«El capitán Descartes
da parte al duque Antunes
de que, por ser hoy lunes,
mañana será martes.»
UN
PARTE URGENTE
En
época más antigua que la actual, o sea en época pasada y anterior a la
presente, el duque Antunes mandaba las tropas que estaban bajo su mando, y
tenía ordenado a sus capitanes que diariamente, esto es, cada veinticuatro horas,
le enviasen el parte diario, habiéndoles prohibido que lo redactasen «Sin novedad»;
pues quería que se le participase algo, por insignificante que fuese.
Los
capitanes devanábanse los sesos de la cabeza en busca de novedades que
participar cuando no las había, y esto motivó el parte que vamos a dar a
conocer para conocimiento del lector que esto leyere.
* * *
Había entonces en España
una carretera tan ingeniosamente trazada que, marchando por encima de ella, lo
mismo podía irse desde Dueñas a Peñafíel que desde Peñafiel a Dueñas, siempre
que se tuviese la precaución de caminar en dirección a Peñafiel, en el primer caso,
y en dirección a Dueñas, en el segundo; vía de comunicación que, si no ha
desaparecido, aún debe existir.
Érase el día en que
ocurrió lo que vamos a relatar.
Acababa de ponerse el sol
por Poniente, y empezaba el crepúsculo vespertino de la tarde; ya las aves
nocturnas que salen de noche volaban por el aire, agitando sus alas de plumas de
ave; los pastores reunían sus rebaños de animales; regresaban a los hogares
domésticos de sus familias los peatones a pie, y sobre sus cabalgaduras los
jinetes, cuando dos de éstos, montados
en otros tantos caballos, marchaban por la mencionada carretera desde Dueñas a
Peñafiel. Eran el alférez D. Fernando Carrillo de Albornoz y su criado Perafán.
Como el alférez había nacido algunos años antes que su criado, era más viejo
que éste, sin que podamos decir lo mismo del criado con relación a su señor.
Los dos avanzaban al
trote de sus caballos; el amo delante, el criado detrás, y ambos a igual
distancia el uno del otro. A una indicación del primero, el criado se colocó a
la izquierda del alférez, quedando éste a la derecha. Largo rato siguieron en
silencio y sin articular palabra, hasta que empezaron a hablar y a sostener
este diálogo entre los dos:
— Observo, mi buen Perafán — empezó el alférez —, que a medida que vamos caminando, nos acercamos cada vez
más al punto hacia el cual nos dirigimos.
— Digna de vos es tan atinada como discreta observación —
contestó Perafán — , y si me concedierais licencia
para ello, yo completara la vuestra con otra observación mía.
— Licencia te doy, que tú también sueles discurrir con acierto cuando no
lo haces equivocadamente.
— Pues yo, señor, venía pensando que cuanto mayor espacio nos va
separando de Dueñas, menor va siendo el que nos falta para llegar a Peñafiel.
— Pensaste con buen entendimiento, porque así es — dijo el
alférez —, y demos gracias a Dios de que así sea;
pues, a ser de modo contrario, no llegaríamos nunca al término de nuestro
viaje, ni podríamos entregar al duque Antunes el urgente parte que el capitán
Descartes me ha confiado.
— Quiera el cielo que encontremos al duque; pues, de no encontrarle,
dudo que pudierais entregarle ese pliego en propias manos.
— Contratiempo grande sería; mas confío en que, si no está ausente del
castillo, en él hemos de encontrarle; y ya que del urgente pliego hablamos,
debo recomendarte que si fuésemos sorprendidos por tropas enemigas y yo cayese
muerto o sin sentido, te lo advertiré a fin de que tomes ese pliego que llevo
metido dentro de la escarcela, y huyas con él.
— ¿Y si me matasen a mí también?
— En ese caso, dejo a tu buen criterio el tomar la determinación que
creas más conveniente para el servicio de nuestro amado Rey.
— Señor — exclamó Perafán, poniendo el brazo derecho horizontal y
separado del cuerpo —, ved que de las nubes del
cielo empiezan a caer gotas de agua.
