un largo camino lleno de fango, y bajo una helada llovizna que me azotaba el rostro. Esto de las presentaciones es un encanto, sobre todo cuando el señor a quien hay que presentarse habita donde Cristo dio las tres voces.[300]

En el Juzgado pregunté a un viejo portero de bigote blanco:

¿Ha venido el señor juez?

No, señor. ¿Le han citado a usted?

Sí, señor; me han citado para las once, y son las once y cuarto.

Eso no le hace: a lo mejor citan para las once y se descuelga el juez a las doce y media.

¿Hay algún sitio donde poder esperar?

Arriba; pero va usted a helar de frío lo mismo que aquí.

¿No hay calefacción?

No, señor; ni siquiera está esterado. Esto es una miseria.

Yo estaba aterido de frío, con los pies entumecidos. Esperé pataleando, más que paseando, sobre el suelo húmedo de aquella lóbrega entrada. El portero hacía lo mismo, frotándose las manos de continuo.

Mi capitán — me dijo — , en estas oficinas civiles no busque usted la puntualidad que tenemos en la Milicia; entre los empleados paisanos no hay aquello de prohibido llegar tarde a su obligación aunque sea de minutos; aquí todo anda manga por hombro; y, como yo estoy acostumbrado a otra cosa, no me puedo acostumbrar a estas informalidades.

¿Ha servido usted en el Ejército?

Sí , señor, y no me pesa: cinco años día por día; y, al licenciarme, entré en la Guardia civil hasta que me retiré por edad. De modo y manera que he corrido mucho y he visto muchas cosas en este Mundo. Aquí, donde usted me ve, yo fui de los que acompañaron al general Pavía cuando sacó, a estacazos, a los diputados del Congreso.

¡Ah!, ¿fue usted de los del general Pavía?[301]

Sí, señor, sable en mano; corrían como liebres, y a algunos los encontramos metidos en el escusao. Yo fui a darle un mandao a uno, y el señor Castelar se abrazó a él gritando: «Matadme a mí antes que a mis compañeros

¿Y le dio usted a Castelar?[302]

No, señor, porque Castelar fue quien nos mandó ir; sí, señor; era cosa amasada entre él y el general Pavía. En este Mundo, mi capitán, hay mucha comedia: cada uno va a su negocio y son muchos los zorros que saben hacer be como los corderos.[303]

Sabe usted si pareció un maletín que me robaron hace veinte días?

¿Que señas tiene?

De chagren negro con cerradura de metal blanco.

Sí, señor, arriba esta. Le he preguntao las señas porque arriba tenemos más de una docena de maletines robaos en el tren a la misma hora, en el mismo trayecto y encontraos junto a la vía, lo mismo que el de usted.

Llegó el juez con el secretario. Subí al Juzgado, y, después de prometer bajo palabra de honor decir verdad en todo lo que supiese y fuere preguntado, me presentaron mi maletín abierto a lo largo por un instrumento cortante:

¿Reconoce usted este maletín como suyo?

Sí, señor; este es el maletín que me robaron en el tren.

¿Sospecha usted de alguna persona?

Ni sospecho ni dejo de sospechar. Si el señor juez me lo permite yo hare algunas consideraciones para que de ellas deduzca quien o quienes pudieron robarme.

Diga usted.

Este maletín, como otros robados anteriormente, fue encontrado junto a la vía. Usted vea que los rateros se llevaron mi reloj, mis gemelos de oro y los otros objetos de valor, y dejaron estos gemelos de hueso y demás objetos de precio insignificante; esta selección para quedarse con lo precioso y dejar lo despreciable, no puede hacerse al tacto; quiero decir que no puede realizarse de noche y sin luz; por lo tanto, no es presumible que se hiciera en el campo junto a la vía, sino dentro del tren, con luz, con todo detenimiento y comodidad.

No opino como usted: de hacerse esa operación en un coche del tren se hubieran enterado los viajeros de ese coche.

Pudo hacerse en un vagón; en los vagones no van viajeros.

— Por lo visto sospecha usted de los empleados del tren.

Adoptando actitud seráfica y expresión candorosa contesté:

Ya he dicho que no sospecho de nadie: puntualizo hechos para que el señor juez deduzca. Dios me libre de poner en duda la honorabilidad de los empleados del tren, desde el revisor a los mozos del furgón de cola, que prestaron servicio en la fecha en que fui robado; como me guardaré muy bien de pensar en complicidades del inspector de Policía de Más de Cuatro.

El juez quedóse mirándome largo rato, hizo un mohín imperceptible y me preguntó:

¿Quiere usted mostrarse parte en la causa?

Solté la carcajada, guiñé un ojo y exclamé:

¡Quiá![304]

Al salir del Juzgado, me despedí del portero.

Estreché con gusto la diestra de aquel simpático veterano. No volví a saber del maletín.

Fui a la fonda. No almorcé; el frío se había cebado en mí; sentía fuerte opresión en el pecho. Estaba enfermo.

Cuando llegué a la estación, me abrasaba la calentura; apenas podía valerme.

Trabajosamente subí a un departamento de primera; a su mortecina luz, distinguí cuatro o cinco viajeros ocultos bajo montones de mantas y abrigos, y un asiento libre en el que me dejé caer; recliné la cabeza y cerré los ojos; quedé aletargado y, en el sopor de la calentura, soñé: tuve la visión de Aurora y hasta escuché su voz.

El albor del nuevo día dejaba ver la campiña cubierta de nieve cuando lancé un quejumbroso suspiro acompañado de un ¡ay!

Entonces sentí unos golpecitos, discretamente dados en mis rodillas, y una voz que me preguntaba:

¿Qué le pasa a usted, Béjar?

Abrí los ojos. ¿Era realidad o efecto de mi fiebre?

Frente a mí estaba sentada Aurora con su madrina. Les tendí la mano, que estrecharon afectuosas.

Ha venido usted delirando todo el camino — me dijo Aurora mirándome compasiva.

Sí . . . no me extraña. . . me encuentro muy mal. . .

Fatigosamente, y en muy pocas palabras, les conté el motivo de mi viaje.

En Málaga recibí carta de doña Sixta — dijo Aurora, visiblemente contenta.

¿Sí? ¿Recibió usted. . . carta. . . de doña Sixta?

Una carta muy extensa, explicándome cuanto usted le confió.

Ya se habrá usted convencido de que... mi comportamiento c o n ... con su prima ... fue debido a...

Convencida; pero ahora le cuesta a usted mucho hablar; necesita reposo; acuéstese en estos dos asientos libres, que tiempo nos queda de hablar en Madrid.

En efecto, me costaba gran trabajo coordinar y expresar las ideas.

Me hicieron acostar en los dos asientos vacíos; y mientras Aurora colocaba bajo mi cabeza su almohada de viaje y su manía perfumada, le dije quedo, muy quedo:

¿Somos amigos?

Lo mismo que antes.

Quisiera serlo más.

Lo seremos.

En no sé qué estación me hicieron traer y tomar una copa de leche caliente, y en todo el trayecto cuidaron de mí con gran solicitud aquellas dos mujeres.

Al llegar a Madrid, hicieron que un mozo me bajase del tren, me colocase en un coche de punto y no me abandonase hasta dejarme en mi domicilio.

---

XVI. GRAVEMENTE ENFERMO 

 

Mi asistente[305] corrió en busca del médico del regimiento, mas este doctor no pudo venir por encontrarse en el tiro al blanco con la tropa.

Presintiendo mi gravedad, el asistente se disponía a salir en busca de otro médico cualquiera, cuando se presentó un caballero de barba nívea, con elegante abrigo de pieles, preguntando por mí. Entró en mi cuarto:

¿Es usted el capitán don Claudio Béjar?

Servidor de usted.

He sido llamado con urgencia a casa de don José y doña Sixta; allá me fui creyendo que alguno de los dos estaría enfermo; pero, afortunadamente, están bien de salud: la llamada ha sido para suplicarme que viniera a verle a usted, no como médico de cabecera, sino para informarlas del estado del capitán Béjar, por el cual parece ser que se interesan vivamente.

¿Don José y doña Sixta le han suplicado a usted que viniera?

Sí, señor; y la hermana de doña Sixta, recién llegada de Málaga, que también estaba allí.

   ¿También la hermana de doña Sixta?

Y una señorita muy linda que estaba con ellas — añadió el médico sonriendo.

Bien, pues; el médico del regimiento está en el tiro y no puede venir; de modo que. . .

Mejor será que lo visite a usté este señor — metió baza mi asistente — , porque el médico del regimiento no sabe dar más que sal de la Higuera.

Tú te callas. Ruego a usted, señor doctor, se encargue de mí desde ahora mismo.

Con mucho gusto.

Aquel señor era uno de los mejores médicos de Madrid. Después de un concienzudo reconocimiento, recetó mientras repetía:

Eso no es nada, eso no es nada; fruta del tiempo. . .

Pero demasiado comprendía yo mi gravedad.

Hasta la noche — dijo al despedirse — . Y no hay que asustarse. Le curaremos a usted, sí, señor, le curaremos; no faltaba más; hay que curarle a usted para que no me pegue doña Sixta, y su hermana, y. . . y alguna personita más. . .

El médico informó a doña Sixta, su hermana y Aurora que mi enfermedad, si bien no era de una gravedad suma, requería solícitos cuidados y la presencia de alguna persona de mi familia.

Don José telegrafió a mi tío, éste Presentóse en Madrid inmediatamente, y ya no se apartó de mi lado mientras estuve enfermo.

Durante este tiempo me escribió Aurora todos los días cartas cariñosísimas, dándome ánimos y asegurándome que mi curación era segura, según el criterio del médico.

Alguna carta no pude leer yo y me la leyó el bueno de don Exuperio, al cual hube de enterar de quién era Aurora, de cómo la conocí, del amor entendido, aunque no confesado, entre ella y yo, y mi firme propósito de hacerla mi esposa tan pronto me encontrase restablecido.

Los revulsivos y demás suplicios científicos a que me sujetó el doctor me curaron; pero tanto o más debió influir en mi curación la discreta habilidad con que en todas sus visitas sabía recordarme a Aurora sin nombrarla.

Una mañana, después de pulsarme, auscultarme y observar mi temperatura, me dijo mientras se refrotaba las manos: — Bueno; esto ya pasó: hoy está de enhorabuena... una señorita que yo conozco.

Ya fuera de peligro y convaleciente, don Exuperio regresó a la Imperial ciudad, y me dijo al despedirse:

Durante tu convalecencia, estuve varias veces en casa de don José. Allí he tenido ocasión de conocer y de hablar con Aurora; su carácter es bondadoso y algo infantil, pero hay que tener presente que las mujeres tienen mucho de niños; como además no puede ocultar el interés y el cariño que por ti siente, harás muy bien en casarte con ella; creo que ha de hacerte feliz, y me darás la alegría de verte unido a una mujer a la cual considero digna de ti. Aurora es rica, según me han informado; cuida de no apegar tu corazón a las riquezas más que a tu prometida; considera esa fortuna como circunstancia casual y muy secundaria, y por Dios, Claudio, no la mires como medio de holgar y de vivir a costa de ella, sino como administrador o consejero para su conservación y mejoramiento.

Durante mi larga convalecencia, continué escribiéndome con Aurora. En las cartas acabamos por substituir el usted por el , y el estimado por el amado; agotamos el repertorio

de las frases tiernas y apasionadas, y observé un detalle muy frecuente en los enamorados que se escriben: cuando se me ocurría una frase feliz o poco manoseada, Aurora me la repetía a los tres o cuatro días como si a ella se le hubiese ocurrido antes que a mí.

Cuando el asistente entraba en mi cuarto con cara de Pascua, ya se sabía: carta de Aurora. Jamás hice confianza alguna a mi asistente y, sin embargo, él estaba perfectamente enterado de todo cuanto conmigo se relacionaba.

Antes que por Aurora, supe por mi asistente que aquélla y su señora de compañía habían tomado un piso principal en el número 4 de la calle del Almirante, lo habían amueblado espléndidamente y dentro de poco se trasladarían a él.

Restablecido por completo, mi primera salida fue para ir a visitar a Aurora después de presentarme a mis jefes.

Me vestí de uniforme y salí a la calle. La mañana era de comienzos de primavera. La vida me sonreía. El robo del maletín, el viajecito a Más de Cuatro y la pulmonía que me costó, todo lo daba por bien pasado, pero pidiendo a Dios que el juez no me necesitase para otra declaración.

De una a dos, hora convenida, me dirigí a casa de Aurora. ¡Cuánta fue mi alegría al subir las escaleras, al oír obedecer el timbre al empuje de mi dedo, las pisadas de la doncella que salió a abrirme!

Buenas tardes. ¿Vive aquí la señora viuda de Brigthon?

Sí, señor.

Y como la doncella, al abrir la puerta, lo hizo de paso para el comedor y con una fuente de pescado a la mayonesa, pregunté sonriendo y con misterio:

¿Están almorzando?

Sí, señor.

Calle usted; permítame, que les voy a dar una broma. Soy muy amigo de la señora. Verá usted qué sorpresa la voy a dar...

En un voleo me despojé del capote y tomé la fuente de pescado; la doncella me condujo hasta el comedor refocilándose con la escena que iba a presenciar y lo que nos íbamos a reír.

Muy decidido y arrogante, entré en el comedor diciendo:

Sírvase usted, señora.

¡Qué vergüenza! En el comedor había una señora y dos señoritas desconocidas para mí; yo, en medio del comedor, de uniforme con mis cruces y todo, y la fuente de la mayonesa que a punto estuvo de caérseme de las manos.

Las señoritas se asustaron. La señora mostró gran tranquilidad; era una señora de talento, exquisitamente educada, comprendió la causa de mi bochornosa situación y supo tranquilizarme:

No se apure usted, caballero oficial, ni pase mal rato: esto de equivocarse de piso es moneda corriente y sucede lodos los días.

Entregué la mayonesa a la doncella, y me disculpé:

Señora, yo he preguntado por la viuda de Brigthon, y la doncella afirmó que vivía aquí.

Y yo soy la viuda de Barrón; como la doncella entró ayer en esta casa, lo mismo le suena Brigthon que Barrón, que Juan de las Viñas.

La viuda de Brigthon es la que ha venido a vivir a la casa de ahí al ladodijo una de las señoritas , en el número 4 duplicado; éste es el 4 nada más.

Señora: yo ruego a ustedes que me perdonen…

Usted es quien tiene que perdonar la torpeza de la doncella; y para que se persuada y marche tranquilo de que ni mis hijas ni yo hemos tomado a risa su entrada con la fuente de pescado, ni de ello nos hemos de permitir comentarios humorísticos, yo le suplico que tome asiento, pues quiero contarle un caso parecido del que fui la protagonista.

Es mucha la bondad de usted, señora.

Siéntese, siéntese; haga usted el favor.

Yo hubiese preferido correr a visitar a Aurorita, pero la amabilidad de aquella señora me obligo a sentarme y a escuchar, con aparente complacencia, este caso que a ella y a sus hijas les ocurrió:

Con motivo del fallecimiento de mi esposo, y para arreglar un asunto de la testamentaria, mis dos hijas y yo fuimos a Valladolid, población donde nunca habíamos estado. Allí teníamos una amiga íntima de toda la vida, a la cual fuimos a visitar la misma mañana de nuestra llegada, y así que estuvimos instaladas en el hotel de Francia. Doña Anciscla Lorenzalez, que así se llamaba nuestra antigua amiga, era señora muy beata y de elevada posición; nos recibió en el comedor, muy contenta y cariñosa; nos invitó a una función religiosa que iba a celebrarse aquella tarde, para que no perdiésemos la oportunidad de escuchar a un celebre y elocuentísimo predicador, y quedamos en irla a buscar a las cinco en punto de la tarde para ir juntas a la iglesia.

Fuimos a buscarla. Llamamos y preguntamos a la muchacha que salió a abrir:

¿Está la señora?

La señora ha salido.

Entonces, esperaremos a que vuelva, porque convinimos en venir a buscarla a esta hora.

Pasen ustedes.

La muchacha nos hizo pasar a la sala, donde permanecimos largo rato curioseando los cuadros y los diversos objetos de arte y de valor allí expuestos. Extrañadas de la tardanza de nuestra amiga, mi hija Salus salió al pasillo, llamó a la doncella, habló con ella, y, al volver a la sala, nos dijo:

¿Sabéis dónde ha ido Anciscla?

Habrá ido a la iglesia, sin acordarse de la cita que nos ha dado.

Sí, sí, iglesia; buena iglesia te dé Dios; donde se ha ido es al baile del Casino, con otras amigas.

¿Anciscla, al baile? No es posible.

— Me lo acaba de decir su doncella: a un baile que dan con motivo de haber llegado los estudiantes portugueses.

Nos mortificó bastante la desatención o el olvido tenido con nosotras por tan buena amiga, y mucho más el que, dándolas de beata, hubiese preferido oír la música del baile mejor que la palabra de un predicador eminente.

Se nos ocurrió vengarnos de una manera inocente: sobre una mesita había un magnífico devocionario con tapas de marfil y guarniciones de oro; lo cogí y me lo guardé en el bolsillo; Salus se guardó una pequeña cajita antigua de plata repujada; mi hija Beatriz, un bibelot precioso, y nos marchamos a la calle advirtiendo a la muchacha:

Diga usted a la señora que han estado aquí sus amigas la señora y las señoritas de Barrón.

Nos fuimos de paseo, riéndonos de la broma y de la cara que pondría Anciscla al echar de menos aquellos objetos.

Debo advertir a usted que nuestra amiga vivía en el segundo piso de aquella casa, y nosotras, equivocadamente, habíamos llamado y entrado en el principal.

Estábamos en la fonda a punto de acostarnos, cuando llamaron en la puerta de nuestro cuarto.

Eran el amo de la fonda y el inspector de Policía.

Señora — me preguntó el inspector — . ¿Han estado ustedes esta tarde en casa de los señores de Cifuentes?

No, señor; ni conocemos a tales señores.

Es inútil que lo nieguen, porque ahí, sobre esa mesa, estoy viendo el devocionario, la cajita de plata y el bibelot que ustedes han sustraído.

Efectivamente, sobre la mesa de nuestro cuarto habíamos dejado el devocionario, el bibelot y la cajita. Calcule usted nuestro disgusto: se nos tomaba por unas timadoras, y el inspector empeñado en llevarnos a las oficinas de vigilancia. Beatriz, con una congoja; Salus, llorando como una Magdalena; yo, muerta de vergüenza ante el dueño, y los camareros de la fonda que asomaban a la puerta, y deshaciéndome en explicaciones que el inspector no quería atender, pues estaba muy satisfecho de haber realizado un importante servicio y quería llevarnos consigo.

Después de muchas súplicas, accedió a que fuésemos con él a casa de nuestra amiga Anciscla; ésta respondió de nosotras; bajamos con ella y el inspector al piso principal, donde todo se puso en claro, y pedimos a los señores de Cifuentes mil perdones por nuestra equivocación.

---

XVII. UN HOMBRE PELIGROSO

 

Para qué voy a contar mi primera visita a Aurora y a su madrina? Demasiado se la imaginarán ustedes.

Desde entonces nos vimos todos los días y trazamos planes para nuestra próxima y futura felicidad.

En uno de estos coloquios Aurora me confió una cosa que me llenó de alegría:

Con el tiempo transcurrido desde que te conocí, y con tu última enfermedad, has cambiado de un modo notable: eres otro por completo.

De modo que ya no me parezco a Miguel Brigthon — contesté con cierto temor.

No te pareces nada absolutamente, pero eso no importa para que yo te ame.

Por las noches solíamos concurrir a la tertulia de don José y alternábamos en la conversación general, quiere decir que no imitamos la conducta de esos novios apestosos, ridículos y hasta faltos de educación.

Con la intervención de doña Sixta y de su hermana tratamos los detalles de la boda para cuando brotasen las primeras flores del almendro.

En una de estas veladas me presentaron a un don Gonzalo Fernández, señor de cincuenta y tantos años, de barbita canosa, muy peripuesto y atildado; y, como su voz melosa y su manera de hablar no me parecieran desconocidas, pregunté a doña Sixta:

¿Quién es ese caballero?

Un empleado en Gobernación, según nos ha dicho, que hace poco ha venido a vivir arriba, en el tercero derecha. Nos pasó  tarjeta; subió don José a visitarle; nos devolvió la visita, y hoy baja a la tertulia por primera vez. Parece un señor muy fino y muy amable.

Dicho señor acudía a la tertulia todas las noches y mostrábase extremadamente fino y atento sobre todo con Aurora, y de ello no había yo de tomar celos pues se trataba de un viejo retocado; pero empezó a molestarme el que alabara en demasía el proyectado casamiento de Aurora, sin referirse a mí, y el que repitiese a mi prometida estas o parecidas frases, con harta frecuencia:

Permítame felicitarla: antiguamente se consideraba ilegítimo el unirse más de una vez con lazos de matrimonio; después, estuvo mal mirado, si bien fué consentido; afortunadamente, las costumbres se modifican, la Humanidad evoluciona, y hoy los hombres modernos encontramos plausibles las segundas y aun terceras nupcias, pues la viudez y la soledad todo es uno. Esto mismo le estoy yo predicando a mi íntimo y muy querido amigo mío el Marqués de Francalete, viudo en la flor de su vida, figura arrogante y distinguida, muy estimado por la alta sociedad, ilustrado, agradabilísimo... en fin, un hombre de esos que nos hacen agradable la vida a los que tenemos la suerte de intimar con ellos.

