(Traducido del francés por Carolina
García de Larrope)
Este estuvo un
joven infante nombrado Piedra Bifard, nacido en un pequeño villaje de la
Auvernia. Él vino a París con su padre, que se emprende desde los primeros días
de alquilarlo a un deshollinador de chimeneas.
Piedra Bifard,
como buen auvernies, parecía tonto, pero era listo, y viendo un porvenir muy
negro en el deshuellamiento de chimeneas, abandona el su padre y se engancha en
el 24.° regimiento de raya, de guarnición a París.
Después de haber
vestido el glorioso costumbre militar, y siguiendo la tradición, el invita sus
amigos y compañeros de armas, celebrando su entrada en el regimiento con
fuerzas libaciones de vino y aguade-vida en todas las expendedurías del arredondeamiento.
El resultado no se hizo atender: completamente borracho, el sargento en
servicio de villa le encuentra danzando la bourrée (‘la burrada’) en faz
de la columna de Vendôme (‘de la vendimia’), y se emprende de forrarlo en el
calabozo.
Al día siguiente,
después que los clariones del regimiento sonaron la diana, nuestro joven héroe,
conducido por el cabo de servicio, fue amenizado delante del oficial de
guardia, que le demanda cuenta de su exordio del ante día. Nuestro joven
guerrero, sin se intimidar, responde:
— Teniente, mi casaca de soldado
endosada, mi primer cuidado ha sido rendir acatamiento a la célebre frase del
gran Napoleón: «Todo soldado lleva en su cartuchera el bastón de
mariscal». Después
haber reflexionado maduramente, yo me soy dicho: para arribar al mariscalato el
falta hacer de prodigios, de proezas, de acciones de relámpago; para esto, el
falta ser fuerte y vigoroso; la fuerza y el vigor no se tienen si no hay de
buena sangre en las venas, y la buena sangre solamente la produce el buen vino.
Por tanto, si yo he bebido, ha sido por seguir el consejo del gran Napoleón.
A la época de
grandes maniobras, el regimiento arriba a un pequeño villaje, y Piedra Bifard
fué alojado casa de paisanos laboriosos. El día siguiente, la patrona, toda
llorosa, se fué corriendo decir al coronel que le habían volado un gallo
soberbio. Piedra Bifard fue obligado de responder de su nuevo delito, pues se
hubo encontrado en su morral vestigios del gallo estrangulado. Él respondió con
un aplomo imperturbable:
— Mi coro, esto no fue para comérmelo:
si yo cogí al rey de las basses-cours (‘de las bases cortas’), él me faltaba
a toda fuerza un despertador, y él no hay que el gallo para hacerme despertar a
punto de día.
— Mas, ¿cómo el gallo podrá él te
despertar — dice el coronel —, si él está muerto?
— ¡Ahí, desgracia, mi coro — respondió Bifard
— . No sabiendo cómo yo debía le dar
cuerda, yo le retorcí el cuello en
creyendo que era la manivela del quiquiriquí.
Nuestro auverniés,
en reentrando en su alojamiento, estuvo talmente incomodado, que en apercibiendo
a la denunciatriz, él la llena de injurias de más groseras, la insultando y la
invectivando de tal suerte, que la pobre mujer fué de nuevo a llevar queja al
capitán de compañía.
— ¿Mas tú no sabes, pues — le dice su jefe directo —, que, después las Ordenanzas, todo soldado que maltratare a su
patrón será él castigado proporcionalmente al exceso?
— Mas sí, mi capitán —responde Bifard — ; mas las Ordenanzas no dicen nada del que maltrate a la patrona.
Algunos días
después, y siempre en maniobras, Bifard y su compañía tenían la misión de caer
prisioneros, según el supuesto táctico del Estado Mayor. Después más de cuatro
horas de buscar por todos costados al enemigo que debía hacerlos prisioneros,
sin poderlo encontrar, nuestro buen Bifard se tumba bajo unos castañeros, y no
tarda en roncar como un bienfeliz.
Sobre estos
entrehechos, viene a pasar el general en jefe con toda su escolta, y en
apercibiéndole, él da la orden de le hacer despertar por interrogarle.
— ¿Qué haces tú, pues, ahí tumbado,
lejos de tu compañía?
— Mi general, es bien simple: yo estaba
haciendo de muerto.
De retorno a
París, una cierta tarde, Bifard y algunos de sus camaradas partieron en bomba, y
contentos y joyosos se instalaron en un pequeño café situado detrás del teatro
de la Gaîté (‘teatro de la gaita’).
À esta época allá,
el ministro de la Guerra tenía la habitud de se disfrazar y de subvigilar él
mismo sus soldados.
En viendo el grupo
entablado y haciendo fuertes libaciones, el ministro entra y se asienta cerca
de su tabla, todo en degustando un benedictino, y entona la conversación con
los jóvenes convidados.
— Y decid, pues, mis infantes: con
vuestra pequeña paga, sueldo por día, ¿cómo podéis
vosotros hacer tan grandes despensas?
— Mas, señor — respondieron a coro—, hay mil medios de
procurarnos financias.
— Yo — dice Bifard —, yo ayer vendí a una revendedora la
lámina de mi sable, muy raramente desenvainamos, y con el dinero que de ella he
retirado, hoy hacemos la bomba.
El ministro,
edificando y sin dejar nada entrever, hizo sus adioses a estos jóvenes
troperos, y Bifard, con el vino, se nombra:
— Piedra Bifard, primera compañía,
primer batallón del 24.° de raya, a vuestro servicio.
Al día siguiente,
el general se presenta en el cuartel, hace batir la llamada y pasa revista al regimiento.
Acordándose que un soldado del mismo regimiento había pasado en Consejo de
guerra por haber, durante las maniobras, amenazado a un suboficial, ordena
hacer comparecer a dicho desgraciado, que había sido condenado a ser fusilado.
— Este soldado — dice el ministro
— debe ser ejecutado sobre el campo; pronto un número, salga de las filas—; y designando de dedo a Bifard, que
él había reconocido sobre la primera fila, le dice:
— Salid vuestro sable bayoneta y
ejecutad la sentencia.
Bifard, temblando
de miedo, se grita:
— ¡Dé gracia, mi general; perdonadle!
El ministro,
furioso, replica con la voz de tonerre (‘de tonel’):,
— ¡Salid vuestra arma!
Bifard se grita,
elevando sus miradas al cielo:
— Mi Dios, haz un milagro y cambia en
madera el acero de mi sable.
Su plegaria fué
escuchada. A la vista de este nuevo trazo de habilidad, el ministro, que
conocía el truco, se mete a reir como un loco y perdona nuestro auverniés.
Bifard, en
campana, se batió como un león y fué siempre portado a la orden del día; mas su
falta de instrucción y su espíritu juerguista le impidieron de arribar más
lejos de cabo, y cuando él se extinguió de viejo en el hospital, se grita en
muriendo:
— Yo no tengo que un disgusto: la carrera que pierdo.
Del PASATIEMPO de Pablo Parellada: 'A reirse tocan'. Guasa, chunga y regocijo. (1920)
Publicado en 1914 en el semanario BLANCO Y NEGRO, con dibujos de Sileno.