— Eso es que comienza a llover — dijo el alférez — ; y como estamos a la intemperie, a campo raso y sin
techumbre ni otra cosa que nos cobije, seguramente nos mojaremos, que es lo
único que me molesta de la lluvia; así, pues, avivemos la marcha de nuestros
caballos, que yendo nosotros cabalgando encima de ellos, según vamos, tanto
cuanto los caballos avancen, avanzaremos nosotros también.
Y dicho esto, señor y
criado clavaron cada cual a su caballo las espuelas que en los pies llevaban
colocadas.
No habrían pasado treinta
minutos, ni tampoco una hora, cuando dijo el alférez:
— Aquellas que tenemos a la vista y vemos desde aquí, son las casas de
Peñafiel, cuyo conjunto constituye el referido pueblo, y ese que al pueblo está
inmediato es el castillo.
— Todo ello visito hoy por vez primera — contestó Perafán — , y no os extrañe; pues antes de ahora jamás había venido
yo ni al castillo ni al pueblo.
— Yo, en cambio, lo he visitado tantas cuantas veces vine, y hasta vi edificar ese famoso castillo, que por cierto se construyó en ese mismo sitio en que le vemos, o sea sobre esa colina, que ya estaba allí antes de que el castillo se comenzase. Todo el está construido con materiales de construcción. La forma general de su planta es la de un cuadrilátero de cuatro lados, con torres circulares a la par que redondas, de trecho en trecho, cimentadas sobre cimientos en la parte baja, y terminadas por cubiertas y tejados en lo más alto.
— ¿Y habrá sitio dentro donde guarecernos de la lluvia que cae? —
preguntó Perafán.
— Sí — contestó el alférez — , porque
al construir esas torres, lo mismo que la del Homenaje y demás construcciones
anexas, se tuvo la feliz idea de hacerlas huecas por dentro, con el objeto de
dejar en su interior espacio destinado a dormitorios para dormir, estancias
donde estar, escaleras para subir y bajar, albergues donde albergarse y
habitaciones donde poder habitar los habitantes de la fortaleza, toda ella
rodeada por un foso cóncavo, para profundizar el cual hubo que excavar y sacar
del suelo todas las tierras que ocupaban lo que ahora es foso, antes de existir
este.
Ya de noche llegaron
frente a la entrada del castillo. El centinela, que estaba dormido, despertó a
las voces del alférez.
— ¿Quién va allá? —
gritó en alta voz el centinela, después de haberse despertado.
— Yo, el alférez D. Fernando Carrillo de Albornoz, portador de un
mensaje que traigo del capitán Descartes para el duque Antunes.
— ¡Alto el mensajero
del mensaje! — insistió el centinela.
Los de guardia
maniobraron las férreas cadenas de hierro del puente levadizo. Salió el jefe de
la guardia, acompañado de algunos hombres de armas, y después de examinar a los
recién llegados a la luz de un farol encendido, dióles permiso para entrar
dentro.
— ¿Está el duque en el castillo? — fué lo primero que el alférez
preguntó.
— Debe de estar — contestó el de guardia — ; pues tengo la
completa seguridad de que desde que llegó no ha vuelto a salir.
— Notificadle mi llegada y que deseo hablarle verbalmente.
El jefe de la guardia
corrió a prevenir al duque.
— Que dispongan inmediatamente dos camas, dos pesebres, cena y pienso —
ordenó el duque, tan pronto se enteró de la llegada de aquella pareja de dos
jinetes —, y entended que la cena y las camas son
para el alférez y su criado, y que los pesebres y el pienso son para sus
caballos.
— Señor — dijo el alférez así que se vió ante el duque — : el capitán Descartes me ha encargado que previamente, y
antes que todo, os salude en su nombre, y que después os entregue a vos mismo y
en propias manos este parte urgente.
Tomó el duque el parte,
abriólo, pasó la vista por el escrito, y leyó:
«El capitán Descartes
da parte al duque Antunes
de que, por ser hoy lunes,
mañana será martes.»
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Del PASATIEMPO de Pablo Parellada: 'A reirse tocan'. Guasa, chunga y regocijo. (1920)