Todas las noches encontraba don Gonzalo pretexto para ponderarnos las bellas cualidades físicas y morales del Marqués, la rancia nobleza de su ilustre abolengo o su destreza en todo género de deportes.

En una de las veladas se habló de flores, circunstancia que aprovechó don Gonzalo para preguntar a Aurora:

¿A usted le agradan las flores?

Ya lo creo; muchísimo; todos los días me las traen a casa.

Sin embargo, no es lo mismo un ramo de flores cortadas, separadas de la planta que las dió vida, a verlas en magníficos jardines como los que posee, por ejemplo, mi querido amigo el Marqués de Francalete en su finca de Valdemoro. ¿No conoce usted esos jardines?

No, señor — contestó Aurora.

Pues son dignos de ser visitados, no por su gran extensión, sino por la exquisitez de las flores que contienen; de modo que si un día usted y su respetable señora de compañía tienen gusto en ver tan selectos jardines, yo me consideraré muy honrado acompañándolas; se va y se vuelve en el mismo día ... un viaje de recreo...

Ya me pareció demasiado sobar con el Marqués; diríase que la misión de don Gonzalo en aquella tertulia era la de pintarnos a su noble amigo como un dechado de perfecciones para que Aurora supiese que existía una proporción mejor que la mía para casarse. Esto llegó a mortificarme; empecé a reflexionar acerca de cuáles pudieran ser los propósitos de don Gonzalo y acabé por deducir quién era este señor: don Matías Zarandona, el agente matrimonial que casó a Ondítegui; don Félix Alemani, que quiso casarme a mí. Él era, sí; indudablemente venía a desbaratar mi concertado matrimonio para casar a Aurora con el Marqués. Yo estaba bien seguro del amor de Aurora, y decidí hacerme el desentendido y aun reirme de los inútiles trabajos de don Gonzalo; mas, al oir yo que éste obtenía permiso de don José para presentar al Marqués en la tertulia, no pude contenerme; me levanté y le dije delante de todos:

Caballero: le he reconocido a pesar de su barba; si usted ahora se llama Gonzalo Fernández, antes se llamó Matías Zarandona y, después, Félix Alemani; usted es agente matrimonial: me consta; y le aconsejo que eche sus redes en otro sitio, porque aquí pierde usted el tiempo y se expone a llevarse su merecido.

Espectación y asombro en todos menos en don Gonzalo que no se inmutó; me escuchó sonriente y díjome con gran aplomo y finura:

No es usted el primero que me confunde con mi hermano Antonio. Ese es el agente matrimonial a que usted se refiere y cuya delicada y honrosa misión le obliga a cambiar de nombre con alguna frecuencia. Así, pues, yo doy, como dará usted, por no dichas las frases que me acaba de dirigir.

Desde luego las retiro; usted dispense.

De nada. Seguramente, la actitud de usted está justificada por algún disgusto habido con mi hermano Antonio.

Sí, señor: en cierta ocasión se fijó en mí para hacerme víctima de la Agencia.

Perdone si, en vez de víctima, yo digo protegido de la Agencia.

¿Protegido?

— ¡Ah! sí, señor; no es porque se trate de mi hermano, pero yo opino que las gestiones de la Agencia son altamente plausibles, de agradecer y dignas de todo encomio, y conmigo coincidirá toda persona de miras elevadas y altruistas. Por desgracia, en España todavía se habla con mofa de las Agencias matrimoniales, cuando en el extranjero son miradas con el mayor respeto y hasta se las considera beneméritas de la patria.

¡Canastos! — exclamó el general Escande—. ¿Beneméritas, las Agencias de changas?[306]

Perdone, mi general: no son changas, como usted dice humorísticamente, lo que hace la Agencia; es facilitar el conocimiento mutuo de personas de ambos sexos entre las cuales presienten afinidad o conveniencia. Vean ustedes uno de los muchos casos que podría citarles: Presentóse en la Agencia una señorita — muy linda, por cierto — pero bastante sorda. ¿Quién iba a casarse con aquella desdichada? Pues bien; mi hermano encontró para ella un esposo ideal; lo que a ella correspondía.

¿Un sordo?

Ca; no, señor: un joven con carrera, bien parecido, pero cegato, muy cegato; es decir, el complemento de una sorda.

¿El complemento?

Sí , señor; la sorda y el cegato se casaron, y es una delicia contemplarlos en el teatro: ella explica a su esposo lo que ve, y él cuenta a su esposa lo que oye. Y, no pudiendo vivir el uno sin el otro, van siempre juntos como dos tórtolos. Digan ustedes ahora si la Agencia de mi hermano no es merecedora de ser subvencionada por el Estado, y sus agentes dignos de todo respeto y consideración social.

A los pocos días me encontré a Ondítegui, que había venido destinado a Madrid, y le pregunté:

¿Has vuelto a ver a don Matías Zarandona, aquel amigo tuyo a quien conociste en Santander?

Hombre, sí; por cierto que me costó algo el reconocerle, porque se ha dejado la barba; sigue tan fino y cariñoso conmigo...

Don Gonzalo Fernández era el Zarandona y el Alemani; y como su concurrencia a la tertulia de don José no tenía otro objeto que el de pescar a Aurora y la fortuna de ésta para el entrampado Marqués de Francalete, fui a casa del agente matrimonial con ánimo de decirle cuatro frescas y hasta de cruzarle la cara a fin de que no volviera por la tertulia; pero ya se había mudado de casa sin que la portera pudiera decirme dónde. No volví a saber de él.

 

Para nuestro viaje de boda propuse a Aurora irnos a Suiza. Parecióle muy bien y añadió:

¿Sabes lo que debíamos hacer? Llevarnos una maquinita fotográfica y sacar instantáneas de aquellos paisajes tan poéticos. Traeríamos una colección con la cual recordaríamos nuestro viaje de novios.

La idea es admirable, como tuya, pero es el caso que yo no entiendo de eso; no he tocado una máquina fotográfica en mi vida.

Yo tampoco, pero eso no importa; compramos nuestra maquinita y cien o doscientas placas; allí las impresionamos y luego, a la vuelta, las damos a un fotógrafo para que las revele y saque las positivas. Nosotros no tendremos más que ponernos delante de lo que pretendamos impresionar, oprimir el botoncito de la máquina, y ya está.

Dices bien.

 

---

XVIII. PARTICIPO A USTEDES MI EFECTUADO ENLACE

 

Una mañana de primavera, muy temprano, nos casamos Aurora y yo, en el mismo traje con que, momentos después, habíamos de emprender el viaje de novios.[307]

Antes de la ceremonia, preguntóme el cura si quería casarme en aquella capilla donde estábamos o en otra más elegante en la cual solían casarse las personas de distinción.

No vi inconveniente en que nos echaran la bendición en la capilla elegante; mas, al hacerme observar que en la capilla elegante los derechos eran veinticinco duros, contesté:

Entonces, no; tan casados quedaremos en esta capilla como en la otra.

Sin duda no esperaba esta contestación el cura, pues insistió:

¿Y va a casarse todo un señor capitán como se casaría un cabo de Carabineros?

Mi tío Exuperio, que era el padrino, le objetó:

Sí, señor; como un cabo de Carabineros: Jesucristo predicó la humildad.

Además de este pequeño incidente, presenciamos una discrepancia de criterio entre el cura que nos casó y el cura castrense que, por obligación, estaba presente, acerca de cuál de ambos debía cobrar los derechos de casamiento.

Empezaron con un suave discreteo y al ver que empezaban a subirse de tono, mi tío cortó la discusión pagando los derechos al uno y al otro.

*

*  *

Delicia no interrumpida fue nuestra estancia en Suiza. Estuvimos en Ginebra, Lausana, Berna, Lucerna, Zurich, Constanza y Como. Atravesamos el San Gotardo. Navegamos por los lagos de Ginebra, Constanza y Neuchatel. Unas veces yo, otras Aurora, sacamos multitud de instantáneas con nuestra maquinita fotográfica.

De regreso a Madrid, llevé las placas impresionadas a un fotógrafo para que las revelase. Cuando volví en busca de las positivas, me dijo el fotógrafo:

¿Pero, qué han hecho ustedes? Aquí no hay tales paisajes de Suiza.

¿Cómo que no? Más de ciento.

No, señor; aquí no hay más que dos clases de placas: unas con los ojos de usted, y otras con los ojos de su señora. Vea usted.

En efecto: Aurora y yo, inexpertos en el manejo de la máquina, en todas las instantáneas habíamos colocado el objetivo ante nuestros ojos, y el ocular mirando al paisaje. Habíamos fotografiado nuestros ojos nada más.

Nos quedamos sin fotografías de Suiza, pero Aurora y yo nos reímos mucho del chasco.

*

*  *

La fortuna de Aurora era mucho mayor de lo que yo podía imaginarme.

En el término de Málaga y en manos de administradores, poseía fincas muy productivas, y mucho más rendimiento dieran estando sobre ellas y administrándolas su mismo dueño.

Por esta razón accedí a los reiterados ruegos de mi esposa: pedí el retiro para dedicarme exclusivamente a la administración y cuidado de las fincas de mi mujer, que no es flojo trabajo.

Desde entonces vivimos en el campo, no muy lejos de la ciudad, en una casita blanca donde nadie nos molesta con visitas inútiles, y tenemos cuanto es necesario para ser felices:

Una heredad en el campo,

una casa en la heredad

y, en la casa, pan y amor;

ésta es la felicidad.

 

FIN






[1] Quién transcribe esta novela  a la internet hace saber de la XXXII Promoción de la Academia General Militar, en su Tercera Época; una promoción especial, pues se tuvo que acelerar su formación con motivo del negro presagio del Sahara y del conflicto que pudo declararse coincidiendo con la famosa «Marcha Verde». Como fueron alumnos sólo tres años, fue conocida como la promoción de “los peritos” (entonces, carrera técnica de tres años), y también los “sietemesinos”. Estaban preparados para cuando egresasen de la AGM ir todos destinados a África, debido a las exigencias de una posible guerra híbrida  con  Marruecos.

[2] Hacemos constar: estimamos que las memorias del oficial ‘sietemesino’ don Claudio Béjar  vienen a coincidir cronológicamente con las historias que don Benito Pérez Galdós narró en la inconclusa Quinta Serie de sus Episodios Nacionales: España sin rey, España trágica, Amadeo I, La Primera República, De Cartago a Sagunto, Cánovas, Sagasta (en proyecto).

[3] El redactor de estas anotaciones a pie de página opina, razonadamente, que don Pablo Parellada no fechó correctamente el cierre de estas Memorias de don Claudio Béjar. Con la trazabilidad de las fechas y hechos históricos que el autor describe, posiblemente lo correcto es que la novela se cierre tres años más tarde, en 1882, por coherencia.

Me explico: La Mudanza del pueblo a la capital del joven Claudio y su Padre es en 1867; a poco, varios capítulos de la Revolución de 1868. Ya huérfano, en Toledo con su tío Exuperio Béjar, los hechos históricos y el pase a Retiro del Coronel Tirabeque señalan que 1873 es el año de egreso de Claudio de la Academia de Infantería y su primer destino al Regimiento de Sobreda; al Regimiento de Pandolfa debió llegar en el primer semestre de 1874. El destino a ultramar, Cuba, del alférez Béjar se puede situar en 1875. El regreso a España del teniente Béjar, muy enfermo, fue tras la Paz de Zanjón, en el segundo trimestre de 1878. A final de ese año se incorporó al Regimiento de Pamplona, tras la estancia en el hospital militar de Santander  y la convalecencia de dos meses en Toledo. Fue un destino breve, y al poco lo destinan a Canarias; pasó por Málaga para embarcar durante el Carnaval de… 1879…  y durante ese año tenían que comer en los cuarteles de Gran Canaria los víveres en mal estado acumulados por orden del Mando a causa de la Guerra Ruso-Turca (1877 – 1878). El tener que estar un año en el destino insular, el Capitán Béjar llegó al Regimiento de Sevilla a principio de 1881. En el traslado a la guarnición de Madrid fue el encuentro con la viuda Aurora, quién cita que han pasado dos años desde que se vieron en el Carnaval de Málaga (que debió suceder, por coherencia, en 1879). En el invierno 1881/1882 el Capitán Béjar viaja a Más de Cuatro en busca del maletín que le robaron en el tren, y enferma. En la primavera (de 1882) matrimonia con Aurora, y a poco pide el pase a la situación de retiro, causando baja en el Ejército. Escribe sus Memorias de un Sietemesino, y las cierra en ¡noviembre de 1882!, aunque en el libro se cite noviembre de 1879.

[4] SPOLIARIUM: Lugar del circo romano donde se desnudaba a los gladiadores muertos, o en su defecto, donde se desnudaba y remataba a los heridos, para su posterior incineración.

[5] La guerra de África, primera guerra de Marruecos o guerra hispano-marroquí fue un conflicto bélico que enfrentó a España con el sultanato de Marruecos entre 1859 y 1860, durante el período de los Gobiernos de la Unión Liberal del reinado de Isabel II. La guerra finalizó con el Tratado de Wad-Ras, firmado el 26 de abril de 1860, que declaraba a España como vencedora e imponía a Marruecos una serie de cesiones e indemnizaciones. En lo que se refiere a esta novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO significamos además de esta referencia al RIF, posteriormente aparecerá el General Prim, militar y político liberal español del siglo XIX que llegó a ser presidente del Consejo de Ministros. PRIM, en su vida militar, participó en la primera guerra carlista y en la guerra de África, donde mostró relevantes dotes de mando, valor y temeridad; y tras la Revolución de 1868 se convirtió en uno de los hombres más influyentes en la España del momento, patrocinando la entronización de la Casa de Saboya en la persona de Amadeo I. Murió asesinado poco después.

[7] El primer ferrocarril español se construyó en 1837 en la entonces provincia española de Cuba, la línea La Habana-Güines. Unos años más tarde, en la península ibérica, se construyó la línea de Barcelona a Mataró en 1848. A partir de esa fecha se producirá una rápida expansión con la construcción de numerosas líneas de ferrocarril de ancho ibérico a cargo de las que se convertirán en las principales empresas ferroviarias de la época: la Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante (1856), la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España (1858) o la Compañía de los Ferrocarriles Andaluces (1877).

[8] PARADOR: Gral. Establecimiento donde se prestan servicios de hostelería.

[9] TIRO: m. Conjunto de caballerías que tiran de un carruaje. Sin.: yunta, tronco, atalaje, atelaje.

[10] CARRANZA: personaje de ficción que destacará en los capítulos relacionados con el Sexenio Revolucionario de esta novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO. Agitador, dejó su carpintería para predicar la revolución y fomentar el tumulto. Siempre perseguido, llegó a ser teniente coronel de una milicia ciudadana. Falleció de una indigestión de higos al poco de caer la República.

[11] BESAMANOS: m. Ceremonia en la cual se acudía a besar la mano al rey y personas reales en señal de adhesión. m. Acto de adhesión o sumisión a una persona o institución superiores.

[12] PIGRE: Del lat. piger, -gri. adj. Tardo, negligente, desidioso.

[13] Poliuto es una "tragedia lírica" u ópera trágica, con música de Gaetano Donizetti y libreto en italiano de Salvatore Cammarano. Fue compuesta en 1838 y estrenada el 30 de noviembre de 1848 en el Teatro de San Carlos de Nápoles

[14] Semiramide es una ópera en dos actos de Gioachino Rossini. En España se estrenó el 17 de mayo de 1826, en el Teatro de la Santa Cruz de Barcelona.

[15] PAMPIROLADA: Definición: 1 f. Salsa que se hace con pan y ajos machacados en el mortero y desleídos en agua. 2 f. coloq. Necedad o cosa insustancial.

[16] Sexenio Revolucionario: 1868-1874 (Gobierno Provisional - Regencia del general Serrano y gobierno de Prim - Reinado de Amadeo I, y Primera Republica). La revolución conocida como La Gloriosa comienza el 18 de septiembre de 1868 con el pronunciamiento de la Armada en Cádiz, al mando del almirante Juan Bautista Topete y del ejército dirigido por los generales Juan Prim y Francisco Serrano.

[17] Estos cuatro personajes, junto con el carpintero y revolucionario CARRANZA, presentado en el capítulo II. A LA CIUDAD, suman cinco criminales, o víctimas según quién, en el capítulo IV. LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE [DE 1868] de esta novela.

[18] TAHÚR: Del ár. takfūr, y este del armenio tagevor, título de los reyes de esta nación, posteriormente con valor negativo por sus difíciles relaciones con los cruzados. 1 adj. jugador (‖ que se entrega compulsivamente a juegos de azar). U. m. c. s. Sin.: jugador, ludópata. 2 adj. jugador (‖ que juega con especial habilidad). U. m. c. s. Sin.: jugador. 3 m. Jugador fullero. Sin.: fullero, tramposo, trilero, ventajista, cuco, griego.

[19] CARTETA: Juego de naipes, que comúnmente se llama el parar.

[20] CORREHUELA: 3 f. Juego que se hace con una correa con las dos puntas cosidas, y que consiste en presentarla doblada con varios pliegues, en uno de los cuales un jugador mete un palito; si al soltar la correa resulta el palito dentro de ella, gana quien lo puso, y si cae fuera, gana el que la dobló.

[21] CHAPA: 17 f. pl. Juego de azar que consiste en lanzar al aire dos monedas iguales, ganando quien consigue sacar dos caras. CHAPERO: m. jerg. Homosexual masculino que ejerce la prostitución. Sin.:

prostituto.

[22] BRIBA: f. Holgazanería picaresca. Sin.: haraganería, holgazanería. BRIBÓN: De briba. 1 adj. Haragán, dado a la briba. U. t. c. s. 2 adj. Pícaro, bellaco. U. t. c. s.

[23] BIGARDO: De begardo. 1 adj. vago (‖ holgazán). U. t. c. s. U. m. en aum. Sin.: vago, holgazán, ganso, malentretenido, atorrante, pajista, morón. 2. adj. Vicioso y de vida licenciosa. Era u. como insulto a ciertos frailes. Era u. t. c. s. Sin.: vicioso, licencioso, disoluto. 3 m. y f. despect. coloq. Persona alta y corpulenta. U. m. en aum. Sin.: jayán, mocetón, mujerona, hombretón, grandullón.

[24] MERODEAR: 1 intr. Vagar por las inmediaciones de algún lugar, en general con malos fines. Sin.: rondar, deambular, vagar, vagabundear, acechar, fisgar, husmear. 2 intr. Dicho de una persona: Vagar por el campo viviendo de lo que coge o roba. 3 intr. Mil. Dicho de un soldado: Apartarse del cuerpo en que marcha, a ver qué puede coger o robar en los caseríos y en el campo.

[25] BARATO: 5. m. Porción de dinero que exigía por fuerza un baratero. BARATAR: 2. tr. ant. Dar o recibir algo por menos de su precio ordinario.

[26] CHORRADA: Del ant. chorrar 'chorrear'. 1 f. Porción de líquido que se suele echar de propina después de dar la medida. Sin.: chorretada, ajuste, contra, ganancia, ipegüe, llapa, ñapa, pilón1, vendaje, yapa, feria, caída, refacción.

[27] GALLARÍN: m. desus. Cuenta que se hace doblando siempre el número en progresión geométrica. GALLAR: tr. Aumentar o intensificar, especialmente el deseo sexual.

[28] ALBOROQUE: Quizá del ár. hisp. *alborók, y este del ár. clás. ‘arbūn. 1 m. Agasajo que hacen el comprador, el vendedor, o ambos, a quienes intervienen en una venta. Sin.: robra, botijuela, robla, corrobra, alifara. 2 m. Regalo o convite que se hace para recompensar un servicio o por cualquier motivo de alegría.

[29] Un rico tahonero habitante en las afueras de la ciudad.

[30] TAHONA: (Del ár. hisp. aṭṭaḥúna, y este del ár. clás. aṭṭāḥūn[ah], molino). 1. f. Molino de harina cuya rueda se mueve con caballería. 2. f. panadería (‖ lugar donde se hace el pan).

[31] PREVENCIÓN: 5. f. Puesto de policía o vigilancia de un distrito, donde se lleva preventivamente a las personas que han cometido algún delito o falta.

[32] El modelo de las exposiciones agrícolas e industriales se codificó en las dos primeras décadas del siglo XIX, pero hunde sus raíces en el anterior. Tanto el Estado como las instituciones locales y provinciales fueron esenciales para su puesta en marcha.

[33] MOLLAT. Personaje que aparece en el Capítulo II A LA CIUDAD de esta novela: “mi inseparable camarada y condiscípulo Lino Mollat, chico ligeramente cojo, listo como una ardilla, travieso como mico, hijo de un rico tahonero habitante en las afueras de la ciudad, y tan pigre o más que yo, el tal Mollat..”

[34] Acaudillaron la Revolución los generales Serrano y Prim y el almirante Topete. Prim, procedente de Londres, llegó a Gibraltar el 17 de septiembre de 1868. En la mañana del día 18, la Armada, concentrada en la bahía de Cádiz, señaló con sus cañonazos el gran pronunciamiento anunciado desde la fragata Zaragoza por Prim y Topete. El general Serrano llegó a Cádiz el día 19 en la fragata Buenaventura, con otros militares desterrados. En esa misma tarde, se hizo público el manifiesto Viva España con Honra. Serrano desde Sevilla, poniéndose al frente de un gran ejército, se dirigió hacia Madrid, derrotando a las fuerzas gubernamentales mandadas por el general Novaliches, en el puente de Alcolea, sobre el río Guadalquivir, próximo a Córdoba. Era el último acto del reinado de Isabel II, que desde San Sebastián, donde se encontraba veraneando, cruzó en tren la frontera con Francia el 30 de septiembre de 1868. Iba a cumplir treinta y ocho años. La Revolución de 1868 —La Gloriosa— terminó con su reinado.

[35] Sexenio Revolucionario: 1868-1874 (Gobierno Provisional - Regencia del general Serrano y gobierno de Prim - Reinado de Amadeo I, y Primera Republica). La revolución conocida como La Gloriosa comienza el 18 de septiembre de 1868 con el pronunciamiento de la Armada en Cádiz, al mando del almirante Juan Bautista Topete y del ejército dirigido por los generales Juan Prim y Francisco Serrano.

[36] CARRANZA: personaje que aparece en el Capítulo II A LA CIUDAD de esta novela. ‘Ponía gran vehemencia en sus palabras y extremada fe en el próximo lanzamiento del grito y triunfo de la revolución consiguiente, y terminaba sus párrafos: “¡Ay del día en que el pueblo sepa lo que vale!.’”

[37] MELA. Personaje que aparece en el capítulo III. PRELUDIOS [A LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE DE 1868] de esta novela. “Otro personaje memorable: don Julián Mela, alcalde-corregidor, como entonces se llamaba el que reunía las atribuciones de gobernador civil y de alcalde. Fue un gobernante y un administrador modelo, pues dedicó todos sus afanes al engrandecimiento de la ciudad. Inició ensanches, abrió necesarias calles a través del antiguo laberinto de estrechas y tortuosas callejuelas. Realizó espléndida Exposición . Durante su permanencia, la ciudad trabajaba, vivía; había salido de su marasmo.”

[38] BLANES. Personaje que aparece en el capítulo III. PRELUDIOS [A LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE DE 1868] de esta novela. “Blanes fue un jefe de policía activo, honrado y muy cumplidor de su deber. Se multiplicaba como si poseyera el don de la ubicuidad; parecía que la población disponía de diez o doce Blanes.”

[39] CHARANGA: Banda pequeña de música, frec. de carácter popular o jocoso, formada por instrumentos de viento y percusión.

[40] Himno de Riego es la denominación que recibe el himno que cantaba la columna comandada por el teniente coronel Rafael del Riego durante el pronunciamiento que lleva su nombre y empezó el 1 de enero de 1820 en Las Cabezas de San Juan.

[41] CIERZO: m. Viento septentrional más o menos inclinado a levante o a poniente, según la situación geográfica de la región en que sopla.

[42] La TÍA PILATOS: Personaje que aparece en el capítulo III. PRELUDIOS [A LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE DE 1868] de esta novela. “Si aquí hubiera vergüenza a ese recondenao de Blanes ya le hubiéramos ajustao las cuentas.”

[43] QUEPIS: m. Gorra cilíndrica o ligeramente cónica, con visera horizontal, que como prenda de uniforme usan los militares en algunos países.

[44] MANGUARA, y su sobrino: Personajes que aparece en el capítulo III. PRELUDIOS [A LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE DE 1868] de esta novela, ambos vividores del trabajo ajeno. “-Siquiá sea esta misma noche par coger a ese ladrón de Blanes y degollarlo. -Y arrastrarlo.”

[45] CÁFILA: f. coloq. Conjunto o multitud de gentes, animales o cosas, especialmente las que están en movimiento y van unas tras otras. Sin.: multitud, muchedumbre, conjunto, montón, tropel, banda, grupo, pandilla, cuadrilla, bandada, tracalada.

[46] MECHERA: m. y f. Ladrona de tiendas.

[47] ESPIGADERA: m. y f. Persona que recoge las espigas que quedan o han caído en la siega. Sin.: espigadera, recolectora.

[48] TUSONA: 5 f. coloq. prostituta.

[49] ARAÑA: 1 Persona muy aprovechada y vividora. 2 f. prostituta.

[50] Individuos de no menos de 25 años que parecen en el capítulo III. PRELUDIOS [A LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE DE 1868] de esta novela. “-¿Por qué tienen que llevarlos presos? ¿Qué daño han cometido? Total, pisarle la cola del vestido a una señora.”

[51] Un chicuelo que parece en el capítulo III. PRELUDIOS [A LA REVOLUCIÓN DE SEPTIEMBRE DE 1868] de esta novela. “levantó ligeramente una pierna y dedicó a los de la luna de miel la acción peor sonante y más sucia que persona puede soltar en público, y escapó a correr, con gran regocijo suyo y de sus compinches

[52] MOLLAT. Personaje que es presentado en el Capítulo II A LA CIUDAD de esta novela: “mi inseparable camarada y condiscípulo Lino Mollat, chico ligeramente cojo, listo como una ardilla, travieso como mico, hijo de un rico tahonero habitante en las afueras de la ciudad, y tan pigre o más que yo, el tal Mollat..”

[53] Acaudillaron la Revolución de septiembre de 1868 los generales Serrano y Prim y el almirante Topete.

[54] ESTOFADO: adj. Dicho de una cosa: Aliñada, engalanada o bien dispuesta.

[55] EVÓNIMO: m. bonetero (‖ arbusto). BONETERO: m. Arbusto de la familia de las celastráceas, de tres a cuatro metros de altura, derecho, ramoso, con hojas opuestas, aovadas, dentadas y de pecíolo muy corto, flores pequeñas y blanquecinas, y por frutos cápsulas rojizas con tres o cuatro lóbulos obtusos. Florece en verano, se cultiva en los jardines de Europa, sirve para setos, y su carbón se emplea en la fabricación de la pólvora. Sin.: evónimo, husera.

[56] Juan Prim y Prats. Conde de Reus (I). Reus (Tarragona), 6.XII.1814 – Madrid, 30.XII.1870. n militar y político liberal español del siglo XIX que llegó a ser presidente del Consejo de Ministros. En su vida militar participó en la primera guerra carlista y en la guerra de África, donde mostró relevantes dotes de mando, valor y temeridad. Tras la Revolución de 1868 se convirtió en uno de los hombres más influyentes en la España del momento, patrocinando la entronización de la Casa de Saboya en la persona de Amadeo I. Murió asesinado poco después.

[57] CARRETELA: f. Coche de cuatro asientos, con caja poco profunda y cubierta plegadiza.

[58] ‘Unos catalanes con fusil y barretina’.

[59] Batalla del puente de Alcolea (1868): La batalla del puente de Alcolea tuvo lugar el 28 de septiembre de 1868 y enfrentó a los militares sublevados contra la reina Isabel II y las tropas realistas que se mantenían fieles a su autoridad. Tuvo lugar en un puente (situado sobre el río Guadalquivir) cercano a la barriada cordobesa de Alcolea y la derrota de las tropas realistas significó el final del reinado de Isabel II, que tuvo que marchar al exilio en Francia.

[60] El general Manuel Pavía y Lacy, marqués de Novaliches. No debe confundirse con el general Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque, que encabezó el golpe de Estado que puso fin a la Primera República Española el 29 de diciembre de 1874.

[61] Emilio Castelar y Ripoll. Cádiz, 7.IX.1832 – San Pedro del Pinatar (Murcia), 25.V.1899. Fue un político, historiador, periodista y escritor español, presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República entre 1873 y 1874.

[62] Las QUINTAS fue un sistema de reclutamiento forzoso de jóvenes para el Ejército de España que estuvo vigente desde la primera mitad del siglo XVIII hasta 1912 en que fue sustituido por el servicio militar obligatorio. Al igual que el sistema de matrícula de mar para la Armada española fue objeto de un continuado y radical rechazo por parte de las clases populares, que eran quienes lo sufrían (era la «contribución de la sangre»), ya que las clases medias y altas contaban con dos métodos para evitar que sus hijos fueran reclutados: la redención en metálico (pagar al Estado una cantidad de dinero) o la sustitución (pagar a otra persona para que fuera en su lugar). Las esperanzas se depositaron en el advenimiento de la REPÚBLICA, como se muestra en esta copla que se cantaba en Cartagena: ‘Si la República viene, No habrá quintas en España, Por eso aquí hasta la Virgen, Se vuelve republicana.’

[63] Hay muchos tratados contemporáneos nuestros y divulgados mediante la internet que estudian la "elocutio" retórica en la construcción del discurso público de Emilio Castelar.

[64] [REPÚBLICA] ENTREVERADA: adjetivo. Que tiene interpoladas cosas varias y diferentes.

[65] BALDOMERO ESPARTERO (1793 – 1879): Cuando fue destronada la reina Isabel II por la Revolución de 1868, Juan Prim y Pascual Madoz le ofrecieron la Corona de España, cargo que no aceptó. Los años habían hecho mella en su persona y no se consideraba con fuerzas para tan alta empresa. La ciudadanía y buena parte de la prensa liberal reclamaba al viejo general septuagenario para ser proclamado rey. Panfletos, artículos —sobre todo en los diarios La Independencia y El Progreso— e incluso canciones con mejor o peor fortuna y gusto pedían en las grandes ciudades que se ofreciera al general la Corona.

[66] Carlos María de Borbón y Austria-Este fue pretendiente al trono de España entre 1868 y 1909. La tercera guerra carlista fue una guerra civil que tuvo lugar en España de 1872 a 1876, entre los partidarios de Carlos, autotitulado duque de Madrid, pretendiente carlista al trono, y los gobiernos de Amadeo I, de la I República y de Alfonso XII.

[67] La DIVINA PASTORA de las Almas es una advocación de la Virgen María. La representa como una pastora celestial. Surgió en Sevilla, España a comienzos del siglo XVIII, siendo su primera Hermandad la de Santa Marina de Sevilla, Cuna y Origen de la Devoción, y está presente en varios países.

[68] TRÁGALA: Canción con que los liberales españoles zaherían a los partidarios del gobierno absoluto durante el primer tercio del siglo XIX.

[69] Los adolescentes Lino Mollat y Cláudio Béjar se identifican con los protagonistas de PANCHO Y MENDRUGO. Título de un popular Sainete Trágico de autor desconocido, publicado a principios del siglo XIX; la escena es en una casa pobre de uno de los barrios de Granada. Son personajes cuatro hombres (Los amigos Mendrugo y Pancho, Burraco -amante de Catana-, y Ternejo -amante de Catana-), y dos mujeres (Catana -madre de Mendrugo-, y Chirila -hija de Catana-).

Un comentarista de su siglo dixit: “El pueblo tiene una filosofía propia y definida. No busquéis en ella generalizaciones no teorías, ni aún libros; pues el pueblo no generaliza, ni tan solo escribe. La filosofía popular se funda en tipos tradicionales que encarnan todo un sistema de ideas. Las leyendas primitivas de todas las naciones son puros símbolos; en Cataluña hay una infinidad de tipos simbólicos legendarios que demuestran la verdad de este aserto; el pesimismo del pueblo castellano inventó a Pancho y Mendrugo como encarnación de falsedad y miseria. Cuando Larra exclamó: ¡El mundo todo es máscaras, todo el año es carnaval! después de haber arrancado las caretas doradas que esconden los vicios y las infamias de los hombres, se olvidó de los Panchos y Mendrugos que convierten el oficio infame la pobreza, nunca deshonrosa cuando es noblemente soportada.

En Pancho y Mendrugo está concentrada la desvergonzada miseria que llena las obras de los escritores del llamado siglo de oro de la literatura castellana. Panchos y Mendrugos son los pícaros de las novelas de Cervantes, de Quevedo, de Mendoza y otros; los borrachos que sueltan carcajadas estúpidas en el cuadro de Velázquez, cuyos modelos son los pobres de oficio que salen por las mañanas de sus covachas hediondas, como los ratones de las cloacas, a revolver el estómago de las señoras que van a la iglesia y de la gente que va a la feria, mostrando a la luz del sol llagas podridas y monstruosidades inverosímiles.

Los tipos populares de Pancho y Mendrugo son por sí solos más pesimistas que todos los sistemas filosóficos juntos; pues cuando se desconfía del pobre la caridad se anula. ¿Y sin caridad qué es el mundo?.”

[70] Según el capítulo II. A LA CIUDAD de esta novela: ‘En 1867 mi padre obtuvo una plaza de médico en la capital, y a ésta nos trasladamos en diligencia’.

[71] Cuando se publicó esta novela, MEMORIAS DE UN SIETEMESINO los españoles sólo conocían de la REPÚBLICA: el régimen político vigente en España desde su proclamación por las Cortes, el 11 de febrero de 1873, hasta el 29 de diciembre de 1874, cuando el pronunciamiento del general Martínez Campos que dio lugar a la restauración de la monarquía borbónica.

[72] MARI, LA FRANCESITA. Hija de un horticultor amigo del padre de Claudio Béjar y un año mayor que éste, vivía en las afueras de la ciudad frente a la tahona del padre del cojuelo Luis ‘Lino’ Mollat. Un Claudio adolescente la quería al tiempo que a Eulalia, sin decidirse por ninguna, en cuando la República, en el capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO; y así se lo dijo a ambas cuando huérfano se marchó a Toledo acogido por su tío el canónigo Exuperio Béjar, y posteriormente  por carta cuando egresó como Alférez de la Academia de Infantería. Al poco casó Mari con el Coronel del regimiento de Sobreña, primer destino de Claudio, y causa de un triste malentendido que motivó el destino de Claudio a Pandolfa.

[73] Desde la Guerra de la Independencia, las etapas revolucionarias del siglo XIX en España daban lugar a la formación de milicias ciudadanas. El alzamiento de septiembre de 1868 se produjo con la colaboración de ciudadanos armados, bajo el control de las Juntas Revolucionarias, que los organizaron bajo el nombre de VOLUNTARIOS DE LA LIBERTAD. La exclusión de los demócratas del Gobierno, la imposición de nuevos ayuntamientos sin mediar elecciones y sobre todo los decretos encaminados a la reorganización de los voluntarios, llevaron a enfrentamientos armados , que tuvo como consecuencia el desarme de las milicias ciudadanas.

[74] Recordemos que el padre del cojuelo Mollat era tahonero, y tenía su casa en las afueras de la ciudad. Y que por aquél entonces las poblaciones aún conservaban sus antiguas murallas y puertas.

[75] La novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO sucede en la segunda mitad del siglo XIX; con la tecnología y combustibles de entonces. En nuestro siglo XXI ya hay cartuchos deshollinadores exentos totalmente de pólvora y elaborados especialmente para desintegrar el hollín, resinas y alquitrán incrustado a la chimenea y cámara de combustión, mejorando así el rendimiento y prolongando la vida de la instalación.

[76] ALMORZADA: AMBUESTA, Del celta *ambŏsta, compuesto de *ambi- 'ambos' y *bosta 'hueco de la mano'; cf. irl. medio boss, bass, gaélico bas y bretón boz: f. p. us. Porción de cosa suelta que cabe en ambas manos juntas y puestas en forma cóncava.

[77] RETÉN: m. Mil. Tropa que en más o menos número se pone sobre las armas, cuando las circunstancias lo requieren, para reforzar, especialmente de noche, uno o más puestos militares.

[78] Al ser un fruto laxante por naturaleza, el consumo excesivo de HIGOS puede causar indigestión. A su vez, no se recomienda comer higos en grandes cantidades si sueles sufrir de acidez gástrica, diarrea, o en casos de personas con diabetes y sobrepeso. un consumo exagerado de higos puede producir diarrea debido a su alto contenido en fibra. Además, si se comen sin estar lo suficientemente maduros, pueden ocasionar fuertes dolores estomacales y diarrea. Por ello, debes consumirlos en su punto ideal de maduración y en temporada.

[79] CÓLICO CERRADO: m. Med. cólico en que el estreñimiento es pertinaz y aumenta la gravedad de la dolencia. [Aclaración: está cerrado “el ojo del culo”; casualmente (ó no), el protagonista de una obra de don Francisco de Quevedo: ‘Gracias y desgracias del ojo del culo, dirigidas a Doña Juana Mucha, Montón de Carne, Mujer gorda por arrobas / escribiolos Juan Lamas, el del camisón cagado’]

[80] UNIFORME: Del lat. uniformis. 1 adj. Dicho de dos o más cosas: Que tienen la misma forma. Sin.: igual, idéntico, coincidente, parejo. 2 adj. Igual, conforme, semejante. Sin.: semejante, similar, parecido, parejo. Ant.:

desigual, heterogéneo, diverso. 3 m. Traje peculiar y distintivo que por establecimiento o concesión usan los militares y otros empleados o los individuos que pertenecen a un mismo cuerpo o colegio.

[81] ISOCROMO. La palabra "isocromo" está formada con raíces griegas y significa "del mismo color". Sus componentes léxicos son: isos (igual) y khroma (color).

[82] BIFURCARSE: Del lat. vulg. bifurcāre, der. regres. de bifurcātus 'bifurcado', 'ahorquillado'. prnl. Dicho de una cosa: Dividirse en dos ramales, brazos o puntas. Bifurcarse un río, la rama de un árbol. Sin.: dividirse, ramificarse, ahorquillarse, divergir, escindirse, desviarse, separarse.

[83] BIVIO: palabra del idioma italiano; se traduce como ‘encrucijada, cruce, bifurcación’.

[84] CALIDUCTO : especie de canal que se encuentra en algunos edificios de la antigüedad que partiendo de un hogar u hornillo común corría por el interior de las habitaciones.

[85] ALMONEDA: Del ár. hisp. almunáda, y este del ár. clás. munādāh. 1 f. Venta en pública subasta de bienes muebles, generalmente usados. Sin.: subasta, licitación. 2 f. Venta de géneros que se anuncian a bajo precio. Sin.: liquidación, saldo.

[86] La República fue el régimen político vigente en España desde su proclamación por las Cortes, el 11 de febrero de 1873, hasta el 29 de diciembre de 1874. Durante el primer gobierno republicano, presidido por Estanislao Figueras, EMILIO CASTELAR ocupó la cartera de Estado entre el 12 y el 24 de febrero,​ (volvería a ocuparlo de manera interina entre el 7 y el 11 de junio)​ desde la que adoptó medidas como la eliminación de los títulos nobiliarios o la abolición de la esclavitud en Puerto Rico. Pero el régimen por el que tanto había luchado se descomponía rápidamente, desgarrado por las disensiones ideológicas entre sus líderes, aislado por la hostilidad de la Iglesia, la nobleza, el Ejército y las clases acomodadas, y acosado por la insurrección cantonal, la reanudación de la guerra carlista y el recrudecimiento de la rebelión independentista en Cuba.​ La presidencia fue pasando de mano en mano —de Figueras a Pi y Margall en junio y de este a Salmerón en julio— hasta que en septiembre, las Cortes Constituyentes le nombraron presidente del Poder Ejecutivo de la República (7 de septiembre de 1873-3 de enero de 1874), sucediéndole el general Francisco Serrano.

[87]QUINTA: La REPÚBLICA aprobó la abolición de las quintas el 18 de febrero de 1873, sólo una semana después de haberse proclamado, siendo sustituidas en el «Ejército activo» por «soldados voluntarios retribuidos», mientras que «todos los mozos que el 1 de enero tengan veinte años cumplidos» formarán el «Ejército de reserva», cuyo servicio «durará tres años» y en el que «no se admitirá la redención en metálico».​ Para hacer frente a las necesidades inmediatas del Ejército —las dos guerras, la de Cuba y la carlista, continuaban—, se organizaron ochenta batallones francos, con 600 hombres cada uno, en los que cada soldado cobraría dos pesetas diarias —una cantidad superior al salario de los jornaleros agrícolas, por lo que se suponía que había de atraer voluntarios—.​ Sin embargo, como ya habían pronosticado algunos miembros de la Asamblea Nacional contrarios a la propuesta, los batallones francos fueron un completo fracaso porque a mediados de junio solo se habían presentado unos 10 000 voluntarios para las 48 000 plazas que había que cubrir, pero sobre todo porque los que lograron formarse, según el republicano Enrique Vera y González, «dieron un resultado tan funesto que, lejos de poderse utilizar contra los enemigos de la libertad, hubo que disolverlos». Por esta causa, los quintos que habían sido reclutados en años anteriores no fueron licenciados, lo que provocó una gran frustración.

[88] EULALIA: en el pueblo,  el matrimonio dueño de la tienda de comestibles tenía una hija llamada Eulalia, de la edad de Claudio Béjar aproximadamente; la niña más linda y mejor ataviada del pueblo, que le  mostraba mucho interés y gran cariño cuando la niñez.  En 1867 el doctor Béjar mudó con su hijo de diez años a la capital de la provincia; cinco años después lo hicieron los padres de Eulalia con su hija, cuando el capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO. Ambos adolescentes mantuvieron amistad, y no llegó al romance porque a Claudio le paraban el aspecto y maneras pueblerinas de Eulalia, y porque también le gustaba Mari ‘la Francesita’, un año  mayor que él. Cuando falleció el padre de Claudio, al partir de viaje a Toledo con su tío el canónigo Exuperio Béjar, Eulalia le regaló un escapulario; el oficial Claudio lo portó siempre sobre sí, también en la campaña de Cuba. Cuando el teniente Béjar es repatriado a la península en 1878, muy enfermo y tras la Paz de Zanjón, será reconocido cuando agonizante por una monja de la Caridad, la Hermana Eulalia, en el hospital de Santander donde lo ingresaron.

[89] SANTA EULALIA: Es la patrona de la ciudad de Barcelona; y de los municipios de Hospitalet de Llobregat, Pallejá (Barcelona), Perpiñán (Francia), Esparraguera (Barcelona), Santa Eulalia del Campo (Teruel), Riudecols (Tarragona); y de las localidades de Villagarcía de la Vega, Ribas de la Valduerna (León), Cunas (La Cabrera, León), Pesquera (Cistierna, León), Santa Eulalia de Cabrera (Provincia de León) y La Horra (Burgos).

[90] CA: interj. coloq. quia. Sin.: quia. QUIA: De qué ha [de ser]. interj. coloq. U. para denotar incredulidad o negación. Sin.: ca.

[91] La mayor parte de canarios conocidos como flautas, son de las razas Roller y Harzer. Su cuerpo es bastante compacto y robusto, emitiendo dulces sonidos con el tórax erguido e hinchado y el pico casi cerrado. En general, la postura del canario flauta en todos los momentos del dí­a es elegante, incluso cuando duerme que parece una bola erizando las plumas y normalmente en el columpio.

[92] Las primeras planchas, generalmente realizadas en hierro fundido y macizo, se calentaban directamente sobre la trébede de la lumbre, de modo que era necesario disponer al menos de dos para trabajar con una mientras otra se calentaba.

[93] CHAMBRA: Del fr. [robe de] chambre. f. Vestidura corta, a modo de blusa con poco o ningún adorno, que usan las mujeres sobre la camisa. Sin.: chapona.

[95] FAJARDO: m. Cubilete de masa de hojaldre, relleno de carne picada y perdigada.

[96] ORTEGA: De or. inc. f. Ave del orden de las columbiformes, muy parecida a la ganga.

[97] CAVIA: Del lat. cavea. f. Especie de alcorque o excavación.

[98] Dionisio DEZA Roldán, coronel de Caballería, retirado. Claudio Béjar, siendo adolescente ya huérfano, lo conoció en el FFCC de Madrid a Toledo, escuchando las  historias del Cadete Tirabeque y el loro Cachimbo. Años después, recién egresado el alférez Béjar de la Academia de Infantería, volvieron a coincidir en el FFCC de Toledo a Madrid, donde el coronel (R.) Deza narró la historia del destino especial e innecesario del oficial Tirabeque, con la redondilla:

 “En cuestiones de criterio huelga toda discusión; siempre tiene la razón el que está en el Ministerio” .

[99] CACHIMBO: palabra ya antigua a mediados del siglo XIX, y con varios significados. Para esta apostilla, tomo la descripción “Pipa de fumar ordinaria y tosca, en especial la que usan los negros viejos”. Casi al tiempo que Pablo Parellada publicó esta novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO, firmó con su ‘Melitón González’ el cuento TRES ENGAÑADOS en la revista BLANCO Y NEGRO, 28-12-1919, páginas 19 a 21; ambientada en la Cuba ocupada por EEUU tras el Desastre de 1898, que inicia con “En la ciudad de la Habana malvivía un negro sucio y harapiento, nominado Cachimbo y apellidado Sánchez (…)”; cuento que recomendamos leer, y termina con esta moraleja :"Las naciones no mejoran variando su forma de Gobierno, sino cambiando el modo de ser de los ciudadanos. Apréndala y téngala presente quien la ignore en España."

[100] El redactor de estas apostillas, por razones razonables que ahora no cuento, cree que se trata de la Academia de Ingenieros, en Guadalajara.

[101] Un entremés en un Acto y en prosa de Pablo Parellada, estrenado en el Teatro Lara en 1913: REPASO DE EXAMEN. Ambientado en Toledo, un alumno de Infantería, perdigón de tercero, se aloja en una casa de huéspedes, y el sereno lo despierta por encargo a las tres de la madrugada porque hay que amarrar (como dicen los cadetes), empollar y apistonarse para el examen.

[102] TIRABEQUE no es un apellido real. Un TIRABEQUE es un tirachinas. Al oficial Tirabeque le precedió con tal nombre un personaje ficticio, un lego del popular Fray Gerundio; y en los años del Sexenio Revolucionario y la I República, época en la que suceden estas páginas, fue un periódico semanal SATÍRICO-POLÍTICO-BURLESCO, Y ALGO MÁS. El Coronel TIRABEQUE de esta novela se retiró en 1873, y aparece para nuestro divertimento en los capítulos VIII. DOS REYES DE ESPAÑA NO MENCIONADOS POR LA HISTORIA, X. CADETE. ALFÉREZ, y sobre todo en XI. CÓMO SE INVENTÓ UN DESTINO (ESPECIAL E INNECESARIO) de esta novela.

[103] El redactor de las apostillas a pie de página de esta novela considera razonable que Tirabeque fue cadete en la Academia… de Ingenieros, en Guadalajara.

[104] El Diccionario de autoridades de 1737 define la PESETA como «la pieza que vale dos reales de plata de moneda provincial, formada de figura redonda. Es voz modernamente introducida». El 19 de octubre de 1868, el ministro de Hacienda del Gobierno provisional del general Serrano, Laureano Figuerola, firmó el decreto por el que se implantaba la peseta como unidad monetaria nacional, sustituyendo al escudo como tal. Su introducción estuvo determinada por razones políticas, borrar los vestigios de la monarquía borbónica (derrocada el 30 de septiembre de ese año con el triunfo de La Gloriosa) en las piezas al uso al mismo tiempo; y económicas, al entrar en vigor oficialmente el sistema métrico decimal en el contexto de la Unión Monetaria Latina.

[105] De manera general, se estima que los loros en libertad pueden vivir alrededor de 60 años, mientras que en cautividad, unos 80 años, por lo que quien decide tener uno como mascota ha de ser consciente de que mantendrá un compromiso de por vida.

[106] MANTUDO: adj. [Ave] Que tiene las alas caídas, generalmente como síntoma de enfermedad.

[107] PERDIGÓN: De perder. 3 m. coloq. En las academias militares y otros centros docentes, alumno que ha perdido el curso. Sin.: repetidor, repitiente.

[108] CRUZ . Distincion concedida por algún mérito de guerra ó por años de servicio. Condecoración.

[109] El MÉTODO OLLENDORF: en esta novela leemos cómo se aplica en la milicia, en los capítulos VIII. DOS REYES DE ESPAÑA NO MENCIONADOS POR LA HISTORIA y XIX. EN SAN MIGUEL DE NUEVITAS.

El lingüista alemán Heinrich Gottfried Ollendorff (1802 – 1865) fue el creador en el siglo XIX de un revolucionario método de aprendizaje de idiomas; consistía en enseñar una lengua de una forma peculiar. Mientras la estructura sintáctica de la oración fuera correcta no importaba el significado. De tal forma que las conversaciones podían no tener sentido, aunque fueran correctas. La pregunta podía no tener nada que ver con la respuesta. La comunicación con este método era complicada y aunque, a la larga el estudiante podía aprender la lengua de forma más natural, a corto plazo no podía comunicarse con soltura.

[110] QUÍNOLA: 1 f. coloq. Rareza, extravagancia. 2 f. Lance principal del juego de las quínolas. 3 f. pl. Juego de naipes cuyo lance principal era la quínola y consistía en reunir cuatro cartas de un palo, ganando, cuando había más de un jugador que la conseguía, aquel que sumaba más puntos.

[111] PERRA GORDA: La perra gorda era el nombre con el que se denominaba a la moneda española de 10 céntimos de peseta​ de 1870.

[112] Esta crónica de cómo fue el examen para ingreso en la Academia de Infantería del joven Claudio la tomó el novelista de un artículo anterior suyo, “LIMPIOS Y AMARRADOS”; relato publicado en 1896, en  ‘The Patent London Superfin González Melitón’, Colección de artículos del chispeante escritor Pablo Parellada (Melitón González) con multitud de ilustraciones del mismo, siendo capitán profesor de Física en la Academia General Militar en su I Época, en Toledo.  Recomendamos al lector que compare los textos y así pase un buen rato.

[113] Un entremés en un Acto y en prosa de Pablo Parellada, estrenado en el Teatro Lara en 1913: REPASO DE EXAMEN. Ambientado en Toledo, un alumno de Infantería, perdigón de tercero, se aloja en una casa de huéspedes, y el sereno lo despierta por encargo a las tres de la madrugada porque hay que amarrar (como dicen los cadetes), empollar y apistonarse para el examen.

[114] Mientras los aspirantes se examinan ante el Tribunal, en el exterior aguardan los padres. Acuda el lector a la crónica “LOS COEFICIENTES”, por MELITÓN GONZÁLEZ, publicado en Blanco y Negro 19-06-1909, página 9, donde dos coroneles acompañan a sus hijos al examen para el ingreso en la Academia “Yo he recorrido toda España, sus colonias y sus islas, y me he batido cien veces, y te aseguro, García, que no he visto un polinomio al batirme en la península, ni en la costa de Marruecos ni en Cuba ni en Filipinas.

[115] Antiguamente fue conocida por la historiografía española como «segunda guerra civil». La tercera guerra carlista fue una guerra civil que tuvo lugar en España de 21/abr/1872 a 28/feb/1876, entre los partidarios de Carlos, duque de Madrid, pretendiente carlista al trono, y los gobiernos de Amadeo I, de la I República y de Alfonso XII.

[116] Sobre la aplicación al estudio de los cadetes, sirva de ejemplo la crónica ‘LA QUÍMICA EN VERSO’, por Melitón González, publicado en la revista BLANCO Y NEGRO, Madrid, 01-05-1897, página 17. Eran años de campañas en Ultramar y en el Rif.

[117] El pretendiente de Mari era el coronel don Sebastián Botifueros, íntimo amigo de don Exuperio, y jefe del Regimiento de Sobreda; éste fue el primer destino como oficial de Claudio Béjar. Allí se produjo un bochornoso equívoco a casusa de esa carta, narrado en el capítulo XII. EN EL REGIMIENTO DE SOBREDA.

[118] Esta carta de Mari ‘la Francesita’ motivó un desagradable malentendido cuando el alférez Claudio Béjar en su primer destino, el Regimiento de Sobreña.

[119] El primer ferrocarril español se construyó en 1837 en la entonces provincia española de Cuba, la línea La Habana-Güines. Unos años más tarde, en la península ibérica, se construyó la línea de Barcelona a Mataró en 1848. A partir de esa fecha se producirá una rápida expansión con la construcción de numerosas líneas de ferrocarril de ancho ibérico a cargo de las que se convertirán en las principales empresas ferroviarias de la época: la Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante (1856), la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España (1858) o la Compañía de los Ferrocarriles Andaluces (1877).

[120] Dionisio DEZA Roldán, coronel de Caballería, retirado. Claudio Béjar, siendo adolescente ya huérfano, lo conoció en el FFCC de Madrid a Toledo, escuchando las  historias del Cadete Tirabeque y el loro Cachimbo. Años después, recién egresado el alférez Béjar de la Academia de Infantería, volvieron a coincidir en el FFCC de Toledo a Madrid, donde el coronel (R.) Deza narró la historia del destino especial e innecesario del oficial Tirabeque, con la redondilla:

 “En cuestiones de criterio huelga toda discusión; siempre tiene la razón el que está en el Ministerio” .

[121] TIRABEQUE no es un apellido real. Un TIRABEQUE es un tirachinas. Al oficial Tirabeque le precedió con tal nombre un personaje ficticio, un lego del popular Fray Gerundio; y en los años del Sexenio Revolucionario y la I República, época en la que suceden estas páginas, fue un periódico semanal SATÍRICO-POLÍTICO-BURLESCO, Y ALGO MÁS. El Coronel TIRABEQUE de esta novela se retiró en 1873, y aparece para nuestro divertimento en los capítulos VIII. DOS REYES DE ESPAÑA NO MENCIONADOS POR LA HISTORIA, X. CADETE. ALFÉREZ, y sobre todo en XI. CÓMO SE INVENTÓ UN DESTINO (ESPECIAL E INNECESARIO) de esta novela.

[122] Abdülaziz I era el sultán del Imperio Otomano en el periodo comprendido entre 1861 y 1876, cuando pasa a retiro el Coronel Tirabeque.

[123] La tercera guerra carlista fue una guerra civil que tuvo lugar en España de 1872 a 1876, entre los partidarios de Carlos, duque de Madrid, pretendiente carlista al trono, y los gobiernos de Amadeo I, de la I República y de Alfonso XII.

[124] Posiblemente un personaje ficticio. El autor de esta novela, don Pablo Parellada, nació en Valls (Tarragona).

[125]Mandúcome frumen”: Juego de palabras que hace Pablo Parellada con Manduca y Manduco me flumen, “latinajo” que no tiene traducción y que querría significar “¡cómo me río!

Y va de cuento: hemos leído que éranse cuatro estudiantes de una Universidad de España que, encontrándose sin un céntimo, dispusieron que uno de ellos “se enfermara”, para que sus familiares le mandaran dinero.

Pero los familiares pensaron que sería mejor venir, y cuando estaban de visita, los tres compañeros del enfermo comenzaron a presumir de mucho latín; “De hac si non est pallium”, dijo el primero, es decir, “De esta si no es capa”, queriendo decir “De esta sí no escapa”.

Non redibit in epistolam alienam”, sentenció el segundo, “No volverá a carta ajena”, en lugar de “no volverá a Cartagena”, su tierra natal.

El tercero, dándose cuenta de que sus compañeros estaban desbarrando de lo lindo, lanzó esta exclamación: “Manduco me flumen illorum!” “Cómome río de ellos” en lugar de “Cómo me río de ellos”.

Desde entonces, cada vez que algún pretencioso está disparatando horriblemente, en la creencia de que está quedando muy bien, se acostumbra decir Manduco me flumen”, que como hemos dicho, no tiene traducción y que se forma con estas tres palabras: “Manduco”, “como” del verbo comer; “me” acusativo del pronombre “ego”, es decir, a mi; “flumen”, el río.

[126] Advertimos de la coincidencia buscada por  PABLO PARELLADA,  autor de esta novela publicada en 1919, MEMORIAS DE UN SIETEMESINO: En su popular monólogo en verso LAS CHIMENEAS, publicado en 1917 y conocido como LA RAZÓN OFICIAL, se cuentan las vicisitudes de los coroneles SAVIRÓN (Ingeniero Comandante de la plaza de Gijón) y PALAREAS (en Valencia); quienes, al igual que con el coronel TIRABEQUE en esta novela, nos recuerdan que “En cuestiones de criterio huelga toda discusión; siempre tiene la razón el que está en el Ministerio.”

[127] CARAPE: interj. eufem. coloq. caramba. Sin.: caramba, córcholis, recórcholis, caracho.

[128] TIRABEQUE no es un apellido real. Un TIRABEQUE es un tirachinas. Al oficial Tirabeque le precedió con tal nombre un personaje ficticio, un lego del popular Fray Gerundio; y en los años del Sexenio Revolucionario y la I República, época en la que suceden estas páginas, fue un periódico semanal SATÍRICO-POLÍTICO-BURLESCO, Y ALGO MÁS.

[129] CORDILLA: Del lat. chorda 'intestino'. f. Trenza de tripas de carnero, que se suele dar a comer a los gatos. f. Desperdicio de tripas u otras partes de las reses que se da a comer a los gatos.

[130] En el capítulo X. CADETE. ALFÉREZ, el alférez de Infantería “sietemesino”, recién egresado de la Academia de Infantería en Toledo, se desplazó en FFCC a Madrid con su tío, el canónigo don Exuperio: “Mi tío contaba con valiosas influencias: en Toledo había hecho amistad con jefes que ascendieron a generales y con otros muchos personajes cuando vinieron a visitar la Imperial ciudad, pues casi todos trajeron recomendación para que el ilustrado bibliotecario de la Catedral le sirviera de Cicerone. Quiso aprovechar estas influencias para procurarme un buen destino, y no fiándose de cartas, tomamos el tren y nos trasladamos a Madrid.”

[131] SOBREDA es una parroquia y una aldea​ española del municipio de Saviñao, en la provincia de Lugo, Galicia. Nunca tuvo guarnición. Posiblemente, el autor de esta novela quiere darnos a entender que Claudio fue destinado a un lugar triste, simple y lejano.

[132] Usía y vuecencia prácticamente sólo se usan en el ámbito militar español; el pronombre usía (vuestra señoría) se emplea para el empleo de Coronel y vuecencia (vuestra excelencia) para el de General. Además, el pronombre usía también se emplea a veces con altos cargos como jueces.

[133] Siendo ésta la presentación en 1873 de un alférez recién egresado, y considerando cómo le recibe el jefe de su Regimiento, invito al lector a recrearse con ‘LA PRESENTACIÓN DEL CORONEL’, por Melitón González, en la Revista semanal BLANCO Y NEGRO, MADRID, 10-02-1894 página 16

[134] POLLO: 7 m. coloq. p. us. Hombre joven. U. t. en sent. despect. Sin.: chico, muchacho, joven, mozo, señorito, chaval.

[135] GUASEARSE: prnl. Usar de guasas o chanzas. Sin.: bromear, burlarse, mofarse, reírse, pitorrearse, cachondearse.

[136] En esta novela a menudo me viene a la memoria lo siguiente: “Algunos militares son sospechosos de sentido común; y el sentido común siempre ha parecido debilidad en todos los ejércitos del mundo. Por eso los militares cometen, brillantemente, tantas tonterías.” JEAN LARTÉGUY (1920 – 2011).

[137] ORDENANZA: El soldado que se nombra diariamente para que lleve las órdenes y comunicaciones oficiales del jefe del cuerpo al cuartel y á las autoridades de la plaza.

[138] Claudio, al egresar en Toledo de la Academia de Infantería, recibió una carta de Mari “La Francesita”, un año mayor que él, según se cuenta en el capítulo X. CADETE. ALFÉREZ.

[139] MARI, LA FRANCESITA. Hija de un horticultor amigo del padre de Claudio Béjar y un año mayor que éste, vivía en las afueras de la ciudad frente a la tahona del padre del cojuelo Luis ‘Lino’ Mollat. Un Claudio adolescente la quería al tiempo que a Eulalia, sin decidirse por ninguna, en cuando la República, en el capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO; y así se lo dijo a ambas cuando huérfano se marchó a Toledo acogido por su tío el canónigo Exuperio Béjar, y posteriormente  por carta cuando egresó como Alférez de la Academia de Infantería. Al poco casó Mari con el Coronel del regimiento de Sobreña, primer destino de Claudio, y causa de un triste malentendido que motivó el destino de Claudio a Pandolfa.

[140] El texto de la carta de Mari dirigida a Claudio que llegó a manos del coronel, es: “Estimado amigo Claudio: acabo de ser solicitada para casarme. He pedido una semana para pensar mi respuesta definitiva. Antes de darla, te ruego que con toda franqueza me digas tu opinión acerca de lo que debo contestar. Hará lo que tú me digas. De tu caballerosidad espero que guardes el secreto de esta carta. Tu afma. amiga que tanto te quiere,-Mari.”

[141] El alférez Claudio Béjar podía ser destinado a unidades en LA PENÍNSULA (e islas adyacentes), o en las provincias de ULTRAMAR (Cuba, Puerto-Rico, y Filipinas).

[142] En el capítulo II. A LA CIUDAD, en 1867, el joven Claudio Béjar, con su amigo Lino Mollat, nos cuenta que “Una de las muchas veces que hice novillos fue para presenciar cosa desconocida para mí: un besamanos en la Capitanía General.”

[144] “Poco duraron mis estudios. Habíase encendido la guerra civil carlista. Faltaban oficiales y se dispuso que ascendiéramos a alféreces los que tan solo llevábamos siete meses en la Academia. Por eso nos llamaron la promoción de los sietemesinos. He aquí por qué me adjetivo sietemesino en el título de este libro.” Del capítulo X. CADETE Y ALFÉREZ de esta novela.

[145] CEREMONIA MILITAR. Se da este nombre à las grandes formaciones ó paradas, simulacros, besamanos y otros actos solemnes á los que concurren los militares. BESAMANOS . s . m. El acto en que concurren las autoridades y la oficialidad de la guarnición á besar la mano del rey . Recepción oficial de las altas clases militares de los distritos como representantes del monarca en los días llamados de corte.

[146] DIVIESO: Del lat. diversus 'separado'. m. forúnculo. Sin.: forúnculo, furúnculo, grano, absceso, nacido, golondrino, chichote.

[147] ASISTENTE: 8 m. Soldado que estaba destinado al servicio personal de un general, jefe u oficial.

[148] En 2012, don José María Pérez ‘PERIDIS’, en uno de sus libros, nos hace saber: “(…) Lo que salvó el viejo ábside mudéjar y la pequeña iglesia de *** fue que eran de utilidad para alguien. Lo que ha ayudado a muchos edificios que he conocido como *** o un sinnúmero de colegios en *** o la catedral *** era que tenían robustos muros y espaciosas estancias organizadas alrededor de claustros luminosos y por eso sirvieron durante muchos siglos como acuartelamientos. Gracias a las penurias de las arcas públicas que obligaba a autoridades militares a utilizar viejos conventos desamortizados, se salvaron muchos de estos ante la imposibilidad de edificar cuarteles modernos (…)

[149] El mismo proceder que un superior jerárquico que en el capítulo XII. EN EL REGIMIENTO DE SOBREDA, cuando al alférez Claudio Béjar le advirtió su capitán: “No siga usted por ese camino, porque eso es murmurar de lo dispuesto por la superioridad y no puedo consentirlo”. O recién llegado a este Regimiento en Pandolfa, en el capítulo XIII. EN OTRO REGIMIENTO, cuando un comandante advierte a Claudio: “Veo que es usted amigo de poner peros a lo que hacen los superiores…

[150] ROS: Prenda cubrecabezas, especie de chacó pequeño, de fieltro y más alto por delante que por detrás.

[151] La guerra de África, primera guerra de Marruecos o guerra hispano-marroquí fue un conflicto bélico que enfrentó a España con el sultanato de Marruecos entre 1859 y 1860, durante el período de los Gobiernos de la Unión Liberal del reinado de Isabel II. La guerra finalizó con el Tratado de Wad-Ras, firmado el 26 de abril de 1860, que declaraba a España como vencedora e imponía a Marruecos una serie de cesiones e indemnizaciones.

[152] TRUSA: Gregüescos con cuchilladas que se sujetaban a mitad del muslo. Usado más en plural.

[153] BATALLA DE SAN QUINTÍN. En tierras francesas, las armas españolas obtuvieron uno de sus más famosos triunfos. El 10 de agosto de 1557, se libró la batalla de San Quintín, entre los ejércitos de Felipe II, a las órdenes del Duque de Saboya, y las fuerzas francesas, mandadas por el Almirante Coligni y el Mariscal Montmorency. El triunfo español fue debido esencialmente a la dirección de la batalla por parte del Duque de Saboya y a la extraordinaria actuación de la caballería del Conde de Egmont. El joven ejército francés fue arrollado. El número de bajas causadas a los galos se cifró en unos quince mil hombres. Cogieron 4.000 prisioneros y se capturó gran cantidad de banderas y estandartes. Las pérdidas españolas fueron mínimas, gracias a la magnífica táctica desplegada por el Duque de Saboya. De esta batalla escribió un historiador que "jamás se vio a un ejército más bien gobernado, obediente, disciplinado y unido". Para conmemorar esta victoria se ordenó construir el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, una de las grandes obras arquitectónicas de la humanidad.

[154]Poco duraron mis estudios. Habíase encendido la guerra civil carlista. Faltaban oficiales y se dispuso que ascendiéramos a alféreces los que tan solo llevábamos siete meses en la Academia. Por eso nos llamaron la promoción de los sietemesinos. He aquí por qué me adjetivo sietemesino en el título de este libro.” Del capítulo X. CADETE Y ALFÉREZ de esta novela.

[155] La EXPOSICIÓN UNIVERSAL en PARÍS se inauguró oficialmente el 1 de abril de 1867 y se clausuró el 31 de octubre. El emperador Napoleón III fue quien decretó la construcción de este proyecto para demostrar la grandeza del Segundo Imperio francés. La siguiente lo fue en 1878.

[156] La tierra está dividida en 24 husos horarios, que son 12 hacia el Este y otros 12 hacia el Oeste. Cada huso horario comprende 15º de longitud, ya que el sol recorre precisamente ese ángulo horizontal en una hora y por ello cada 15º de longitud habrá un huso diferente. A esa hora le llamamos «hora legal» u «hora de zona» (HZ). Además, la hora varía también según el meridiano en el que estemos, ya que el tiempo que tarde el sol en recorrer la longitud indicada, también provocará un cambio de hora. A esta hora se le llama «hora civil de lugar» (Hcl).

[157] CUERPO: m. Mil. Conjunto de soldados con sus respectivos oficiales.

[158] Vid EL QUIJOTE, Segunda parte > Capítulo LXXIIII De cómo don Quijote cayó malo y del testamento

que hizo y su muerte. “Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres , y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; (…)”

[159] En el XIV. UNA REVISTA MINUCIOSA [DEL GENERAL GOBERNADOR MILITAR], el alférez Claudio Béjar nos contó que: “Llegó el día de la revista. Yo estaba de guardia. Este servicio me fue reservado por la Fatalidad siempre que ocurría algo extraordinario.”

[160] El mismo proceder que un superior jerárquico que en el capítulo XII. EN EL REGIMIENTO DE SOBREDA, cuando al alférez Claudio Béjar le advirtió su capitán: “No siga usted por ese camino, porque eso es murmurar de lo dispuesto por la superioridad y no puedo consentirlo”. O recién llegado a este Regimiento en Pandolfa, en el capítulo XIII. EN OTRO REGIMIENTO, cuando un comandante advierte a Claudio: “Veo que es usted amigo de poner peros a lo que hacen los superiores…”.

[161] CAMPAÑA DEL NORTE: La tercera guerra carlista fue una guerra civil que tuvo lugar en España de 1872 a 1876, entre los partidarios de Carlos, duque de Madrid, pretendiente carlista al trono, y los gobiernos de Amadeo I, de la I República y de Alfonso XII.

[162] La Guerra de los Diez Años, Guerra del 68 o Guerra Grande (1868-1878), también conocida en España como GUERRA DE CUBA, fue la primera de las tres guerras cubanas de independencia, insurrectas contra las fuerzas provinciales españolas. La guerra comenzó con el Grito de Yara, en la noche del 9 al 10 de octubre de 1868, en la finca La Demajagua, en Manzanillo, que pertenecía a Carlos Manuel de Céspedes.

Terminó diez años más tarde con la Paz de Zanjón o Pacto de Zanjón, donde se establece la capitulación del Ejército Independentista Cubano o Mambises frente a las tropas españolas. Reina Alfonso XII desde diciembre de 1874. Sin embargo, grupos dispersos de patriotas cubanos continuaron luchando durante la mayor parte del año 1878 e intentarían reiniciar la lucha durante la llamada Guerra Chiquita (1879-1880).

Según el informe presentado por el presidente del gobierno español Antonio Cánovas del Castillo ante las Cortes la guerra había causado unos cien mil muertos y había costado doscientos cincuenta millones de pesetas.​

[163] Subordinadas a una Capitanía general, la Comandancia de Ingenieros designaba un ‘Ingeniero comandante’ a cada guarnición, responsable de las obras en los acuartelamientos. En su popular monólogo en verso LAS CHIMENEAS, conocido como LA RAZÓN OFICIAL, Pablo Parellada cuenta las vicisitudes de los coroneles SAVIRÓN (Ingeniero Comandante de la plaza de Gijón) y PALAREAS ( en Valencia); quienes, al igual que con el coronel TIRABEQUE en esta novela, nos recuerdan que “En cuestiones de criterio huelga toda discusión; siempre tiene la razón el que está en el Ministerio.

[164] La travesía en un vapor-correo entre la Península Ibérica y Cuba podía durar un mes.

[165] El poblado de San Miguel de Nuevitas en el siglo XIX, según se cuenta en el siglo XXI desde Cuba: “San Miguel empezó a prosperar a principios del siglo XIX, cuando allí se establecieron nuevas familias de Nueva Orleáns y La Florida, a cada una se les entregó una caballería de las tierras donadas por el Padre Cisneros, con el imperativo de cultivarlas. Fue tal el auge de aquella región que se hizo construir en 1853 una vía férrea desde ese lugar hasta las costas de El Bagá, de la cual aún quedan pistas. 

 De sus campos se extrajeron grandes cantidades de madera, explotaron magníficos colmenares, acopiaron plátanos, viandas, caña, y se  fabricó queso y tasajo, también, se establecieron fincas de crianza de ganado y varios trapiches en el valle que circundaba el lugar.  

Durante la primera guerra por la independencia de Cuba, en 1868, se vio menguado el auge de San Miguel, al extremo que la vía férrea dejó de prestar servicios y aunque tuvo sus vaivenes hasta concluida la contienda no pudo mostrar nuevamente modestos avances.  

 Por sólo señalar algunos ejemplos de cuan activa resultó aquella zona durante la gesta emancipadora vasta referir los hitos siguientes: el 4 de noviembre de 1868 es tomado San Miguel  por Augusto Arango; el 21 de mayo de 1869 se produce allí un combate bajo la dirección del general Ángel del Castillo Agramonte; el 18 de enero y el 25 de marzo de 1872, respectivamente, es atacado el poblado por el comandante Martín Castillo Castillo; el 12 de abril de 1874 se produce el sonado ataque de Máximo Gómez, el que logra, a pesar de la resistencia española, apoderarse de un gran botín.

Por otra parte, el 18 de enero de 1875 San Miguel recibe la envestida del capitán Aurelio Valdés y el 4 de abril del propio año se produjo la ocupación de Gregorio Benítez (…)”.

[166] PINTIPARADO: De pintiparar. 1 adj. Dicho de una cosa: Que viene adecuada a otra, o es a propósito para el fin propuesto. Sin.: apropiado, adecuado, conveniente, oportuno. Ant.: inoportuno, inadecuado.

[167] PATÓN: adj. coloq. Que tiene grandes patas.

[168] Don Santiago Ramón y Cajal, al relatar sus experiencias cuando estuvo en Cuba durante los años 1870 en su libro Mi infancia y juventud , señalaba que los cubanos llamaban a los españoles: gorriones o patones

[169] Evocación a los versos de ‘La flor de los recuerdos:  Ofrenda que hace a los pueblos hispano-americanos: Cuba’, de don José Zorrilla.

[170] DÉCIMA: f. Métr. Combinación métrica de diez versos octosílabos, de los cuales, por regla general, rima el primero con el cuarto y el quinto; el segundo, con el tercero; el sexto, con el séptimo y el último, y el octavo, con el noveno. Admite punto final o dos puntos después del cuarto verso, y no los admite después del quinto.

[171] Tenemos noticia de que Pablo Parellada, autor de esta novela, lo fue de la letra de un danzó cubano:  “QUE SE QUEMA ‘LA SAPATERA’" [Partitura para canto y piano (con letra)]-  música de Navarro Tadeo, Enrique, 1894-1965; letra de Pablo Parellada.

[172] Don Exuperio Béjar, canónigo y bibliotecario de la catedral de Toledo, acudió presuroso a la ciudad tan pronto se enteró de la grave enfermedad del padre de Claudio; y lo acogió cuando quedó huérfano.

[173] “MELIBEA.-  ¿Cómo dices que llaman a este mi dolor, que así se ha enseñoreado en lo mejor de mi cuerpo?  CELESTINA.-  Amor dulce. MELIBEA.-  Eso me declara qué es, que en sólo oírlo me alegro.

CELESTINA.-  Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte.”

[174] Las castañas pilongas son castañas a las que se le has aplicado un método de secado y ahumado tradicional que permite conservarlas durante todo el año. Aunque su rictus es duro, tras ablandar durante el proceso de cocina terminarán deshaciéndose en la boca. El secado de las castañas era uno de los métodos utilizado tradicionalmente para conservarlas durante todo el año, manteniendo sus propiedades nutricionales y gustativas. Este tipo de castañas, son conocidas como “pilongas”.

El remojo es indispensable para reblandecer las castañas y para mejorar su digestibilidad (ya que nos ayuda a disminuir las flatulencias asociadas a este fruto seco), y debe hacerse el día anterior durante unas 12-14 horas. Pasado este tiempo, ya están listas para ser cocidas.

[175] BLOCAUT. s . m. Blockaus .  BLOCKAUS . s. m. Palabra Alemana compuesta de las voces block, tronco de árbol , y haus, casa. Es una especie de reducto ó pequeño fortín de madera clavado en tierra, sin salida exterior y comunicándose por caminos subterráneos con la plaza ó fortificación á la cual sirva de obra avanzada . Su altura es de seis ó mas piés . La parte superior suele ser saliente ó volada, para defender la base de la obra. Algunas veces es un palenque ó cielo raso con fosos, troneras y aun empalizadas . Los ingleses dan particularmente el nombre de blockaus á una especie de fortines que acostumbran construir á la entrada y parte exterior de los puertos

.

[176] El mito de los ‘blocaos’: fortines «caros e inútiles» que llevaron al desastre al Imperio español. En 1921, el periodista de ABC Antonio Azpeítua hizo un análisis del sistema de fuertes establecido en el Rif por el ejército.

Mil y una veces rubricaron los redactores y corresponsales de ABC la palabra ‘ blocao’ en las páginas de este diario. Raro era amanecer entre 1909 y 1925 y no desayunarse con una noticia en la que los citaban. Que si se ha levantado uno por aquí; que si se ha atacado otro por allá. Nada raro ya que, a principios del siglo XX, estos pequeños fuertes vertebraban los sistemas defensivos españoles en el norte de África. Eficientes y fáciles de construir a base de piedras y sacos terreros, ayudaron al Ejército a mantener los últimos reductos de nuestro maltrecho Imperio español en el Rif, que ya es decir bastante.

Sin embargo, tan cierto como que los ‘blocaos’ podían construirse a la velocidad del rayo en mitad del Rif, también lo es que adolecían de una serie de problemas que los convertían, en ocasiones, en una trampa mortal.

El mismo ABC así lo confirmó en un artículo publicado en 1921 bajo un titular tan claro como doloroso: «El caro e inútil ‘blocao’». En él, el famoso enviado especial Antonio Azpeítua confirmaba que su precio oscilaba entre las 30.000 y las 40.000 pesetas (una cantidad considerable para la época) y que impedía a los soldados en su interior «salir sin correr verdadero peligro para llevar a cabo tareas tan sencillas como hacer la aguada.

Origen y construcción

Pero vayamos por partes. ¿Qué era, allá por los inicios del siglo XX, un ‘blocao’? ABC también respondió a esta pregunta en un reportaje publicado el 26 de agosto de 1909. En el mismo se especificaba que el término provenía de la fusión de dos palabras germanas: ‘block’ –pedrusco o tronco– y ‘hause’ –casa–. Aunque su origen último es español, pues fue Bernardino de Mendoza quien presentó a Felipe III «una forma de ingenios de madera y ciertos tornillos con los que se podía armar en muy breve espacio de tiempo un [fuerte], siendo fabricado por maderos pequeños que se pueden llevar en cualquier bestia y no de mucho volumen y embarazo al armarse y desarmarse».

Los autores de ambos reportajes coincidieron en definir los ‘blocaos’ como una caseta de madera, con tejado de chapa ondulada, cuyas paredes se revestían de sacos terreros capaces de detener el fuego de fusilería enemigo. Aunque fue el periodista de 1909 quien más se prodigó al indicar que solían tener un único piso y que, cuando en casos extraños, se añadía un segundo, era con el objetivo de que la unidad destinada en su interior hiciese fuego desde un punto elevado. «Según el lugar que este ocupe y las armas de que disponga el enemigo, se construye con más o menos solidez, aunque siempre superior a la penetración de las bajas de fusil», añadía el periodista en el texto.

Tan solo se les olvidó indicar algo que recalcan Juan García del Río y Carlos González Rosado en ‘Blocaos. Vida y muerte en Marrueco’ (Almena): en principio, la pared de la mayoría de los blocaos se reforzaba en su parte más baja con varias hileras de piedras. Sin embargo, esa práctica dejó de llevarse a cabo por lo engorroso que era y el tiempo que retrasaba la construcción. Estos divulgadores españoles recalcan también que se necesitaban 75 sacos terreros por metro lineal de parapeto para fortificar las posiciones más comunes, mientras que esta cantidad aumentaba hasta el centenar en los ‘blocaos’. «En la práctica, los más pequeños, de 4 por 4 metros, exigían 1.600», completan.

Aunque los ‘blocaos’ más humildes apenas contaban con una sala, los de mayores dimensiones podían contar con tambores para ametralladoras, pozos de agua, cocina o una pequeña cabaña dedicada a las comunicaciones y a guardar vituallas. En la mayoría, sin embargo, el líquido elemento brillaba por su ausencia y era necesario hacer a diario la ‘aguada’ o búsqueda de agua en las fuentes cercanas. La máxima, con todo, era valerse del ingenio. Eso hizo que se empezara a dejar una pequeña abertura en los tejados de chapa para recoger la lluvia. Y es que, en el desierto cualquier idea era válida para aprovechar los recursos naturales.

Una vez levantado el edificio principal, la guarnición –entre doce y veinte hombres– se dedicaba a excavar letrinas en la parte posterior y a levantar una pequeña alambrada. Según Azpeítua, esta apenas servía «para colgar la ropa», pero lo cierto es que podía evitar más de un disgusto a los militares españoles. Así lo corroboran los autores españoles en su obra, donde remarcan su utilidad a la hora de frenar los avances enemigos. En lo que sí están de acuerdo con el periodista es en la gran cantidad de material que era necesario para construirlas: «Para la construcción de un ‘blocao’ de 4 por 4, se necesitaban 1.500 metros de alambrada, 60 estaciones y 4 kilos de grapas».

Problemas peligrosos

Durante años, los ‘blocaos’ fueron ubicados en zonas clave para el avance español en el Rif. Desde las afueras de kábilas amigas a las que se pretendía proteger, hasta caminos por los que transitaban convoyes. A bote pronto parecían baratos de fabricar –solo hacía falta arena y sacos para construirlos–, rápidos de levantar y ofrecían una posición de relativa seguridad desde la que hacer fuego. ¿Por qué, entonces, el reportero de ABC cargó contra ellos? Por varias causas. La primera, que solo contaban con una puerta. «La guarnición no puede salir sin correr grave peligro, pues nada es más fácil para los moros que tener enfilada la única puerta de la que disponen».

La segunda pega que reseñó Azpeítua fue su alto coste, entre 30.000 y 40.000 pesetas. Un dinero que, unido a la escasez de material y a la falta de tropas, hizo que se construyeran muy separados unos de otros. En la práctica, y tal como quedó demostrado durante el desastre de Annual en 1921, eso permitía al enemigo rodear la posición y esperar hasta que la guarnición se rindiera de hambre y sed al no poder llevar a cabo la ‘aguada’. El periodista de ABC incidió sobre ello en su texto:

«Desde luego que el sistema de ‘blocaos’ garantizará la tranquilidad de Marruecos. Ei día que tengamos un ‘blocao’ pegadíto al otro cubriendo la llanura, y el monte, y la ladera, y el valle, la zona estará totalmente segura. A ello sólo se opone una cuestión de números: los cientos, los millares de blocaos que tenemos hoy, consumen tres cuartas partes del Ejército de ocupación, y ocupan el resto en su aprovisionamiento. Ahora bien; como todavía queda más del 60 por 100 del territorio sin ocupar, necesitaremos triplicar el número de soldados y la cantidad de millones para llegar a ese ideal de pacificación, que poco se diferencia del proyecto que consiste en vigilar cada moro con una pareja de la Guardia Civil».

El reportero fue más que tajante. Además de vaticinar lo que ocurriría tras el ascenso de Abd el-Krim, confirmó que los ‘blocaos’ tan solo servían para inmovilizar a las escasas fuerzas con las que contaba España –pues condenaban a la retaguardia a cientos de hombres– y multiplicaban el número de caravanas que había que organizar desde los campamentos centrales. «El papel que le asignaron al ‘blocao’ era la protección de caminos entre posición y posición. Pero todos los días salen de las posiciones fuerzas de Infantería y Caballería para garantizar la propia comunicación con el ‘blocao’. Es decir, un guardián que necesita que le guarden», añadió. Y volvió a acertar.

Azpeítua también criticó el pésimo planteamiento estratégico de los ‘blocaos’. Y es que, al estar tan alejados unos de otros, resultaba imposible al ejército español socorrer a aquellos que hubieran sido cercados: «Cuando una partida enemiga, que nunca baja de sesenta hombres, ataca a un ‘blocao’, es milagroso que sus defensores puedan resistir hasta que la columna que sale de la posición más próxima llega a socorrerles». El final del artículo era igual de claro: «Por lo expuesto queda demostrada la inutilidad del caro ‘blocao’. No obstante, todos los días se ponen nuevos y, cuando escribimos esta carta, los ingenieros, protegidos por Regulares, están levantando otro». No se le puede negar su capacidad analítica, pues poco después este sistema de fortines demostró su inutilidad palmaria durante el avance rifeño tras el Desastre de Annual.

[177] Volverá Urbía a ser protagonista al comienzo de la segunda parte de esta novela: cuando el teniente Claudio Béjar sea destinado a un regimiento en Pamplona, será recibido por el general Urbía, gobernador militar de la plaza, quién le invitará a las veladas de los jueves en su domicilio, en donde conocerá a Irene, la hija de los vizcondes de Lodain. 

[178] El 8-I-1869 se reunieron en Barcelona ciento veintiocho hombres de negocios de la ciudad, los cuales “alarmados por las noticias que se recibían de Cuba, y que consideraban comprometidos los grandes intereses de Cataluña en Cuba, las vidas de nuestros hermanos y a la vez, que la honra de nuestro pabellón”, acordaron exigir a la Diputación de Barcelona que impulsase rápidamente iniciativas concretas en contra de la insurrección que había estallado en el oriente cubano hacía unos meses.

En total, el número de voluntarios catalanes que salieron en 1869 de Barcelona rumbo a Cuba fue de unos 3.600. Esa cifra multiplicaba por siete el número de los 475 voluntarios embarcados nueve años antes para la guerra de África.

De hecho, el contingente de los voluntarios catalanes de 1869 triplicó el número de jóvenes que correspondía enviar a la isla por los municipios de la provincia de Barcelona en la quinta de ese año (1.164 soldados) y sumaba el equivalente al 15% de los jóvenes quintados en el conjunto de España. Es más, los 3.600 voluntarios alistados en Barcelona representaron el 10,4% del total de efectivos militares que se enviaron desde la península, entre noviembre de 1868 y diciembre de 1869, para sofocar la rebelión cubana”

[179]Poco duraron mis estudios. Habíase encendido la guerra civil carlista. Faltaban oficiales y se dispuso que ascendiéramos a alféreces los que tan solo llevábamos siete meses en la Academia. Por eso nos llamaron la promoción de los sietemesinos. He aquí por qué me adjetivo sietemesino en el título de este libro.” Del capítulo X. CADETE Y ALFÉREZ, de esta novela.

 En el mismo capítulos, el recién egresado alférez Béjar  decía “Un tanto temeroso estaba yo de la escasez de estudios impuesta por las circunstancias, pero mi tío me animó: (…) Tú sabes bastante más, y menos matemáticas supieron Epaminondas, el César, y el gran Alejandro; conque, no te apures; con tu buen deseo y amor al estudio, que no debes dejar, y con el ejemplo de los superiores, podrás llenar cumplidamente tus obligaciones y demostrar que un sietemesino puede comportarse como el mejor de los oficiales.”

Y, en el capítulo XIII, al incorporarse al Regimiento de Pandolfa, tras una controversia con un comandante, “-Veo que es usted amigo de poner peros a lo que hacen los superiores… Me volvió la espalda, fuese a conversar con otros y no sé si, pero me pareció oír la palabra sietemesino”

 

[180] POTRERILLO DE GUAYO. A mediados del siglo XXI, el Municipio de San Juan de los Yeras es uno de los treinta y dos municipios de la antigua provincia de Las Villas. Entre sus barrios están Guayo y Potrerillo (Pueblo en el barrio por su nombre. Fue formado a mediados del siglo XIX en el hato de su nombre, no lejos de la orilla del Caonao. En l858, a poco de su fundación, contaba ya con 117 vecinos). Es lugar citado por el GENERAL WEYLER en su libro MI MANDO EN CUBA (1896 – 1897)

[181] Las puyas que el brigadier suelta al oficial científico eran habituales entre quienes eran de Infantería o Caballería, y los facultativos de Artillería, Ingenieros y Estado Mayor. Esto nos recuerda un cuento de Pablo Parellada que como ‘Melitón González’ se publicó Por MELITÓN GONZÁLEZ en  Blanco y Negro el 19-06-1909, intitulado LOS COEFICIENTES, donde dos coroneles conversan entre ellos mientras acompañan a sus hijos al examen para el ingreso en la Academia: “Yo he recorrido toda España, sus colonias y sus islas, y me he batido cien veces, y te aseguro, García, que no he visto un polinomio al batirme en la península, ni en la costa de Marruecos ni en Cuba ni en Filipinas”.

[182] CHAQUETEAR: 1 intr. Huir ante el enemigo. Sin.: huir, retroceder. 2 intr. Acobardarse ante una dificultad. Sin.: acobardarse. 3 intr. Cambiar de bando o partido por conveniencia personal.

[183] TEN CON TEN.   Tacto o moderación en la manera de tratar a alguien o de llevar algún asunto. Miguel gasta cierto ten con ten en sus cosas. Ten = 2.ª pers. de sing. del imper. de tener. loc. sust. m.

[184] La fiebre amarilla o VÓMITO NEGRO es una enfermedad infecciosa zoonótica viral aguda causada por el virus de la fiebre amarilla transmitida por mosquitos que pican durante el día. Puede transformarse en una enfermedad hemorrágica y hepática grave (con un 50% de letalidad). La palabra amarillo del nombre se refiere a los signos de ictericia que afecta a los pacientes enfermos severamente.

[185] El CÓLERA es una enfermedad infecto-contagiosa intestinal aguda o crónica, provocada por la bacteria Vibrio cholerae, que produce una diarrea secretoria caracterizada por deposiciones acuosas abundantes, pálidas y lechosas, semejantes al agua del lavado de arroz, con un contenido elevado de sodio, bicarbonato y potasio, y una escasa cantidad de proteínas.

Se transmite principalmente por agua no potable y alimentos contaminados con materia fecal humana que contenga la bacteria.​ Los productos del mar mal cocidos son una fuente común de transmisión.​ El ser humano es el único ser vivo afectado.

Algunos de los factores de riesgo para la enfermedad son la falta de acceso a infraestructura de saneamiento, la falta de agua potable, y la pobreza.

En su forma grave, se caracteriza por una diarrea acuosa de gran volumen que lleva rápidamente a la deshidratación del organismo.​

[186] Escrito breve a modo de apuntes, que sirve de ayuda para recordar información'. Este calco del francés aide-mémoire se emplea en buena parte de América.

[187] Manteniendo su empleo de alférez de Infantería,  Claudio Béjar, cuando estuvo en campaña con el brigadier don Félix Escande, fue recompensado con pasar a ser “Teniente GRADUADO” de Ejército (militar que disfruta el privilegio de hacer uso de insignias superiores à su empleo). Por tanto, en su uniforme seguía llevando una ESTRELLA (parte de la insignia de los jefes y oficiales del ejército español que designa la efectividad de los empleos : los jefes las usan en las bocasmangas y los oficiales en los brazos dentro del ángulo formado por los galones que marcan el grado de cada uno).

[188] El poblado de San Miguel de Nuevitas en el siglo XIX, según se cuenta en el siglo XXI desde Cuba (con su ideología comunista, y sus faltas de ortografía): “San Miguel empezó a prosperar a principios del siglo XIX, cuando allí se establecieron nuevas familias de Nueva Orleáns y La Florida, a cada una se les entregó una caballería de las tierras donadas por el Padre Cisneros, con el imperativo de cultivarlas. Fue tal el auge de aquella región que se hizo construir en 1853 una vía férrea desde ese lugar hasta las costas de El Bagá, de la cual aún quedan pistas. 

 De sus campos se extrajeron grandes cantidades de madera, explotaron magníficos colmenares, acopiaron plátanos, viandas, caña, y se  fabricó queso y tasajo, también, se establecieron fincas de crianza de ganado y varios trapiches en el valle que circundaba el lugar.  

Durante la primera guerra por la independencia de Cuba, en 1868, se vio menguado el auge de San Miguel, al extremo que la vía férrea dejó de prestar servicios y aunque tuvo sus vaivenes hasta concluida la contienda no pudo mostrar nuevamente modestos avances.  

 Por sólo señalar algunos ejemplos de cuan activa resultó aquella zona durante la gesta emancipadora vasta referir los hitos siguientes: el 4 de noviembre de 1868 es tomado San Miguel  por Augusto Arango; el 21 de mayo de 1869 se produce allí un combate bajo la dirección del general Ángel del Castillo Agramonte; el 18 de enero y el 25 de marzo de 1872, respectivamente, es atacado el poblado por el comandante Martín Castillo Castillo; el 12 de abril de 1874 se produce el sonado ataque de Máximo Gómez, el que logra, a pesar de la resistencia española, apoderarse de un gran botín.

Por otra parte, el 18 de enero de 1875 San Miguel recibe la envestida del capitán Aurelio Valdés y el 4 de abril del propio año se produjo la ocupación de Gregorio Benítez (…)”.

[189] PALADINAMENTE: adv. M. Públicamente, claramente, sin rebozo.

[190] INGENIO DE AZUCAR: 1 m. Conjunto de aparatos para moler la caña y obtener el azúcar. 2 m. Finca que contiene el cañamelar y las oficinas de beneficio.

[191] EBÚRNEA: adj. cult. Del marfil, o de características semejantes a las suyas, espec. su color. Adora su figura estilizada y su piel ebúrnea.

[192] El MÉTODO OLLENDORF: en esta novela leemos cómo se aplica en la milicia, en los capítulos VIII. DOS REYES DE ESPAÑA NO MENCIONADOS POR LA HISTORIA y XIX. EN SAN MIGUEL DE NUEVITAS.

El lingüista alemán Heinrich Gottfried Ollendorff (1802 – 1865) fue el creador en el siglo XIX de un revolucionario método de aprendizaje de idiomas; consistía en enseñar una lengua de una forma peculiar. Mientras la estructura sintáctica de la oración fuera correcta no importaba el significado. De tal forma que las conversaciones podían no tener sentido, aunque fueran correctas. La pregunta podía no tener nada que ver con la respuesta. La comunicación con este método era complicada y aunque, a la larga el estudiante podía aprender la lengua de forma más natural, a corto plazo no podía comunicarse con soltura.

[193] El PALUDISMO, o MALARIA, es una enfermedad potencialmente mortal transmitida a los humanos por algunos tipos de mosquitos. Se da sobre todo en países tropicales. Se trata de una enfermedad prevenible y curable. La infección es causada por un parásito y no se transmite de persona a persona.

Los síntomas pueden ser leves o potencialmente mortales. Los síntomas leves son fiebre, escalofríos y dolor de cabeza. Los graves incluyen fatiga, confusión, convulsiones y dificultad para respirar.

El paludismo puede prevenirse evitando las picaduras de mosquitos y (desde el siglo XX) tomando medicamentos.

[194] La QUININA o chinchona es una sustancia alcaloide (compuesto químico orgánico que se encuentra principalmente en plantas) muy utilizado tanto como remedio para aliviar distintos síntomas o incluso para tratar ciertas patologías como con fines culinarios en gastronomía.

La quinina ha sido muy utilizada como remedio tradicional por sus propiedades digestivas y cicatrizantes.  También para reducir la fiebre.

La quinina ha sido históricamente utilizada para tratar la malaria (No debe utilizarse para prevenirla)

[195] Sugerimos la lectura un artículo del oficial de Sanidad don José Torres Medina: ‘De Cajal al 98 : veinticinco años de Sanidad Militar en Cuba’, publicado en  Medicina militar : revista de sanidad de las Fuerzas Armadas de España.  01/04/2003 Año 2003 Volumen 59 Número 2.

[196] MADERAMEN: m. Conjunto de maderas que entran en una obra. Sin.: enmaderado, maderaje, maderación, armazón, tarima.

[197] Reina Alfonso XII desde diciembre de 1874. Se conoce como Pacto del Zanjón o Paz de Zanjón al tratado firmado el 10 de febrero de 1878 que establece la capitulación del Ejército Libertador cubano frente a las tropas españolas del general Martínez Campos, poniendo fin a la llamada Guerra Grande o Guerra de los Diez Años (1868-1878).

De paso, por las coincidencias en cronología y gobernantes,  recordemos que la tercera guerra carlista fue una guerra civil que tuvo lugar en España de 1872 a 1876, entre los partidarios de Carlos, duque de Madrid, pretendiente carlista al trono, y los gobiernos de Amadeo I, de la I República y de Alfonso XII.

[198] Reina Alfonso XII desde diciembre de 1874. Tras la ‘Paz de Zanjón’,  tratado firmado el 10 de febrero de 1878, Claudio Béjar fue repatriado con otros muchos enfermos en un vapor-correo donde se transportaban más que se evacuaban los soldados heridos o enfermos, sin más medios sanitarios que los de una rudimentaria enfermería; el viaje, de un mes de duración, había de terminar en principio en cualquiera de los Hospitales de Cádiz o Santander.

 Sugerimos la lectura del artículo ‘Los barcos hospitales en la campaña de Cuba ’, del oficial de Sanidad don José Torres Medina, publicado en 1970 en el número 29 de la Revista de Historia Militar.

[199] Los hospitales existentes en Santander  fueron el de San Rafael, fundado en 1791 y que tenía una sección militar; el Sanatorio de Calzadas Altas, en esa misma calle un Centro de Desinfección, y el Hospital Militar de María Cristina.

[200] EULALIA: en el pueblo,  el matrimonio dueño de la tienda de comestibles tenía una hija llamada Eulalia, de la edad de Claudio Béjar aproximadamente; la niña más linda y mejor ataviada del pueblo, que le  mostraba mucho interés y gran cariño cuando la niñez.  En 1867 el doctor Béjar mudó con su hijo de diez años a la capital de la provincia; cinco años después lo hicieron los padres de Eulalia con su hija, cuando el capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO. Ambos adolescentes mantuvieron amistad, y no llegó al romance porque a Claudio le paraban el aspecto y maneras pueblerinas de Eulalia, y porque también le gustaba Mari ‘la Francesita’, un año  mayor que él. Cuando falleció el padre de Claudio, al partir de viaje a Toledo con su tío el canónigo Exuperio Béjar, Eulalia le regaló un escapulario; el oficial Claudio lo portó siempre sobre sí, también en la campaña de Cuba. Cuando el alférez de infantería, teniente graduado de Ejército, Claudio Béjar es repatriado a la península en 1878, muy enfermo y tras la Paz de Zanjón, será reconocido cuando agonizante por una monja de la Caridad, la Hermana Eulalia, en el hospital de Santander donde lo ingresaron.

[201] A esta novela de Pablo Parellada le precedió en 1907 otra, de título POMPAS DE JABÓN, en cuya trama se cuenta que, cuando falleció el General, padre y esposo: “(…) Muy aciago fue para Lelé el día en que se presentó en su casa el habilitado con la primera nómina de la viudedad. La irrefutable y tremenda lógica de los números le demostraron lo precario de su situación (…)”.

[202] El paseo de Virgen de Gracia de la ciudad de Toledo  está dedicado a don Benito Pérez Galdós «en reconocimiento a la pasión que demostró por Toledo, contribuyendo con sus novelas a divulgar su historia». Recuerdan allí algunas de las andanzas de don Benito por la ciudad, con alusión al establecimiento que las Hermanas Figueras tenían en Santa Isabel y de la Hostería de Granullaque, en la Plaza de Barrio Rey, «que era su lugar predilecto para comer, como también lo eran los dulces de la confitería de Labrador, en la Plaza de la Magdalena».

[203] En la primera parte de esta novela, en el capítulo XVII el alférez Claudio Béjar nos contó que: “Me destinaron a un batallón que estaba acabándose de organizar en la Habana, y con el cual salí a campaña.

Lo mandaba el teniente coronel don Nicasio Urbía, muy expeditivo y de resoluciones prontas.”

[204] Recordemos que en el capítulo X de esta novela, recién egresado Claudio de la Academia de Infantería en Toledo, y presto a incorporarse al Regimiento de Sobreda, su primer destino como Alférerez… su tío, el canónigo don Exuperio, le dio esta conseja: “Sírvate de lección- me dijo-. No te acerques mucho a una mujer hermosa si no te quieres quedar enredado y prendido entre sus trenzas que cuelgan a manera de rizos El medio más seguro de no ser herido por el amor, es huir de él.”

[205] COMANDANTE . El oficial que manda un batallón de infantería , un escuadrón de caballería o una sección de artillería. Este empleo es el ascenso inmediato de los capitanes. En infantería hay primero y segundo comandante : el primero está encargado del mando , y el segundo del detall.

El empleo de primer comandante se creó en 1706 cuando se establecieron los dos batallones por regimiento. Se suprimieron en 1760 , y en 1769 se dio un comandante a cada batallón del regimiento de guardias españolas. En 1792 fueron especificadas sus funciones , que generalmente fueron las que hoy rigen. En 1830 los ayudantes mayores fueron promovidos à segundos comandantes, encargados del detall , y en enero de 1832 se hizo extensiva esta modificación a los cuerpos de artillería e ingenieros. En 1849 fueron suprimidos los segundos comandantes en el arma de caballería . En el proyecto de ley de

ascensos militares se adopta esta medida en la infantería . El ascenso a comandante se provee de cada tres vacantes dos a la antigüedad y uno a la elección . A la edad de 58 años es obligatorio el retiro , salvo algunas excepciones muy particulares .

[206] FINCHADO: Del part. de finchar. adj. coloq. Ridículamente vano o engreído.

[207] Posiblemente aquí el autor de la novela hace un juego de palabras. En Vascongadas. “San Serenín del monte” es un juego de niñas; y para el joven Floro, hijo de los vizcondes de Lodain, en Pamplona, Parellada instituye la ‘Orden de San Cerení del Monte’.

[208] CUARTELEROS, se da el nombre de cuarteleros a los soldados que diariamente se nombran en las Compañías, Escuadrones o Baterías para atender tanto a la vigilancia de las mismas como a la limpieza de los dormitorios. Cada Compañía nombrará, normalmente, dos cuarteleros por cada dormitorio; cuartelero de puerta y cuartelero de centro. Dependen del Cabo de Cuartel respectivo, de quien cada uno recibirá las ordenes correspondientes que han de cumplir, y a él, darán cuenta de cuantas novedades ocurran. El servicio de cuartelero dura veinticuatro horas, y normalmente, se efectúa el relevo al toque de “asamblea”, salvo que en el horario vigente en el Cuartel se disponga otra cosa. El servicio de cuartelero comienza al toque de “diana”, y termina al toque de “silencio”, en cuyo momento y en presencia del Cabo de Cuartel, harán entrega de su cargo al primer Imaginaria.

[209] En el ámbito militar, se llama ORDENANZA al soldado que se nombra diariamente para que lleve las órdenes y comunicaciones oficiales del jefe del cuerpo al cuartel y las autoridades de la plaza.

También es un soldado perteneciente a un cuerpo de guardia que estando exento de hacer labores de centinela o cualquier otro servicio de vigilancia y que está a las órdenes de aquel puesto. Se emplea para realizar labores mecánicas como traer agua, barrer, ir en busca de utensilios, encender las luces y la lumbre, etc.

[210] LITOGRAFÍA: 1  f. Arte de dibujar o grabar en piedra preparada al efecto, para reproducir, mediante impresión, lo dibujado o grabado. Sin.: impresión. 2 f. Ejemplar obtenido por el procedimiento de la litografía. Sin.: impresión. 3 f. Taller de litografía.

[211] ASISTENTE .  Soldado empleado en el servicio doméstico de los oficiales.

En el siglo XV y XVI los soldados pobres cuidaban las armas y asistían á los oficiales  y aun á los soldados nobles y ricos ; no era permitido este servicio, pero tampoco podía prohibirse puesto que

le practicaban en los momentos de descanso . Federico II de Prusia fué el primero que concedió esta gracia á sus oficiales, y aunque los asistentes prestaban juramento de fidelidad y cobraban el haber de soldado , pertenecían á un cuerpo especial, destinándose en número de nueve por compañía, pero con orden terminante de no encargarse del cuidado de los caballos .

En España no estaba permitido á los oficiales el tener soldados para su asistencia particular, mas no pudiendo luchar contra la costumbre, el rey Carlos IV los autorizó por Real Orden de 25 de Enero de 1801 .

[212] OFICIALMENTE: adv. De oficio =  de manera oficial.

[213] OBLEA: 5 f. Hoja muy delgada hecha de harina y agua o de goma arábiga, cuyos trozos servían para pegar sobres, cubiertas de oficios, cartas o para poner el sello en seco. 6 f. Trozo de oblea que se empleaba para pegar sobres, cartas, etc.

[216] Estimamos que el teniente graduado Claudio Béjar dejó su destino en Pamplona avanzado el segundo semestre de 1878 , pasando por Madrid para ir a Málaga, puerto de tránsito donde embarcar a su nuevo destino  en las Palmas de Gran Canaria. En Cuba, finalizó la Guerra de los Diez Años (1868 – 1878), y en la Península llegó la paz tras la Tercera Guerra Carlista (1872 – 1876).

[217] ANTIGÜEDAD . f. El tiempo de servicio que se cuenta en cualquiera graduación. La antigüedad da derecho al mando ; así es , que en todas las ocasiones que se reúnan varios oficiales de un mismo empleo para cualquiera operación militar, aunque alguno de ellos tenga grado superior al más antiguo, le corresponde à este mandar á los demás. En tiempo de Cárlos III era al contrario; el mas graduado tomaba el mando de las armas , aunque fuera el más moderno de todos los oficiales allí presentes .

[218] CALZADO MILITAR . Bajo este nombre se comprende el que reciben los soldados de las diferentes armas , como los zapatos, botines , alpargatas , borceguíes y botas de montar.

[219] ABARCA: f. Calzado de cuero o de caucho que cubre solo la planta de los pies y se asegura con cuerdas o correas sobre el empeine y el tobillo.

[220] ALPARGATA . s . f. Calzado ligero hecho de cáñamo , muy parecido á las antiguas sandalias. Le usa hoy la infantería española como de reglamento , para las marchas , en vista de la adopción voluntaria que de él ha hecho el soldado .

[221] RECLUTA . Soldado nuevo que tiene ingreso en las filas por medio de sorteo ó enganche voluntario . En el primer caso, la edad del recluta es desde la de 20 años en adelante; en el segundo se admiten de alguna menos, siempre que reúnan la robustez y aptitud necesarias para el servicio.

[222] QUINTO . El mozo que por suerte tiene que servir de soldado . Dado de alta en el cuerpo á que se le destina, toma el nombre de recluta .

[223] GALBANA: De or. inc. f. coloq. Pereza, desidia o poca gana de hacer algo. Sin.: pereza, desidia, desgana, indolencia, flojera, vagancia, boludez, zangarriana. Ant.: diligencia, laboriosidad.

[224] DISCUTIR: Del lat. discutĕre 'disipar', 'resolver'. 1 tr. Dicho de dos o más personas: Examinar atenta y particularmente una materia. Sin.: analizar, examinar, estudiar, tratar, deliberar1, razonar. 2 tr. Contender y alegar razones contra el parecer de alguien. Todos discutían sus decisiones. U. m. c. intr. Discutieron con el contratista sobre el precio de la obra. Sin.: debatir, argumentar, argüir, disputar, controvertir, polemizar, contender, pelear, acalorarse, litigar, regañar, reñir, chocar, alegar. Ant.:

aceptar, acatar, concordar, convenir.

[225] EL REGIMIENTO DE LUPIÓN es título de una divertida comedia en prosa estrenada en enero de 1898, escrita por Pablo Parellada, autor de esta novela. En ella se cuenta de un nuevo fusil que derribó un globo de los Ingenieros durante unas maniobras: el FUSIL LÓPEZ. Leamos: «Memoria descriptiva del fusil «López» inventado por el cabo López, alumno de la Escuela de ingenieros de Montes Decía el cabo  López que, una vez hecha la puntería, ésta se pierde por el movimiento de la mano que dispara; esto es lógico. Pues bien; por medio de un tubo, que viene de un novedoso percutor pneumático a la boca, se sopla y se dispara en la más completa inmovilidad. Parece un instrumento de música, un fagot; y le faltaba un nombre que permitiese su aceptación por el Ejército. Desengáñese, lector: ya ve usted todos los demás: «Remington», «Chasepot»... pero ¿quién va a tirar con un «López»?

 

[226] Como oficial de Ingenieros, el primer destino del teniente Pablo Parellada, autor de esta novela,  fue en Madrid, en el Regimiento Montado/ 2º  Batallón / 2ª Compañía de Ferrocarriles. Así que no me resisto a transcribir esta descripción de su sainete DE MADRID A ALCALÁ, estrenado en 1927: “CUADRO SEGUNDO. Coche de primera clase seccionado por su eje longitudinal y de arriba á abajo, de manera que se ve la mitad ó algo más de cada uno de los tres departamentos que lo constituyen, con sus portezuelas practicables al lado opuesto del espectador; los cristales pueden suprimirse, pues se supone estar en el mes de Agosto, pero hacen falta cortinillas para que no entre el sol, y evitar que se vea el paisaje, al marchar el tren. El piso del coche conviene que esté, por lo menos, un metro más alto que el tablado del escenario. Una bambalina llegará hasta el techo del coche; la embocadura se cerrará por los costados cuanto sea posible. Si en dos ventiladores eléctricos, se sustituyen las aspas por dos discos circulares de cartón ó de hoja de lata, éstos serán las ruedas, y podrán girar con igual velocidad, aplicando el fluido á un punto desde el cual se bifurque la corriente y vaya á los dos ventiladores, (l) De no hacerlo así, nos conformaremos con un lienzo gris que tape el bajo del coche hasta el tablado del escenario. Al parar el tren, después de la salida de Madrid, se verá telón de campo, á través de portezuelas y ventanillas. Mucha luz al exterior del coche.”

[227] El Cementerio Anglicano, Cementerio de San Jorge o Cementerio Inglés de Málaga;  levantado en el siglo XIX, está situado en la Cañada de los Ingleses en el distrito Centro. Se trata del primer cementerio protestante de España, construido a partir de 1831. Concebido como un jardín botánico dispuesto en bancales mirando al mar, contiene especies exóticas que han ido creciendo a su aire, y monumentos sepulcrales y tumbas con elementos clásicos, neogóticos y modernistas. En el recinto se ubica desde 1850 la capilla de San Jorge, para atender las necesidades espirituales de los comerciantes británicos.

[228] PASEO MILITAR. 1  Ejercicio militar dirigido a acostumbrar à las tropas á marchar con fuerzas mas o menos numerosas, ya sea à las órdenes de un general ó jefe de cuerpo . 2 Expedición por el propio territorio ó por el del enemigo para hacer alarde de las fuerzas militares con que se cuenta para refrenar cualquiera sublevación, resistir los ataques, provocar al combate à las tropas enemigas .

[229] ROS . s. m. Especie de morrión de fieltro , muy ligero y de poco peso , inventado en 1855 por el general Ros de Olano , cuyo nombre lleva. Se ensayó por modelo en el batallón de cazadores de Madrid, y luego fue adoptado por toda la infantería , artillería , caballería ligera , infantería de marina y cuerpo de carabineros del reino . Su coste , por real orden de 1863 , es el de 26 rs. vn .. y el tiempo de duración se ha fijado en tres años

[230] REGLAMENTO . s . m. Instrucción o conjunto de reglas ordenadas por capítulos, artículos y aun párrafos para el estudio de todas las clases de la milicia , y tiene la misma fuerza de ley que las ordenanzas.

[231] CHILLERÍA: nombre femenino Reprensión áspera y prolija. "Echar una chillería."

[232] LO DIJO BLAS, PUNTO REDONDO. Según el Diccionario de la Real Academia, díjolo Blas, punto redondo, es «expresión con que se replica al que presume de llevar siempre la razón».  «No se emplea esta frase precisamente para afirmar o negar una cosa en absoluto. Se usa más bien en las discusiones, y cuando uno trata de imponer su voluntad, suele decirle al otro: «Lo dijo Blas, punto redondo.» A ciencia cierta no se sabe ni quién fue Blas ni qué origen tiene la frase; pero la creencia más generalizada es la siguiente: En los tiempos del feudalismo existía un señor de los de horca y cuchillo, llamado Blas, y que se distinguía por su carácter avasallador y por la particularidad que había tenido siempre, queriendo imponer su voluntad. Cuando dos de sus vasallos tenían una cuestión, iban a resolverla ante su señor, y éste, como era natural, fallaba a favor de una de las partes. La parte desairada protestaba casi siempre, y el señor, indignado, ordenaba retirar al que protestaba, quien lo hacía, diciendo entre dientes: «Lo dijo Blas, punto redondo.» Desde entonces se popularizó la frase

[233] CAMARADA . adj . Soldado , compañero ó amigo. / En lo antiguo , lo mismo que batería.

[234] Málaga representa un caso singular en el panorama de la primera industrialización en Andalucía y en España. Después de un rápido ascenso desde mediados de la década de 1830, en la de 1850 figura como la segunda ciudad industrial española, a continuación de Barcelona, y la primera andaluza, con notable ventaja sobre las demás capitales de la región. Una posición que se basó en el temprano desarrollo de sectores de vanguardia de la moderna industrialización bajo esquemas fabriles (siderometalurgia, textil algodonero y química), junto con el progreso de otros subsectores más tradicionales como, sobre todo, los relacionados con productos agrarios (vinos, azúcar…). Esta expansión industrial malagueña de carácter innovador, vinculada a una élite con capitales de origen mercantil en la que resaltan los apellidos Heredia, Larios y Loring, alcanzaría sus cotas más altas a comienzos de la década de 1860, para declinar luego y experimentar un profundo reajuste desde comienzos del siglo XX.

[235] El 10 de noviembre de 1839 se tomó en Barcelona el primer daguerrotipo de la España peninsular, y ocho días después se realizó otro en Madrid, extendiéndose en otros lugares en poco más de dos o tres años. Los primeros daguerrotipos eran vistas exteriores de ciudades y monumentos, a causa del largo tiempo de exposición que se requería, pero a comienzos de la década siguiente se empezaron a tomar retratos de personas.

[236] Paolo Mantegazza (1831 - 1910) fue un médico, neurólogo, fisiólogo y antropólogo italiano, notable por haber aislado la cocaína de la coca, que utilizó en numerosos experimentos, investigando sus efectos anestésicos en humanos. También es conocido como escritor de ficción. Una de sus obras es: “Fisiología del amor”

[237] GOBERNADOR . En las plazas de primer órden es el segundo jefe de ella. Autoridad militar superior

de una provincia subalterna .

[238] QUID PRO QUO. 1. Loc. lat. (pron. [kuíd-pro-kuó]) que significa literalmente 'algo a cambio de algo'. Se usa como locución nominal masculina con el sentido de 'cosa que se recibe como compensación por la cesión de otra': «La oposición se quejó moderadamente […], pero en el fondo aceptó el quid pro quo: el PRI seguiría ganando […] en las zonas alejadas del centro político o económico del país, a condición de que el PAN y el PRD pudiera triunfar limpiamente en las principales ciudades del país» (País [Esp.] 17.7.1997). También significa 'error que consiste en tomar a una persona o cosa por otra': « “Dirá usted el Obispo”. “¿No dije el Obispo?” “No. Dijo el Papa”. “Fue un quid pro quo, porque yo no estuve nunca con el Papa”». No es correcta la forma ⊗‍qui pro quo.

[239] AYUDANTE DE CAMPO: Oficial de cualquiera graduación à las inmediatas órdenes de un general

para comunicar a las tropas las órdenes que aquel dicta . El capitán general de ejército puede tener cuatro ayudantes , dos el teniente general y uno el mariscal de campo . Mas en tiempo de guerra tanto el general en jefe , como los de cuerpo de ejército, división o brigada tienen los necesarios para desempeñar las muchas y diversas comisiones de su instituto.

[240] ORDENANZA. Código, cuerpo de leyes y recopilación general de las reales órdenes y reglamentos expedidos por diferentes soberanos , en que están consignados los deberes , atribuciones y las penas a que están sujetos los individuos del ejército , desde el simple soldado hasta el más alto escalón de la jerarquía militar , así en campaña como en guarnición y cuartel.

[241] Don Exuperio Béjar, canónigo y bibliotecario de la catedral de Toledo, acogió a su sobrino Claudio al quedar huérfano de padre. Resuelve con sus amistades en el Ministerio de la Guerra las peticiones del joven oficial para cambiar de guarnición por las situaciones incómodas que le suceden en esta novela, por lo que Claudio Béjar permanece poco tiempo en sus destinos en la Península.

[242] PUNTO: m. despect. coloq. Persona poco fiable.

[243] ESCELENCIA. Tratamiento que así por escrito como de palabra se da á los capitanes y tenientes generales , á los caballeros grandes cruces de San Fernando , San Hermenegildo y otras.

En su origen el título de escelencia no se daba sino a los reyes , como vemos en los franceses de la primera y segunda raza, y también al Papa . Generalizado con el tiempo , los monarcas adoptaron el tiempo , los monarcas adoptaron el de alteza , magestad, etc.

[244] QUID PRO QUO.  También significa 'error que consiste en tomar a una persona o cosa por otra'.

[245] COMPAÑÍA . s. f . Subdivisión táctica y administrativa adoptada en la infantería y antiguamente también en la caballería. Corresponde comúnmente en aquella a la octava parte de un batallón, y está mandada inmediatamente por un capitán . Su fuerza , así de oficiales como de soldados , ha sufrido continuas variaciones. Hoy día , por término medio , las compañías de los regimientos europeos tienen cuatro oficiales, cuatro sargentos , 12 cabos y de 80 a 100 soldados . Las de preferencia , especialmente

las de cazadores , suelen tener más clases de tropa . Las compañías forman por numeración correlativa

, en vez de hacerlo rigiéndose por la antigüedad de los capitanes según se hacía en los siglos XVI y XVII .

[246] CAPITÁN: Hoy día es el oficial que manda una compañía de soldados en cualquiera de las armas o institutos del ejército, cuyo empleo es superior al de teniente è inferior al de comandante. Es el administrador de su compañía, jefe superior de ella e inmediato responsable a los superiores de su instrucción, disciplina , aseo , etc. Ha usado de diferentes insignias como distintivo de su empleo hasta el día , que lleva tres galones en ángulo en la parte superior de ambos brazos y tres estrellas en la parte interior de aquel . 

[247] ARRANCHARSE. r. Juntarse en ranchos. RANCHO: Comida que se hace para muchos en común.

[248] CABO. En la actualidad lleva este nombre el individuo cuya autoridad está más inmediata al soldado. Su distintivo son tres galones de estambre para el primero , colocados desde el codo à la bocamanga del uniforme; el segundo lleva dos en la misma forma. Su nombramiento, por elección , es del jefe del cuerpo a propuesta del capitán de la compañía , previo el examen de su aptitud , aplicación y buena conducta. Sus funciones son : enseñar al soldado a vestir el uniforme , a marchar con marcialidad , a manejar las armas con destreza . En las guardias se entrega del utensilio , releva las centinelas, reconoce toda gente armada o sospechosa que se acerca al puesto , desempeñando además , así en paz como en

campaña , la multitud de cargos , que exige su empleo .

[249] TENIENTE: el subalterno que sigue en graduación al capitán , al que suple en el mando , y es superior

al subteniente, con quien alterna en el servicio. Económico de su compañía . Las insignias del teniente desde el año de 1860 se han variado , siendo dos galones puestos en ángulo en la parte superior de la manga del uniforme , añadiendo dos estrellas, que significan la efectividad del empleo . En la clase de tenientes es obligatorio el retiro a la edad de 54 años .

[250] SARGENTO . El jefe de clase de tropa más inmediato a la categoría de oficial , y a la cual puede aspirar por su mérito , antigüedad y valor en las funciones de guerra . Los sargentos son el alma de los regimientos; ejercen sobre la tropa una vigilancia mas continua , mas en detalle que los oficiales , y su influencia es mucho mayor que la de estos . Armados y sujetos a las mismas formaciones que el soldado, viviendo con él en los cuarteles , conocen las circunstancias de cada uno de sus subordinados. Un buen cuerpo de sargentos evitará siempre las sediciones en los regimientos y en los destacamentos . En cada compañía hay un sargento primero y dos ó tres segundos . Aquel tiene el cargo de distribuir el prest, ajustar y llevar la cuenta à todos los individuos de tropa , bajo la inmediata inspección y responsabilidad del capitán, cuyas funciones de cuenta y razón desempeña desde principios del siglo XVIII : los segundos le ayudan a sostener la disciplina y fomentar la instrucción , aseo y buen orden de la tropa . El sargento no es una institución moderna: data desde los primeros tiempos de la edad media , si bien sus funciones no siempre han sido las mismas , como diremos después, porque al principio fue hombre de guerra exclusivamente , y después se constituyó como soldado y como encargado de la contabilidad y documentación de su compañía . Las necesidades de los tiempos. y los adelantos de la ciencia militar hizo que esta clase tan apreciable se fuese aumentando , y nosotros hemos conocido durante la guerra civil , que aseguró en el trono à Isabel II , cinco sargentos por compañía .

[251] Informamos al lector que el autor de esta novela, siendo Teniente Coronel de Ingenieros, fue destinado a principio de 1903 de Valladolid a Las Palmas de Gran Canaria, con el puesto de Ingeniero Comandante y 1º Jefe de la Compañía de Zapadores Minadores de Gran Canaria. Regresó a la Península, otra vez a la Comandancia de Ingenieros de Valladolid, un año más tarde.

[252] Estos juegos de palabras, habituales en la obra de don Pablo Parellada “Melitón González”,  nos recuerdan sus versos de EL IDIOMA CASTELLANO.

También, en esta novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO, evocan a la presentación por Claudio de su tío el canónigo de la Catedral de Toledo EXUPERIO BÉJAR, en el capítulo VII. HUÉRFANO de la primera parte: “Escribiendo y aun en sus conversaciones más familiares era un purista: consideraba al idioma patrio como reliquia venerada, y pasaba mal rato cuando escuchaba o leía una palabra importada del extranjero o bastardeada.”

[253] La guerra ruso-turca de 1877-1878, también conocida como la guerra de Oriente, tuvo sus orígenes en el objetivo del Imperio ruso de conseguir acceso al mar Mediterráneo y liberar del dominio otomano a los pueblos eslavos de los Balcanes. Las naciones balcánicas liberadas indirectamente por la acción rusa tras casi cuatrocientos años de dominación turca aún consideran esta guerra como el segundo comienzo de su nacionalidad. Resultó en victoria de Rusia, y cambios territoriales en el Congreso de Berlín de junio y julio de 1878.

[254] Sugerimos al lector que acuda al ensayo “EL RANCHO NUESTRO DE CADA DÍA: UNA ODISEA DEL SIGLO XIX”, del que fue autor el Coronel de Infantería D. José Luis Isabel Sánchez; publicado en la Revista de Historia Militar, número 77, año 1994.

[255] El autor, Pablo Parellada, fue entre otras facetas un autor teatral de éxito. En estos capítulos VIII, IX y X de la segunda parte de esta novela, el autor describe circunstancias de los cómicos,  empresas y público de entonces, mediante la viuda Collantes y su hija Herminia, y la representación del Tenorio.

[256] El autor, Pablo Parellada, fue entre otras facetas un autor teatral de éxito. En estos capítulos VIII, IX y X de la segunda parte de esta novela, el autor describe circunstancias de los cómicos,  empresas y público de entonces, mediante la viuda Collantes y su hija Herminia, y la representación del Tenorio.

[257] El lector tendrá presente en estos capítulos lo que era para el público el ‘Don Juan Tenorio’ de Zorrilla, y las decenas de obras de teatro que satirizaban algunos de sus actos.

El mismo Pablo Parellada, autor de la novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO, escribió al menos tres para ser representadas en los teatros: [1] TENORIO MODERNISTA: Comedia = "Remembrucia enoemática y jocunda, en una película y tres lapsos, ingénita del subintelectualmente Pablo Parellada" (sic). De las piezas de Parellada para la escena, se considera la más divertida y relevante, y  la más inspirada y desternillante de las muchas parodias del Modernismo, no desprovista además de serios fundamentos culturales”. Estrenada en el teatro Lara el 30 de octubre de 1906. [2] TENORIO MUSICAL: humorada en un acto y cinco cuadros; música heterogénea del maestro D. Tomás Barrera. La acción, en un pueblo de Aragón. Estrenada en el Teatro de Apolo el 28 de diciembre de 1912. [3 ] EL TENORIO DE CASTRO - VIRUTA: Comedia, imitación de Zorrilla ¿circa 1921?

[258] Esta frase le correspondía a DON JUAN, no a DON LUIS

[259] No puedo más escucharte,

 vil don Juan, porque recelo

 que hay algún rayo en el cielo

 preparado a aniquilarte.

[260] LUCÍA:  ¿Pues no es de don Luis Mejía?

[261] LUCÍA: ¡Bah! ¿Y quién abre este castillo?

[262] D. JUAN: Ese bolsillo.

[263] TORNERA: Un noble anciano quiere hablaros.

[264] TORNERA: Dice que es de Calatrava

 caballero; que sus fueros

 le autorizan a este paso,

 y que la urgencia del caso

 le obliga al instante a veros.

[265] Claudio se refiere a su tío paterno don Exuperio Béjar, canónigo de la Catedral de Toledo, quién lo acogió cuando quedó huérfano, y que es uno de los protagonistas secundarios de esta novela.

[266] CLAC = CLAQUE. Del fr. claque. 1 f. Grupo de personas que asisten a un espectáculo con el fin de aplaudir en momentos señalados. La claque.  Sin.: clac. 2 f. Grupo de personas que aplauden, defienden o alaban las acciones de otra buscando algún provecho.

[267] CUPIDO: Es el homólogo del dios griego Eros y equivalente de Amor en la poesía latina. Representado normalmente como un niño alado, Cupido es símbolo del romanticismo y a menudo se lo asocia con el Día de San Valentín, que se celebra el 14 de febrero.

[268] El general Longarilles, como Gobernador Militar de Pandolfa, es protagonista en la primera parte de esta novela del  capítulo XIV. UNA REVISTA MINUCIOSA:

 Llegó el día de la revista. Yo estaba de guardia. Este servicio me fue reservado por la Fatalidad siempre que ocurría algo extraordinario.

Antes de presentarse el general a pasarnos revista, mis compañeros se la pasaron a él. Les oí decir que se apellidaba Longarilles y era de la promoción de los graciosos. Éste era el calificativo que se daba a los alféreces de gracia, niños que por obra y gracia de una soberana gracia, estando todavía en las faldas de su mamá, ceñían la espada de oficial sin haber pasado por colegio militar alguno y sin más estudio que El amigo de los niños.

Esta noticia me produjo un gran consuelo, pues yo era de la promoción de los siete meses, y habiendo llegado a generales muchos oficiales de la promoción de los graciosos o promoción de los cero meses, yo podría llegar a general con más sólida base.

Todos los allí presentes convinimos en la gran ventaja que reportaría el adoptar la gracia como único procedimiento para ascender a oficial, pues de este modo podría evitarse el gasto y la molestia de las academias militares.

Llegó el general Longarilles; joven, fino, atildado. Formé la guardia. Me ordenó romper filas y entró en el cuarto de banderas, que estaba inmediato a la puerta de la calle. (…)”

[269] En la primera parte de esta novela, se cuenta en el capítulo XIII A OTRO REGIMIENTO, cuando el alférez Claudio Béjar llega destinado el regimiento de Pandolfa, en la enésima región militar que “El teniente Pepe Ondítegui, compañero mío de hospedaje, y gran enredador…”; es quién lió a Claudio con la señorita Cipriana.

Posteriormente, ya en la segunda parte, se narra el viaje del teniente Claudio Béjar de Pamplona a Madrid (donde permaneció una semana), donde tomó el tren de Málaga para embarcar en el vapor “Celedonio Gómez” rumbo a Las Palmas de Gran Canaria para  incorporarse a su nuevo destino, duró menos de veinte días. En el capítulo II AL PASAR POR MADRID se encontraron en la calle del Arenal, siendo Ondítegui ya capitán y recién casado,  e inventor de una ‘cachiporra topográfica’ por la que le galardonaron con el grado de comandante.

[270] PLIN. a mí, o ti, etc., plim o plin. Expr. coloq. Se usa para expresar que a aquello de lo que se habla no importa o resulta indiferente. Si se enfada, que se enfade; a mí, plin.

[271] ASISTENTE .  Soldado empleado en el servicio doméstico de los oficiales.

En el siglo XV y XVI los soldados pobres cuidaban las armas y asistían á los oficiales  y aun á los soldados nobles y ricos ; no era permitido este servicio, pero tampoco podía prohibirse puesto que

le practicaban en los momentos de descanso . Federico II de Prusia fué el primero que concedió esta gracia á sus oficiales, y aunque los asistentes prestaban juramento de fidelidad y cobraban el haber de soldado , pertenecían á un cuerpo especial, destinándose en número de nueve por compañía, pero con orden terminante de no encargarse del cuidado de los caballos .

En España no estaba permitido á los oficiales el tener soldados para su asistencia particular, mas no pudiendo luchar contra la costumbre, el rey Carlos IV los autorizó por Real Orden de 25 de Enero de 1801 .

[272] PASAPORTE. s . m . Documento que se da á un militar suelto , partida de tropa, compañía , batallón,  etc., cuando pasan de un distrito á otro , en el cual se anotan la ruta que han de llevar, auxilios que corresponden , etc.

[273] Recapitule el lector: estamos en la Segunda parte de las 'Memorias de un sietemesino'. En el capítulo precedente  XI. ELVIRA ROMERALES, el capitán Claudio Béjar entra en relaciones con  la señorita Romerales, por equívoco, y tiene que desfacer su compromiso; afortunadamente para él, su regimiento se traslada con apremio de Sevilla a Madrid. Pero por una fatal circunstancia, ya en el tren, éste se va con el regimiento y el coche del capitán Béjar queda averiado en Sevilla. Por lo que el capitán Béjar ha de solucionar su viaje a la Corte…

[274] El capitán Béjar se encuentra en el tren con una protagonista importante de la novela, y que aparece en la portada. La conocimos en la segunda parte, cuando Claudio se trasladaba de Pamplona a Las Palmas de Gran Canaria, parando en Málaga para embarcar en un vapor. Recordemos los capítulos III. EN MÁLAGA [DURANTE EL CARNAVAL, DOS DÍAS ANTES DE EMBARCAR PARA IR A CANARIAS] y IV. [EL BAILE DE MÁSCARAS EN EL CASINO DE MÁLAGA] ¡POBRE AURORITA!

[275] El redactor de estas anotaciones a la novela, opina que en la segunda parte el autor, don Pablo Parellada, tiene algún traspiés con la cronología. El teniente Béjar fue repatriado a la Península, desde Cuba, a principio de 1878, tras la Paz de Zanjón; y matrimonia en primavera de 1879, poco antes de pedir su retiro. Hay poco tiempo, bastante menos de dos años, para los cambios de guarnición que se suceden.

[276] Brenes es un municipio y localidad de la provincia de Sevilla. La extensión superficial de su municipio es de 22 km² . Se encuentra situada a una altitud de 18 metros y a 22 kilómetros de la capital de provincia, Sevilla.

[277] Posadas es un municipio español de la provincia de Córdoba. Se encuentra situada a una altitud de 88 metros y a 32 kilómetros de la capital de provincia.

[278] Estos equívocos entre Aurora y Claudio se explican por lo sucedido en el capítulo V. PACO LAÍNEZ [DOS HORAS ANTES DE EMBARCAR EN EL VAPOR A CANARIAS]

[279] Almodóvar del Río es un municipio español de la provincia de Córdoba, ubicado en la comarca del Valle Medio del Guadalquivir.

[281] Recordemos del capítulo precedente:

Me escribió. No la contesté. Me volvió a escribir. Mi contestación fué: «Estoy enfermo.» Recibí muchas cartas suyas interesándose por mi salud, y, cansado ya de ser víctima de mis contemplaciones y miramientos con las mujeres, apelé al recurso de mi amigo Ondítegui  y puse a Elvira esta carta, de la que más tarde hube de arrepentirme:

«Estimada Elvira: La enfermedad que he padecido puso mi vida en grave peligro. Creyéndome llegado el término de mi existencia, reclamé los auxilios de la Santa Religión. Recibidos éstos, una revelación divina me hizo anhelar la paz y tranquilidad de la vida monástica y, firme en mi propósito, cuando recibas ésta, habré cambiado el uniforme por el humilde hábito de cartujo. Pido al cielo sobrelleves mi propósito con santa resignación. Tu hermano en Jesucristo — Claudio

Elvira no me creyó y me envió una carta llena de improperios. A mí, plin.

[282] En la primera parte de esta novela, se cuenta en el capítulo XIII A OTRO REGIMIENTO, cuando el alférez Claudio Béjar llega destinado el regimiento de Pandolfa, en la enésima región militar que “El teniente Pepe Ondítegui, compañero mío de hospedaje, y gran enredador…”; es quién lió a Claudio con la señorita Cipriana.

Posteriormente, ya en la segunda parte, se narra el viaje del teniente Claudio Béjar de Pamplona a Madrid (donde permaneció una semana), donde tomó el tren de Málaga para embarcar en el vapor “Celedonio Gómez” rumbo a Las Palmas de Gran Canaria para  incorporarse a su nuevo destino, duró menos de veinte días. En el capítulo II AL PASAR POR MADRID se encontraron en la calle del Arenal, siendo Ondítegui ya capitán y recién casado,  e inventor de una ‘cachiporra topográfica’ por la que le galardonaron con el grado de comandante.

 

[283] Recordemos del capítulo precedente:

También escribí a mi tío una extensa carta refiriéndole cuán desgraciado era yo en todo lo que ponía mano. Aquel santo varón me contestó: «Ten presente, mi querido Claudio, que sólo debes preocuparte de aquellas contrariedades que afectan a tu honor; las demás considéralas adversidades, y por ellas da gracias a Dios, pues la Adversidad es gran maestra de la vida, porque es enseñanza y sus golpes, aunque amargos, nunca son estériles; y llévalos con paciencia, que es señal de sabiduría y preferible al valor. Tú eres bueno y, tarde o temprano, llegarás a ser feliz, porque la Felicidad es hermana inseparable de la Virtud

[284] Recordemos que en la segunda parte de esta novela, cuando el teniente Claudio Béjar se despidió del Regimiento de Pamplona para incorporarse a su nuevo destino en las Palmas de Gran Canaria, tuvo que pasar por Málaga, en época de carnaval, para embarcar en un vapor con destino en el archipiélago. Y nos contó en el capítulo III:

En la calle me encontré con Andoaga, compañero mío de promoción. ¡Qué alegría la de Andoaga al hallarse conmigo! Me abrazó, me zarandeó y se constituyó en mi Mentor hasta que fuese llegada la hora de despedirme en el barco.

En cada promoción suele haber un cadete o dos que se erigen en superhombres sobre todos los demás; su criterio es el que prevalece; sus determinaciones, las que imperan; sus consejos, seguidos; sus disposiciones, acatadas, y es calificado de mal compañero aquel de los suyos que no les hace donación de la propia voluntad o pone el menor reparo a cuanto le ocurre al cadete dictador.

Este era Andoaga: el dictador de los de mi promoción; el sabedor de todo; don Blas Punto Redondo

[285] El régimen político de la Restauración fue el sistema político que rigió en España durante el periodo de la Restauración y que se basó en la Constitución española de 1876, vigente hasta 1923.[1]​ La forma de gobierno fue una monarquía constitucional, pero no democrática ni parlamentaria.

[286] Don Exuperio Béjar, canónigo y bibliotecario de la catedral de Toledo, acogió a su sobrino Claudio al quedar huérfano de padre. Resuelve con sus amistades en el Ministerio de la Guerra las peticiones del joven oficial para cambiar de guarnición por las situaciones incómodas que le suceden en esta novela, por lo que Claudio Béjar permanece poco tiempo en sus destinos en la Península.

[287] Entre 1875 y 1878, el alférez Claudio Béjar combatió en Ultramar, en Cuba. Recordemos en primera parte de esta novela el capítulo XVIII. EL BRIGADIER DON FÉLIX ESCANDE , donde leemos:

“Si hubo en el mundo hombres arrojados y de valor temerario, ninguno le sobrepujó al brigadier Escande. Gozaba en el combate, y el mal humor y la nostalgia le deprimían el ánimo  sin pasaban unos días sin encontrar insurrectos con quienes andar a tiros.

Pero el brigadier Escande tenía cosas, y éstas le retrasaron mucho los ascensos. Era un hombre que hablaba en guasa y obraba muy en serio, y en la milicia conviene hablar muy en serio, aunque se cometan ridiculeces.”

[288] Ved en la segunda parte de esta novela el capitulo III. EN MÁLAGA [DURANTE EL CARNAVAL, DOS DÍAS ANTES DE EMBARCAR PARA IR A CANARIAS] y siguientes.

[289]  Ved en la segunda parte de esta novela los capítulos  XI. ELVIRA ROMERALES [UN ROMANCE CON EQUÍVOCO SIENDO CAPITÁN EN EL REGIMIENTO DE SEVILLA] y XII. DE SEVILLA A MADRID [UN VIAJE EN FFCC PARA ALCANZAR EL REGIMIENTO, Y ENCUENTROS INESPERADOS CON DAMAS CONOCIDAS]

[290] Personaje de varios capítulos de la primera parte. MARI, LA FRANCESITA. Hija de un horticultor amigo del padre de Claudio Béjar y un año mayor que éste, vivía en las afueras de la ciudad frente a la tahona del padre del cojuelo Luis ‘Lino’ Mollat. Un Claudio adolescente la quería al tiempo que a Eulalia, sin decidirse por ninguna, en cuando la República, en el capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO; y así se lo dijo a ambas cuando huérfano se marchó a Toledo acogido por su tío el canónigo Exuperio Béjar, y posteriormente  por carta cuando egresó como Alférez de la Academia de Infantería. Al poco casó Mari con el Coronel del regimiento de Sobreña, primer destino de Claudio, y causa de un triste malentendido que motivó el destino de Claudio a Pandolfa

[291] CIPRIANA. En la primera parte de esta novela, se cuenta en el capítulo XIII A OTRO REGIMIENTO, cuando el alférez Claudio Béjar llega destinado el regimiento de Pandolfa, en la enésima región militar que “El teniente Pepe Ondítegui, compañero mío de hospedaje, y gran enredador…”; es quién lió a Claudio con la señorita Cipriana. Él no la correspondía.

[292] NIÑA GALA: la seductora adolescente cubana hija de un acaudalado de San Miguel de Nuevitas, en Camagüey, que enamoró al alférez Claudio; quién rompió el compromiso cuando le invitaron a pasarse a los insurrectos, a poco antes de caer gravemente enfermo.

[293] Irene, protagonista en la segunda parte del capítulo I. LA HIJA DE LOS VIZCONDES DE LODAIN [EN EL REGIMIENTO DE PAMPLONA]. Ella le escribió una carta:

 “Yo me consideraré muy dichosa y mi felicidad será completa si llegas a ser mi esposo; mas esto, comprenderás que es cosa muy seria, debo meditarlo mucho y muy despacio, y no dejarme arrastrar locamente por el gran amor que te profeso. Así, pues, antes de dar un paso más en nuestras relaciones, es necesario que, franca y sinceramente, me digas cuánto aportas al matrimonio.”

[294] En la segunda parte, capítulo II. AL PASAR POR MADRID [DE PASO PARA MÁLAGA], ISIDORA o ISIDORITA, morena de tipo clásico español, de unos veinticinco años, con unos ojazos descomunales y brillantes, y de una conversación agradabilísima, es una joven que se intentó comprometer con el teniente Claudio Béjar mediante la agencia matrimonial de Don Félix Alemani, otro personaje secundario en varios capítulos de esta novela.

[295] En esta segunda parte, tiene protagonismo en el capítulo VIII. HERMINIA COLLANTES [UNA CÓMICA POR LAS CIRCUNSTANCIAS. EN SEVILLA] y los dos que le siguen; el capitán Claudio Béjar se comprometió en matrimonio, pospuesto por su prometida  unos días por tener unas representaciones pendientes de la joven ‘actriz inverecunda’, y finalmente cancelado.

[296] Lady Elsie, una turista inglesa de turismo en Gran Canaria, con su madre. El teniente Claudio le dio clases de gramática.

[297] Quién redacta estas notas a pie de página sorprendido está de la omisión de un recuerdo de Claudio Béjar / Pablo Parellada de EULALIA, la niña de pueblo protagonista en varios capítulos de la primera parte de la novela.

EULALIA: en el pueblo,  el matrimonio dueño de la tienda de comestibles tenía una hija llamada Eulalia, de la edad de Claudio Béjar aproximadamente; la niña más linda y mejor ataviada del pueblo, que le  mostraba mucho interés y gran cariño cuando la niñez.  En 1867 el doctor Béjar mudó con su hijo de diez años a la capital de la provincia; cinco años después lo hicieron los padres de Eulalia con su hija, cuando el capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO. Ambos adolescentes mantuvieron amistad, y no llegó al romance porque a Claudio le paraban el aspecto y maneras pueblerinas de Eulalia, y porque también le gustaba Mari ‘la Francesita’, un año  mayor que él. Cuando falleció el padre de Claudio, al partir de viaje a Toledo con su tío el canónigo Exuperio Béjar, Eulalia le regaló un escapulario; el oficial Claudio lo portó siempre sobre sí, también en la campaña de Cuba. Cuando el teniente Béjar es repatriado a la península en 1878, muy enfermo y tras la Paz de Zanjón, será reconocido cuando agonizante por una monja de la Caridad, la Hermana Eulalia, en el hospital de Santander donde lo ingresaron.

[298] COPIO, COPIAS, COPIARE: Me escribió. No la contesté. Me volvió a escribir. Mi contestación fué: «Estoy enfermo.» Recibí muchas cartas suyas interesándose por mi salud, y, cansado ya de ser víctima de mis contemplaciones y miramientos con las mujeres, apelé al recurso de mi amigo Ondítegui y puse a Elvira esta carta, de la que más tarde hube de arrepentirme:

«Estimada Elvira: La enfermedad que he padecido puso mi vida en grave peligro. Creyéndome llegado el término de mi existencia, reclamé los auxilios de la Santa Religión. Recibidos éstos, una revelación divina me hizo anhelar la paz y tranquilidad de la vida monástica y, firme en mi propósito, cuando recibas ésta, habré cambiado el uniforme por el humilde hábito de cartujo. Pido al cielo sobrelleves mi propósito con santa resignación. Tu hermano en Jesucristo — Claudio.»

Elvira no me creyó y me envió una carta llena de improperios. A mí, plin.

[299] MÁS DE CUATRO: recordemos el capítulo XII. DE SEVILLA A MADRID [UN VIAJE EN FFCC PARA ALCANZAR EL REGIMIENTO, Y ENCUENTROS INESPERADOS CON DAMAS CONOCIDAS]:

“Callo el nombre de la estación, perteneciente a una población de alguna importancia, pues cuanto en esta población me ocurrió, suele repetirse en más de cuatro de las que figuran en la Guía de ferrocarriles españoles, y no quiero colgarle a determinada población lo que a más de cuatro comprende; mas, como en mi relato he de referirme a ella, la llamaré Más de Cuatro para condensar en una lo que a más de cuatro corresponde.”

[300] Donde Cristo dio las tres voces: Locución adverbial, En un lugar lejano, de difícil acceso y remoto.

Ámbito: España. Sinónimos: donde el diablo perdió el poncho (Argentina, Chile, Perú, Uruguay), donde Cristo perdió la sandalia, en el quinto pino (España). Etimología: De origen bíblico, en referencia a las tres veces en las que el demonio tentó a Jesucristo en el desierto (Mateo 4, 1-11).

[301] Siendo Emilio Castelar el Presidente del Poder Ejecutivo de la República Española. El inicio de las sesiones parlamentarias el 2 de enero de 1874 hizo prever que la mayoría federal sería hostil a Castelar. Este solicitó a la cámara una ampliación de los poderes concedidos y presentó una moción de confianza que se votó la madrugada entre el 2 y el 3 de enero. Castelar perdió la votación 120 contra 100 y se comenzó a negociar el nombramiento del federal moderado antiesclavista Eduardo Palanca.[12]​ Sin embargo, durante la votación parlamentaria el capitán general de Madrid, Manuel Pavía, ocupó las calles de la capital con sus tropas y se dirigió al palacio de las Cortes. Castelar, aún presidente, destituyó a Pavía, pero este hizo entrar a los soldados al salón de plenos entre disparos disolviendo la sesión por la fuerza. El general ofreció a Castelar un gobierno de alianza con el conservador Cánovas y el radical Martos, opción que este rechazó. Al fin los republicanos unitarios, los conservadores y los radicales se unieron en un gabinete presidido por el general Serrano.

[302] Emilio Castelar y Ripoll (Cádiz, 7 de septiembre de 1832-San Pedro del Pinatar, 25 de mayo de 1899) fue un político, historiador, periodista y escritor español, presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República entre 1873 y 1874.

[303] Golpe de Estado de Pavía. El golpe de Estado de Pavía, o simplemente golpe de Pavía, fue un golpe de Estado que se produjo en España el 3 de enero de 1874, durante la Primera República y que estuvo encabezado por el general Manuel Pavía, capitán general de Castilla la Nueva cuya jurisdicción incluía Madrid. Consistió en la ocupación del edificio del Congreso de los Diputados por guardias civiles y soldados que desalojaron del mismo a los diputados cuando se estaba procediendo a la votación de un nuevo presidente del poder ejecutivo de la República en sustitución de Emilio Castelar que acababa de perder la moción de censura presentada por Francisco Pi y Margall, Estanislao Figueras y Nicolás Salmerón, líderes del sector del Partido Republicano Federal opuesto a la política «fuera de la órbita republicana» del republicano federal derechista Castelar. Precisamente el objetivo del golpe era impedir que Castelar fuera desalojado del gobierno, aunque como este tras el golpe no aceptó seguir en el poder por medios antidemocráticos, el general Pavía tuvo que reunir a los partidos contrarios a la república federal que decidieron poner al frente del gobierno nacional que promovía Pavía al líder del conservador Partido Constitucional, el general Francisco Serrano.

[304] ¡QUIÁ! De qué ha [de ser]. interj. coloq. U. para denotar incredulidad o negación. Sin.: ca.

[305] ASISTENTE .  Soldado empleado en el servicio doméstico de los oficiales.

[306] CHANGA.  Del gallegoport. changa. f. coloq. Trato, trueque o negocio de poca importancia. Hacer una changa. Sin.: trato, negocio, trueque.

[307] En la PRESENTACIÓN de esta novela, las MEMORIAS DE UN SIETEMESINO, narradas por su protagonista, don Claudio Béjar y Paredes, oficial de Infantería de la promoción de ‘los sietemesinos’, retirado del Ejército a petición propia, consta que fueron firmadas en noviembre de 1879 a cinco kilómetros de Málaga. En consecuencia, debieron ser escritas en los siete meses posteriores a la boda con Aurora.